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HUMO HACIA EL SUR

 

(En un pueblo de la Frontera, año 1905.)

 

 

1

 

 

A esa habitación pequeñita le decían el costurero, aunque habitualmente nada se viera en ella que justificara el nombre. Un sofá de damasco amarillo, acolchado, con el respaldo en tres medallones enmarcados en Jacaranda, se adosaba a la pared empapelada. Un sillón le hacía guardia de honor a cada lado y en el centro, una mesa de prolija talla equilibraba el decoro burgués, con ese orden establecido que es ya anticipo y garantía de respetabilidad. Completaban el moblaje dos banquetas por las que volaban garzas de madreperla, vigiladas por un mandarín de laca, barbudo y sonriente a la puerta de una pagoda.

Todo ello era rico y frío, sin íntima convicción. Hasta los detalles. Como la luna neblinosa del espejo de Venecia que devolvía una imagen alucinante, no la del que se miraba, sino la del antepasado remoto, contemporáneo del obsoleto azogado, o como las miniaturas mostrándose en óvalos de plata, alineadas sobre el sofá, bajo el espejo, espejuelos también ellas, con sus imágenes cuajadas en rostros duros, todos son idénticos ojos, mirando desde profundas cuencas, tenaces, desesperadamente fijos, pasmados en una eternidad sin esperanza. Se adivinaba que esas gentes nunca supieron decir mínimas palabras con ecos de terneza. Eran cuatro rostros de hombre, con el pelo en guedejas onduladas y los altos cuellos propios del año 1810. En medio de la mesa estaba la lámpara de pie de grueso cristal, con el depósito para la parafina color de rosa y una tulipa de otro cristal fino y grabado, atemperando la crudeza de la luz.

Las dos puertas y la ventana estaban asordinadas por pesadas cortinas y en el piso, una alfombra venida de España lucía arabescos azules sobre el fondo ocre y amarillo.

María Soledad alzó los ojos del tejido y los fijó en doña Batilde, sorprendida por su largo silencio. La vio tiesa en el sillón, juntos los muslos, juntas las piernas, los pies unidos por los talones, volteadas las puntas de los botines de cuero basto. Sobre la exigua cintura, afinada y estéril, alzábase el busto con dureza de metales, anchos los hombros, apenas insinuada la leve comba del pecho, fuerte el cuello y la cabeza erguida de puro perfil que evocaba un camafeo, neta la nariz, hendiendo el aire la barbilla con firme curva. El pelo castaño con ígneos matices de cobre, se peinaba simplemente sobre la coronilla, formando un moño del que mechitas rebeldes escapadas a su disciplina desdibujaban pequeños ricillos sobre las sienes y la nuca. La piel era de tersa saludable elasticidad. Allí estaba, rígida e inmóvil, adivinándose bajo esa actitud una fuerza flexible, un dinamismo renovado.

María Soledad se sonrió a sí misma al pensar que pese a los ocho años que era su amiga, aún no había acabado de recobrarse del sobrecogimiento que le causara su presencia. De pie no era más alta que ella, pero nadie daba mayor impresión de omnímoda voluntad, de poderoso dominio. Ocho años viéndola casi a diario y aún sin vencer esa angustia vaga sobre el corazón al sentir su dura mirada verde avanzar desde el fondo de las cuencas sombreadas a escrutarla tenazmente. Como los ojos del abuelo y los de los tíos abuelos, que persistían en idéntica expresión desde más allá de sí mismos, desde las imágenes de cómo fueron, ofreciendo cuádruple e implacable testimonio de que aquella mirada no era accidente individual, sino firme perennidad apoyada en la sangre de su casta.

Sobre el sofá, con la cara en el cojín que le dejaría en la mejilla el calco de sus bordados, dormía Solita envuelta en una manta de viaje. Doña Batilde la miraba, sin que la máscara se le aflojara por sombra de emoción. La miraba, como miraba todo, sostenidamente, sin revela lo que estaba dentro de sus pupilas, dotadas para la más objetivizadora de las visiones.

--¡Qué linda es! ¿No es cierto? --preguntó con dulzura María Soledad

--Usted la educa pésimamente --contestó la otra con su metálica voz de contralto, tan baja que a veces tenía inflexiones viriles; voz teñida de trémolos que habían pasado por tormentosas napas de sangre, por zonas minadas de nervios, llegando de su profundo ser, de los huesos, de las entrañas, de la despiadada minuciosidad de sus capilares, indomable y caliente. Brotaba sorpresiva, manantial que aflora hirviendo a borbotones del flanco de piedra cordillerana.

--La educaría usted lo mismo que yo, si fuera suya --dijo. María Soledad, con la rutinaria convicción del argumento tantas veces empleado.

--Si fuera mía, la tendría en un colegio, aprendiendo a ser útil y a obedecer. Sobre todo a obedecer. Y la molería a palos cuando no entendiera.

--Tanto que le gusta querer demostrar que no tiene corazón...

--¡Gracias a Dios! Porque no lo tengo. ¡Lindo regalo el corazón! Esa inmundicia blandengue, para que los hombres consigan hacer de una lo que les conviene,

--Yo soy feliz con mi corazón, tan dispuesto a darse a quien debe.

--Usted es una santita --y un bordoneo más sordo aún en la voz traslució que tal vez abrigara algún sentimiento de apego por esa mujer-tan dispar a ella, tan fina, buscando muros, no tanto para alzarse cuanto para florecer, sin otra defensa que su debilidad y conquistando con ella instantáneas admiraciones, ciegas amistades para siempre, tan sólo con sonreír, y vérsela como a un niño que erguido sobre sus pequeños pies se cree dueño del universo.

--¿Qué está tejiendo ahora?

--Un abriguito para la niña.

--"Otro" abriguito para la niña. ¿Cuántos tiene ya?

María Soledad sonrió, un poco confusa, prodigiosamente seductora.

--No sé cómo Pérez permite esos despilfarros...

--No puedo tener las manos ociosas. Además, el tejer me sosiega los nervios, hasta me da sueño.

Doña Batilde seguía fija en la niña, que era costumbre suya hablar sin mirar al interlocutor, de perfil, volviéndose de pronto hacia éste para, desconcertarlo con el súbito frío verde de sus ojos rapaces.

--¿No ha resulto seguir mi consejo? --Ahora miraba a María Soledad, azorándola por la resistencia a qué la forzaba para evadir su dominio.

--¿Cuál?

--El que siempre le he dado desde que la conocí.

--¡Doña Batilde!¡Es que no necesito hacerlo!

--Tonterías. No hay nadie que no necesite ganar dinero.

--¡Pero si tengo todo lo que quiero! Casi ni eso puedo decir; porque Ernesto se anticipa a mis deseos para satisfacerlos antes que yo los sienta. Ya ve cómo vivo. Entonces, ¿Para qué voy a trabajar?

--¡Siempre pensando en tonteras! No se trabaja para eso, sino para tener autoridad, para que nos respeten y hacer lo que nos dé la gana. El dinero no es nada sin una voluntad que disponga de él; pero con ella lo es todo. ¿Cree usted que yo sería lo que soy, sin lo que tengo? ¿Cree que De la Riestra sería el personaje que es, si no fuera por nuestro dinero? ¿Y cree que la gente iba a tenerme el respeto que me tiene, si no supiera que poseo tanto dinero como De la Riestra, y que yo, yo --¿entiende? --, yo he hecho de la fortuna de ambos, fortuna sí, pero fortuna chica, la millonada que tenemos ahora? Ser es tener y todo lo demás humo, humo que se lleva el viento. Economice de lo que le da Pérez y cuando tenga sus capitalito, ponga un negocio. Al principio Pérez no se lo querrá permitir, pero usted insista. Pérez no es hombre de decirle que no por mucho tiempo. Y entonces abre un despacho en el fundo o una tiendita aquí, en el pueblo, con novedades. Se pelearían por comprarlas. Por poder decir: "Esto se lo compré a la María Soledad". Las siúticas del pueblo se tirarían del moño, peleándose sus cosas, se lo aseguro.

María Soledad dejó de tejer. Había perdido la cuenta de los puntos mientras se formaba en su mente el cuadro descrito por doña Batilde, aunque con tonos algo distintos y rasgos caricaturescos. Se veía haciendo laboriosas cuentas para distraer unos pesos. ¡Era tan difícil multiplicar y no digamos nada sustraer, la más mezquina de las cuatro operaciones! Y después, sigilosamente yendo al banco a depositarlos sin que nadie se enterara. Y luego las interminables discusiones --ella que las odiaba por fatigosas--, hasta conseguir el permiso para abrir la tienda. Y, una vez lograda, la batahola de mujeres, chillonas, con sus olores mezclados a perfumes baratos, sus modales groseros, peleándose por la posesión de una fruslería. Y ella dictaminando, como juez.

Sintió el burbujeo de la risa que le retozaba en la boca, porque entre estas imágenes estaba viendo en plena trifulca a la Paca Cueto y a la María Santos --empaquetadas rivales en elegancia pueblerina--, andar a la greña, en la contienda que doña Batilde tan afanosamente la instaba a provocar. Agachó la cabeza, pero no pudo evitarlo. Sus carcajadas, finas, alegres, llenaron la habitación con una luminosidad de mañana. Doña Batilde, bien segura en su noche, la miraba siempre, pero al fin volvió la cara y en ella había más grave hostilidad en dar el perfil corvino que la espalda. Fue entonces cuando María Soledad, algo cohibida, logró ponerse seria y esperar, en actitud de niño que se sabe culpable de una falta de respeto, la inevitable reprimenda.

--Ya alguna vez se arrepentirá. Tarde será, entonces. La vejez con pobreza es terrible

--Pero, doña. Batilde, pobres creo que no seremos nunca. Nadie puede contar con el futuro, ni siquiera usted. Las mismas posibilidades de ruina pueden aplicarse a cualquiera. El ser, el tener, también pueden convertirse en humo.

Doña Batilde volvió la cabeza, alzó la dura barbilla y dejó caer pesadamente su evangelio:

--La tierra no es humo: es tierra y no traiciona nunca. ¡Tantas veces que se lo ha dicho a Pérez: compre tierras y déjese de tonterías! Compre tierras, gaste en tierras todo lo que tiene. La tierra siempre responde: nos reconoce de su borro. Pero a Pérez le gustan los embelecos. Compra un coche porque es modelo nuevo. Hace un viaje porque no sé qué cómica va a dar funciones en la capital. Trae un molino de viento para tener agua corriente. Contrata una institutriz para la niña. Compra otro coche porque el anterior no sirve para los días de sol. Y el gramófono y la salamandra y siga el rosario. Y esto, sin contar lo que gasta usted por su lado...

María Soledad sentía una latente molestia al oírle repetir los mismos sórdidos consejos, los mismos reproches tan ciertos como gratuitos, mientras la veía, siempre tiesa en su silla, con el mismo traje color café, por ser el más sufrido; con los absurdos botines de cuero, epicenos, con elásticos a los costados y una huincha atrás y otra adelante para tirar de ellos y poder metérselos, hechos hacia treinta años por el mismo zapatero. Y persistiendo en esa actitud de juzgadora inapelable del mundo, con los brazos cruzados sobre el pecho enjuto y las manos extrañamente hermosas, calcada toda ella sobre una especie de molde. Igual a como la había conocido ocho años antes, con su perfil para colocarlo sobre un ónice, sobre un azabache, sobre un esmalte. Era causadora en su perfección, en su raciocinio inapelable, con su minuciosa exactitud de cronómetro insensible a toda angustia, a toda esperanza.

Y sin embargo, en esa regulada vida de pueblo, así como las ocho era la hora de levantarse y las doce la de almorzar y las cuatro la de tomar el té y las ocho la de cenar, sin que nadie osara evadirlas por un inad­misible desgano o anticiparlas por un pecaminoso apetito; así como las once era la de entregarse al reposo, las nueve de la noche era la hora de ir ella a casa de doña Batilde y, al día siguiente, las nueve era la hora de venir doña Batilde a su casa, en vaivén rítmico de lanzadera que a través de la urdimbre del tiempo iba tejiendo el paño pardo del vivir provinciano, con inadvertidos dibujos, con pacata parsimonia que no era lícito alterar, salvo que ella estuviese enferma, posibilidad que no alcanzaba a doña Batilde, que tenía una salud de piedra de río.

Una hora duraba siempre la visita, y mientras ellas intercambiaban las ya previstas admoniciones y excusas, Ernesto Pérez y don Juan Manuel de la Riestra, en la casa de aquél, jugaban un partido de billar y, en la casa de éste, se entregaban a prolijas discusiones sobre latos temas históricos en que ambos ponían a prueba sus prodigiosas memorias, acrecentadas en el remanso pueblerino, íntimamente regocijado el que lograba cazar al otro en el renuncio de una fecha falsa, el olvido de un nombre o la tergiversación de un hecho. Cuando don Juan Manuel estaba en la capital, llamado por sus actividades políticas --había sido ministro, diputado por varios períodos y senador en su actual avatar--, Ernesto dejaba su mujer en la casa de doña Batilde, se iba al club y puntualmente a las diez volvía a buscarla. Cuando era Ernesto quien estaba en el fundo o en la capital, don Juan Manuel acompañaba a doña Batilde hasta la casa de sus amigos, se iba al club y volvía justo una hora después a recogerla. Pero eran muchas las veces en que coincidía la ausencia de los maridos. Entonces María Soledad se hacía acompañar por el mozo, que llevaba en brazos a la niña dormida, mientras Mademoiselle alumbraba con el farol de minero. Doña Batilde no necesitaba compañía. Llegaba sola, sin farol, sigilosa y segura de que nada ni nadie osaría salir al encuentro de su firme paso.

Había que tener también en cuenta el clima. Pueblo sureño, entre estribaciones de la cordillera, apegado a su flanco, los bosques empezaban casi en sus lindes, tan sólo con la sierpe de los caminos abriéndose trabajosamente por ellos a golpes de hacha. El verano era apenas una súbita y apresurada tibieza, un despuntar las flores con tímido asombro, un breve y apretado canto de pájaros, impacientes para hacer que cupieran todos sus trinos en tan pocas mañanas, un instante para dejar que el sol pusiera rojo en las manzanas y en las mejillas juveniles, rubor que instaba a los clientes a buscar la pulpa de una fruta o de un beso. Lo demás era tiempo de humo, tiempo de neblina, tiempo de porfiada lluvia.

Humo de roces que ardían en la montaña, manera bárbara de conseguir campos para cultivo, hoguera próxima o lejana que anunciaba el desordenado revuelo de los pájaros, huyendo en imprecisas bandadas lastimeras. Luego aparecía el humo mismo, parado en el cielo fosco, lleno de cárdenos resplandores. La atmósfera se recalentaba entonces haciéndose irrespirable, hasta que llegaba el viento señor de los destinos.

Tan aparentemente dueño de sí mismo el fuego, alimentado en su propia entraña elemental, y era tan sólo un siervo del viento que lo manejaba a su capricho, llevándolo hasta la ribera de los ríos a templar sus ardientes metales en las aguas, apagando en los anchos cauces sus fulgores de astro, que lo empujaba hacia la fatalidad dejando a su siga el tizón, las cenizas, esqueletos carbonizados de árboles y de animales, que lo arrebataba contradictoriamente, rizando curvas en las que el azar danzaba frenético, aislándolo en regiones alucinantes de troncos ardidos que vociferaban sus estertores de resinas martirizadas, muriendo doblado sobre su propio corazón en ascuas, entre piedras y aguas, inmisericordes ante su desvelado rencor.

Era el agobiador tiempo del humo. María Soledad lo abominaba. En cambio, no temía a esa ensoñada hermana del humo que es la niebla; le placía ver el pueblo desmaterializado en su fino gris. Le era grato perderse ella misma en su incertidumbre.

Tanto como el humo odiaba a la lluvia, el caer del agua en su interminable rayadura que insistía en tachar el paisaje, el sordo gorgoteo de las canaletas ahítas, los chicotazos del viento, su lenguaje fantasmal colándose por el oído de las ventanas, ululando por las chimeneas, el goterón cayendo para evaporarse instantáneo sobre los carbones. Cuando no había roces, transigía con el viento, el del sur, arriero de nubes, manadas dispersas e inofensivas; el de la cordillera, que soplaba desde el fondo de los siglos con insistencia indígena, puelche afilado sobre los glaciares; el que venía desde la otra cordillera, a saltos de pastor de cabras, por las cimas, los collados, los calveros, los tajos y la enmarañada arboleda, obstinado en su busca del olor salobre del mar, del rítmico asalto de las olas pegando en los roquedales o desvaneciéndose en la insuficiente desnudez de las playas. El del norte le hacía fruncir con gesto desagradado la graciosa naricilla, porque su tibieza era presagio de lluvia, indefectiblemente. Sí, transigía a veces con el viento, amaba su fuerte mano, su caricia imperiosa en la nuca, su adentrarse por la boca entreabierta hasta dejarla anhelante. No le gustaba la lluvia, que conminaba a quedarse friolenta e inmóvil junto a la chimenea, enervada por una invencible pereza.

Ocho años de ir de su casa a casa de doña Batilde, de esperar en su casa la visita de ésta. Porque cuando llovía, así los caños de los cielos dejaran caer cataratas sobre el pueblo, así las calles estuviesen anegadas, así la atmósfera fuera como un muro, doña Batilde con altas botas, un impermeable que le llegaba hasta los tobillos, una toquilla en la altanera cabeza y abroquelada en su paraguas inmenso para pelear contra el viento y la lluvia, aparecía a la hora justa, precisa, demostrando que era un espíritu como el suyo nada significaba la desatada ira de los elementos.

--Al lado de las tierras suyas, las nuestras son una especie de estampilla --dijo al fin María Soledad volviendo de sus reflexiones--, pero tierras son también. Y tenemos la casa y la quinta y la propiedad de renta en la capital, y entiendo que dinero en bonos hipotecarios, que, a fin de cuentas, tierra son también. Vivimos cómodamente y educamos lo mejor 'que podemos a la niña. Y, sobre todo, somos felices, muy felices..., y no cambiaría mi felicidad por ninguna otra del mundo.

Doña Batilde, sin mirarla, dijo con sequedad:

--¡Bueno! --manera suya de responder cuando no quería aventurar frases, frases como ahora inoperantes, frente a aquella increíble candidez para quien aún existía esa ilusión de la dicha.

María Soledad no sintió entonces cansancio de verla siempre igual a sí misma, sino fastidio, ganas de decirle algo duro, acorde con su ser de piedra: algo de hiriente dureza. Decirle, por ejemplo: "Usted es una vieja bruja, avara y envidiosa". ¿Qué pasaría si se lo dijera? La idea la aterró. El corazón se le quedó quieto un instante, acurrucado en las recoletas tibiezas del pecho, asustado de la fechoría de su mala intención, y luego se recobró, latiendo desordenadamente.

En algún sitio de la casa de madera, un reloj de carillón moduló las diez horas. Primero marcó los cuartos y después las otras campanadas redondearon su eco profundo, resonante en las concavidades del tiempo. La puerta que daba al pasillo se abrió y Ernesto Pérez entró seguido de don Juan Manuel de la Riestra, que llegaba bastante mohíno por un error de dos días en la fecha de la desastrosa muerte del pobre Lulú a manos de los zulúes, en la que su implacable contendor le había sorprendido. Quedáronse ambos de pie junto a la mesa, como era ritual, y también en forma ritual los recibió doña Batilde diciendo:

--¿Es que ya los caballeros han arreglado el mundo?

María Soledad seguía ensimismada. Se le había normalizado el corazón, pero le quedaba el enfurruñamiento. Pensó: "¿Qué otra cosa ibas a decir, sino lo mismo que dices siempre? Si te vieran por dentro, no te hallarían entrañas, sino resortes y ruedecitas de reloj". Pero encontró los ojos de obscura y viril suavidad de Ernesto mirándola, un poco redondos, un poco asomados a la cara, mansamente tiernos, siempre a la espera de una respuesta. Le sonrió mientras colocaba la labor en la bolsa, y poniéndose de pie, sintió que súbitamente la poseía la dicha.

Don Juan Manuel de la Riestra, tras leve carraspera, trató de afianzar la voz que entrecortaba el asma:

--No está el mundo para que lo arreglen, sino para probar a los hombres de buena voluntad. ¿Se ha tejido mucho?

--Unas cuantas vueltas...

--Las señoras prefieren darle trabajo a la sin hueso.

--¿Quieren ustedes una copita de licor? --También este ofrecimiento era ritual en doña Batilde, que se había puesto de pie, como lo hiciera anteayer, como lo volvería a hacer pasado mañana, acercándose a la bandeja en que estaban el oporto y los bizcochos.

--Se agradece la fineza, doña Batilde. Pero no nos serviremos nada, muchas gracias --dijo Ernesto Pérez, que con mucha cautela había tomado en brazos a Solita, buscando protegerle la cabeza con la manta.

María Soledad se había puesto el abrigo y una punta de encaje le enmarcaba el rostro. Se despedía de doña Batilde con un abrazo esbozado, apoyando apenas una mano en su hombro y dando con la otra leves golpecitos a su espalda.

--Hasta mañana, doña Batilde.

--Buenas noches, María Soledad. Hasta mañana.

--Buenas noches, De la Riestra.

--Dios me la guarde, mi señora.

Ernesto Pérez se despedía a su vez. Frente a él estaba doña Batilde, de una pieza, con su mirada dura que tenía la virtud de convertir en objetos a las personas.

"Me mira como con otro par de ojos que tuviera en el fondo de los que le estoy viendo", pensó Ernesto, y extendió la mano, esperando un segundo la otra que parecía hurtarse y que al fin se dejó asir por la suya, sorprendida al hallar la piel caliente, irradiando dominante fluido.

Salieron al zaguán. La casa tenía una puerta ancha con dos ventanas a cada lado. Entre ventana y ventana un banco destacaba su color vende en lo rubio de la madera aceitada. Sobre cada banco había un reverbero a parafina, pero sólo uno daba su luz blancuzca, dejando mezquinamente tuerta la fachada.

Bartolo, el mozo, que dormitaba en uno de los bancos, se puso de pie apresurándose a encender un farol que descansaba junto a él y cuya luz tardó más tiempo en despabilarse que su dueño.

Aún se dijeron saludos y agradecimientos. Y tomaron los visitantes el camino de losas que rectamente, atravesando la plaza, les llevaba a su hogar. Adelante iba Bartolo con el farol en alto iluminando esa trocha gris que la neblina hacía peligrosamente resbaladiza. Lo seguía María Soledad, un poco en puntas de pies, un poco bailarina, presentando la cara al viento que la verificaba con sus largos dedos fríos. Atrás iba Ernesto con Solita en brazos. Con Solita y su sueño, habitado por seres muy semejantes a los de su vigilia, en el que no faltaban duplicadas versiones de "Togos" y "Don Genaros".

Doña Batilde esperó en la puerta que don Juan Manuel apagara el reverbero. Se había subido a uno de los bancos y se alzaba enorme, fofo, con las mejillas caídas, caídas las nalgas, afanados los dedos nudosos en el manipuleo, desparramando su fluctuante sombra sobre el piso, sin lograr bajar la mecha, azorado y esperando que la infalible voz de doña Batilde dijera lo que al fin dijo:

--No sea torpe.

Lo que logró desconcertarlo como si fuera la primera vez que lo oía y hacerle intentar lo peor: soplar violentamente la base del tubo. No apagó la luz. Fue doña Batilde, que lo apartó sin suavidad, quien alzó una mano precisa y dejó la casa sumada a la noche y la noche incluida en la infinita monotonía del tiempo, ese despiadado coleccionador de identidades.

 

 

 

 

2

 

 

A Solita le gustaba atravesar el pueblo señora en su "Mampato".

Más le hubiera gustado, eso sí, montar un caballo de gran alzada, como el de su padre, o cuando más no fuera, como la yegüita baya de su madre. Le parecían denigrantes los melindres maternos que la obligaban aún --a los ocho años-- a conformarse con aquel ridículo caballejo que apenas levantaba unos palmos y que era indecorosamente peludo y retozón. Todo esto irritaba su ánimo mientras estaba en el patio de las caballerizas esperando su turno para montar, porque una vez que su padre la dejaba en su silla, una vez que tomaba las riendas y salían a la calle, ya fuera con el padre y la madre, ya escoltando a ésta que guiaba el cochecillo de dos ruedas tirado por el tronco de alazanes, ya fuera sólo con el padre, todo su resentimiento desaparecía a medida que su imaginación hacía crecer la alzada del "Mampato" hasta alcanzar las líneas, la fogosidad y la prestancia de un caballo árabe, y ya era la cristiana que aprovechando un descuido del desalmado raptor huía en su propia cabalgadura de tierra de infieles, ya la gran amazona que en "brioso corcel" desafiando los vientos participaba en la caza del ciervo. Porque su cabecita rebosaba de fantasías que hallaban abundante alimento en las desordenadas lecturas subrepticias, hechas en el fondo de una alacena, mediante métodos misteriosos que hubieran pasmado y escandalizado a sus padres.

A Solita le gustaba ir en su "Mampato", ceñida la chaqueta, amplio el ropón bajo el cual vestía pantalones, altas las botas, blanca la corbata, bien asentado el tricornio que lucía una escarapela, y con la enguantada mano sosteniendo la fusta con aro de oro en el que campaban orgullosas las iniciales de su dueña. Pequeña réplica de la vestimenta materna, como vista con el revés de unos gemelos que la alejaran simultáneamente en el tiempo y en el espacio. Idéntico era el género, semejante el corte proveniente de un "sastre inglés", pero inglés de Inglaterra, lo que enorgullecía no poco a la niña. Imitaba los gestos graciosos de su madre; atenta a no olvidar tampoco las enseñanzas hípicas del padre, cosa que acontecía a veces a María Soledad, distraída por cualquier mínimo acontecimiento.

Así iba Solita embelleciendo con su imaginación las monótonas calles del pueblo, con sus idénticos cuadriláteros --once manzanas por lado-- y una plaza en el medio, que más que función ornamental, desempeñaba el papel puramente topográfico de marcar el centro exacto. Porque aquel pueblo, trazado por doña Batilde, era la copia perfecta de su alma despiadadamente geométrica, en la que la simetría era una forma de la ferocidad rampante y la posesión un acto de dominio. Así, sin concesiones al capricho, sin medias tintas crepusculares en los suburbios, cuadriculó el campo, trazó límites a su anchura, apresó para siempre en su red los vivires que desde entonces quedaron sometidos a su arbitrio, se dibujó a sí misma en ese esbozo cuando en las Cámaras se sancionó la ley que ordenaba continuar el ferrocarril central hasta el borde del río, ubicando la estación en los terrenos donados al efecto por el patriotismo de don Juan Manuel de la Riestra, diputado y propulsor del proyecto, como también de otros muchos destinados al enriquecimiento de la patria, dentro de la cual estaba providencialmente ubicado su fundo, del misma modo que dentro de su fundo, por obra del generoso azar, la casualidad quiso que quedaran la vía férrea y la estación que habría de constituir núcleo del futuro pueblo.

Pueblo que ya no pertenecía al improbable futuro, sino al gozoso presente que era para Solita toda la realidad, cuando lo recorría haciendo sonar con los cascos del "Mampato" las gruesas vigas levemente combadas que solaban la calle. Del mismo material eran las aceras, lo que llenaba de resonancias y taconeos el aire todo del pueblo en las horas de mayor trajín. Las casas también eran de madera, todas de un piso, regularmente ancha la puerta, bajas las ventanas, puntudos los techos de tejuelas, y entre una y otra, cuando su apariencia era mejor, una pared de ladrillos desempeñaba la ilusoria función de cortafuego, previniendo los incendios, calamidad de la región y acostumbrado pavor de todos. Alguna casa era de dos pisos, con buhardilla de circunflejo techo que a Solita se le ocurrían cejas afligidas; estaba pintada al aceite y tenía persianas y una yedra trabajosamente luchaba con el clima para revestirla de su amoroso verde. Casa de gringos. Las otras mostraban a veces corredores externos. Alguna un banco junto a la entrada, y éstas, como la de doña Batilde, lucían un reverbero. La calle del comercio se singularizaba porque a su largo corría una vara en la que solían aguardar los caballos, pacientemente reposando en ella los cuellos.

Alejándose hacia las afueras las calles eran de tierra rojiza, tosca, que ni si quiera las mas empecinadas lluvias lograban hacer intransitables.

Atrás quedaba el cuadrado del pueblo, con sus once manzanas por lado y la plaza la centro, esas ciento veintiún manzanas vendidas en lotes o arrendadas en lotes, edificadas con las maderas provenientes de los propios aserraderos de doña Batilde, provistos sus vecinos con los productos de su fundo, habilitados sus vecinos con dineros prestados por intermedio de un hombre de confianza, utilizado para las ejecuciones judiciales de los morosos, cuyas garantías aumentaban sus haberes, enterrados por fin en el también perfecto cuadrado del campo santo que la rígida piedad de doña Batilde sería en usufructo, que no en propiedad, a los huesos de los muertos.

Más allá del pueblo la tierra se cortaba en súbito tajo por cuyo fondo corrían tumultuosas las aguas del río.

Desde hacia años el clamor de los habitantes de los pueblos y ciudades de más al sur se hacia oír, interminable, pidiendo que el ferrocarril extendiera sus rieles, nervios para una enorme región desvitalizada por una inmovilidad antártica que la alejaba del reto del mundo. Y el insuficiente resultado de aquellas ansias eran las promesas con que los candidatos a una representación en las Cámaras engolosinaban a sus futuros electores, prometiendo una feliz coincidencia entre su llegada al Parlamento y la terminación del puente.

Porque de un lado del ancho y profundo tajo se alzaba ya la incompleta estructura de un puente, obra que en un alarde de técnica una temeraria prodigalidad de millones haría posible. Su dibujo tendía sobre el aire un quebrado ademán de orgullo satánico, los poderoso pilares de hormigón rivalizaban en eternidad con las piedras, y desde ellos la férrea trabazón de las vigas intentaba un dominio del espacio que en su actual imposibilidad se resolvía en gesto mas de amenaza que de suplica.

Era el muñón de un titán colérico porque no se le permitía probar el escándalo de su poderío. Otra fuerza casi telúrica por lo eficaz y permanente, la voluntad de doña Batilde lo mantenía aherrojado, yugulando en él la vena por donde podría llegar a fluir hasta perderse la prosperidad del pueblo, su misma razón de ser.

Mientras cruzaban las calles, a Solita le gustaba ver cómo las gentes saludaban a su paso. Cuando salían por el portón y daban vuelta a la manzana para luego tomar rectamente hacia las afueras, poca gente hallaban, porque en la plaza, por voluntad de doña Batilde, que antes de vender un lote de terreno se aseguraba de la prosapia del comprador, tanto como de sus haberes y de su moral, sólo se alzaban su propia casa, la de Ernesto Pérez, su lejano pariente, la Gobernación, el Municipio, la escuela superior, la iglesia, la casa parroquial y el Juzgado.

La casa de doña Batilde tenía una manzana entera de sitio en que se amontonaban galpones, castillos de tablas, pesebreras, establos, casetas para maquinarias. La manzana fronteriza era la de Ernesto Pérez y allí estaba la única casa de ladrillos del pueblo, ostentando su arquitectura en medio de un jardín que lucía a través de la verja.

A esa hora de la mañana, sólo una que otra persona deambulaba junto a la Gobernación, que con el Juzgado y el Municipio hacía frente a la iglesia, a la casa parroquial y a la escuela.

La plaza mostraba prolijos bojes y prados de trébol enano, rosales y coníferas cuidados por el jardinero de Ernesto Pérez. En el centro había un monumento en el que una desabrigada matrona prestaba al Progreso el simbolismo de sus marmóreas robusteces. Una obstinada antorcha indiferente a las veleidosas sugestiones de los vientos, insistía en la única dirección de su perseverante llama. A sus pies un mundo de mármol negro permanecía prisionero entre la lisonjera guirnalda de un follaje de bronce. Tenía aquel monumento, entre otros, el mérito de prestarse a las más variadas interpretaciones, pero como no era prudente dejar librado a la torpe imaginación pueblerina su recóndito sentido, una placa lo declaraba explicita y solemnemente: rememoraba la fecha en que don Juan Manuel de la Riestra colocara en ese sitio la hipotética piedra fundamental de aquel pueblo de madera. Se declaraba también que el tal monumento había sido costeado por suscripción popular.

Lo que pudorosamente se callaba es que doña Batilde lo había adquirido a bajo precio en un remate, en el mismo lote en que figuraba el aljibe del patio de su casa, que así pasó a ser involuntaria y exigua retribución del pueblo a sus maternales afanes.

La ligereza de ropas de la matrona, no por simbólica dejó de alarmar los también simbólicos pudores de las señoras del pueblo: "¡Cómo se ve que no tiene niños!", comentaban, y los suyos tuvieron prohibido el paso por el centro de la plaza para evitarles posibles malos pensamientos y posteriores comparaciones inconvenientes. Pero la prohibición fue cayendo en olvido y pronto la costumbre hizo que la pátina y el verdín defendieran a la robusta matrona de procaces miradas, con la misma eficacia de un hábito benedictino.

El paco que flanqueaba la puerta de la Gobernación y el otro que hacía lo mismo en la puerta del Juzgado, juntaron ruidosamente los talones para saludar a Ernesto Perez que pasaba con su familia. Solita inclinó la cabeza, tal como hacía su madre.

Seguían calle derecha hasta dejar atrás las últimas casuchas miserables de las afueras y salir a campo abierto, que era apenas unas hectáreas ganadas a la montaña. Después empezaban los árboles, apretado su espeso follaje, con las enredaderas yendo de tronco a tronco, húmeda la atmósfera que olía violentamente a resina, a canela, a poleo, a palosanto, a boldo, a peumo, a diminutas hierbas de nombres desconocidos, con la simultanea alegría de todos los verdes y la maraña de todas las formas posibles. Bandadas de pájaros alzaban el vuelo al paso de los caballos, trazaban un estremecido semicírculo y regresaban a las ramas vecinas. Su gorjeo se unía a la flauta fina del viento entre los coligües, al bordoneo de las ráfagas entre las ramas, al cristalino salterio de las corgüillas concertando la enorme polifonía de la montaña. El camino rojizo ascendía siempre, bifurcándose, llegando a estrechos valles en que el verdor redoblaba sus matices, robados por el fuego al bosque y después pacientemente destroncados por el hombre en un duro trabajo de años. A veces una vertiente formaba un cuenco límpido a ras de tierra, ansiosa de dar cabida a un poco de cielo. A veces el cuenco desbordaba en un hilillo que iba uniendo a otros, red anudada por misteriosas simpatías que terminaba por formar un riacho y sumarse al río. A veces María Soledad se detenía, obligaba a los otros a detenerse y largo rato se quedaban al asecho. Hasta que un venado asomaba su hociquillo tierno y sus ojos de profundo azoro los miraban desde el paraíso de su inocencia, para desaparecer luego súbitamente entre quebrazones de ramas.

Pero esta paz idílica era de pronto rota por rumores extraños, cuyo origen no siempre era posible precisar, o el persistente griterío de las cachañas despertaba el sueño de los ecos indígenas que repercutían de quebrada en quebrada hasta el fondo de los chivateos ancestrales.

A Solita, más que irse por la montaña, le gustaba tomar el camino zigzagueante que bajaba a las riberas del río. No por que no le gustaran la montaña y su sobrecogedora inmensidad. Hasta sus medrosos alaridos la estremecían deleitosamente como los imaginados baladros de un cuento de brujas.

Pero era que en el río, en la ora orilla y teniendo sólo acceso por un puente particular que cerraba un portón, se alzaba una casa blanca, de dos pisos, con altas estrechas ventanas de pequeños vidrios de colores, escapados de una iglesia y que a veces estaban iluminados por dentro, con un pórtico de cuatro columnas, al que, en el piso alto, correspondía un gran balcón igual al que se asomara la mujer de Barba Azul con su hermana, cuando atisbaban en la lejanía la nubecilla de polvo de sus salvadores. Toda la casa estaba cubierta de enredaderas, rodeada de una terraza que en paulatinos planos descendía hasta el borde de las aguas, que lamían en esa parte la piedra de un muelle; atrás, había una cancha de tenis y un picadero. Luego la montaña recobraba su imperio, ciñéndose inescrutable alrededor de la casa cerrada en secreta consigna.

Sabía Solita que en esa casa vivían un hombre y una mujer que no hablaban ningún idioma que ella conociera. Y eso que ella hablaba castellano, porque era su idioma patrio, y después francés e inglés. El inglés se lo había enseñado su padre, y el francés, su madre y la Mademoiselle. Pero esas gentes hablaban un extraño idioma en el que la abundancia de consonantes no excluía una armoniosa dulzura y vivían alejados de todos, sin comunicarse con nadie.

Llegaron a ese fundo antes de que el pueblo existiera. Ni doña Batilde podía decir de ellos nada, sino que eran vecinos que jamás incomodaban, que habían hecho mejoras en los caminos y que saludaban corteses y altivos. Tenían consigo dos matrimonios extranjeros, tan cautelosos de su independencia como ellos mismos. Nadie podría precisar cuándo compraron esa propiedad, ni cuándo o con qué medios levantaron esa casa que, como la de Ernesto Pérez en el pueblo, estaba hecha con ladrillos rojos y tenía el techo de tejas españolas. Todo ese material de construcción debió venir a lomo de mula por tortuosos caminos desde una lejana ciudad del sur que era a la vez puerto fluvial.

Habían talado la montaña tan solo para lograr un asiento a la casa, a las terrazas, a las canchas deportivas. Pero en esa montaña debía haber un camino que llevaba a la ciudad del sur. Sí, porque milagrosamente salida de la tierra no pudo haber brotado toda esa fábrica.

 

Esta idea entusiasmaba a Solita esa mañana, en que, como otras veces, había logrado que el paseo enrumbara hacia el río, presionando en la voluntad de sus padres sin que éstos se apercibieran de sus sutiles pases y enroques.

Había brotado del suelo. Y veía surgir lentamente de entre el espeso hierbal las tejas de la casa y alzarse ésta hasta quedar asentada, con 'sus chimeneas echando humo y sus yedras recortadas en los rectángulos del las ventanas encendidas de colores, como las casas con nieve de las tarjetas de Navidad.

Luego surgían las terrazas, la cancha de tenis con su red cansada de no pescar ni un chercán, esos alborotadores peces del aire, sino de vez en cuando alguna pelota mal dirigida; la elipse del picadero, donde los caballos aprendían su geométrico trote; las caballerizas con el altillo para guardar el pasto; el largo muelle; el puente con sus arcos de tres puntos, casi a ras del agua.

Y surgía la bella señora, vestida de sedas y terciopelos que el tacto de la niña adivinaba de suavidad angélica, fina de cintura, con una estola de martas cebellinas y el tibio barrilito del manchón, al que siempre se prendían flores. Y llevaba un sombrero con plumas lloronas y cintas de raso y un velo con motas que hacía lejano y como de recuerdo el rostro que cubría. Velo color de rosa, color de cielo, color de perla, de todos los colores, porque la señora tenía una variedad infinita de trajes y de pieles, de sombreros, de velos, de sonrisas y de gestos de renovada gracia.

Junto a la señora aparecía el señor, como un roble junto al jazminero; alto, enorme con sus anchos hombros, rubio, turquesa los ojos, grande y raja la boca entre la caudalosa barba que era la perplejidad máxima de Solita. Porque esa barba, en días de semana, cuando lograba divisarla, era una corta barba que cubría su cara. Pero los domingos, en misa, tal vez por obra de San Antonio o de cualquier otro barbado santo, llegaba en sedosas ondas brillantes color de espiga hasta la propia cintura del señor.

Porque a veces Solita lograba divisarlo jugando al tenis con la señora. O haciendo ejercicios en el picadero, asombrando aun a su padre --maestro en la materia que tenía premios ganados en concursos hípicos--, mientras la señora lo observaba con sus impertinentes desde una pequeña tribuna. Una vez encontraron a ambos a caballo. Solita perdía la respiración al evocar ese hecho maravilloso. Repentinamente los cruzaron en la montaña. Venían al paso de sus cabalgaduras de raza que marcaban la nobleza de su sangre en el ritmo perfecto de su marcha. Solita pensó de golpe que ella y sus padres parecían huasos endomingados. Sin ponerse de acuerdo se detuvieron los tres y esperaron que los otros pasaran, impecables, tranquilos, saludando con sobria cortesía, aislados en esa aura aristocrática que los mantenía lejos del plebeyo contacto de la realidad. Solita recordaba que no hicieron ningún comentario. Nunca comentaban sus padres nada referente a la Casa de la Yedra, como se la llamaba. Ni a la casa ni a sus habitantes.

Tampoco en el pueblo se hablaba de ellos. Eran ya una costumbre. Agotadas todas las presunciones acerca de su identidad, se los aceptaba en calidad de benignos fantasmas.

Cuando se fundó el pueblo, don Juan Manuel de la Riestra les hizo una visita de cortesía a instancias de doña Batilde, que quería sopesar sus posibilidades económicas y catalogarlos en su rígido casillero de moralidad. Logró llegar hasta la casa tras una paciente espera en el puente, mientras uno de los mozos iba y venía, entendiéndose con él por gestos más que con medias palabras. Lo hicieron pasar a un salón confortable, en cuya chimenea ardía un tronco entero. Apareció el señor y al estrechar ceremonioso la mano, dijo un nombre, con un tono que no aseguraba que fuese el suyo:

--John Smith --y agregó una- frase en un idioma incomprensible.

Don Juan Manuel pronunció su nombre pomposo, marcando bien el De la Riestra, lo que no pareció producir el efecto esperado, y agregó unas palabras corteses a las que siguió un embarazoso silencio. Porque el señor movía de un lado al otro la cabeza, sonriente con los labios, no con los ojos, y por fin, tras leve encogimiento de hombros, agregó más frases en su extraño idioma, con una pronunciación que a don Juan Manuel le pareció maravillosa: nunca había dejado de entender algo con tanta claridad. Y como en su desconcierto no supiera qué más añadir, volvió a decir su nombre, esta vez con menos lija en las erres, tomó el camino del río, atravesó el puente acompañado por el mismo mozo que le permitiera la entrada, y que cerró a su espalda el portón de acceso, con golpe tan suave como definitivo.

Años después, cuando el pueblo llegó a ser capital de departamento --don Juan Manuel acababa de pasar de la Cámara de Diputados a la de Senadores--, el primer gobernador, pasmado ante el misterio de estos propietarios que si no estaban bajo su jurisdicción --el río limitaba el departamento--, podían considerarse como vecinos del pueblo, realizó una visita, diferenciada tan sólo de la que hiciera don Juan Manuel en que el gobernador sabía algunas frases en francés y en un italiano de ópera que sirvió enchanté al mio caro signore, sin obtener de él otra cosa que los mismos gestos negativos y semejantes frases incomprensibles.

Contaba después su aventura en el club, ante el corro de notables:

--Un salón como iglesia, alto, con tapices en los muros. A los lados de la inmensa chimenea unas cabezas de ciervos, estupendas. ¡Qué casa! Y el gringo sin entender palabra. Yo le dije --sacó pecho, metió los dedos de la diestra entre los botones de ojo de gato del chaleco, llevó la izquierda a la espalda y engoló la voz--: "Vea usted, mio caro amico, a fuer de gentes progresistas, deseamos que la convivencia sea un hecho social incontrovertible, y es por eso que me he permitido visitarle, porque la investidura que me ha sida conferida por el Superior Gobierno de la Nación me autoriza que sea yo el primero en dar el paso hacia la cordial entente, máxime cuando se trata de un extranjero afincado en el suelo patrio que busca vivir al amparo de nuestra libérrima Constitución, que acepta e incluso alienta el fecundo aporte de las sanas corrientes migratorias".

Aquí el gobernador hizo una pausa, entornó los párpados y de reojo se observó en un espejo, atento a la actitud plástica que cada frase requería. Pero en la pausa entraron tumultuosamente a competir en el uso de la palabra todos los presentes, contando cada cual su propia experiencia, que si no llegaba a una visita a la Casa de la Yedra, se aproximaba al filo de un saludo expresivo, al súbito abordaje del señor a la salida de la iglesia, sin otro fin que el de ponerse a sus órdenes para cualquier eventualidad.

Esto lo decía el boticario dando a entender que bien valía hallarse en buenas relaciones con la ciencia. A lo que el médico, que era sordo, porfión y desconfiado, trataba de replicar empleando palabras casi idénticas.

--Es un egoísmo imperdonable querer vivir al margen de la sociedad --
tronó el gobernador, que de alguna manera tenía que retomar el uso y abuso de la palabra--, no se puede ser una rémora. El actual concepto de vida requiere moldes nuevos. El individuo debe aportar aunque más no sea su modesto grano de arena para levantar los cimientos del carro del Estado --y cambiando de pronto el tono prosopopéyico por el confidencial, añadió--: Ustedes, señores, son testigos de mi esfuerzo para atraer al seno de nuestra sociedad al descarriado misántropo y si he fracasado en mi tour de force, declino toda responsabilidad al respecto.

Y como se viera en el espejo una mecha rebelde, la volvió a su sitio. También en este respiro los otros se precipitaron a desquitarse del obligado silencio, hasta que con mesurado movimiento de manos, suave la voz que nunca alzaba y cuya natural impostación la hacía llegar a todos los oídos, el señor cura dijo con tranquila autoridad:

--No es un egoísta. Ni un descreído. Ni un mal hombre. Todo lo contrario. Es un señor que por circunstancias especiales desea vivir apartado. Nada más. Y bien saben los presentes, como lo sabe el pueblo entero, aunque yo nunca lo haya dicho, de dónde salen los dineros que mantienen el hospital, que han hecho posible el dispensario y que han permitido levantar el templo de Dios.

Y así, al amparo del secreto de confesión, siguió prosperando el misterio y creciendo la leyenda en su torno. Solita pensaba que en la noche del sábado venían los ángeles y en premio a la bondad del señor le hacían crecer la barba para que en la iglesia tuviera aspecto de rey santo, de aquellos que curaban lamparones con la sola imposición de manos. Rey despojado por malos súbditos de su corona, traído por misterioso bajel de velas carmesíes hasta las playas del sur y luego por largos caminos a la ribera del río, donde surgió mágicamente la Casa de la Yedra.

Y la señora era la hija de un pastor, enamorada del rey y que nunca había podido hacerle saber su amor hasta que, al verlo abandonado y triste, le pidió que le permitiera compartir su destierro. Y los sirvientes habían sido gentileshombres y sus mujeres azafatas de la reina madre, y todos habían abandonado un castillo enclavado en alta cima, rodeado de un foso lleno de ranas de encantamiento en sus turbias aguas medrosas, para seguir a su príncipe..., ¿pero no era un rey? Sí --rectificaba--, a su rey por los caminos del mundo en los que Solita podía encontrarlo ahora, para ser por él saludada con la misma reverencia que emplearía con una gran señora, como su madre, o, mejor aún, como si fuese ella una de las princesitas que debió conocer en su corte.

Habían llegado hasta el borde mismo del río. Al otro lado de su caudal fragoroso se percibía el malecón, las terrazas escalonadas, los campos de deportes y la casa con su enredadera. Nada más. Solita suspiró. ¡Sería para otro día el verlos! Y volvió riendas porque era hora de regresar.

Apenas si miró el puente que tendía al aire su arquitectura mutilada. Desde lo hondo del tajo, a contraluz, parecía una sombra chinesca. La ladera extrañamente rojiza se manchaba con las casillas de obreros los galpones del campamento que fuera de la obra abandonada.

El padre dijo:

--Es una vergüenza que no se termine este puente. Por lo menos cerrar la entrada con unas tablas que fuera... Con los chiquillos jugando en la pasarela, a brincos por los durmientes, cualquier día vamos a tener una desgracia irreparable que lamentar...

--El día que se termine, se termina el pueblo --contestó la madre, que aún resentida lo dijo íntimamente satisfecha, porque sabía lo que a doña Batilde la inquietaba esa posibilidad.

--Lo cierto es...

--Lo cierto es que mientras "ellos" no lo quieran...

--¿Tan fuertes los crees?

--¿A él? No. Pero detrás está ella con su rapacidad.

--Me duele oírte hablar así, pequeña....

María Soledad se volvió para mirarlo dentro de los ojos.

--Te podría doler entonces tu pensamiento, que te está diciendo lo mis­mo.

Regresaron en silencio. Solita a un costado, con la impresión de que el "Mampato", en aquel retazo de cuento, era una alfombra mágica que la llevaba a un país de maravillas.

A sus espaldas quedaba la obstinación de hierro y cemento de la obró inconclusa, bien en la realidad de su maneo presente, bien en la certi­dumbre de que el porvenir fluiría alguna vez por los arcos completos de su perseverancia, superior a la humana.

 

 

 

 

3

 

 

Siete, siete, siete, siete pasos. Uno. Dos. Tres. Cuatro. Cinco. Seis. Siete. Vuelta. Otra vez. Uno. Dos... Siete. Siete. El hombre los cuenta, los cuenta de nuevo, obligándose a aferrar la atención a ese ritmo mecánico. Pero los números se le escapan, pierden continuidad y algo como una niebla le llena el cerebro. Los músculos no aflojan y los pasos siguen recorriendo el piso, silenciosos porque el hombre calza alpargatas. Pero súbitamente también los movimientos lo traicionan, pierde el equilibrio a trastabillazos llega hasta el banco junto a la ventana, se deja caer, busca a tientas la mesa que debe estar cerca, para extender sobre ella los brazos y apoyar allí la cabeza.

¿Qué hora será? ¿Cuánto tiempo ha pasado dando los siete pasos de su desesperación? Siete pasos. ¿Durante cuántas horas? ¿Desde hace cuanto tiempo? Siete. Siete. Le parece que los números empiezan a dibujarse dentro de sí mismo, cifras hechas a golpe de martillo, dolorosamente repercutiendo en su frente. ¿Cómo resiste ese tormento? Ya no puede más, no puede, es imposible tolerar la angustia, el horror de ratones rondándolo y las telas de araña en su contorno en hilos fríos que lo paralizan. No se puede. No se puede pedir a un ser humano que vaya más allá de sus fuerzas. No. No. Son siete pasos. Siete. Siete. No puede más.

Apoya ahora las manos sobre su boca porque siente que de adentro ha de brotar el grito de su angustia, a pesar suyo, contra su voluntad, por un oscuro impulso irrefrenable. Las manos empuñadas hacen tal presión que los dientes se incrustan a la piel de los labios. No debe gritar, no quiere gritar, no está gritando, pero en su oído golpea una voz que no es la suya. Tangible como si la voz no fuera una onda sonora, sino un contacto, un choque, una explosión. Pero esa voz no dice: "Siete, siete, siete...", sino que aúlla enloquecida: "No me mates..., no me mates... Perdón..."

Los puños aprietan los oídos, quisieran meterse adentro, taponarlos, hacerse de material esponjoso, ser algodón, llegar hasta adentro, hasta adentro y tapizarlo todo, como muros de cuarto de loco, poner algodón en los oídos, en el paladar, en el tacto, en el olfato, en los ojos. Tapizarse el cerebro. Tapizarse el corazón. No sentir nada. Nada. Porque es pavorosa esta espera del amanecer, mientras el recuerdo lo asedia, lobo de dientes duros que lo mastica sin darle fin, que sigue royéndolo hasta que el alba asoma su abanico tímido sobre los picachos cordilleranos.

Podría pedir permiso para que lo dejaran a esa hora bajar al patio, atravesar la verja e irse por el pueblo andando su desventura, no contando siete, siete, sino con las piernas alargadas por los caminos, rápidamente devorando kilómetros, desgastando el desvelo. Pero no quiere más privilegios. Le avergüenzan los que ya disfruta. No. No. Como uno cualquiera, ser exactamente igual a ese cualquiera. Que el sudor de la angustia corra por su cara y en las sienes le martille una cifra: siete, siete, siete...

Taponarse los sentidos, asordar el recuerdo. Contar siete, siete, siete. Pero no verse como en una proyección contra lo blanco de un muro yendo distraído por la calle, cantando dentro de sí mismo las notas de la dicha en una frase sin palabras; regresando sorpresivamente a su casa, a esa casa que fue la suya --¿cuándo? --. ¡Cómo duele aquí, sobre la frente, sobre las cejas, aquí, aquí!... Volver a buscar un pañuelo si se tiene romadizo y se salió sin pañuelo, no es hecho que parezca trágico, pero lo será si al torcer la esquina se queda uno fijo como un poste y con el corazón también parado en medio del pecho, porque a la puerta de la casa que, se estima propia hay un hombre que saca una llave, abre esa puerta, entra y la cierra. Entonces se piensa en un delincuente. Y el poste y el corazón cobran movimiento y con pasos de felpa se llega hasta esa misma puerta y se la abre y se entra y está todo oscuro, menos una raya que marca el dormitorio y allí se sienten cuchicheos y una voz de hombre y la voz de Margarita, y entonces hay unos pasos inaudibles que se acercan a esa puerta y un oído pegado a las maderas y --¡Dios mío!-- la certidumbre de que nunca todo él será otra cosa en adelante que un montón de desdicha. ¡Dios mío! ¿Cómo se puede retroceder, abrir de nuevo una puerta, cerrarla, ganar la calle, irse por la noche, bajo las estrellas que no han cambiado de sitio, que están en el mismo cielo azul de verano, transmitiendo idénticos mensajes, apaciblemente el aire liando hojas sobre las aceras?

¿Cómo las cenizas pueden no aventarse?

Recuerda un banco que sus manos aferran. Y que esas manos de pronto lo palpan, buscando a ese Pedro Molina que él es, constatándolo en vigilia, porque lo que acaba de pasar no puede ser sino un sueño, algo misteriosamente vivido por otro. Tiene los ojos muy abiertos. También tiene abierta la boca. Se palpa. Busca y halla su realidad. Pero no sabe cómo hallar la realidad de lo que está sumido en lo pasado, de una raya de luz, de una frase balbuceada, de una risa contenida. ¿Cómo apresar todo esto? ¿Dónde? ¿Cómo lograr la comprobación de lo que fue, inasible, irremediablemente quedado atrás, sin que nunca, nunca, nadie, ni él mismo, ni fuerza humana, ni posibilidad inhumana, logren volverlo a poner frente a lo que no es sino recuerdo? ¿Recuerdo de qué? ¿De algo que pasó en la realidad o de algo que fue tan sólo en lo irreal de los sueños?

Margarita es la única que posee las claves. Tan sólo ella tiene en su pequeña mano el signo de la verdad. El no puede preguntar, decir tampoco. No puede preguntar: "¿Con quién hablabas, quién estaba contigo mientras yo salí?" No puede decir: "Vi a un hombre entrar en casa". ¿Cómo se preguntan, cómo se dicen esas cosas?

La desgracia lo aplasta. Le parece que no existe, que está muerto, que se murió hace tiempo, que es sólo un turbio recuerdo de alguien que vagamente le odia.

Ahora, ¿qué se hace ahora? ¿Qué hizo él en ese "ahora", entonces, cuando estaba sentado en un banco después de palparse con mano humedecida y hallar sus ojos abiertos y su boca abierta y no encontrar nada más que la realidad de su cuerpo, pero no la realidad que engendrara su desdicha?

Hay un tembladeral de nada, una zona intransitable de inexistencia, un hueco en su tiempo desdentado, en cuyos lamentables alvéolos faltan varias horas irrecuperables.

Su vivir está formado por trozos inconexos, unidos entre sí desacertadamente por ligazones que la memoria no alcanza a recuperar. Por euedese aislados logra apresar algunas imágenes de ese "entonces". Frases sueltas resuenan lejos, a través de un muro de ensueño que deforma las, voces, que las enajena.

--Buenas noches, pedro.

--Buenas noches...

--¿Había mucha gente en el teatro?

--Regular... Y tu, ¿qué has hecho?

Que diga, que lo diga, que diga con su voz ligeramente aguda: "Vino Rodolfo a verme, sintió no hallarte". Pero Margarita contesta, jugando con las cintas de su camisa de noche:

--Leer y aburrirme con este novelón que me prestó la Elena.

Tiene una cara de muñeca, rosa, con pequeños ojos gris-celeste, una naricilla levemente respingona, levemente pecosa, una boca grande que muestra al sonreír menudos dientes desparejos. Y tiene un hoyuelo en el mentón, y si la sonrisa deja ver su punto débil de su belleza, ahonda otro hoyuelo en cada mejilla, dándole un atractivo irresistible. El cuerpo es menudo apenas si hace bulto en la cama. Nadie la diría una mujer, y menos una futura madre.

¿Ha soñado? Su sospecha alerta no percibe nada en días de días. El no es él. Su cuerpo actúa como un caparazón que lo alberga y que le permite vigilar, espiar, tenso a todas las señales. No descubre nada. Es extraordinario que se pueda seguir yendo a la oficina, a igual hora, que se hagan los mismos gestos con las mismas voces glosándolos, que se pueda ser como siempre por fuera, y por dentro haya, tan sólo un desesperado ser deshecho por corrosiva dubitación.

Margarita repite las mismas frases adorables: "Eres tonto, pero te quiero..." "Un marido debe tener ciertas consideraciones con una futura mamá..." "No me mires con esos ojos de perro hambreado..." "Por favor, Pedro, no..., no insistas..."

¡Son las frases que le ha dicho tantas veces! Pero ahora ofrecen otra resonancia. Discierne que las palabras de cariño tienen siempre testigos extraños y que cuando éstos no están presentes, tampoco está presente la intimidad propia de una pareja, hombre y mujer que se quieren.

Su futura maternidad, su languidez, sus malestares, son una valla insalvable que Margarita levantó entre, ambos casi desde los primeros días de casados. Algo que su propia invencible timidez, su ternura recóndita, horror al rechazo, han hecho más definitiva aún.

Dentro de él, desde que la conociera en la escuela, está la imagen de Margarita tiranizando sus juegos, sus lecciones sus gustos, atado irrevocablemente a lo que ella disponga y para siempre. Fue su compañero de colegio, su pareja en deportes, su enamorado en la juventud, mientras ella gustaba jugar con el amor, coqueta e insaciable de homenajes, sin decidirse por nadie, contando con su devoción y de repente resolviendo lo más inesperado: casarse con él.

Volvía a la casa a las horas más sorprendentes. Simulaba viajes. Nunca encontró nada que corroborara la escena de aquella noche. ¿Soñada es tonces? Todo iba deslizándose por rieles de costumbre, siendo Margarita y él una de tantas parejas recién casadas que esperan el primer hijo, entre chaquetitas tejidas y largas discusiones sobre el probable color de los ojos de la criatura.

El teléfono que le permite llamarla constantemente, ubicarla, dándole la mínima tranquilidad de su voz, que con una especie de-sonsonete paciente contesta a su repetida pregunta: "¿Cómo te sientes?"; el teléfono le entrega la súbita certidumbre de su desgracia.

Aló, señorita. Por favor, señorita... Hace media hora que espero que me comunique con Puerto ciento tres. ¡Aló! ¿Central? Con, ciento tres Puerto. ¡Aló! No, señorita, no me ha comunicado. No corte. Por, favor... Con Puerto ciento tres. ¡Aló! --Hay una serie de ruidos, retumbos que le obligan a separar el fono del oído, mirándolo rencorosamente. Como vengándose, fatal, ciego, en el fono se oye lejana la voz de Margarita que dice:

--Señora Duprat. ¡Aló! ¿Con la señora Duprat?

--Habla con la sirvienta --contesta otra voz.

--Deseo hablar personalmente con la señora Duprat.

Contempla con estupor el fono por el que-salen los ecos desfallecidos de esas voces. Cuando comprende que las líneas se han cruzado, acerca ávidamente el fono al oído y escucha su condenación.

--La señora está ocupada --vuelve a hablar la voz desconocida.

--Insisto en que le diga usted que está la señora Margarita en el teléfono y que es imprescindible que hable con ella.

--La señora ha dado orden de no molestarla.
--Insisto en que la llame. ¿Qué quiere que le diga para convencerla? ¿Que me estoy muriendo?

--Bueno... --y tras una pausa--. Pero usted es la responsable si la señora se enoja porque la molestan

Una larga espera.
--¡Aló! Aquí la señora Duprat. ¡Aló! --dice una voz nasal.

--Habla Margarita. ¡Gracias a Dios que me atiende! No sabe usted lo desesperada que estoy. ¿No tiene nada para mí?

--Nada.

--Pero ¿cómo es posible? Hace más de un mes que no recibo noticias. Ni una carta. ¿Tampoco le ha hablado por teléfono?

--Tampoco.

--¿Y qué voy a hacer yo? Cada día me siento peor. Es absolutamente necesario que usted me examine.

Hubo una pausa.

--¡Aló! ¡Aló! Señora Duprat...

--Estay pensando cómo decirle que no cuente más conmigo. Yo no puedo seguir atendiéndola. Le ruego que no llame más, que "no" me llame más. No quiero más responsabilidades en este asunto.

--Pero ¿a quién voy a recurrir yo?

--Eso es cosa suya. Buenas tardes.

Se oyó el sonido seco de la comunicación cortada. En el otro extremo la voz de Margarita que decía desesperadamente suplicante:

--Por favor, señora Duprat, por favor... ¡Dios mío! ¡Dios mío!...

Y algo como sollozos y palabras balbuceadas. Luego nuevamente el ruido seco del otro fono al colgarse.

¿Qué significa aquello? ¿Quién era esa señora Duprat?

Pero no tuvo tiempo de pedir explicaciones ni de buscar a la mujer que aparecía corno cómplice. Halló a Margarita sin conocimiento en el suelo, desangrándose. Se llamó a la asistencia, la llevaron a una clínica. Alguien preguntó:

--¿Es un parto prematuro?

Y un médico contestó, enarcando las cejas:

--La criatura viene con su tiempo casi normal, pero el parto se presenta dificultoso.

Alguien preguntó de nuevo:

--¿Cómo sigue?

--Está en la sala de operaciones. Hay que tener paciencia.

¿Quién era ese alguien que preguntaba esas cosas y al cual el médico daba someras explicaciones? Tal vez era él mismo. Aunque tenía la extraña sensación de continuar todavía pegado el oído al fono, mientras la voz de Margarita gemía con asordada angustia: "¿A quién voy a recurrir yo?" ¡Qué confuso era todo!

Ahora una enfermera decía algo:

--¿La señora tiene familia? Sería prudente avisarle.

--¡Ah! Sí --y con una especie de mecanismo iba hasta el teléfono pronunciando las palabras de llamada y de alarma.

Y otra vez la sala de espera de la clínica, con las paredes blancas y los muebles laqueados y unas viejas revistas y otro señor como él, empalidecido por la angustia y sus pasos resonando en las losetas rojas. ¿Cuántos pasos daba entonces? Tal vez siete. Tal vez allí empezó a dar los siete pasos sus amaneceres alucinados y sufrientes. Siete. Siete.

La mujer de uniforme blanco otra vez a su lado.

--¿Quiere tener la bondad de venir? La señora está muy mal. El doctor desea hablar con usted.

Lo demás es completamente neblinoso. No precisa nada. Es imposible separar fisonomías, hechos, palabras. Todo está allí revuelto, pero el final de todo eso es una cama en que hay una triste figura yacente que cubre una sábana y al lado está él, sin saber exactamente lo que ha pasado ni por qué Margarita ha muerto. Porque Margarita ha muerto. Está muerta. Muerta. Los repite bajito. Muerta. También; ha muerto el hijo. Este no le importa. Muerta. Margarita está muerta. Se alza, levanta la sábana y ve el rostro, tan de muñeca, ahora de cera, tan juvenil y pura en el pañuelo que lo rodea, con las pestañas poniendos una franja de sombra sobre las mejillas. La mira, atónito, Muerta. Pero ¿qué ha pasado?

Luego llegan parientes, amigos, a los que no sabe quién avisó y que le dan la mano, que le palmean los hombros, que le dicen absurdas frases de consuelo. Traen un ataúd. Ponen allí a Margarita. Sacan el ataúd, lo meten en un coche; hay que seguir el coche en otro cerrado con cortinillas, hay que llegar a la casa, su casa, la casa suya y de Margarita, en que ya unos hombres arreglan los muebles, trastruecan todo, para dar cabida a altos candelabros, a trípodes, a macetas. Cuando quieren colgar paños negros, él protesta:

--No, no, que le darán miedo...

Los presentes mueven apiadados la cabeza. No se colocan los paños negros. Llegan las hermanas y las tías, las amigas de Margaritas, sus amigos, gentes desconocidas, curiosos entrometidos. El está allí, saluda, oye frases, va y viene. De súbito algo lo lleva a su habitación, a la suya que fuera también de ella y que compartieron en esos meses que han transcurrido desde que se casaron. Sabe ahora claramente lo que busca. Echa llave a todos los muebles y guarda éstas en su bolsillo

¿Después? Otra confusión de hechos, de palabras. Tiene una especie de impaciencia, un deseo de que todo ese barullo termine. Y hay un momento en que parece llegado de pronto, en que todo ha terminado. En que la familia de Margarita se ha ido, en que Margarita está tras una losas de mármol, en que se han dicho responsos y se han recibido condolencias. Ahora está solo. Puede empezar a rehacer la historia.

Para ello están las cartas y' está la señora Duprat.

"...no veo por qué tantos escrúpulos. Pedro te quiere, es bueno y jamás le pasará por la cabeza una duda..."

"...no sé hasta cuándo te voy a repetir que bastará decir que el niño es sietemesino..."

"fíate en la señora Duprat y déjate de toaterias. A todas las, mujeres que tienen un hijo les pasa lo mismo, y ninguna es por eso un fenómeno..."

"...yo no tengo tiempo para estar escribiéndote todos los días..."

"...no sé de qué te quejas. Tienes un manido y un padre para tu hijo. No me parece decente que pretendas que siga siendo tu amante. Lo pasado, pasado está. Por favor, no me ahogues con reprochas. Yo no te pedí que tuvieras el niño; de haber seguido mis consejos, hace rato estaríamos todos, tranquilos..."

La voz nasal de la señora Duprat repite:

--Yo no sé nada de todo esto. Es una equivocación. No sé nada. Esa señora Duprat pueda ser otra. Un alcance de nombres. No sé nada. No conozco a las personas por las que usted pregunta. No sé una palabra de todo esté asunto.

Pero ante su ira que al fin estalla, la voz explica:

--Sí, él quería obligarla. La trajo para eso. Pero no se pudo, la pobrecita se moría literalmente de miedo. No se pudo... Entonces... Ella siempre contaba con usted, con su cariño, con su protección. Muchas veces quiso contárselo todo... Pero no se atrevió. Yo la atendí en los primeros meses, después me dio susto ver que el embarazo no se presentaba bien. Le aconsejé un médico. No quiso verlo. Y como "el otro" no escribía ni daba señales de vida, acabé por querer yo también deshacerme de toda responsabilidad...

--Y entre todos la han matado... La "hemos" matado...

Ahora toma un tren, baja en una estación, camina por las calles de un pueblo de los alrededores, llega a un bufete de abogado, pregunta por el señor Rodolfo...

--Asuntos particulares.

Un largo pasillos blanco, inexpresivo, como si fuera el mismo de la clínica.donde murió Margarita que llegara hasta allí para unir las dos muertes, anudando la equivocación, de su vida.

La puerta se abre, indiferente, una vez entre tantas. Rodolfo, sin alzar la vista de sus papeles, dice con voz ajena:

--¡Adelante! --invitando a su propio destino.

La mano no tiembla. La escena es idéntica a sí misma, casi con precisa pulcritud de operación quirúrgica. El otro queda allí de bruces sobre sus papeles, anegando con su sangre la incompleta inexpresividad, ahora llena de sentido, del "Es justicia".

Le aferran tenazmente las manos: eso estaba también previsto. Musita apenas:

--El juez sabrá mis razones.

Veinte años y un día. Pedro Molina tiene entonces treinta y tres años. A los cincuenta y tres años no se rehace una existencia. No. Porque su vida será pesares como ahora el día matándose en el trabajo, para caer pasadamente en medio de un sueño hasta una hora determinada de la noche, en que un íntimo mecanismo lo coloca al borde de la vigilia y del asalto de los recuerdos. No elude ese tormento que le parece la única manera digna de redimir su falta. No aquella que los hombres le achacan, sino la otra de leso amor, que no supo ver el desamparo de su pobre criatura, su aguda desesperación. Y es entonces cuando murmura, cual si lo hiciera al oído de Margarita:

--¿Cómo no me lo dijo? ¿Tan poca creía que era mi terneza? ¿No sabía que todo lo aceptaba por venir de usted? ¿Por qué no tuvo confianza en mí, como cuando era chiquita y me hacía alzarla para ir por la playa en que los cangrejos le daban miedo? ¿Por qué?

Se odia en esos momentos. Odia su necio amor, que la envolvió en una oscura trama de recelos; odia sus ojos, que no supieron revelarle el caudal de su devoción; abomina de sus manos, que no pudieron atraerla a la confianza de su abrazo; maldice sus besos, que no lograron abrir sus labios en la volcadura de su confesión. Se odia

Las manos dan puñadas de su pecho. Se alza trabajosamente. Empieza a moverse. Da unos pasos vacilantes. Uno. Dos. Tres... Ya sabe que serán las siete. Siete. Siete. Pero de súbito se detiene, porque en el cuadro abierto e la ventana, una pálida luz de amanecida viene a salvarlo del agrio disgusto del insomnio

 

 

 

 

4

 

 

Covadonga Sordo se mira y vuelve a mirarse en el espejo. Tiene la cabal conciencia de que le faltan cinco minutos para las cinco y que a las cinco en punto debe estar en casa de la coronela y que para llegar a la casa de la coronela, a buen paso, hacen falta diez minutos. Pero esto no obsta para que siga mirándose al espejo, retocando las cintas del sombrero, la posición de los alfileres que afianzan ese pequeño monumento a su cabeza. La verdad es que desearía tener un motivo mayor para demorarse y no tener que ir desganadamente a la casa de la coronela, donde esa tarde, para su gran asombro, ha sido invitada por medio de una tarjeta color malva que en un extremo muestra un ramito de violetas y unas iniciales.

Covadonga Sordo llegó hace dos años de la aldea asturiana, llamada por su hermano Severino, que antes de eso mandó dineros para que los viejos vivieran cómodamente en la casuca transformada en casa de piedra sillar, con su hórreo colmado de panojas, con su huerta al costado y un Alto de la Ermita, mandando también dineros para que la rapaza se educara con las monjas Cóbreces, haciendo de ella una señorita igual que las de la casona o más, que las otras muchos títulos tendrían, pero no los dineros que él se había hecho en América vendiendo ultramarinos. Hasta entonces ha ido a misa todos los domingos con el hermano; ha ido algunas veces al paseo de la estación, cuando llega el tren directo de la capital; los domingos después de misa al paseo de la plaza; ha ayudado al señor cura en el catecismo, y ha asistido en un palco a las fiestas patrias que se celebran con un magro desfile de bomberos y escolares. Sus amigas son Lucita Méndez, hermana del señor cura, y la Mademoiselle, la institutriz de los Pérez, que también ayuda a enseñar la doctrina. Las señoras del pueblo no habían tenido para ella hasta ahora otra cosa que una distraída mirada, no tan distraída que no pudieran aquilatar su elegancia, su piel de durazno apetitoso y la dulce mansedumbre de sus grandes ojos color avellana.

Pero debe irse si no quiere llegar atrasada.

El hermano la esperaba en la galería, desaliñado y jovial.

--Viva la mi hermanuca... Ahí va lo bueno...

--¿Insistes en que vaya? ¿Insistes también en no irme a dejar?

--Sí, hermanuca, tienes que ir. Por ahí anda doña Saldías, que te acompañará. Abur y buena suerte.

Covadonga Sordo siempre se ha sentido dueña de sí. Lo mismo cuando en la aldea llevaba a la cabeza la macona con ropa, camino al río, que cuando por primera vez se halló entre sus compañeras de colegio, que cuando puso pie en la cubierta del barco, que cuando fue por las calles del pueblo americano tan distinto al que dejara metido entre otras montañas allá por los Picos de Europa. Pero el salón de la coronela no le parece terreno firme, habituada como está a oir los comentarios de sus nuevas amigas, resacas de chismes, que, según ellas, se elaboran en el magín de doña Melania Hercilia Anay de Hernández, descendiente de los Anay que fueran virreyes del Perú y viuda de Demetrio Hernández, héroe de Paso Hondo, que al morir le dejaría más honores que dineros, por lo que había venido a parar el pueblo, donde su hermana vivía por ser casada con el juez. La hermana era una frondosa señora, cuando no en sus devociones, ocupada en quehaceres reposteriles, porque golosa ella y goloso el juez, se echaban mutuamente la culpa de sus debilidades por las tortas y dulce, cremas y pasteles, felices en sus kilos y en su pueril manía.

Si la hermana era inexistente en la vida del pueblo, la coronela constituía la ventisca que lo arremolinaba todo. Ella misma lo explicaba moviendo los crespos canosos sobre los que habitualmente lucía una capota de encaje, cintas y plumas de avestruz:

--Para un coronel una coronela. Igualmente capaz de movilizar a toda la guarnición. Y hasta de mandar al coronel, si llega el caso...

También le gustaba decir:

--No sé qué les pasa a las gentes conmigo, pero el caso es que todo el mundo me hace sus confidencias. Será que ven lo "comprensible" que es una y lo discreta...

Desde su llegada al pueblo, metódicamente, que todo era desconocido para ella, había ido incursionando casa por casa y persona por persona hasta enseñorearse de todo. Con las excepciones de los De la Riestra --unos avaros despreciables--, los Pérez --unos tontos engreídos--, los de la Casa de los Yedra --unos gringos salvajes--, y el señor cura --un santo, pero en las nubes.

A ella, que había nacido coronela y confesora, no la inquietaban estas excepciones, porque sabía que, tarde o temprano, habrían de formar parte de su grey.

Covadonga Sordo, contra todas las presunciones, llegó de las primeras. La mampara estaba abierta de par en par y por el ancho pasillo alfombrado, una sirvienta con el azoro de su insólito vestido negro, aprisionada entre el importante almidón inmaculado de peto y cofia que le confería una dignidad casi monjil, la condujo a la galería, hoy ahondada por la solemne presencia de la coronela sirviendo de centro a sus perifollos. La saludó, y buscó con los ojos en la escasa concurrencia una amiga para ir a sentarse a su lado. Pero sólo estaba allí la señora de Araujo con el mustio trébol de sus hijas, que eran feas y sentimentales, porque habían acidulado las mieles del sentimentalismo en un avinagramiento que acentuaba los años. Las señoritas Araujo parecían la triple imagen de un espejo de tocador, en el que al reiterarse los perfiles se pierde la nitidez lo que ganaban en insistencia. Un solo gesto alcanzaba para las tres, se repetían equitativamente una sola fealdad, sostenían alternativamente el mismo guiño y una única falta de opinión. Más allá estaba la directora de la escuela, la señora del jefe de estación, la señora del alcaide, la señora del jefe de correos. O sea: casi todas las señoras del pequeño mundo oficial, pero ninguna de las que formaban la "sociedad", ni, por cierto, doña Batilde Arrianz De la Riestra, ni María Soledad Morando de Pérez, ni la señora Smith, que constituían la cerrada aristocracia

Covadonga Sordo saludó brevemente a las conocidas y tomó asiento junto a la señora del jefe de estación, que la atraía siempre por su limpia estampa de campesina.

En cada casa de pueblo hay una mujer vestida con sus ropas más de moda, luciendo algún detalle que se estrena. Algunas lo estrenan todo. Porque hace unos meses que no se habla sino de esta reunión a que ha citado la coronela, preludio de importantes acontecimientos sociales. El pueblo va a cumplir veinte años de existencia y esta fecha debe tener una digna celebración.

Algunas, como Paca Cueto, han encargado a la capital todo lo que lucen de pies a cabeza. Mariana Santos ha tenido que emplear toda su maña para sobornar discreciones y saber que el traje de Paca Cueto es de paño color verde almendra, con recortes de terciopelo marrón rebordados con trencilla, que tiene pechera de tul blanco, cuello con bolilla plisada y vuelitos plisados terminando las mangas jamón. Que el sombrero es de terciopelo marrón con un pájaro verde tirando a celeste --algo como un lorito, explica la sirvienta-- y que usará guantes y botitas de gamuza color marrón. Lo que la lleva a la conquista exclusiva por el término de una semana de las actividades de Catalina Rosende, la modista, conseguir que la señora del jefe de correos le preste subrepticiamente La Moda Elegante que recibe María Soledad y a pasarse de encerrona ocho días, frenética sobre una plancha de patrones en que se cruzan y entrecruzan líneas, hasta conseguir de la suma de todas estas actividades el traje que lleva, de paño color verde almendra, con recortes de terciopelo marrón rebordados con trencilla, con la percha de tul blanco y el cuello alto con golilla plisada que hace juego con los volados en que terminan las mangas. Y lleva botitas color marrón, como los guantes. Y un lorito verde --¡ay!, no verde tirando a celeste, sino que verde rabiosamente verde-- abre sus alas sobre un montón de cintas de terciopelo, en tres crespos, peinetas con brillos, pasadores de metal dorado y horquillas de ilusión.

Estrena también corsé, porque la moda cada día impone una cintura más estrecha y ella, desgraciadamente, no la tiene tanto como la quisiera. Por eso está parada, muy incómoda, a lo grulla, manteniéndose un rato en un pie y otro rato en el otro

, lista para salir al aviso de la Chofa, la "chinita dada" que está en la esquina para avisarle el momento en que la Paca cueto salga de su casa, momento de salir para hacer su entrada en el salón inmediatamente antes que la otra y que cuando llegue se encuentre con que es la Paca Cueto la que le ha copiado el traje a la Mariana Santos, y ¡que rabie!

La madre de María Santos dormita junto a un rescoldo de brasas.

Se despabila y dice:

--Pero, hijita, son cerca de las seis; ¿hasta que hora vamos a estar esperando?

--No querrá ser una siútica y llegar de las primeras, ¿no?

--Tampoco es cuestión de llegar cuando las velas no ardan --pero como está acostumbrada a los caprichos da la hija, se adormila de nuevo.

Paca Cueto espera a su vez que salga María Soledad, que, según la coronela, ha prometido formalmente asistir a la reunión. Pero los minutos pasan y tampoco María Soledad aparece por la calle. Porque la maniobra de Paca Cueto es hacerse la encontradiza, detenerse a saludar y llegar con ella, lo que será un golpe de gran efecto.

En casa de María Soledad hay un silencio de mal agüero en el saloncillo en que está, con la cara amurrada y a tirones con un pañuelo que tiene entre manos, está sentada frente a Ernesto, que lee o que finge leer.

La discusión se ha prolongado desde el almuerzo hasta ahora. Las mismas frases se han repetido infinitas veces:

--Pero ¿por qué no quieres que vaya?

--No veo que tu presencia sea allí necesaria.

--Han tenido la amabilidad de venir personalmente a invitarme.

--Aprovechando que estaba yo en el fundo, que si no no se hubieran atrevido a poner los pies en esta casa.

--Ni que fuéramos apestosos...

--Las apestosas son ellas. La coronela y su ralea.

--También es empeño el tuyo de que no podamos tratarnos nada más que con doña Batilde. ¡Como si resultara muy divertido!

--Al casarnos te lo advertí. No me gustan los comadreos de mujeres. No sirven nada más que para crear enredos y disgustos

María soledad está furiosa y exclama

--Parece que tuvieras miedo de que me dijeran algo que no quieres que me digan...

Ernesto la mira con los ojos que se le salen de las órbitas cuando el fastidio o la sorpresa lo domina y grita:

--Miedo yo... ¿Miedo a qué? ¡Basta! ¿No ves cómo esas brujas no sirven nada más que para formar boches?

María Soledad calla, suspira, lloriquea. Ernesto tiene ganas de irse. Pero al propio tiempo teme que María Soledad se escape y haga como aquella vez que fue de visita a la casa de la gobernadora, después de una discusión igual que ésta, encaprichada como un chiquillo en salirse con la suya. Y no quiere que, como entonces, haya un disgusto que dure semanas

María Soledad insiste de súbito:

--Eres un tirano. Me tienes aquí encerrada como si fuera una esclava. Quiero ir donde la coronela. Quiero ir, ¿entiendes? Alguna vez he de hacer lo que me dé la gana...

Ella ha calculado que después de estas palabras saldrá del saloncillo y se irá al dormitorio a buscar el sombrero, el bolso, y los guantes. Pero antes de lograr ese movimiento que impondrá su voluntad, siente que las lagrimas acuden a sus ojos y se echa a llorar sin disimulo, con estrepitosos ruidos de nariz y de garganta, lo mismo que llora solita

Ernesto se queda un instante perplejo. Pero al fin se levanta vivamente y se acerca, la abraza, busca sus cabellos para acariciarlos y dice lleno de ternura:

--¡Cómo es posible que llores!... Ya está, pichona. No llores más. ¿Quieres ir donde la coronela? ¿Tanto te interesa? Pues, anda, corazón. ¿Quieres que te traiga el sombrero? ¿Cuál te vas a poner?

María Soledad sigue sollozando, cada vez más bajito, hasta terminar en suspiros. Se halla apoyada en Ernesto, que la acaricia, que le dice palabras sin sentido, que parece acunarla, que le enjuga con su pañuelo los lagrimones que ella se ha estado limpiando con la punta de su corbata, dejándosela hecha una miseria. ¡Es bonita esta corbata! Y de golpe siente que todo su resentimiento ha desaparecido y que ya no desea ir a casa de la coronela, pero que debe mantener su posición y decir:

--No quiero ir a ninguna parte. Eres un monstruo y debes tu mismo confesar lo que eres.

--Soy un monstruo --repite Ernesto--, un monstruo que te adora.

--¿Ves todo lo que me has hecho llorar? ¿No te da vergüenza?

--Mucha, corazón. ¿Pero de veras no quieres ir donde la coronela?

--No quiero --suspira--, ¿para qué? A estas horas ya habrá terminado todo.

Solita entra como una tromba

--La gata ha parido seis gatitos...

--¡Niña! --dice María Soledad, escandalizada.

--¿Qué manera de hablar es esa? --pregunta severamente Ernesto.

Solita mira los ojos enrojecidos de la madre, se vuelve al padre y contesta:

--Peor es hacerla llorar que no decirle que la cigüeña le trajo seis gatitos a la gata --y sale de nuevo como una tromba.

Paca Cueto ha terminado por sentarse, reflexionando en el porqué del retardo de María Soledad. Desde la puerta de su casa, donde tiene avizorando a una sirvienta, se ve la verja que cierra la casa de Ernesto Pérez. No entiende lo que puede pasar. Pero de repente se le ocurre que a lo mejor María Soledad ha salido en coche. Esta especie de certidumbre la hace apresuradamente echarse sobre los hombros la larga capa de topo, llamar a tía Catalina, que debe acompañarla, y salir apresuradamente rumbo a la plaza.

La "chinita dada" que está en la esquina de la casa de Mariana Santos y que tiene orden de mirar si viene Paca Cueto vestida de verde, no la identifica bajo la piel y en la media luz neblinosa de la media tarde. Paca Cueto puede entrar a la casa del juez, atravesar el pasillo, saludar a la coronela, hacer una graciosa inclinación de cabeza y gozar del segundo en que las respiraciones se detienen, sabiendo de antemano que los murmullos serán el comentario hecho en su honor y en pleitesía de su elegancia.

Mariana Santos, que ya no cabe en sí misma, o lo que es igual en los límites que su corsé le impone, se asoma al fin a la puerta de calle y pregunta rabiosamente:

--¿Pero es que esa desgraciada no va a salir nunca?

Pero Mariana Santos respira --¡ay!, el corsé-- porque aparece la infidente sirvienta de Paca Cueto.

--¿A qué hora va a salir tu patrona?

Un lento asombro se balancea en los ojos de la otra y al fin dice:

--Cuantimás que se jue pa la fiesta.

Mariana Santos siente que una mano brutal tira de los cordones de su corsé. Un ahogo le sube a la cara congestionada. Retrocede. Ve candelillas y por primera vez en su vida le da un auténtico patatús. Cae derribada sobre un desvencijado sofá tanta elegancia, se sueltan broches, se corren cordones, se abren petillos, se pide a gritos agua de Melisa. El verde lorito que ahora campea por los suelos, parece meditar sobre la vanidad de las cosas humanas.

La coronela no ve chiribitas, pero las echa por dentro. Ella ha realizado los tejemanejes de esta invitación, ha colocado cuidadosamente sus piezas para la jugada maestra con la que dará jaque-mate a doña Batilde y a la María Soledad simultáneamente. Les ha enviado una invitación en cuya parte superior, con su mejor letra "de monja", ha escrito: "Especial", les ha pedido audiencia por intermedio de la Lucita Méndez, criatura que, como los auténticos ángeles, tiene entrada en todas partes. Ha ido a invitarlas acompañada por la propia Lucita, las ha comprometido a asistir, le han prometido formalmente hacerlo y así es como cumplen

Y ahora está ella aquí, sentada detrás de la mesa cubierta con la carpeta de felpa, teniendo por delante un tintero en el que una señora de bronce, amazona sobre un león igualmente broncíneo, tiene en el vientre un reloj que marca las seis y cinco. Sobre la mesa hay una carpeta de cuero pirograbado y una bandeja con pequeñas hojas de papel y lápices. En otra bandeja hay una botella con agua y copas. En un florero luce el marchito esplendor de unas rosas artificiales. Cerca de la mano de la coronela está la campanilla.

Doña Batilde consideró cumplir mandando una tarjeta, no una tarjeta de visita --a lo mejor ni las tiene, ¡avara! --, en la que después de poner su nombre, dice escuetamente: "Presenta sus excusas por no asistir a la reunión". Nada más. Ni siquiera se molestó en escribir: "por no poder asistir"; escribió: "por no asistir" a secas, como recalcando que no iba porque no le daba la santísima gana. ¿Y la otra, María Soledad? Ni en eso se ha molestado. Pero ya verán, ya verán quien es ella...

Mientras tanto comprueba que la piocha de diamantes cuelga de la ancha cinta de terciopelo que oprime su cuello y vierte un poco de agua en una copa. Después agita la campanilla y sintiéndose traspunte de sí misma que se llama a escena, cambia bruscamente su fisonomía, sonríe, se pone de pie, hace una reverencia, vuelve a sentarse y comienza:

--Distinguidas damas y amigas... --mientras la concurrencia se estrecha en semicírculo a su alrededor

Ella no necesita escribir discursos, tiene buena memoria y sacando un poco de aquí y espigando otro poco por allá, consigue piezas oratorias de una perfección y efecto que harían palidecer de envidia al gobernador. Con fina labia explica que el pueblo pronto "se pondrá de largo", pues está por cumplir los veinte años y que es necesario prever ese acontecimiento y, desde luego, organizar los festejos que celebrarán dignamente tan magna fecha, para que dichas fiestas queden "indeleblemente grabadas en el sagrario de todos los corazones" y que por eso ella, "como clarín que da su toque de alerta", ha llamado a reunión a todas las señoras del pueblo "sin distinción de clases".

Estas palabras tienen la virtud de provocar un murmullo, también "sin distinción de clases", que inquieta a la oradora y para apaciguarlo, levanta una mano, vuelve a ensayar la sonrisa del comienzo y trata de explicarse:

--...No se asombren ustedes que me refiera a las clases sociales. Soy persona que no abriga prejuicios a ese respecto. Cuando una sabe muy bien quién es y lo que significa socialmente, no tiene por qué eludir ese acercamiento que propicio, máxime en circunstancias como las actuales, en que el pueblo entero debe rogar al Supremo Hacedor para que nos permita terminar nuestros días en este bello paisaje, en medio de tanta culta sociedad, y gozando de la paz de nuestra conciencia.

Lucita, que oficia de secretaria, tiene enfrente un gran libro en blanco, adecuado a la importancia de las palabras de la coronela. En representación del llamado sexo feo, está allí Luquitas Rodríguez, redactor de El Orden, único periódico local, "independiente, informativo y ameno". También él toma notas afanosas y en ese preciso momento anota: "La señora de Hernández conmueve al nutrido y selecto auditorio con los brillantes arranques de su oratoria".

Ahora la coronela tiene palabras verdaderamente patéticas al dejarse arrastrar por una conmovida admiración a las bondades de las virtuosas señoras y señoritas allí presentes, a las que pide humildemente perdón por haberlas distraído un instante de su tiempo precioso en sus labores domésticas y en la atención de sus niños, que serán los hombres del mañana, obligándolas a oír sus deshilvanadas palabras.

Y así, aureolada de humildad termina su perorata, de la que ya no queda en el ambiente sino la perfecta y amarillenta simetría de su postiza sonrisa.

Luquitas Rodríguez, ducho jefe de claque, abre los aplausos. La coronela se sienta, agobiada por el esfuerzo realizado, dando la impresión de que se mantiene erguida por obra y gracia del terciopelo que le ciñe el cuello; pero de inmediato se pone nuevamente de pie para repetir saludo y sonrisa y, al sentarse otra vez, bebe agua, porque en verdad tiene la garganta seca.

Luego, con señorial condescendencia, agrega:

--Ofrezco la palabra...

Primero hay un casi silencio poblado de sonrisas, miradas y cuchicheos. Luego, para la gran sorpresa de todas, es Orlanda Chaparro, la directora da la escuela, quien levanta una mano con el gesto de niñita aplicada que sabe su lección y antes de que la coronela dé su asentimiento empiezan a decir, cortés y burocrática:

--Todo lo que ha manifestado la señora de Hernández me parece justo y bien expresado --la aludida siente la satisfacción de recibir tres coloradas. Pero estimo que para organizar los festejos pertinentes, deben ser las autoridades las que asuman la iniciativa de la preparación del programa oficial. Creo que lo único que procede, por ahora, es ofrecer nuestra cooperación a dichas autoridades. Por mi parte me pongo incondicionalmente a las órdenes de ustedes, pero, como es lógico, mi aporte particular es mínimo. Y como directora de la escuela, sólo puedo ponerme a las órdenes de mis superiores, o sea. De la primera autoridad departamental.

La coronela cambia súbitamente de parecer y ve desvanecerse la buena opinión que hace un segundo había empezado a formarse sobre el magisterio nacional. Por donde puede tratar de asir el magnífico proyecto que se le escapa:

--Yo estoy aquí hablando no sólo en mi nombre y si bien el ser viuda no me permite, como pudiera haberlo hacho en otras circunstancias, invocar en mi apoyo a las fuerzas armadas, creo que puedo hablar en nombre de mi hermana y en el del señor juez, su esposo.

Pero una voz insidiosa e inidentificable se permite anteponer el poder ejecutivo al judicial, declarando furtiva pero categórica:

--La primera autoridad departamental es el gobernador.

La coronela traga saliva en nombre de la división de poderes. Otra voz completa en desasosiego abogando por el olvidado poder legislativo:

--Y don Juan Miguel de la Riestra, que es el senador de la provincia...

--La señora del gobernador es quien debería tomar la iniciativa.

Una oligarca la remata insinuando plutocrática y matriarcalmente:

--O doña Batilde...

La agitada coronela transmite su agitación a su brazo derecho y a la campanilla que en su mano empuña.

--Señoras, un poco de silencio --chilla--; todas ustedes saben muy bien que la señora del gobernador sufre de mala salud. No se puede exigir de ella un sacrificio tan grande. Hay que tener en verdad un espíritu social y un sentido de organización que no se improvisa, para afrontar semejante empresa.

--¿Y doña Batilde? --pregunta a gritos una señora que un momento antes parecía incapaz de un murmullo

--¿Por qué no han invitado a esta reunión a doña Batilde, a la señora del gobernador, a la señora Pérez?

--La Mariana Santos tampoco está --testifica otra voz, ya con inflexiones mefistofélicas.

--¡Qué nos importa la Mariana Santos! ¡Qué Mariana Santos ni qué tontería! --refunfuña Paca Cueto, de súbito malhumorada por el recuerdo de su rival.

Luquitas Rodríguez apunta con una letra, ahora ligeramente temblona: "La reunión cobra por momentos mayor animación, produciéndose un culto cambio de atinada opiniones."

--Usted me ha llamado siútica...

--Yo...

Se agita desesperadamente la campanilla mientras marcan un fortísimo crescendo los desafinados chillidos, gritos, risitas y exclamaciones, con que las distintas capas sociales muestran los beneficios de la educación común.

Luquitas Rodríguez, temeroso del desconocimiento de los fueros del cuarto poder, retrocede prudentemente hasta la puerta que da al salón.

--A nosotras nos han dicho que somos de otra clase social...

--Miren, quién, piojo resucitado...

--Cada cual en su casa y Dios en la de todos...

--Para esto la hacen a una molestarse...

--La culpa la tengo yo, por creer que trato con gentes cultas. Como una es tan señora...

Luquitas, a través de la puerta, pispa el desbande. Tan sólo algunas han atinado a medio despedirse de la coronela. Las demás han salido como gallinas a las que se abre de pronto la puerta del corral. Covadonga Sordo, que no ha despegado los labios, mira con sorna aldeana a la coronela, que sigue agitando mecánicamente la campanilla, para evitar que el barullo termine de pronto. Lucita Méndez la retiene, pero antes dice cortés a la coronela:

--¿Me necesita para algo más?

La otra mueve la cabeza, casi enmudecida por el berrinche, deja de agitar la campanilla y al fin, tartajosa de indignación, consigue decir:

--Para..., para nada..., qué se habrían creído, las muy... No, no lo digo por ustedes, pero váyanse y usted también... Y no se les ocurra chistar en el diario nada de esto. ¡Por Dios! ¡Qué bochorno!

 

 

 

 

5

 

 

Sentado frente a la Moraima, Luquitas Rodríguez termina golosamente de comer las perdices en escabeche, que son una de las especialidades de la casa.

 

--¿Siempre tiene a la Moñona? --pregunta.

--Mientras no se muera una de las dos, siempre estaremos juntas --contesta la Moraima.

Es una mujer joven, pequeña, extraordinariamente bien proporcionada. Su traje azul marino es muy sencillo. Tiene una tersa piel de un moreno cálido, grandes ojos obscuros que rebrillan entre la sombra que pasa sobre los párpados; las cejas son anchas y casi horizontales y concuerdan con el arranque del cabello negro, formándole una frente rectangular. La nariz es huesuda, la boca grande, pulposa, cómodamente sentada, observa llena de íntimo regocijo la glotonería y los mohínes con que Luquitas Rodríguez da fin a su refrigerio.

Tan sólo la sombra que le pinta los ojos y el carmín que le hace un corazón en la boca dicen que la Moraima es lo que es. Su vestimenta, su actitud, su lenguaje, son idénticos a los de cualquier señora.

Ahora Luquitas Rodríguez cuenta con interminables detalles lo que ha pasado ayer en la casa de la coronela. La Moraima lo oye, sonriendo discreta entre oportunas observaciones. Pero como ve en el pequeño reloj que le decora el busto que son cerca de las once y es sábado, en cierto momento interrumpe al muchacho, siempre con una cortesía de anfitriona que atiende a sus invitados:

--¿Quiere acompañarme? Me gustaría echar un vistazo abajo.

En los altos de la casa hay un departamento independiente, que es el suyo. Cómodo y lujoso. Abajo. La casa enorme; fue edificada para hotel y vendida por doña Batilde a un francés que, después de explotar por unos años el negocio, la vendió a la Moraima, que le dio otro giro. Ahora se la conoce por "la casa de la Moraima". Está frontera a la estación, cerca de la calle del Comercio, no lejos de la feria y rodeada de hoteles, fondas, fritanguerías, lenocinios, corralones, casas de remolienda y toda suerte de negocios inverosímiles, necesarios en un pueblo como aquél, que se extiende y se enriquece por días, encrucijada de caminos que vienen desde todos los puntos de la rosa de los vientos, en busca de los rieles que han de llevar al norte los productos de una enorme región ubérrima.

El dinero corre allí a ríos. Dinero chileno y dinero argentino, porque entre las quebradas cordilleranas serpea el camino, bueno, malo y hasta pésimo, que va de uno a otro país buscando el intercambio de productos. Recuas de mulas cargadas de charqui, de grasa de pellas, lana, sebo, cuero, llegan en largas hileras tras la "madrina" que conduce un huaso de poncho de castilla. Gauchos recios arrean piños de vacunos. Taciturnos indígenas traen en las cinturas bolsitas con pepas de oro y en la lengua torpe, interminables quejas contra el criollo rapaz. Se van los huasos con las recuas cargadas de aguardiente, de especias, de legumbres secas, de medicamentos, de barajitas, de ropa hecha, de géneros. Los gauchos regresan con otras arriadas que allá, en sus prodigiosas pampas, han de engordar en meses de pastoraje. Parten los indígenas tambaleándose, vagarosa de alcohol la mirada, embrolladas las mentes por interminables pleitos, sin el oro, sin sus razones, despojados hasta de su derecho de ser personas. Alrededor de la estación doña Batilde hace talar montes, destroncar, trazar nuevas calles, construir casas, series de casas, como también construye galpones, series de galpones. Todo se vende, todo se arrienda en perpetua almoneda. Más allá de la estación y de los primeros límites que fijara el pueblo, éste prolifera, en un monstruoso infarto hecho de construcciones de toda índole, regidas tan sólo por la ciega necesidad

Hay enormes rumas de maderas que se han desbordado del recinto de la estación y que esperan su turno para ser llevadas al norte. Ha sido necesario construir un desvío para el ferrocarril, facilitando esas cargas, y luego otro desvío hasta la feria, donde unos muelles con rampas permiten el transporte de los animales. Se entrecruzan los cambios, las vías donde maniobran lentos largos trenes y alguien podría leer en la creciente maraña de esas líneas un destino de prosperidad. La estación, que al comienzo sólo tuvo dos trenes de pasajeros y dos de carga semanales, cobra ahora un movimiento enloquecedor.

El pueblo tiene un vivir frenético. Se oye martillear; agudos llamados los pitos reclaman imperiosamente vía libre para las locomotoras, ennegrecidas de esfuerzo. Retumban las tablas y vigas, desgarran su chillido doloroso las carretas chanchas que intentan sumarse a un ritmo que no es el suyo, percute con sordo redoble de tambor enlutado el suelo bajo el múltiple pateo de los piños. Se oye el conmovedor sonido de órgano de la vaca que ha perdido al recental, esa juventud de los prados; ruedan los coches sobre el envigado, se oye el seco trote de las mulas, revolean flameantes de color las mantas de los nortinos junto a la sordina y al tono menor de las pesadas y obscuras de los indígenas, pululan los quiltros, pasan en galopada los "patroncitos" que se divierten asustando a los pueblerinos confiados y lerdos, pregonan su mercancía los faltes, y los conchabadores tienen cazurros regateos con los recién llegados, mientras una campana marca solemne las horas, como si en el trajín general sólo a ella se le hubieran confiado la guarda y distribución del tiempo.

El amanecer parece traído por el fervoroso trabajo del pueblo. La Moraima, que se levanta de madrugada, tiene a diario ese espectáculo frente a los ojos, haga el tiempo que haga. Allí no hay diferenciaciones que digan de verano o invierno, de otoño o primavera: el rostro de las cuatro estaciones está igualmente tiznado de esfuerzo. Cuando hay un sol de enero, la humedad de la transpiración surca las caras; cuando la lluvia cae, la piel se marca con hilos de agua y casi no queda tiempo para otro lloro. No importa: los trenes entran y salen, las recuas llegan y salen, los piños entran y salen, los hombres llegan y salen; los dineros entran y no todos salen; en el correr interminable del río, el remolino del pueblo junta sus arenillas de oro; doña Batilde lo ha creado para el aumento de sus caudales, pero, sin entrar en sus cuentas, también puede decirse que para crear la fortuna de la Moraima.

El ajetreo del pueblo no disminuye hasta las ocho de la noche, en que su afanoso resuello se torna lento estertor; a esa hora se cierran los comercios, las calles quedan súbitamente vacías de viandantes y los faroles, luego de parpadear de sueño, se sumen en su municipal modorra. Tan sólo persiste algún reverbero a la puerta de las casas principales, derroche anunciador de visitas. Pero puede contarse, para tranquilidad del solitario pasajero, con los dos enormes faroles --rojo y verde-- que, ensimismados en su insomnio, señalan los dominios de la Moraima, hasta que llegue a inutilizarlos el alba, con sus ojerosos amarillos primero, con sus animados rosas después.

La casa tiene un amplio zaguán y dos amplias habitaciones que dan a la calle, otrora comedor y cantina del hotel. La Moraima ha convertido las puertas de acceso a la calle en ventanas, y ambas habitaciones han sido degradadas a depósito de muebles y de cuanto objeto incongruente trae ella en cada uno de sus viajes al norte, cambalachados con miras a las futuras ampliaciones del negocio, periódicamente inevitables.

El zaguán da a la galería que cierra en cuadro un patio enladrillado.

A dicha galería abren innúmeras habitaciones, decoradas con relativa elegancia. Allí viven las "niñas" que la Moraima trae del norte con los artistas de variedades y los muebles, todo obedeciendo a idéntico sentido utilitario. No le importa de dónde vengan las "niñas", qué país las viera nacer, qué idioma hablan. Pero sí tienen que ser jóvenes, saber comportarse discretamente y exhibir al día sus controles de sanidad. Ella exige una disciplina. En su casa deben guardarse ciertas formas. Si alguna "niña" no sabe atenerse a estas preceptivas, se la despide. Si alguno de los parroquianos tiene el vino malo o escandaliza, el negro Tom se encarga de ponerlo en medio de la calle y las puertas de la casa de la Moraima se cierran en forma definitiva para él. Junto al fogón reina la Moñona y en la cantina la ambigua sonrisa de Choclito, mulato cubano que gusta de hacer las mezclas agitando la coctelera a la par que el cuerpo en la más descoyuntada de las zambas

La Moraima se levanta al alba, apunta las compras, dispone el menú, vigila la limpieza y la ordenación de todo. Después se encierra en el escritorio del piso bajo con don Belisario, viejo encogido, que parece un tres mal dibujado y que es el cajero y contador en ese negocio fabuloso que la Moraima maneja sagazmente, como el más hábil de los comerciantes. Ni una sombra de detalle se escapa a su percepción.

Cuando calcula que puedan empezar a llegar los parroquianos, sube a su departamento, se viste prolijamente y ahí se queda, leyendo, haciendo solitarios, tejiendo para los reos, almorzando su dieta. Luego duerme. Después baja de nuevo a revisar la casa, conversa con las "niñas", invita a alguna de ellas y a las cuatro sale a dar una vuelta por el pueblo, recorre el comercio, llega hasta la plaza y allí descansa un rato, costumbre que indigna a doña Batilde y que obliga a las señoras a no salir de casa. Cuando el tiempo es neblinoso o hay lluvia, el paseo se hace en coche. Las "niñas" aguardan anhelantes el momento se la invitación, que suele favorecerlas con riguroso turno y que si bien las llena de regocijo --es generosa y siempre les compra alguna chuchería o una golosina--, las amurra cuando, en el momento de salir, revisándolas rápidos con sus ojos aquilatadores, la Moraima les ordena quitarse el colorete y el solimán, o sacarse los rellenos excesivos que abultan las prominencias que la moda ordena.

De regreso la Moraima da otro vistazo a los bajos, repite su conciliábulo con don Belisario y sube después a sus dominios privados para de nuevo dedicarse a la lectura, al tejido o a la paciente espera de que las cartas y la casualidad se pongan de acuerdo para darle el gozo de "sacar" un solitario

Raras veces recibe visitas. Tienen que ser señores notables. Algún terrateniente. Algún político. Tom los anuncia, porque ellos han insistido particularmente en saludarla, ya que, en general, el negro dice levantando las manos y mostrando el claror de sus palmas amarillentas:

--Jaqueca ama...

Cuando son terratenientes la Moraima suele recibirlos. Cuando son políticos los recibe siempre. Y en uno u otro caso es curioso que esta mujer, cuyo oficio no suele inspirar ningún respeto, haga que instantáneamente en su presencia los hombres tomen una actitud amistosa, hasta familiar tal vez, pero siempre dentro de una correcta formula social.

Al que por primera vez la conoce, le advierten los demás:

--No pierda el tiempo, porque no hay forma de atacarle el bote

Pero les gusta conversan con ella, porque a cada uno le habla en su idioma. Sabe de precios, de alzas y bajas de los mercados, de cotizaciones de bolsa, de toda suerte de posibilidades agrícolas y financieras. Está al día en todo. Oye, contesta, saca conclusiones, da atinados consejos. Pero su atención mayor la pone en agasajar a los políticos: senadores, diputados, intendentes, gobernadores, hombres de confianza de éstos; veedores, agentes confidenciales. La política para ella es el juego mayor de pasiones, más violentó aún que el que representan sus "niñas". A veces sonríe mientras aprieta las mandíbulas, porque a fuerza de conocer a los hombres, tiene la sensación de que son éstos como monstruos y que los ve desnudos, procaces, en actitudes libidinosas, miserables, purulentos y que sólo conservan de su personalidad la cotidiana máscara, en que las facciones tienen la expresión que "deben" tener, que la sociedad impone para que el individuo pueda sumarse a ella ordenadamente.

¿Pero no es así también cómo los demás la miran a ella?

"--¿La Moraima? Una cabrona..."

Sonríe, ofrece coñac, ¿o es que el recién venido prefiere pisco?

--Vicente Montes anoche perdió cien mil pesos al bacará en el hotel.

--Lo que significa otra hipoteca en el fundo.

--Si es que la Caja se la aguanta...

--Dígame, Moraima, ¿por qué usted no tiene timbirimba aquí?

Sonríe, sonríe siempre.

--Demasiada complicación.

--Piénselo y hable después conmigo.

Perfecto. Negocio a medias. Pero no le gusta el juego. Deja dinero, pero a veces hay desesperados que se suicidan. No quiere nada con la justicia, aunque tipos como este que está frente a ella puedan darle toda suerte de seguridades.

--¿Y qué hay del puente?

--Yo creo que lo sacaremos pronto.

--Es una vergüenza. Esos De la Riestra... --dice otro.

--Pero ¿por qué todo el mundo les echa la culpa a ellos? --y les párpados pesados de khol de la Moraima ocultan los ojos que no pueden negar que están al tanto de todos los porqués.

--¡Vaya, Moraima! Venga ahora a hacerse la de las chacras...

--Pero ¿se termina o no se termina el puente?...

--Voy a que le interesa...

La Moraima sonríe de nuevo y dice:

--¿Y endéi?... --imitando tan graciosamente el habla de las huasitas que todos se echan a reír.

--"Endéi" es que el puente se termina. Usted sabe que el fresco de Leandro Pizarro se vendió a De la Riestra y retiró la interpelación que debía presentar en la Cámara a nombre del partido. Los diarios de la oposición también se callaron. Porque este famoso puente ha dado más que hablar, se ha gastado en él más tinta de imprenta, más palabras, y más coimas que en ninguna obra pública del país...

--¿Pero usted cree que De la Riostra es capaz de largar dinero para comprar a alguien?

--Y el dinero que les significa el pueblo ¿qué es? Diez veces, veinte veces más que lo que les cuesta parar cualquier campaña. Desde luego no creo que haya largado más plata que la que le dio a Pizarro. A los otros los conformaría con pegas; un puestito por aquí, otro puestito por allá

--¿Así es que el puente se termina? --insiste la Moraima

--Se termina, sí. El triunfo de los liberales ya es cosa segura. El futuro senador por esta provincia es Catón Pérez.

--¿Pariente de Ernesto Pérez? --pregunta uno de los presentes.

--No sé...

--Porque entonces quedamos en las mismas. Ernesto Pérez, pariente de ese Catón Pérez y pariente al mismo tiempo de doña Batilde. La misma jeringa...,

¡Las veces que le han dicho que el puente se termina! Las veces que han venido a proponerle sucias combinaciones, turbios negocios, a ofrecerle granjerías, a pedirle que tuerza la voluntad de fulano, que consiga este favor, que pida este beneficio...

La sabe. Lo sabe todo. Lo ha experimentado todo. ¡Oh, qué asco! ¡Qué inmundos son y cómo se siente en la charca revolcándose en la misma inmundicia que ellos! ¡Oh, qué porquería!

Anoche han vuelto a decírselo, dándole toda suerte de seguridades. No sólo De la Riestra pierde el juego, lo pierde también su partido. El futuro senador por la provincia será el liberal Catón Pérez y el puente se termina.

--Porque Pérez va en combinación con Onofre Urzúa, también liberal y candidato por la provincia que sigue hacia el sur.

Y a ambos les conviene la terminación del puente.

 

 

 

 

Ahora se lo dice también Luquitas Rodríguez. Es curioso que ella soporte a. este maricantunga que ni siquiera es capaz de ser maricón y que se pasa la vida entre las faldas de las señoras, llevando y trayendo chismecillos, comiendo, cuanto se le ofrece con una insaciable glotonería, lleno de melindres y de ayes y de suspiros y- de ponerse un dedito sobre la boca o ese mismo dedito dejarlo caer sobre la palma de la otra mano volteada. Como es curioso también que soporte a Pedro Molina una vez por semana, cuando viene a verla y durante una hora está silencioso frente a ella, cohibido, con la cabeza gacha ocultando la cara que le contrae un tic y tampoco quiere ella mirarlo, porque se obsesiona después con ese gesto que atiranta la boca del hombre, dando la sensación de que fuera a llorara.

"Es que debe estar siempre llorando por dentro", piensa.

Pero no lo mira. Lo ha mirado tan solo una vez, cuando lo conoció en una de sus periódicas visitas a la cárcel; adonde va a. repartir entre los les, las bufandas y las chaquetas que son el resultado de su constante tejer. El alcaide la previno:

--Hay un nuevo preso. Parece un caso raro. Me lo han mandado del Puerto, tiene una larga condena. Parece que mató a otro por celos. Parece que está medio tocado, pero que es tranquilo y buena personar. Parece que su familia, que es muy respetable, ha conseguido que lo echen para estos lados y me dicen que lo trate bien y le dé larga en lo que sea. Ya sabe

Pedro Molina llega a verla todos los lunes. Tiene permiso para salir una hora al día, al atardecer. La Moraima aquella vez le dijo:

--Vaya a verme mañana. Alcaide: mándemelo usted a dejar. Conversaremos.

No han conversado mucho. Pero sí lo suficiente para saber la Moraima que en la penitenciaría aprendió a encuadernar libros. Poco tiempo después Pedro Molina encuentra instalado en la cárcel un pequeño taller. Tiene prensas, guillotina, cartones, papeles, hilos, tipos. Todo lo necesario para encuadernar. Y empiezan a llegarle encargos. Porque la Moraima ha dicho al gobernador:

--Es necesario darle trabajo al preso recién llegado. Mandarle a encuadernar libros. Desde luego todos los archivos de la Gobernación, del Juzgado, del Municipio.

Es como una orden, Ernesto Pérez ha visto por casualidad un libro encuadernado por Pedro Molina. Le admira la prolijidad. Va a verlo, le lleva tarea. Después es Pedro Molina el que llega a casa de Ernesto Pérez a dejar y a buscar trabajo. No habla mucho, inclina la cabeza, oculta el tic que le atiranta la boca.

La Moraima pregunta a Luquitas Rodríguez:

--¿Sabrá doña Batilde que la terminación del puente es cosa hecha?

--¡Ay! --contesta al par que quiebra la cintura y tuerce la cabeza mirándose el taco de su bota de charol--. ¡Cómo se le ocurre que no lo va a saber! Lo sabe, lo sabe y lo sabe... Ahora que se hará la desentendida, eso téngalo por cierto... Pero yo me voy al tiro para allá, para ver de que largo tiene la cara. Ya le contaré después...

 

 

 

 

6

 

 

Ese cuadrado de terreno que limita por un extremo el muro que rodea la casa y por los otros una red de alambre a las que se adosan las bardas de los grosellos y los frambuesos y en el que Ernesto Pérez proyectara instalar un gallinero, es la pertenencia de Solita, su feudo. La llave que cierra la puerta se perdió y la entrada está, hecha a través de las bardas por una especie de túnel y por un roto de la red agrando por Solita a fuerza de alicates. Adentro hay un prado de pasto y hierbas que crece a su antojo y un horno de barro bajo un cobertizo.

Después del almuerzo Solita tiene dos horas de holganza. El padre se va al aserradero, más allá de la estación, en los confines del pueblo. María Soledad duerme, la Mademoiselle lee. Si llueve, Solita tiene que darse en la casa, en la gran casa en que hay tan sorprendentes habitaciones con destino a tan sorprendentes actividades: el laboratorio fotográfico, la sala de armas, la imprenta, el taller mecánico, la carpintería la sala en que están los títeres, el pimpón y la linterna mágica. Porque Ernesto Pérez recorre todas las actividades, y cada nuevo juego, cada nueva posibilidad que descubre la ciencia, lo apasiona momentáneamente. Pero lo primero en la casa para Solita es la biblioteca, con sus armarios cerrados con llave, y la escalerilla que lleva al altillo, donde otros armarios, también con llave, se adosan a los muros en una galería voladiza, cerrada por una baranda de madera. Allí están los libros que son su ansia.

Pero hoy hace buen tiempo y Solita ha ido a su feudo. Antes ha pasado por las pesebreras a dejarle un terrón de azúcar al "Mampato", y a decirle al oído que lo adora y que no es cierto que no le gusta salir a pasear con él. ¡Tonterías! Eso lo pensó así, sin querer, porque a veces se piensan cosas como ésa, que son los malos pensamientos que dice el señor cura. Pero el "Mampato" puede estar cierto de que sacudió la cabeza para espantar ese pensamiento, como si fuera un mosco estúpido. El "Mampato" puede contar con su cariño. Ha dejado de ponerle un terrón al café con leche que no le gusta, pero con el cual la Mademoiselle, porque así se usa en su país, la obliga a terminar los almuerzos. Ha hecho la maniobra de escamotear un terrón, hacerlo caer en su regazo, resbalarlo hasta el bolsillo del delantal y tomarse a demás a grandes sorbos el café con leche, que con un solo terrón está más malo que de costumbre, sólo para sacrificarse y poder decir al "Mampato" como le dice ahora:

--Y todo por usted, para que vea que lo quiero harto

El "Mampato" estira el cuello, masca golosamente el azúcar y después refriega los belfos en la manga de Solita, prodigiosamente feliz por este movimiento que le perece de comprensión a sus razones y muestra de una de una perfecta reciprocidad de sentimientos.

Luego se va a su feudo. La sigue el perro, que obedece al nombre de "Togo", y es un fox-terrier, y la sigue también un gato rojizo, atigrado, que se llama "Don Genaro". Que con el "Mampato" completan los tres seres que más quiere en el mundo. No las tres personas, porque las tres personas son la mamá, la Mademoiselle y el papá y debería estar en el orden de valores sentimentales después de la mamá o junto a la mamá, pero nunca después de la Mademoiselle, que al fin y al cabo es una extraña, aunque haga tiempo que está en casa, y que algún día tendrá que irse a Suiza, a casarse con su novio, guardia alpino. Esto cuando junte el dinero para la dote, ya que en su país, hay que darle dinero al novio. Lo que le parece feo, porque si alguien debe pagarle al otro por casarse, lo justo sería que el novio guardia alpino pagara a la Mademoiselle para lograr casarse con ella. Pero todo esto es muy triste, a más de feo e injusto, porque nadie debe casarse sino por amor, como los reyes con las pastoras, y así se casará ella cuando sea grande y venga un príncipe, parecido al señor Smith, a pedir su blanca mano, que ella estará siempre dispuesta a concederle.

Solita trae a la rastra la máquina de cortar pasto, porque ha resuelto convertir su feudo en un palenque donde ha de realizarse una justa caballeresca, frente al castillo de la princesa que será el cobertizo. El horno puede servir como torre del homenaje. Hacer pasar la máquina por entre las bardas espinudas y revueltas, ya es trabajo paciente. El primer envión de la máquina por el pasto resulta también difícil, porque abajo hay pedrezuelas, terreno desparejo. Pero eso no importa, trabajará como un enano. "Togo" mientras tanto hace un hoyo por su cuenta juntó al muro y Solita siente que las manos, que han empezado a dolerle, le duelen menos, porque "Togo" no es "Togo", sino los esclavos que limpian los fosos del castillo, y "Don Genaro", pacíficamente en rosca durmiendo sobre el horno, es el atalaya que avizora los horizontes. Y se pone a cantar voz en cuello:

--Madrugó don Bueso, / la mañana fría, / tomó su caballo, / monte arriba...

Claro que ella debería tener un hermano para estos trabajos, que en verdad son de hombre. Pero parece que la mamá no quiere más hijos. Ella se lo ha dicho tantas veces: "Deberías tomar ejemplo de la gata, que tú ya ves, desea tener hijitos, lo desea tanto, que el Buen Dios se los pone en el corazón, y de repente la gata se halla con que tiene seis gatitos. Pero tú no quieres pedirle al Buen Dios que te ponga un hermanito para mí en el corazón": Ella, ante sí y por sí, le ha pedido también al Buen Dios que le ponga un hijito en su propio corazón, pero es de creer que aunque estas cosas se desean verdaderamente, no las oye el Buen Dios sino cuando son las señoras grandes quienes las piden: Lo que la entristece mucho.

Claro es también que ella debería querer más al papá que a la Mademoiselle. Pero aunque hace muchos esfuerzos por agrandar el cariño que le tiene a su padre, no puede lograr que supere al otro. Eso tan sólo puede decirlo con la boca, pero ella sabe bien que su corazón dice otra cosa. Es lo mismo que la historia de las muñecas y los juguetes. Le preguntan:

--Pero ¿cómo es posible que no les hagas caso a tus muñecas? Tienes las muñecas más lindas del mundo, los juguetes que volverían loca felicidad a una niñita y no juegas jamás con ellos.

--Son todas mentiras --contesta Solita tozudamente--. Por eso prefiero al "Mampato", al "Togo" y a "Don Genaro". Ellos son "da veras".

No la sacan de ese razonamiento. Pero Ernesto insiste en traerle de sus viajes muñecas adorables que abren y cierran los ojos, dicen "Papá" y "Mamá", andan, lucen vestimentas suntuosas. Solita, las mira de reojo, da las gracias al padre con sus maneras más corteses y las abandona en manos de María Soledad, que sí gusta de ellas, y es quien se encarga de darles ubicación en la pieza de los juguetes.

No se puede querer las gentes y las cosas a la fuerza. La mamá es "de veras", la Mademoiselle es "de veras". Doña Batilde es mala, pero es "de veras". Su padre es bueno, pero no es "de veras". ¿Por qué no es "de veras"? Esta pregunta la deja tan perpleja que se sienta sobre los talones, apoya los codos en las rodillas y las manos empuñadas en el mentón. Una extraña actitud que le es habitual y en las que se halla cómoda. ¿Por qué no es "de veras" su padre? Nunca lo ha sorprendido en una mentira, Es bueno. Claro que molesta mucho con la historia del horario. A las siete levantarse, a las siete y media gimnasia, a las ocho desayuno, de ocho y cuarto hasta las once estudio. Después de almuerzo, recreo, de tres y cuarto a seis estudio de nuevo con un intervalo para tomar el té. ¡Qué aburrimiento estudiar! Menos mal que ella lo aprende todo. Le basta oír las explicaciones de la Mademoiselle, leer los textos. Es como si abriera una carpeta y dejara entrar las cosas a su memoria. Todo se queda adentro en perfecto orden. Luego ella cierra la puerta y se va a jugar con el "Togo" y "Don Genaro" o sale en el "Mampato" o sale con la Mademoiselle o con el papá, y la mamá a casa de doña Batilde, porque la mamá se empecina en llevarla, porque no quiere dejarla sola en la casa por miedo a que la roben los indios. ¿Por qué se la van a robar? Si alguien quisiera robársela, ella daría tremendos gritos, como piel roja, así: "¡Auuuuujh!" --y larga un aullido que inquieta las orejas de "Don Jenaro" y hace que el "Togo", muy agitado, ladre furiosamente a un enemigo invisible--, Y además está el "Togo" para defenderla.

Aquí, "Togo". Pero no sea cochino, ya le he dicho que no me lama la cara. Después lo hace delante de la gente y nos riñen a los dos. Hay que entender las cosas. Bueno, no se ponga triste. Pero debe ser obediente.

¿Qué estaba ella pensando? ¡Ah, sí! Nunca vuelve despierta de casa de doña Batilde. La trae en brazos el padre o Bartolo. Bartolo, que es un borrachón y que huele a vino, aunque él diga que no bebe, pero ella lo sabe porque le basta levantar la nariz y en el aire, lo mismo que el "Togo", agarra la sombra de un olor. Está segura de que si se pusiera a ello e hiciera lo mismo que el "Togo", hallaría los rastros campo traviesa.

--"Togo", "Togo" --grita alborozada--, busca, busca...

El perro no sabe qué debe buscar, pero adivina que aquello es un juego muy alegre. Rastrea, ladra, mira, corre frenéticamente. Mientras tanto Solita gatea por el suelo, huele el pasto recién cortado, hace una especie de pista en ese pequeño espacio. Luego se mete por la alta hierba a cabezadas por la maraña. Gatea, hace corvetas, chilla, canta de nuevo el romance de don Bueso. "Don Genaro", como una esfinge desde lo alto del horno, mira la escena, erguidas las orejas, movible la punta del rabo. Solita encuentra una gran piedra semienterrada. Se pone de rodillas junto a ella. Esto es muy grave.

--"Togo", ¿quiere estarse sosegado? Mire. Puede ser la puerta del palacio de los gnomos o puede ser que aquí abajo haya una cueva con diamantes o que sea la prisión de una princesa encantada. A ver, "Togo", ¿quiere sentarse?

Corta con la máquina el pasto alrededor de la piedra. Se afana. Por ahí en las vueltas y como se inclina para darle mayor fuerza al empuje, se pisa el delantal, que se rompe ¡El miserable! ¡Siempre los delantales se están rompiendo! También es verdad que con todos los encajes y tiras bordadas qué les hace poner la mamá.'... ¡Ah! ¡Señor, mi Diosito lindo! ¡Qué hacerle! La Mademoiselle verá cómo se arregla esto en combinación con la Clora.

--"Togo", por favor, no moleste.

Ya está hecho, la piedra está entera a la vista. Ahora va al cobertizo y trae una pala, hace un hoyo alrededor. El "Togo" ayuda como puede. Cuando el hoyo le parece lo suficientemente ancho y profundo, se prepara para arrancar la piedra, que al fin no es tan grande como le pareciera, pero sí extrañamente lisa, como laja del río. La frota con el delantal. --Ya está roto, ¡qué más da ensuciarlo! --, Aparece de color plateado y una veta azulenca forma una ese en el dorso. La lleva procesionalmente, el "Togo" tras sus talones, hasta el horno, y, metiendo el cuerpo adentro saca infinidad de cosas, secreto tesoro que allí oculta. Hay una olleta chiquita de cobre, varias ramas seca, varias monedas extranjeras, caracoles y conchuelas. ¡Y lo más precioso! Una bola de pasamano, de cristal, facetada y que por todos sus hexágonos deja ver en el fondo un ciervo de alta cornamenta en rojo vivo.

Dice todas las palabras cabalísticas:

--Abracadabra... Sésamo... Pata de cabra...

Pero la piedra sigue siendo piedra y los tesoros continúan en sus formas cotidianas. Lo que no la descorazona demasiado. Será. Cuestión de paciencia y de dar alguna vez con la clave.

Lo guarda de nuevo todo, tras de sacarle lustre a cada cosa en el delantal tan rematadamente sucio, que bien puede servir para limpiar el horno. Se lo saca y prolijamente frota las paredes, metiéndose como puede por la estrecha abertura.

Siente que la chistan. Por sobre la tapia asoma la cabeza de Bartolo, con la chupalla ladeada y la nariz de farol rojo muy contenta de vino.

Solita se acerca.

--¿Cómo ti`habís subío?

--¿Toi dándole cal a la muralla?

--¿Querís que ti`ayúe?

Bartolo reflexiona y al fin dice:

--¿Qué tai haciendo vos?

--Cortando pasto --y agrega muy importante-- Hallé una mina.

--¿Querís que ti`ayúe yo a vos?

--La mina es mía --mas añade magnánima--: Pero no te aflijái, te daré un piacito. Podís bajar.

Bartolo, aunque tenga años, es ágil como un mico. En seguida está a horcajadas sobre el muro, pasa la escala al interior y baja rápidamente, apoderándose de la máquina, que observa con gesto torcido.

--¡Lo qui'habís mellao los filos! ¡Tengo pa toas una mañana en el molejón!

Pero Solita canta de nuevo a grito herido:

--Qué haces ahí, mora, / hija de judía...

Con un rastrillo va juntando el pasto en medio del pequeño recinto. Un aroma espeso, de hierba cortada, de tierra húmeda, de violenta emanación de campo, va subrepticiamente inmovilizándola, la clava de pie, apoyada en el cabo de madera, indeciblemente feliz, obscuramente sintiendo que toda ella brota de la tierra, que tiene allí su origen y su razón de ser y que como a un árbol le anda por la sangre la savia de misteriosas esencias.

Ella es un árbol, se ha convertido en un árbol. Tiene un nido sobre el hombro y en los dedos le cantan las hojas. Está llena de ramas, de pájaros, de maravillosos mensajes. Sus raíces se hunden por la tierra entre claras vetas de agua, raíces que llegan hasta más debajo de siete estados de tierra, justo donde los enanos se afanan separando por montones las piedras preciosas. Ella es el árbol que canta, el pájaro que habla y el agua de la vida.

--Soy un árbol --grita--. Mírame, Bartolo, soy un árbol, mira como sacudo mis ramas...

Pero de otro lado de las bardas, también grita la Mademoiselle:

--¡Solita! ¡Solita!

Lo que la hace de golpe recobrar la conciencia de ser Solita, de estar inverosímilmente sucia y de que por muy bien que marchen los próximos acontecimientos, van a marchar muy mal.

 

 

 

 

7

 

 

No porque viniera tan de prisa ni porque deseara de inmediato hablar con su marido, dejó doña Batilde de observar que a la entrada de la casa había unas señales de pasos embarrados. Se limpió ella las botas afuera en los filos metálicos, y una vez abierta la mampara, mientras se las repasaba de nuevo en el felpudo, gritó:

--María Ignacia... María Ignacia... --y cuando apareció la "chinita dada" muy de prisa, muy enteca y muy medrosa, dijo imperativa, señalando afuera--: A limpiar inmediatamente eso y que no pase otra vez. ¿Qué manera es ésta de atender su obligación?

María Ignacia parecía querer disminuir aún más su mínima persona y al ir en busca de los trastos de limpieza, miraba atrás, por ver si doña Batilde alcanzaba el rebenque y, como tantas veces, le hacía entrar la obediencia por las piernas, a trallazos, que según su decir era la mejor manera de evitar que a nadie se le olvidara nada.

Pero doña Batilde tenía apuro por verse con don Juan Manuel, al que halló en su escritorio, tras la mesa cargada de papeles, sentado en el sillón abacial.

--Muy bien. Perfecto. Vuelvo a decirle que perfecto. La noticia la sabe desde la mañana todo el pueblo y nosotros en la luna.

Claro que él la sabía, pero no había logrado calcular qué le convenía más: si dejar que se la dieran o decírsela él. Bien: ahora paciencia.

--¿Qué noticia?

--El puente. No se haga el leso. El puente, que se termina el puente.

--Siempre se está diciendo lo mismo... Y ya ve...

--Pero ahora es de veras. Como es de veras que a usted no lo reeligen. Que el partido lleva a Ladislao Ezcurra de candidato. ¿Cómo deja que le quiten su senaduría? Explíquese. Hable.

--Yo no sé nada...

--Claro que no sabe nada.

--Sí.

--¡Ah! ¿Así que deja que le arrebaten la senaduría? Como si no le importara. Y que se termine el puente, como si tampoco le importara.

--Mire, Batilde; por lo que sea, el partido no anda muy contento conmigo. Para ellos yo represento la reacción. Usted lo sabe bien. Y ahora quieren gente joven, evolucionada, con ideas más con el tiempo y que puedan oponerse a las corrientes liberales. Desde hace meses me lo venían diciendo los amigos. Hay que conformarse, son cosas de la política que antes me prefirió a mí y hoy día prefiere a otro.

--Muy bien. Perfecto. Hace veinte años que se están sirviendo de usted y el día que se les ocurre le dan una patada en el trasero y usted muy conforme. ¡Ah! ¡No! ¿Qué se creen esos sin vergüenzas? Inmediatamente va a irse a la capital, para hablar con la directiva, y sobre todo me habla con el presidente. Si usted no es capaz de buscarles acomodo las cosas, tendré que ir yo a verme con todos. ¡Faltaba más!

--Es un viaje inútil, Batilde. Tengo aquí las cartas en que la directiva me explica la situación. Es ya un asunto terminado y con el cual estoy conforme. Es preferible esta retirada digna que no andar mendigando influencias. Yo no puedo ir a humillarme ante cada uno de los miembros de la directiva para que me dejen como candidato, máxime cuando no puedo darles una posibilidad siquiera de salir elegido. Hay que conformarse... --Quiso sonreír, pero sólo logró una mueca, muy inquieto porque doña Batilde lo oía de perfil y era preferible la fulminación de su mirada y el tempestuoso enronquecimiento de su indignación a esta especie de pasmo sin señales.

--Perfecto --dijo al fin, siempre de perfil--. Todo se ha hecho a mis espaldas, a escondidas mías, como si yo no fuera nadie. Perfecto. Cada vez me parece mejor todo. Perfecto... --repetía esta palabra última como mascando las letras, asordada, ahogándose. Dio un paso hacia el hombre y bruscamente volvió la cara. Don Juan Manuel sintió que la mirada lo había tocado y vaciló levemente. Una mano sobre lo blanco del secante de la carpeta se puso a temblar y la otra se colocó encima protegiéndola.

Doña Batilde había avanzado nuevos pasos hasta apoyarse sobre el borde del escritorio, inclinar el busto y ahí ir diciendo, siempre con las palabras asordadas y mascándolas, regustando su hiel de injuria:

--¡Capón! Miserable enano. Hombre que lo creen, porque lleva pantalones... --se alzó y se dio de puñadas en el pecho, inclinándose de nuevo--, y yo sé que no lo es, yo... Incapaz de defender su derecho. Claro, viene cualquiera y le dice: "Usted se va ahora, no lo necesitamos. En su sitio vamos a poner a otro" --se alzó terrible--. Y también debía haberlo hecho yo. Haberle dicho hace tanto tiempo: "Usted no sirve, váyase porque tengo otro". No sé por qué no lo hice... Por haber nacido señora, tal vez... Porque bien segura podía estar de que usted hubiera dicho como ahora: "¡Hay que conformarse!"

Se había erguido de nuevo y se paseaba de lado a lado de la habitación, a grandes trancos, de pared a pared por la tira de yute que protegía la alfombra del trajín. Don Juan Manuel seguía sujetando la mano que temblaba. Tenía la cara gris y como si por las facciones le hubiera pasado un rodillo.

--Perfecto. Para hacerle juego a mi vida perfecta. Pero a usted ¿qué le importa todo esto? Usted está muy conforme, muy cómodo en su sillón revisando libracos para escribir no se sabe qué estupideces. Mientras tanto que la bestia se mate dándole vueltas a la noria. Pero bien puede que la bestia se acuerde de repente que las patas también sirven para dar coces...

Salió con un portazo. Don Juan Manuel sentía que ahora por dentro le temblaban las raicillas de los nervios, y que los músculos se le aflojaban, que todo él se caía, que era tan sólo un montón informe, desplomado en asiento. Seguía temblando, hasta que en algún punto le dolió algo, el corazón, y por buscarle alivio trabajosamente se irguió, hasta quedar como al principio, con una mano que temblaba sobre el blanco del papel secante y la otra no ya dándole cobijo, sino que sobre el corazón, al cual una fina aguja hería. Buscaba respirar anhelante y por lo gris de las mejillas, tan fofas y tan lisas, empezaron a caer las lágrimas, una tras otra, sin sollozos, sin gestos, como si también su lloro estuviera aplanado por un rodillo.

 

 

 

 

Doña Batilde estaba en su dormitorio, abriendo puertas de armarios, cajones de cómodas, amontonando sobre la cama ropas en revuelto montón. Que se iba ella a la capital. Se iba. Ya la oirían.

Habían hecho de ella esta señora doña Batilde que era ahora. Aguantarse, entonces.

Se detuvo mirando el retrato que la representaba de recién casada, amarillento ya en su desvaído marco de peluche: esa era ella entonces. Tilde, como la llamaban sus hermanas, con sus ojos claros y grandes para que entrara mejor por ellos la limpia felicidad del día. Un gesto de tímido aplomo, propio de criatura educada pacatamente y que tiene la conciencia de saber bien sus deberes. Una dulce esperanza de lograr ese algo que llaman amor. Amor..., "y criar hijos para el cielo", le llega entre nubecillas celestiales un eco del catecismo. Ignora cómo será eso; le han dicho del novio que apenas conoce: "es un mozo muy cumplido y que está muy templado de ti". Su hermana mayor ya casada, agrega "Tiene mucho porvenir". Es todo lo que sabe, pero no le parece decoroso intentar averiguar más, fuera de que tiene grandes tierras y que le atrae la política. La política, sí, cosas de hombre, algo misterioso que hace que puedan llegar a ser hasta Presidente de la República. Ella se casa, tendrá un fundo y será posible que con el tiempo la señalen con temeroso respeto: "Esa es la señora de Presidente..."

Pero casarse es más que eso. Torpemente la vida se lo va enseñando en lentas, complicadas y al principio increíbles experiencias. Algún día se integran de pronto aquellos trozos dispersos e incalificables, y se encuentra desamparada, al borde de un derrumbadero, con la precisa sensación de que súbitamente ha de sentir el vacío que la arrastrará en vertiginosa caída. Se halla así misma, respirando con afán, con las lindes de su ser, recobrándose, los ojos muy abiertos, espantosamente abiertos, mirando más allá de la vida de los turbios caminos del trasmundo.

Sí, es eso y también sentir que duele la nuca, que los párpados pesan ardorosos, que hay la piel una desesperada inquietud y algo como una angurria contrae las entrañas. Ahora sabe también que ella dirá: "No", y que lo dirá con tan definitivo acento, que también han de abandonarla en el borde blanco de un lecho, nunca más agitado por tempestuosos arrebatos inútiles.

Aprende que es preferible levantarse al alba que esperar en el insomnio la raya amarilla en que se posa el canto de los gallos. Que es preferible llenarse las horas de prácticos intereses, que estar junto a una tolvanera echando el trigo que dará la misma harina para su desesperanza, que cuando los músculos trabajan duramente, el cansancio los voltea medio a medio de un sueño sin sueños.

Una rebeldía que el despecho encona sirve a su impulso vital, que obscuramente ve en ella una manera de subsistir, y puesto que nada ha aprendido del marido, salvo el desengaño, comienza por ignorar su presencia, hasta que advierte su rebelión una técnica más eficaz: servirse del él, utilizarlo contra sí mismo, contra todos los demás, instrumento en sus manos, que se van endureciendo poco a poco en garras.

Los meses, los años, van perfeccionándola en su nueva forma, añaden matices a esta personalidad en la que el afán de predominio encuentra su satisfacción creciente: "¡Vieja avara!" Así la llaman, y es curioso que lo repita mirándose con idéntica piedad desdeñosa con que se mira la Moraima cuando se piensa: "Cabrona". Es una agria complacencia en el propio exterminio del resentimiento.

¿Qué queda en ella de tierno? ¿De humano? Es una sorda máquina de trabajo. Ir. Venir.

--Y usted trabaje, que para eso le pago. China inmunda. Roto de porquería... Si yo soy señora y trabajo, ¿por qué no puede hacerlo usted?... Yo no sé nada, tiene que pagar y pagará. Nada tengo que ver con eso, que se las arregle como pueda. El que debe, paga, eso es todo.

Siente en frío de las gentes desalojadas, el llanto de las criaturas; ve las caras empalidecidas de las "chinitas dadas", la mirada torva de los peones obligados al trabajo de sol a sol; oye las protestas que no se dicen y se retuercen en las bocas de las mujeres, e hinchan las mejillas de los hombres en regustos bárbaros. Todo repercute en su corazón. Ahora, hoy, en este mismo instante. Todo eso se alza acusador y ella no quisiera verlo. No, ya no es la dulce Tilde que el tiempo borra en la desvaída retina del retrato, ni son sus ojos verdes, para la verde vida. Es ahora doña Batilde, con el corazón de canto rodado, endurecida, sin vacilaciones, midiendo en afán de posesión las calles del pueblo, bajo la lluvia, contra el viento, vacía de otra pasión que la del poder, cuya clave es el dinero.

 

 

 

 

8

 

 

La Moraima ha pedido un braserillo y eso quiere decir que ésta es noche de ensalmos, y que por la casa toda se enlutará el aire con el olor del incienso y la mirra. Echará en las brasas removidas puñados de esa mezcla, a la que irá añadiendo perversos mejunjes, y mientras un humo denso se despereza en lentas volutas azules, irá diciendo las palabras del sortilegio, monótonamente, para no mezclar su inalcanzable sentido con alguna intención que vele su eficacia, mientras con el taco marcará el tiempo del ritmo que las despierte. Todo eso ya pertenece al reciente pasado. Ahora tiene en una mano dos pequeños cigarros. Con perfume de alhucema asperja uno de los puros y musita:

--Yo te conmino y ordeno que no seas más puro, que seas "la casa de la Moraima". Asperja aguardiente sobre el otro puro y murmura:

--Yo te conmino y ordeno que no seas más puro, que seas "la voluntad de los hombres".

Toma asiento frente a una mesa sobre la que humea el braserillo de tres patas; detrás de él hay una enorme esfera de cristal, en cuyo centro se apretujan pasado y futuro, y como fondo, hay un espejo desde el que atisba el pasmo del presente. La Moraima ha encendido el primer puro y fuma en cortas chupadas, sin voluptuosidad, marcando cada aspiración con un seco golpe de taco en el suelo. Son siete chupadas y siete golpes. Luego respira largamente y por otras siete veces repite:

--La casa de la Moraima... La casa de la Moraima...

Cuando termina el cigarro, tira la colilla a los carbones. Toma el otro y con idéntica pausa va fumándolo, pero el estribillo es ahora:

--La voluntad de los hombres...

Cuando ya casi le quema los dedos, echa al suelo la colilla, coloca encima cuidadosamente el pie, y la aplasta con fuerza diciendo también por siete veces:

--La voluntad de los hombres bajo mis pies.

Después se mira en el espejo a través del cristal de la esfera, y esa cara que la curvatura deforma, sus labios gruesos, como la boca un pez, son los que parecen musitar:

--La casa de la Moraima para regalo de mis ojos...

Entonces comienza a salmodiar sus rezos, de los que son audibles palabras aisladas:

--...y tres clavos trajiste: uno para tu hijo, el otro para el amor y salvación de los navegantes, y el que te queda en tus benditas manos, Santa Elena, no te lo pido dado, sino prestado para traspasar la voluntad de los hombres...

Vuelve a sumirse el rezo negro en una densa neblina de rumores, cuya recóndita malignidad se adivina a apenas, cuando emergen otras palabras entre las ondas de la melopea:

--...Y con este cigarro que fumo, tú, rey del tabaco, por quien duerme el mundo adúltero, tú que estás arriba igual que abajo, y así en el humo como en la ceniza, te pido que llegue, manso como un cordero, caliente como chivato reciente, enamorado como un palomo, que donde vaya nada lo detenga: solteras, casadas o viudas y a todas por mi casa las desprecie... --y tras persignarse con la izquierda, echa nuevos puñados de mirra e incienso en el brasero, y sus ojos estrábicos, por la fijeza casi de éxtasis, siguen mirando la submarina imagen que el espejo le devuelve a través de la esfera.

Cree en los sueños, en las cartas, en los ensalmos. Como cree en una final compensación de las buenas obras, que alguna misteriosa fuerza premia no se sabe cuándo. Por eso ella es justa en sus tratos, dadivosa con sus "niñas", decente hasta donde su profesión lo tolera. Hace convenios directos con las fuerzas obscuras, con los seculares rituales de la magia negra, lo que no obsta para que al mismo tiempo se ocupe "del alma más necesitada del purgatorio", por la que ofrece misas y más misas a cambio de esto y de lo otro, y en ocasiones hasta dejando la intención de las misas a la buena voluntad de esa alma desamparada.

Pero estos ensalmos de hoy no poseen ninguna efectividad concreta, pues su pensamiento no cuaja en una imagen determinada. Hoy está, distraída, el pensamiento le llega también como a través de una deformadora esfera de cristal. Al correr el día ha ido confirmándose la noticia de que el puente se termina. Los conservadores llevan a Ladislao Ezcurra de candidato. Ya está definitivamente eliminado don Juan Manuel de la Riestra. Por el sector liberal se presenta Catón Pérez. Se termina el puente. En lo sucesivo la estación será idéntica a otra estación cualquiera de la línea que raya verticalmente la angostura del país, una estación antes de llegar a la punta de rieles en esa ciudad del sur que, lógicamente, acabará succionando al pueblo.

Por unos años, esa otra ciudad, que también está junto aun gran río y donde la inercia y el juego de encontrados intereses demorarán por otros tantos años el puente a tender, será otra inmensa tienda para acampar mientras se amasa una fortuna. Lo mismo podrá ella ir allí, buscarles acomodo a sus "niñas", desvelar las noches con sus luces de fuego y esperanza. Tendrá que irse, que vender en seguida, antes llegue el derrumbe... Pero eso no le duele demasiado, no ha echado raíces que la amarren más a este suelo que a cualquier otro. El pueblo es sólo una costumbre transitoria. Le gusta ir mirando por las calles cómo se ha levantado una casa, cómo han pintado una cerca, cómo un nuevo negocio tienta con sus inocentes seducciones, cómo los árboles de la plaza crecen imperceptiblemente apresando un año más en los círculos de su tronco, cómo un paco --don Filo-- la saluda al pasar. ¡Los buenos tragos que le ha hecho servir! Y sorprender el azoro de una señora recién llegada --¿será la mujer del nuevo profesor de la escuela?-- que sorpresivamente se encuentra con ella y sus "niñas", y que atraviesa la calle, huyendo como si fueran diablesas y ni ella ni sus "niñas" lo son, sino gente que se gana la vida como puede, y no con menos honradez que otros muchos vecinos...

Irse. Vender la casa. Habrá que ir pensándolo, sí... Adelantarse, antes de que bajen demasiado los precios.

Dan unos golpecillos a la puerta. Y apenas ordena: "Entre", ya está Tom en su vano, con mucho blanco en los ojos, diciendo entre instantáneas sonrisas excesivas:

--Caballeros querer verla. Caballero de Catrileo... Caballero de Los Peumos... Caballeros llegaron tren...

Maquinalmente dirige una mirada a la aplastada colilla que fuera "la voluntad de los hombres", y luego, más concretamente, piensa que pueden traerle noticias. Sí. Que suban.

El puente...

Se mira en el espejo del solemne ropero burgués que le devuelve azorado su imagen en cierto modo inesperada. Lleva en las orejas unos solitarios que valen miles de miles, y sobre el pecho firme, el relojito de oro en cuya tapa se incrusta otro solitario de no menos quilates. No hay necesidad de repasar el intacto corazón que es su boca. Baja un poco el coselete que le marca el talle, recoge la cola de la falda dejando ver el triple volado de la enagua de gros y pasa al salón, donde, ya los "caballeros" han llegado bulliciosamente.

--¿Qué dice esa dueña de casa? ¿Cómo le va, Moraima?

--Muy bien, buenas noches.

--Le traemos varios amigos que van para el sur. Buena gente. Y no querían pasar por aquí sin conocer su casa y saludarla...

--Mucho gusto --dice la Moraima con gesto tan correcto, que el correcto espejo de su ropero lo hubiera reflejado feliz. Sonríe equitativamente a cada uno, dándoles la mamo, fina y desenvuelta. Los ojos mantienen la misma educada altivez, mientras la voz convencional--: Mucho gusto.

En cambio, el hombre que conversaba con Juan Antonio Méndez, y que la ha visto desde el mismo momento en aquel ella entra, no logra reponerse de la impresión que le causa su presencia.

La Moraima le tiende la mano; maquinalmente, él tiende la suya, que tiembla un poco, mientras responde con un balbuceante:

--Tanto gusto...

Ya está cumplido ese primer mandato de urbanidad. Luego los invita a tomar asiento y ella misma se ubica en su habitual sillón, junto a la mesa en que hay una caja de cigarros y un gong de bronce.

--¿Y qué me dice de la gran noticia?

Ella sonríe. Claro que nadie puede hablar de otra cosa. El puente. Sí, el puente.

--Para los De la Riestra es una calamidad. Doña Batilde dicen que está como un puro quique, y que se va el lunes a la capital a mover sus palillos. Pero esta vez le sale la chascuda. También ya era hora de que se les terminara el cacicato. ¡Hasta cuando!

--El pobre De la Riestra es un infeliz. Dígame usted, ¿qué ha hecho en su vida? Heredó harta plata, doña Batilde por su lado heredó otro tanto. Después, por una pura y santa casualidad, llegó a la Cámara, y otra vez que el Presidente estaba apurado con una crisis de gabinete, también por pura casualidad fue ministro. De esos sin gloria ni pena. El día que llegó al Gobierno: bueno. El día que se fue: bueno también. Volvió a ser diputado, después senador. Y ¿qué ha hecho? Nada más que estarse sentado en su sillón, esperando la hora de las votaciones para votar como le diga su partido. Y fuera de eso, meterse en su casa a revisar libracos mientras doña Batilde le amasa millones.

--¡Es de lince ella! Con la mitad de la tinca que tiene para los negocios, cualquiera de nosotros podría darse por feliz...

--Déjese de leseras... Una vieja avara y nada más.

--¿Usted cree que al fin se animará irse a-brujulear el asunto?

--Luquitas me lo aseguró y el perla lo sabe todo...

--¿Y usted qué dice, Moraima? ¿Qué le parece lo del puente?

--Bien. El pueblo se morirá un poco al principio, pero como tiene muchas razones de ser, se repondrá y seguirá viviendo --contesta la mujer, y por dentro piensan: "Sí, se sigue viviendo"

Tom conoce sus obligaciones y aparece trayendo una enorme bandeja copas y botellas. La Moraima se pone de pie y ofrece las bebidas que Tom escancia.

--Usted ya sé que prefiere coñac. Para usted aquí hay un jerez que... --aspira el bouquet y hace un pequeño gesto gracioso de delectación--. ¿El señor desea anisado? --la sonrisa se le cae fija en los labios cuando pregunta a otro de los recién venidos--: ¿Prefiere pisco? --Podría añadir: "...como siempre". Podría decir más exactamente: "Aquí tienes tu copa de pisco".

El hombre no sabe qué contestar. La Moraima le sirve el vaso con su mano morena y dura, que no tiembla. Ahora ofrece cigarros, después vuelve a su asiento, desenvuelta y risueña.

Juan Antonio Méndez dice desde lejos, imitando el habla de los huasos, un poco ceceoso, con la boca trompuda, como un chiquillo grande que es, consentido y simpático.

 

--Abajo le'ejé la tracalá'e perdices. A la mesma Moñona se las entregué. Cosa rica. Del lao'e Los Peumos y tamañas de gordas. Puntería d'este niñito...

--¿Supo del incendio? --pregunta Zenón Cortés.

--Es que no hay derecho de que se deje seguir edificando sine cortafuego. Con toda razón las compañías no quieren asegurar nada. Tanto es que dicen que ni siquiera van a

admitir la renovación de las pólizas.

--¿Está usted seguro?

--Me lo dijo furiosa doña Batilde. Nadie mejor que ella puede saber estas cosas. Apenas levanta un tijeral lo asegura. Sume lo del puente a la senaduría, póngale esto más encima y no se extrañará que ande como un infierno.

--¿Se habrán quemado muchas manzanas? --inquiere uno de los recién llegados.

--Cuando yo salí de allá ya iban para nueve.

--¡Qué espanto! murmura la Moraima.

--¿Y muertos?

--Un pobre diablo que volvió a su pieza a buscar el reloj.

--Siempre lo mismo. En el otro incendio se quemó una familia entera por salvar al gato.

--Moraima, ¿pa cuándo cree que las perdices estarán como pa comerlas? --pregunta Juan Antonio Méndez, cuyos noventa kilos necesitan, según sus propias palabras, mucha bucólica

--En dos días más.

--¿Es cierto que la Moñona tiene un secreto pa que le queen' tan regüenas?

--Pregúnteselo a ella...

--Es qu'es vieja más taimá... No suelta prenda cuando no quiere y de na sirve ponerle aceite Escudo Chileno en las manos... ¡Je!

--¿Y usted qué va a hacer, Moraima? Porque todo el mundo está asustado y muchos piensan irse.

¿No se lo han preguntado antes? ¿O se lo pregunto a ella a misma?

--Aún no lo sé; no he pensado en nada...

--Es de esas figuras que salen de repente y que marcan una época --dice en otro grupo a Zenón Cortés uno de los recién llegados--. Tiene mucha labia y usted sabe lo que eso significa en política. El pueblo le adora. Y como les promete el oro, el moro y el cristiano más encima, es comprensible que se haya hecho con la popularidad que tiene.

--Y más encima todavía que es masón...

--Lo que resulta una garantía...

--De la Riestra me dijo que lo había conocido y que era una personalidad fascinante. Se puede no estar de acuerdo con sus ideas, que son verdaderamente revolucionarias, en materia social sobre todo, pero no se le puede negar el talento ni que es un peligro real para los conservadores.

--Un lechoncito asao no andaría mal pa empezar. Yo me voy p'abajo a ver cómo van las cosas. Despáchense ustedes de su política a su gusto. Ca'uno con lo suyo. Yo me le voy a echar una güelta a la Moñona... ¡Pa mí lo primerito es lo que se masca! --dice Juan Antonio Méndez.

Aún se quedaron un rato, revisando hechos que les interesaban, a sorbitos bebiendo los licores y sin demostrar extrañeza de que la Moraima estuviera contra su costumbre un poco al margen de los temas. Algunos de los recién llegados contaban cosas apasionantes, novedades que los absorbían, porque viviendo allí en medio de la montaña, luchan con la naturaleza y su inclemencia, bravamente conquistando palmo a palmo terreno para la agricultura, para 1a ganadería, no dejaban de tener vivo ese interés inherente a la criatura chilena por todo lo qua atañe a la política.

Pero volvía Juan Antonio Méndez, sofocado de subir y bajar la escalera, sofocado por la vecindad del fogón, sofocado de risa por algo que acababa de pasarle con una de las "niñas".

--A la mesa, a la mesa se ha dicho....¡Aaaah! --agitaba en alto una mano como si revoleara el lazo--. Juera... Juera... Juera... Tá el lechón como pa rechuparse los deos... Vieran... Y la niñoca esa nueva tan enojá porque le pellizqué el mal del tordo... ¡Je!... Puro polisón no más... ¡Je!

Cuando van a salir la Moraima dice, sin ocultarse, para que la oigan, mirando de frente al hombre que aún sigue aturdido:

--Quédese a comer conmigo. Lo invito...

Es tal el asombro que esta inusitada invitación provoca, que hay un silencio, un, mirarse unos a otros y ni siquiera Juan Antonio Méndez halla un dicho para colocarlo allí y romper el embarazo de la situación.

La Moraima los mira, sonriente, graciosa, alta la cabeza.

--Claro, claro, quédese --dice Zenón Cortés, y echa escaleras abajo, con los otros a la siga y detrás Juan Antonio Méndez, que cada vez más sofocado murmura:

--¡Diantre!... ¡Miéchica!... ¡Caracho!...

El hombre busca desesperadamente su voz. Hasta que la encuentra y dice con violencia:

--No sé para qué has hecho esta comedia.

--¿Comedia? No. Entiendo que comedia es la que hacen los cómicos en el teatro. Es repetir cosas que se aprenden. Como los loros. Y lo que yo te voy a decir no me lo ha enseñado nadie.

Por segundos, a Rafael Rozas le parece que no fuera la misma. Tan dueña de sí, tan modosa, tan señora en sus gestos y en sus palabras, Pero es el mismo cuerpo apretado de músculos, la misma cabeza pequeña, esa extraordinaria, proporción que le hace aparecer mucho más alta, mucho más delgada. Y los ojos tan fríamente metidos en los suyos, sí, son los mismos en forma, como es la boca, aunque también en ésta haya un gesto que atiranta las comisuras levemente hacia abajo y la hace desdeñosa. Es la misma, vaciado como ese de las muñecas rusas en que una está dentro de la otra, idénticas, una y otra, y aunque sean iguales son dos, una y otra. Tinita... La Moraima...

Por este hombre ella sufrió lo indecible. Lo mira. Y las comisuras de la boca se le hacen más desplomadas de desdén.

--Bueno, mi querido Rafaelito...

Pero él está furioso, con una sensación de animal caído en la trampa, que regresa de su primer estupor y se revuelve frenético:

--No deja de ser gracioso encontrarte convertida en esto... --pero en los ojos de la Moraima hay tal expresión que no se atreve a decir la palabra, la que ella dice, sonriente y burlesca:

--En cabrona. Dilo, Rafaelito. No creas que me enojo.

Rafael palidece. Tiene la cara acartonada, alargada, con grandes ojeras para grandes ojos, una nariz huesuda de animal sensual y una boca grande, de gruesos labios que dejan ver los dientes amarillentos de fumador empedernido, grandes dientes rectangulares. Sí, una cara que recuerda vagamente el rostro de un caballo: grande, fuerte, huesuda. Parece un gigantón. Por este hombre ha sufrido, él la inició en el dolor cuando simple chinita azorada, hija de la cocinera, al patroncito le gustó manosearla en un día entre los días, cuando la casa dormitaba bajo el peso de parva de la siesta estival, mientras zumbaba una chicharra persistente y los chirimoyos extendían su azucarado perfume por los huertos y la volcó sobre el pasto, bajo el toldo de las madreselvas lacias de calor enervada por los ávidos besos, hondos reclamos al mandato de la sangre. Y sin saberlo, cumpliendo su monótono destino, al igual que su madre, igual que la madre de su madre, al igual que sus remotas antepasadas, sumisión que le perdura en las entrañas y la hace entregarse al amo que otrora se llamara encomendero y hoy es el patroncito.

En ella se repite el mismo indiferenciado sino. Es fatal. Como la madre. Como la abuela. Como la madre de su abuela, que no sabe cómo se designa.

Se le hizo una feliz costumbre aguardarlo bajo las enreda; el aire se afinaba en su proximidad y un dulce suspiro de ansia le subía a la boca. Los besos, y más sabiamente lentos de Rafael, se apoyaban firmes en su piel de verde sazón. ¿Qué edad tiene él? Veinticuatro años ¿Qué edad tiene ella? Diecisiete. Pero ésa ya es edad suficiente para oir que ofendidos pudores maternales vociferen:

--Inmediatamente fuera de mi casa. China sinvergüenza, corruptora de menores, mujer mala... ¿Qué se ha imaginado?

Y hay que irse a vagar por el pueblo, en la vana espera de un encuentro que él rehuye, que ella considera terriblemente natural que rehuya, ofrecer sus servicios, para que observen de soslayo la comba de su vientre y le digan:

--No. No. Queremos una sirvienta de razón...

Se resigna a lo que le ha predicho su madre después de darle una paliza y gritarle su enojo al ponerla frente a las nuevas circunstancias:

--Agora te las arreglái como se te le ocurra... Cuando a mí me pasó lo mesmo, mi mamita me dejó que me las arreglara yo, sola mi alma y muy bien que salí adelante... Lo que no te perdono es que me hayái hecho perder una güena casa...

En el puerto lavó platos en un figón. Pero estaba muy cansada y sus gestos eran cada vez más lentos. Luego una vieja conocida la llevó a su casa, a una casa prodigiosa, que adherida al cerro por obra de milagro, resiste los tremendos asaltos de los vientos con sus vigas de madera, ganchos y viejas planchas de zinc. Allí ayudó a hacer pequenes y picarones, empanadas y tortillas.

Después, el desgarrón de la carne, el desgarrón inenarrable, como de planta a la que arrancan con violencia un gajo; el olor a ropas sucias, a yodoformo, a leche agria; el lloro de las guaguas enhebrado en el chirrar de un tranvía que toma dolorosamente una curva; el retemblar de vidrios inseguros repercutiendo en las noches sin sueño, con el cerebro vacío, en que el tiempo apenas está prendido por el machacar de una frase que bota y rebota mecánicamente:

--El niño nació muerto...

¿Y después?

--No te dejes llevar por el resentimiento --dice ahora Rafael, que de súbito parece haber recobrado su antiguo dominio--. Bien sabes que yo, entonces, no podía hacer otra cosa.

--La primera vez no, porque eras un muchacho a quien sus padres se habían encargado de dejar sin defensa frente a la vida, para que no pudiera prescindir de ellos, amarrándolo sólidamente a la familia. Eso fue lo que fue: una siesta a la sombra de las madreselvas, un modo de refrescar al calor del verano... Lo otro...

--Después tampoco podía yo hacer otra cosa. También te consta.

--Rafaelito, no mientas. Una mujer de casa de remolienda no puede ser sino una grandísima... Pero sino se la quiere rescatar para siempre se la deja donde se la encontró, para que allí se pudra. Si te gusta acostarte con ella, te acuestas, y haces con ella lo que se te ocurra. Pero no le digas todas las palabras que ella espera en lo más hondo de su corazón; no le recuerdes que afuera hay luz, aire para que circule libremente; no le enseñes a ser persona, no la presentes a los amigos, no le des un remedo de hogar... Todo eso tiene ella que aprenderlo con lagrimas, porque el suyo es eso: un triste remedo de hogar, porque el verdadero hogar donde habrá una mujer también verdadera será otro. Entonces se dice muy jarifo: "Mira, Tanita, no te desesperes, yo te querré siempre mucho, te tendré un agradecimiento de cada minuto; has sido la alegría de mi juventud, pero, ya vez, tengo una situación y ya es hora de que siente la cabeza. Yo cuidaré de ti y en cualquier otra ciudad puedes rehacer tu vida. Tienes muchas condiciones y mereces tanto ser feliz..."

recuerdos? --pretende ironizar el hombre.

--¡Cómo dices las cosas! --murmura el hombre abrumado

--Como tú me enseñaste a decirlas. Me da por dentro una risa que para tu tranquilidad no oyes, cuando me miro y me veo mientras los otros dicen: "Tan señora que es", y no saben que te elogian a ti que me tomaste con tus grandes manos y me enseñaste a serlo. ¿Recuerdas cuando decía "juí" y tú pacientemente me hacías repetir "fui", hasta que lo decía como se debe decir, y entonces me dabas en el hociquito tenso por el esfuerzo un beso por toda recompensa?

--¿Para esto has querido hablar conmigo? ¿Para remover tan tiernos recuerdos? --pretende ironizar el hombre.

--Tal vez sí. Yo sabía que alguna vez el destino nos pondría, así como estamos ahora, frente a frente. Mira, de tanto pensarlo, me parece que esto es ya también otro recuerdo. Y en él ya sabía que me ibas a llamar "cabrona". Vamos: dímelo. No hay que tenerles miedo a las palabras, nunca podrán doler tanto como los hechos. Mira, Rafaelito, puede que te guste saberlo, que se refocile tu orgullo de macho: sufrí horrores cuando me dejaste. Lo que podría sufrir un vestido que tuviese alma y que tras verse sucio en medio del barro alguien lo levantara para lavarlo y le dijera: "¡Qué lindo! ¡Eres el vestido más lindo del mundo!", para en seguida limpiarse con él las botas y volverlo al barro diciéndole: "No sirves para estar limpio, quédate en tu sitio".

--Tinita... --no sabe qué decir, cómo cortar la escena e irse, como obligarla a callar. Si se atreviera, la azotaría; quisiera abofetearla, pero no se atreve y sigue oyéndola, tendrá que seguir oyéndola hasta el final.

--Sí, te estoy cansando inútilmente. ¡Mugrecita! Es mejor que bajes y te reúnas con tus amigos. Ya has estado aquí lo suficiente como para que tu castidad no te desacredite. Pero, oye, antes te quiero contar una historia, algo como una pequeña explicación. No creas que tengo este "negocio" porque no me creyera capas de otra cosa en la vida. Lo tengo por algo que podría llamarse dignidad. No te rías. Para dar dignidad al oficio y hacer que las "niñas" sepan qué cosa puede ser la decencia. Te parecerá raro, pero es lo cierto. No me mires con esa cara, ya sé que en tu caletre no cabe una idea semejante. Y ahora, como final de todo, te voy a contar un cuento. Con los años me voy volviendo curiosa. Por aquí pasa medio mundo y deja noticias del otro medio. A los que son del Puerto siempre les pregunto: "¿Y qué es de Rafael Rozas?" Pero no, no es esto lo que te iba a contar. No te impacientes, hombre. ¿Te sirvo otro pisco? --y ante el desesperado gesto de rechazo, prosigue--: Como quieras... ¡Ah! Vuelvo a mi cuento. Resulta que dos amigos se hallaron en el club y una le dijo al otro: "¡Acaba de pasarme una mano tan divertida! Casi seis meses pololeando a una casada. Linda, fina, impecable. Pero con algo, algo... Hasta que al fin conseguí llevarla a una casa de citas. Gran misterio, de tarde, coche cerrado, todo a obscuras. Una vez que ha pasado todo, todo y algo más, sí, la señora empieza a los suspiros, a las quejas: "¿Qué hemos hecho?¡Insensata! ¡Me viera mi mamá!" Me dio tanto fastidio de esas quejas póstumas que quise encender la luz, pero no hallé el conmutador, y para mi gran sorpresa, ella, sin titubeos, cesó en sus lamentaciones, se levantó y encendió la lámpara, como si en vida no hubiera hecho otra cosa. Me quedé perplejo. ¡Tan extraño aquello! La saqué con los mismos misterios y, tras haberla dejado en un sitio discreto en la ciudad, volví en mi coche al punto de partida a preguntarle a la mayordoma: "¿Vio a la señora que vino conmigo? ¿La conoce por casualidad?" Y ella me contestó riendo: "¿A la Fulana? ¡Claro que sí! Llena de dengues la tonta, pero buena clienta. Y colorín colorado... Aquí termina el cuento. Sólo falta agregarle que si a las mujeres que tienen una casa como la mía se les llama cabronas, a los fulanos que tienen una mujer como la de mi cuento se les dice cornudos. Y al que le venga el sayo que se lo ponga... Cabrona... Cornudo... Tal para cual. ¡Ya vez!

La cara del hombre parece de madera terrosa. Ha seguido el cuento distraídamente al comienzo, con súbito interés luego, y ahora la indignación está a punto de arrebatarlo. Sin dejarlo reaccionar, la Moraima da un golpe en el gong. Antes que el negro aparezca le queda tiempo para decir:

--La comedia ha terminado --y cuando Tom asoma su jeta, añade graciosamente--: Acompañe al señor hasta abajo.

 

 

 

 

9

 

 

Esta mañana el correo ha traído una carta para la Mademoiselle. A la Mademoiselle le gusta encerrarse en su habitación y quedarse por largo rato con la carta en las manos, mirándola pensativamente, leyéndola con la imaginación, escuchando un latir profundo que luego desmentirán los renglones invariables, bien trazados, con su paciente corrección de surcos de los que acaso jamás brote nada. Porque las noticias no suelen tener muchas variaciones.

A veces las escribe el padre, a veces la madre, por lo general está, con su letra prolijamente caligrafiada, y después alguno de los hermanos agrega unas palabras en que se repiten los mismos rasgos. Trasciende de esa pulcritud el decoro de un vivir sin sobresaltos, de una tranquilizadora mediocridad espiritual. En una hoja aparte viene --suele venir-- una cata del novio, tierna y conceptuosa, con sus frases sin arrebatos, de eficacia ya miles de veces comprobada. La Mademoiselle piensa con tristeza que hubo un tiempo --de recién llegada-- en que estas cartas eran un ansia para ella, una desesperada forma de asirse a los suyos, de comprobarse aún dentro de la seguridad familiar, de aquilatar la solidez de sus vínculos. Entonces ella cerraba los ojos, apegaba la carta a su pecho y se veía en la granja, entre los abetos, por las laderas de las montañas que mostraban la deslumbrante arista de los glaciares, y el cuenco azul de un lago en el fondo, al final del camino que ella, deslizándose sobre los esquís, la cara de piel frutal rompiendo el aire, recorría con un gozo porque sí, porque se es joven y se está sano y hay un sol que deslumbra. Y tal vez porque abajo aguarda Pierre Mayon, para acompañarla después a subir la repechada, demorados en largos silencios, soslayadas miradas y una ternura inundando el pecho, tan cálida, tan dulce y honda, que a veces llega a lindar con la angustia, y entonces tiene miedo de que eso la haga llorar y baja la cabeza para que nadie, ni siquiera "él", repare en sus sentimientos.

Ahora las cartas le dan otra sensación más melancólica. Ya sabe de antemano lo que dicen el padre o la madre, que sigue siendo la que se afana por comunicarse con la hija ausente. Los hermanos escriben cada vez menos, ocupados en los trabajos de la granja, ahora bajo su entera responsabilidad, porque el padre empieza a sentir en las articulaciones el atenazamiento implacable del tiempo. El novio también espacia sus noticias. Es la madre quien las transmite: "Pierre está bien y piensa en ti". "Madame Mayon me ha dicho que Pierre está feliz en su nuevo acantonamiento."

Cuando se tiene dieciocho años puede ciegamente tomarse "el barco que va lejos"... como en la canción. Cambiar juramentos, solemnizar promesas, decir: "Espérame, te amaré siempre". Porque tres años pasan pronto y cuando hayan pasado en tierras de América, es decir en tierras fabulosas, ella habrá reunido exactamente el dinero que necesita para su dote. ¡Y qué orgullosa siente de reunir con sus propios medios esa suma, sin imponer sacrificios penosos!

Porque la Mademoiselle puede mostrar con un aire de falsa modestia un título de institutriz. Poco tiempo después de concedido, la directora del instituto donde hiciera sus estudios la llama y le propone algo sorprendente y que al principio parece una broma. Por intermedio del Ministerio de Relaciones Exteriores, la Dirección ha recibido la solitiitud de buscar institutriz que acepte ir a Chile para hacerse cargo de una niñita. Se desea tan sólo que al comienzo le enseñe francés; a medida que la niñita vaya creciendo, se le hará un plan de estudios conforme a su edad hay un buen sueldo, viaje pagado de ida y vuelta, un contrato que se irá renovando cada tres años y la absoluta garantía de que se trata de una familia distinguida, católica y de fortuna. Habrá que vivir en una región montañosa y el tiempo se repartirá entre una casa de campo y otra en un pequeño pueblo.

La Mademoiselle comunica esta noticia a los suyos. Es una novedad que parece un paquete sospechoso, que se examina con cautela y en el que, una vez eliminadas las recelosas envolturas, se descubren sólidas y alegres posibilidades.

Pierre Mayon ha sido destinado a un destacamento en Los Alpes, por el cantón del Tesino; por lo menos transcurrirán dos años en que sólo gozará de muy breves licencias, para visitar a su familia y a ver a su novia. ¿No es entonces preferible aceptar esa proposición que en poco más de dos años la hará redondear su dote? Se habla, se discute, se pesa y vuelve a pesar el pro y el contra de cada argumento.

Intervienen en las deliberaciones Pierre, la familia Mayon, el señor cura, la directora del instituto, y, por último, hasta el propio Ministerio de Relaciones, que solicita prolijos y circunstanciados informares a su representante en el remoto país americano, acerca de don Ernesto Pérez. Todo esto hace que transcurran seis meses y torna familiar la idea de que la Mademoiselle parta un día con rumbo a Marsella, hacia le petit pays antarctique que, como en los viejos mapas, tiene para ellos el prestigio de la "Tierra incógnita"

Arraigar en el nuevo ambiente en que debe desenvolverse es para la Mademoiselle tarea lenta, aunque todos tratan de facilitársela. Ernesto y María Soledad le hacen la vida cómoda y cordial, con esa blancura americana tan distinta de la áspera convivencia europea. Solita la mira sostenidamente desde el principio y desde el primer momento también, en su francés deliciosamente chapurreado, le asegura gentil que: "Vamos todos a amarla mucho".

La Mademoiselle está segura también de que ella querrá a esas gentes singulares, tan absolutamente distintas a todas las gentes que ha conocido hasta entonces, tan distintas además entre sí, tan distintas también del medio que las rodea, según va comprobando al correr del tiempo. Pero así como desde el primer momento tiene en su mano la mano de Solita, pequeño apoyo que le es instantáneamente precioso, así también encuentra a su alrededor otro apoyo extraordinario en el paisaje. Idénticas montañas, iguales glaciares y semejantes lagos a los de su tierra natal la esperan aquí. La diferencia la constituyen los bosques, que los suyos son pinares, abetos por lo general, y no esta maraña espesa y revuelta de formas y colores, salvaje, misteriosa, aún no del todo salida del caos, que es el bosque chileno. No hay tampoco los caminos, las aldeas de casitas arrebujadas en torno a la flecha aguda del campanario; no hay esa belleza ordenada, razonable, tan increíblemente precisa del paisaje suizo. Aquí todo es primitivo y obscuramente dramático, la persistente contemplación del hombre no ha reemplazado aún la huraña voluntad propia de riscos y breñales. Pero los puntos de semejanza le bastan para sentirse amparada en ese remedo de lo familiar, que le hace menos dura la tarea de identificarse en la aclimatación.

Cuando han transcurrido más de dos años, María Soledad pregunta a la Mademoiselle si una vez cumplido el primer plazo del contrato continuará por otros tres años con ellos. La Mademoiselle contesta que consultará a sus padres lo que debe hacer. Y como Pierre está ahora en guarnición en la frontera tirolesa y no indaga a su vez cuándo retorna la novia lejana, los padres le dicen que haga lo que estime más conveniente, que se quede, si está contenta. La Mademoiselle no averigua si está contenta, pero al instante, con una íntima vibración, toda sonrosada y luminosos los pequeños ojos en la cara redonda, con la canela de las pecas juguetonas por la respingada nariz, grandota y con una gracia de extrema juventud y auténtico candor, anunciará a María Soledad que se queda con ellos por otro período.

Acontecimiento que celebran después jubilosamente Solita, el "Togo" y "Don Genaro", fiesta organizada en honor de la Mademoiselle y en la que cada uno participa en la medida de sus habilidades.

Exactamente sabe lo que dicen las cartas que ya no espera con ansia, apegándolas a su corazón como cosas vivas al recibirlas, para que él las contagie con su propia ternura. De repente se sorprende pensando: "Hace más de un mes que no llegan noticias de casa''. Pero sin inquietud, apuntando simplemente el hecho. Y cuando la carta llega, se queda mirándola dubitativa, vagamente perezosa, con deseos de dejarla sobre el velador, reaccionando al fin con una floja alegría que su voluntad acicatea: "¡Vamos! ¡Es una carta de tus padres!..." Pero si ella se mirara más adentro, ahí, justamente donde no quiere llegar, vería que no es la consabida carta de sus padres lo que la empereza, no es la falta de variedad en las noticias, esas frases repetidas en fórmulas inocentes, sino el miedo de encontrar una carta del novio, una de esas supuestas cartas que el novio debería escribirle y que desde hace tantos meses no le-escribe, sin que ella notara cuándo comenzó en realidad a dejar de hacerlo, aunque recuerda cómo empezó a preocuparla que pudiera volver a recibirlas poniendo en juego sus derechos para decirle, por ejemplo: "Mi adorada, ya es tiempo de que pienses en regresar. Nuestra futura casa te espera y te espera también mi fiel amor".

¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Qué difícil de entender es nuestro corazón y como nos asombramos a veces viendo que los sentimientos se esfuman y desaparecen! ¡Que con esta misma boca dijera ella palabras definitivas que traducían sentimientos eternos! ¿Es concebible que el recto corazón de una buena muchacha pueda deshacer en la indiferencia y el olvido su primer amor?

--Te amaré, te amaré para siempre. Te amaré mientras viva...

Y el tiempo sistemático muele el presente, está moliendo el justo instante que se vive, echándolo hacia atrás, aventándolo hacia el olvido o abrumándolo acaso en los desvanes donde se suman los recuerdos borrosos, hasta que se hunden en inalcanzables rincones.

Honradamente ella tendría que confesar ahora: "Yo tuve un, amor cuando era jovencita". Aunque más exactamente tendría que decir: "Cuando era jovencita, creí estar enamorada".

¿Qué hay de común entre ella y esa muchachita que hendía el aire de las montañas, firme violencia sobre sus esquís, segura de sus músculos, dueña de su destreza, borracha con la velocidad acelerada por la ilusión de que Pierre la esperaba abajo?

¿Era ella esa misma muchachita? ¿No una improbable hermana muerta? Se mira atentamente una mano, la misma en que, Pierre imprimió un fugaz beso. En esa mano. Es la misma. Pero la quemadura de brasa no perdura en su piel.

Reacciona con violencia y, como otras tantas veces, abre la carta y lee. Un rubor intenso le hace arder la cara. Se detiene. La mano, ésa, la misma mano que una vez besó furtivamente Pierre, apoya el dorso sobre su boca, la boca que dijo tantas lindas tiernas frases. Avanza buscando la luz de la ventana y sigue leyendo:

 

...será un gran dolor para ti, pequeña, pero no vacilo en dártelo. Madame Mayon ha venido a verme para decirme que Pierre te ruega devolverle su palabra de prometido. El tiempo le ha hecho ver claro en sus sentimientos y honestamente no puede seguir considerándose como tu futuro esposo. Comprendo lo que tú sufrirás con esta petición, pero conozco tu coraje y tu fe en los caminos que nos marca la Divina Providencia...

 

--¡Dios mío! --murmura, y va hasta su reclinatorio, junto a la repisa en que una Virgen de Lourdes está bajo un fanal rodeada de inverosímiles flores de cera. No puede arrodillarse, tanto le tiembla el cuerpo. Se deja caer allí, acurrucada, con la carta entre las manos, puerilmente buscando aún en sí misma sus reacciones más ocultas. Siente como un sollozo, que estuviera allí desde siempre esperando este instante, sube equivocado y torpe, ramalazo de lluvia en un día de sol, y avergonzada no sabe de qué ni ante quién, sólo acierta a murmurar:

--Virgen mía, ¿será cierta tanta dicha?

 

 

 

 

10

 

 

Esa misma mañana Sólita tiene `mil complicaciones en el reparto de su tiempo. Es domingo, hay sol y frío; la Mademoiselle ha encontrado una carta junto a su taza dé desayuno, lo que vale decir que después se encerrará en su habitación y ya no podrá contar con ella hasta la hora de ir a misa. Mamá ha pasado mala noche; afligida por la falta de sueño, no se ha levantado aún, y el padre ha tomado el desayuno distraído, diciendo luego:

--Voy a ver a la mamá.

Lo que también quiere decir que no aparecerá hasta la hora de reunirse la familia en el vestíbulo para tomar rumbo a la iglesia.

Solita tiene que ir a las pesebreras a llevarle al "Mampato", no un terrón de azúcar robado con mil cautelas, sino todo el resto del azucarero, ya que nadie ha vigilado esa mañana sus maniobras.

Agradece el "Mampato" con una serie de relinchos y botes, tan frenéticos que Bartolo viene a ver qué pasa.

--No vai a entender nunca vos.

--Güeno, güeno --dice Solita remedándolo.

--Bien sabís que li'hace mal.

--A vos tamién ti hace mal el trago y lo más bien que seguís poniéndole... --y con cierto recelo mira a su alrededor. Si la oyeran... Sabe que le está absolutamente prohibido. ¡Pero es que a ella le gusta tanto hablar como habla Bartola!... ¡Tanto! Sólo que los grandes no comprenden eso. Ni siquiera la Mademoiselle lo entiende. Ella trata de hablar muy bien, con estirada corrección, cuando lo hace con el papá y la mamá. Hablar muy bien en cualquier idioma. ¿Por qué entonces no la dejan hablar bien el idioma de Bartolo? ¿Y el de los indios? ¿Y el del "Togo"? ¿Y el de "Don Genaro"? ¿Y el del "Mampato", que tiene muy pocas palabras, pero es más exacto que ninguno? Porque ella cree que la gracia no está en hablar siempre con un lenguaje bien estirado y planchadito, con tantas alforzas y puntillas de verbos y pronombres. ¡Con lo que le gustaría a ella revolver y enmarañar esas cosas! Lo que vale es que el idioma "de veras", ese que se aprende de los indios, o con el "Togo"y con "Don Genaro", o con el "Mampato", y que ellos saben sin haberlo aprendido, porque es el único que corresponde realmente, mágicamente, con las cosas que se dicen. Es sólo cuestión de quedarse oyendo cómo se articulan los sonidos, los vagos rumores, los imperceptibles gruñidos, y allí no hacen falta el odioso indicativo, ni el detestable subjuntivo, para saber de inmediato lo que significan y que la memoria los retenga con toda facilidad. Estos son secretos que no se pueden confiar a nadie; a los grandes, porque se enfadan mucho con eso que llaman, leseras de niñita mal educada, aunque ella está segura de que se enfadan de puro fastidio, porque no entienden, y a los niños no se les puede decir tampoco, porque se vuelven malos de inmediato y se ríen y hacen muecas, sacan la lengua y dicen cosas feas, y Solita tiene miedo de que busquen guijarros y se los tiren, lo que sería muy peligroso, porque Solita tiene una puntería excepcional, y como por razones de honor se vería obligada a contestar de la misma manera, pero con mayor eficacia, los perdedores serían los niños.

Los grandes nunca entienden nada, La Mademoiselle es la única que, a veces, entiende algo, pero a su modo y manera. La mamá no importa que entienda o no; Solita la adora y hasta que no entienda le parece bien. Y el papá es como el resto, casi peor que el resto: no entiende nada de nada.

Las niñitas sólo quieren jugar con las muñecas, jugar a las visitas, jugar a que viene el doctor, lo que es muy aburrido, y entonces ella las deja en la pieza de los juguetes, y cuando se van les regala alguno, mitad por conmiseración, mitad por quitarse un estorbo, lo que no le gusta mucho a la mamá, pero en cambio hace absolutamente felices a las niñitas.

Y cuando son niños, quieren jugar con ella al volantín o al diábolo o a la barra o al luche, pero después se enojan, porque siempre ella les gana y entonces toman un aire protector y misterioso, y le preguntan si sabe lo que quiere decir esta palabra o la otra. Y como ella sabe lo que esa palabra significa, pero sabe también que son cosas feas que no se deben repetir, y eso no porque lo impongan los grandes, sino porque lo feo es todavía peor que lo que no es "de veras", siente que le corre por dentro una súbita indignación y violentamente se echa sobre ellos propinándoles tremendas palizas. Con lo cual nadie es feliz, porque el niño se va llorando a gritos, a ella la amonesta muy seriamente la Mademoiselle, el papá desde su incomprensible justicia resuelve siempre dejarla varios días sin postre, y a la mamá hay que ocultarle el incidente con mil disculpas y mentiras para no ponerla nerviosa.

Después de darle el azúcar al "Mampato", Solita ha ido a visitar a la gata y a sus seis gatitos. La gata la ve acercarse con cierta inquietud, pero al reconocerla, al ver que es Solita, se acuesta sobre el lomo, estira las patas, arañando feliz al aire con sus zarpas extendidas, y abre apenas el hocico en un miau articulado como si fuese una caricia. Solita, gravemente, sin necesidad de intérprete, contesta con otro ¡miau!, a la vez que le rasca las orejas, observando de reojo a los gatucos, que encuentra horribles, cabezones, con los ojitos cerrados y una fea tripa en la mitad de la panza, porque la perezosa mamá aún no les ha dado la última puntada.

Pero hay que inculcar ánimos a la gata y por eso le dice:

--Son lindos, puedes estar orgullosa de ellos. Chiquititos, pepitas de oro, amor de su mamita...

La gata estira su pescuezo bajo la caricia, la piel le atiranta los ojos alargándoselos, dándole cierto parecido con las figuras del viajo Egipto, que Solita recuerda haber visto en el grueso tomo de Las maravillas del mundo.

Luego ha ido a echarles un vistazo a su feudo y a sus tesoros, un rápido vistazo, porque por asociación de ideas ha recordado que tiene que ir a la biblioteca, sin que la vean; abrir un armario, sin que la oigan, y colocar en el anaquel correspondiente uno de los tomos de la Historia Natural de Buffon, que ya ha terminado de leer, y que debe reponer en su sitio y sacar el tomo siguiente, lectura para los días venideros, dentro de una alacena que el papá hiciera construir destinada a licores finos, a la cual nunca se le pusieron las estanterías y cuya puerta tiene en lo alto persianas para una perfecta ventilación. Allí, en esa alacena ubicada en una bodega llena de mil cosas viejas y dispares, tiene Solita su rincón de lectura en el mayor misterio.

Adentro hay una silla enana, una mesa pequeñita y cojitranca, dos tarros que le sirven para guardar galletas y caramelos, una palmatoria, un rimero de velas y un farol. Y en un clavo, una estampa de Santa Teresa, que era tan aficionada a las buenas letras, y que tiene, según Solita, la obligación de protegerla para que no descubran ese escondite, aunque en él se lean cosas que no siempre aprobaría la Santa, tan mandona como dicen que era... Una llave cuelga del mismo clavo que la estampa, doble de la llave que corresponde a los armarios de la biblioteca, que ha logrado sacar del escritorio de su padre con grandes sobresaltos, y que le sirve para proveerse de lecturas a su gusto, de lecturas también "de veras" y no de aquellas sosas y desabridas que le da la mamá, cuentos que ya se sabe de memoria, o los otros libros que le da el papá, odiosamente instructivos, o los que le presta la Mademoiselle, de tapas rojas con grabados en oro, siempre historias de niñitas tan atolondradas como tontas, escritas por una señora que debió nacer con una papalina en la cabeza, como la de la coronela, y otra papalina en el alma momificada. Historias de una niñita que fue mala y que después fue muy buena, lo que hace suponer a Solita que la pobrecilla heroína al final se debió aburrir de lo lindo.

A ella le gustan las novelas de caballería, los romances y la historia natural. Especialmente eso: los romances y la historia natural. ¡Ah!, y también le gusta el diccionario, pero no el de bolsillo Castellano-Inglés, Inglés-Castellano o Castellano-Francés, Francés-Castellano, que le deja usar la Mademoiselle, sino el Hispano-Americano o la Enciclopedia Británica, tan generosamente listos a contestar sus preguntas, todas sus preguntas, a veces de modo algo misterioso, que la sume en mayores perplejidades, pero siempre sin rechazarla por aquello de que sea demasiado niñita para esas cosas. Entonces tiene la perfecta sensación de que las palabras son auténticas, que son "de veras", desde adentro, que son como gente, mejor que gente, llenas de buena fe, de sinceridad y afecto.

Pero los grandes son celosos y así como no les agrada que sepa hablar a cada cual en su propio idioma, tampoco quieren que elija a su gusto las lecturas. Parece que divertirse leyendo es pecado, que para tener contentos a los grandes no hay más remedio que resignarse a un interminable aburrimiento que ellos llaman Moral y Educación.

A veces Solita se acongoja pensando que ella llegará a grande y olvidará cómo era de chiquita y a otros niños les dirá gravemente lo que ahora los grandes le dicen a ella: "No se debe hacer eso. Eso no se hace. No es propio para niños. Eso no. Así no. Ahora no. Está prohibido".

¡Prohibido! Nunca entenderá cómo pudo haber un hombre tan odioso que inventara esa palabra. Aunque día llegará en que comprenda que debe agradecerle esa agridulce felicidad sostenida por pequeños terrores, con que ahora va a su escondrijo, saca el libro, se desliza por los patios basta la biblioteca, cambia un libro por otro, torna a su escondrijo y allí lo deja asegurado. Todo esto andando en puntas de pies, tendida a los rumores, abriendo y cerrando puertas con cautela de laucha. Y cuando todo está terminado, echa a correr como si mil demonios la persiguieran, hasta llegar a su habitación para vestirse y estar a la hora precisa en el vestíbulo, que el papá en esto de la puntualidad es tan mecánico e inflexible como los propios relojes y a veces más aún, pues llega unos segundos antes y se queda observando de reojo al lento minutero, como recriminándole mudo sus veleidades de holgazán.

La puerta que comunica su habitación con la de la Mademoiselle está cerrada. Da allí un golpe discreto y pregunta:

--¿Puedo entrar?

Pero aparece la Mademoiselle, ya vestida, con puntitos dorados bailándole en el fondo de los ojos, con la sonrisa resplandeciente y tal aire de felicidad, que Solita pregunta, súbitamente inquieta:

--¿Es que te vas a tu país?

--No, pequeña, no me voy a parte alguna.

Solita reflexiona y pregunta de nuevo:

--¿Es que te ha escrito tu prometido?

--Solita, ya no tengo prometido. El que lo era me ha pedido por intermedio de mi madre, en la carta que recibí esta mañana, que le devuelva la palabra empeñada y por lo tanto, ahora soy libre.

--¿Así es que ya no estás de novia?

--No, Solita.

--¿Y eso te hace tan feliz? Porque nunca te había visto más contenta. Parece que tuvieras chispitas dentro de los ojos. --Solita sigue reflexionando--: Yo creía que si a una novia le decían que no la quieren, le daría mucha pena, se desmayaría, lloraría como una loca y se metería en un convento. --Ante la sonrisa de la Mademoiselle, corrige y refrena su opinión--: Bueno, por lo menos daría suspiros y se pondría pálida.

La Mademoiselle, en verdad, no sabe qué responder, y vuelve los ojos indiscretos a la fría felicidad de la limpia mañana de otoño que el marco de la ventana aprisiona. Solita continúa indagando:

--Y tú estás muy contenta. Entonces, ¿es que no querías a tu prometido? Di, ¿no lo querías?

La Mademoiselle no está para esa clase de explicaciones, pero sabe por experiencia que es preferible darlas de inmediato, porque Solita de lo contrario insistirá en su obstinado asedio.

--Creí quererlo cuando me comprometí con él. Después...

--¿Después te diste cuenta de que no lo querías? Y ¿por qué no se lo escribiste? --Ahora es todo un severo juez el que interroga--: ¿No querías a tu prometido? Di, ¿no lo querías?

--Ya no lo quería... --musita.

--Y ya ves lo que ha pasado. Ha sido él quien tomó la resolución. Hubiera sido mejor que tú lo dejaras a él, que no él a ti...

--Es lo mismo, Solita.

--No, no es lo mismo. Cuando una hace una cosa porque sí, queda más contenta.

--Es lo mismo.

--Lo que es a mí, me daría mucha rabia que me dejara mi novio. Aunque no lo quisiera. Creo que me gustaría tener muchos novios y dejarlos plantados a todos, pero no iba a permitir que ninguno me dejar plantada a mí.

--Solita, tienes ocho años y no debes expresarte en esa forma --dice la Mademoiselle, que es ahora la que hace severos reproches, asombrada, sin acabar de habituarse a la mezcla de ingenuidad, desparpajo, precisión e inocente audacia que hay siempre en las palabras de la niña.

--Yo digo lo que pienso. Claro que ya sé que a los grandes no les gusta que nadie diga lo que piensa y que ellos piensan siete veces lo que van a decir y luego dicen otra cosa.

--¡Mira la hora que es! --exclama la Mademoiselle para terminar el diálogo--. ¿Crees que te vas a vestir en quince minutos?

Pero Solita, con su ayuda, logra estar lista a la hora exacta en que hay que esperar en el vestíbulo el momento de partir rumbo a la iglesia.

María Soledad aparece sonriente. Solita la contempla con los mismos ojos de perruno amor con que el "Togo" la mira a ella, y como no tiene rabo para mover en su alegría, siente un incontenible arrebato de pasión y bruscamente se echa a su cuello, llenándola de besos, enredándose peligrosamente en la mantilla. La madre se defiende entre gozosa y enfadada:

--No me despeines. Pequeño monstruo. No. No...

--¿Quieres estarte quieta? --pregunta Ernesto desde el centro mismo de la corrección.

Pero Solita ya está de nuevo sosegada, y mientras la madre recompone su tocado, trata también de reparar el equilibrio inestable de su gorro de piel, que junto con el manguito estrena ese día.

--¡Dios mío! ¡Que niña! ¡Nunca dejará de ser como perro nuevo! --se lamenta María Soledad, aunque en lo íntimo esté feliz con su perruco que la mira adorándola y que desde lejos le hace guiños y monerías y le envía besitos con una boca muy fruncida.

La última señal para la misa mayor se desparrama con júbilo premioso desde su palomar de la torre. Sale solemne la familia al reclamo que multiplica sus repiqueteos en el alma de la Mademoiselle.

 

 

 

 

11

 

 

Toda la sutil diplomacia romana de veinte siglos de mundanidad eclesiástica ha sido necesaria para que el señor cura ordene los reclinatorios en la iglesia, sin que se originen roces y sinsabores. Alguna voz seráfica debió inspirarlo el día que reunió a las señoras en la casa parroquial para proponerles la ubicación de los mismos en la nave mayor --dejando las laterales para el pueblo--, por riguroso orden alfabético de apellidos, ya que tomadas de sorpresa, lo aceptaron, aunque después se despacharan a su gusto, y no muy de acuerdo con los santos cánones, contra el buen señor que colocaba a Paca Cueto en las filas de más adelante, y a los De la Riestra y a los Pérez casi al lado de la mampara, junto con los Smith, sin que alcanzara a consolarlas la evangélica aseveración de que en el Reino del Padre Celestial los últimos serán los primeros.

O tal vez si fuera tenida en cuenta tan piadosa referencia, porque resultó de la alfabética resolución que el sitio cercano a las últimas filas de reclinatorios, junto a la salida, fue considerado el más chic, como impíamente decía Luquitas Rodríguez. También en forma equitativa y simétrica, había solucionado el señor cura el asunto de la colecta, que hacían en riguroso turno señoritas de la sociedad, por parejas de una "grande" y otra "chica", provistas de sendas alcancías.

Ese domingo están de turno la Mademoiselle y Solita, y apenas terminado el Evangelio, se ponen en movimiento, empezando desde la primera doble fila de reclinatorios, frente al altar mayor. Avanzan lentamente por el pasillo central, haciendo tintinear el contenido de la alcancía, para volver al bajo suelo a los espíritus presuntamente abstraídos en místico deliquio, dando luego las gracias con una leve inclinación de cabeza, con la mínima sonrisa compatible con la santidad del templo.

A la Mademoiselle no le cuesta trabajo mantener esa actitud, pero así que las primeras filas van quedando atrás, una tensión se apodera de ella, los movimientos se le hacen dificultosos, los párpados le pesan, la sonrisa se le fija en una expresión que más parece revelar angustia que complacencia, murmura apenas un débil: "Gracias..."

Mariana Santos abre estrepitosamente una cartera de mallas de plata y saca un puñado de monedas que aún más estrepitosamente suenan al caer en la alcancía de la Mademoiselle.

¡Dios mío, Dios mío! Ella quisiera quedarse ahí, quieta, no avanzar no tener la sensación de que su pie al próximo paso no hallará donde posarse, de que todo vacila en su contorno, de que un aire que el incienso espesa con su aroma morado la ahoga. Pero un movimiento reflejo, una voluntad que se sobrepone a la suya desgoznada, la mantiene en vilo, la impulsa a dar el otro paso, el que la colocará en la fila inmediata, junto a Covadonga Sordo. Es un paso, pero parecía custodiado por todas las imposibilidades de la nada, y ahora que se ha dado, siente que franquea una zona invisible, muro de cristal a través del que podía ver a Severino Sordo, sentir sus ojos apoderarse de los suyos, un instante, un instante tan sólo, pero que siempre basta para desleírle en el corazón una inefable dulzura, una obscura dulzura de inalcanzable profundidad, que la enerva, que la obsesiona.

Porque la mirada de Severino es apenas un instante, un afirmarse en ella, un sumergirse fugaz en el fondo de sus ojos que la reciben con los párpados muy abiertos, que luego se entornan para aprisionarla, y la mirada trasciende en lenta infiltración hasta su sangre más que a su pensamiento. Una mirada que ella sabe que la espera allí, en la iglesia, cuando entra, que está esperándola en el pórtico, que se repite en la plaza, en la calle, en la estación, en los caminos, que está en todas partes, en su espera, en espera de ella, de la Mademoiselle, que también espera hallarla esperándola, que espera ese momento en que los ojos azules, que parecen negros y que son azules, que ella ha descubierto que son azules, color mineral de zafiro, color de agua profunda de mares altas, se metan en los suyos y le dejen allí la certeza del recado más dulce.

Pero todo eso ha pasado siempre a través de una dureza de cristal. Estaban allí, mirándose, uno al lado del otro, a veces tan cerca que el calor de Severino traspasaba el cristal y creaba a su alrededor un aura en que ella se aquietaba en súbita languidez somnolenta, sintiendo que algo le reblandecía gustosamente los huesos y la obligaba a buscar un apoyo que sólo el pecho de Severino podría otorgarle. Pero ella sabía que nunca, nunca, ese pequeño gesto de íntimo reposo le estaría permitido. Que si ella extendiese la mano, en un movimiento que no fuera el muy banal y perfectamente correcto de saludar a Severino con las palabras que la buena educación esteriliza, el cristal se interpondría entre ellos, se alzaría en dureza enconada para separarlos.

Ahora está frente a Severino, en medio de la iglesia, detenida al borde del pasillo, junto a los reclinatorios, en una línea que nadie ve, que tan sólo ella y él saben que es la impronta dejada por el cristal al deshelarse, al desvanecerse, como se desvanecieron las palabras que ella dijera una vez, en una época que está más allá de los límites donde la felicidad comienza: "Te quiero con todo mi corazón", cuando creía que su corazón era pequeñito como el valle nativo, antes de que pudiera adivinar las extensiones ilimitadas de los mares australes, reflejos de las suyas. No sabe cuánto tiempo hace que está allí, al lado de Severino, que la mira, que está mirándola al fondo de los ojos, que no se cierran como otras veces, que no se hurtan, que se dejan ver, transparentar a través de la niebla del eco litúrgico que profundiza las divinas palabras de la Epístola. La cara del hombre empalidece y una súbita emoción le raspa la garganta. Baja los ojos de los ojos de la Mademoiselle a su boca y es como si la besara, lenta, apasionada, casta, gozosamente, una y otra vez, y cuando de nuevo la mirada de Severino sube despaciosa hasta las pupilas de la Mademoiselle, una corriente de alegría los inunda y resplandece, al advertir que es una sola sonrisa la que se apoya en los felices pilares de sus dos bocas.

No se sabe cuánto tiempo ha transcurrido, porque la dicha sólo en la eternidad se reconoce. En la otra fila de reclinatorios, al otro lado del pasillo, Solita prosigue con los medidos movimientos que le ha enseñado la Mademoiselle, muy compenetrada de la importancia de su persona, presentando su alcancía discretamente a cada cual. Pero por dentro hace divertidas observaciones. Una de ellas le produce un estado de completa dicha: porque siempre ha tratado, sin demostrarlo, es claro, de ver qué limosna coloca doña Batilde en la alcancía. Ella entorna los párpados, sonríe, dice: "Gracias..." con el gesto, la voz y la mesura que tan bien ha aprendido, pero bajo los párpados, entre las largas pestañas cómplices de su curiosidad, los ojos tratan de descubrir lo que los dedos apuñados de doña Batilde ocultan y rápidamente deslizan desde su bolsa de mostacilla a la alcancía. Y esta vez ha descubierto, ha logrado sorprender que es una moneda de cobre... ¡Un centavo! Y tiene que hacer un esfuerzo para no sonreír abiertamente, para no hacer una pirueta y soltar la carcajada. Ella necesitaría en esos momentos estar con el "Togo" y "Don Genaro" para revolcarse con ellos en el pasto, celebrando el descubrimiento.

Pero Solita reprime el impulso, da las gracias con el tono debido a doña Batilde y enfrenta a los señores Smith.

¡Dios mío! ¡Qué hermosos son! ¡Qué altos, qué fuertes y, al propio tiempo, qué esbeltos! ¡Qué bella es la barba del señor Smith, rubia y brillante, de hilos de oro por su pecho, desbordada sobre las vueltas de la levita negra! ¡Qué azul es el azul de sus ojos, acaso del ver muchos cielos distantes, y cómo su nariz de caballete no le hace perfil de garduña, sino que misteriosamente se lo ennoblece en fina estampa de rey de cuento! ¡Cómo es de blanca su mano y cómo brilla cada una de sus uñas! ¡Dios mío! ¿Y ella? Tan preciosa que a veces Solita se aflige al encontrarla hasta más preciosa aún que la mamá. Tan dulces los ojos de color nomeolvides, y tan suave la boca, cuyas comisuras parecen pulidas por la sonrisa que siempre se espera ver aparecer, y toda ella, como la paloma del cuento a la que se le ha sacado el alfiler de las sienes, con ese aire de poder desvanecerse en un momento cualquiera. Igual que si fueran ella y él seres de un mundo distinto, de esos que a veces se sueñan, y que cuando tras mucho trabajo logra una aproximárseles y ya se los va a tocar, se despierta de repente, con la almohada que ha caído bajo la cama, perdida entre la inmensidad de las sábanas, sin saber cuál es la cabecera y cuáles los pies, entre las medrosas sombras de la pieza, y hay que llamar despacito a la Mademoiselle, que por suerte tiene el sueño ligero, y acude y enciende la luz, y entonces todo pasa y de nuevo, en una cama ordenada y sin sobresaltos, se puede volver al sueño en procura de los ya irrecuperables fantasmas.

Parecen reyes que no fueran. Que no sólo por algún acontecimiento indescifrable no fueran más reyes, sino que ni siquiera existieran, que fueran tan sólo un sueño surgido al irresistible conjuro del: "Había una vez...." Solita tiene un súbito desconsuelo, porque --¡Dios mío!-- ¡qué triste sería si fuesen hechos de sueño! Y tal terror la asalta, que, sin reflexionarlo, sin darse tiempo de pensar lo que va a hacer, porque ya lo está haciendo, se inclina y rápidamente posa los labios sobre la mano de la señora Smith, que no, no es una mano de sueño, sino una mamo de dulce piel, que huele a jazmín, y cuyos dedos asoman entre el encaje de los mitones negros.

La Señora Smith sonríe y con esa misma mano que Solita ha basado hace un gesto sobre la cabeza de la niña, algo que parece una caricia y una bendición. Entonces, Solita realiza otro gesto inesperado: da un paso atrás, levanta el borde de su faldita, se inclina y hace la más graciosa reverencia de corte. Y el señor y la señora Smith, como unos reyes, como esos reyes que Solita está segura de que son, inclinan gravemente la cabeza y sonríen, no gravemente, sino con una alegre terneza que se desliza mansamente desde lo alto de su majestad.

Cada cual en su sueño, la Mademoiselle y Solita, terminan ambas al mismo tiempo de hacer su colecta en las naves laterales, donde el pueblo entrega su óbolo con diligente desprendimiento, y se reúnen de nuevo en el comulgatorio, dejando las alcancías sobre una mesa. Y vuelven emparejadas hasta su sitio, junto a Ernesto y María Soledad, que están uno al lado del otro, llenos de señorío, con un gesto similar en el modo de mantenerse erguidos, con una vaga semejanza en la expresión de los rostros que son tan efectivamente dispares, y que tienen a su alrededor esa misma aura que parece envolver a los señores Smith, como una atmósfera propia.

Cuando termina la misa, la iglesia se va vaciando lentamente. Primero desfilan las gentes que llenan las naves laterales: apenas pronunciado el "Ite, Missa est" salen los hombres como de puntillas, para que los zapatos claveteados no atruenen los ámbitos, o que las espuelas no rayen el tenso silencio del templo con su escandaloso tintineo; luego les siguen las mujeres ceñidas por los mantos negros, verdosos algunos, enmohecidos por los muchos años, y por último, despejada de pueblo la iglesia, los de la nave central, desatentos a los finales acordes del armonio inexpresivamente pulsado por Lucita Méndez.

Afuera, en la plaza, el sol refulge en los cobres de la banda que marca concienzudamente los compases de un vals de Rimenti, que acaba de imponerse a la dulce somnolencia del armonio que calla. Por lo común, los que inician la retirada en la nave central son los señores Smith, ella apollada ligeramente en el brazo de él, lejanos, afables y ceremoniosos al saludar desde un atrio ubicado en otro domingo, acaso de otro país. Entonces el resto de la concurrencia se pone en movimiento y sale sin prisa, un poco por seguir el ritmo que marcan los Smith, otro poco como quien regusta y saborea uno de los instantes más dulces de la semana, formándose grupos, cambiándose saludos. Todos se dirigen a la plaza, a la parte que rodea el monumento, que es la reservada a la sociedad, mientras que el pueblo se pasea por las avenidas exteriores, sin que jamás se atreva a invadir el sitio de los privilegiados, sin que se le ocurra siquiera tan temeraria excentricidad a nadie.

--¡Dios mío! --dice María Soledad a doña Batilde--. Esta niñita siempre haciendo cosas raras. ¡Qué habrán pensado los Smith! ¿Vio usted la pirueta que les hizo?

--No estoy para ver leseras --contesta desabrida doña Batilde--. Me voy mañana a la capital y tengo la cabeza llena de mil preocupaciones. ¿Usted se va a quedar en la plaza a la retreta?

--No sé --contesta dubitativamente María Soledad, mirando a Ernesto de reojo.

--Lo que es yo, me voy. En la tardecita pasaré a despedirme. Iré por la tarde y no por la noche, porque quiero acostarme muy temprano. Y si se le ofrece algo, disponga de mí para lo que guste.

--Muchas gracias.

Doña Batilde se detiene antes de atravesar la calle. Se vuelve a Ernesto, que la sigue con don Juan Manuel:

--Yo me voy. Usted sabrá lo que hace, De la Riestra.

--Dé una vuelta con nosotros --propone María Soledad, que así piensa obligar a Ernesto a quedarse en la plaza un rato.

--Sí, tal vez, muchas gracias. ¿Usted no me necesita?

--¿Yo? --pregunta doña Batilde, encogiéndose de hombros, y termina con una naturalidad ofensiva que azora a su marido--: ¿Para qué?

--Hasta luego, entonces.

Ahora parece la mañana más clara. Camina María Soledad entre don Juan Manuel y Ernesto. Va feliz. A ella le gusta de vez en cuando pasear por la plaza, dejarse ver, sentir que la admiran, que la gente cuchichea, que en cada saludo hay un homenaje, que mujeres y hombres están de acuerdo para declararla una belleza y una elegante, que es una especie de institución local. Se complace en ese pequeño triunfo. Sabe que a Ernesto no le gusta, que para él ese homenaje colectivo la disminuye, y en cierto sentido solapado, la aparta de él, que la quisiera toda para sí, contra su corazón, sin otra compañía que la suya, egoístamente aislándola, acaparando su presente, su pasado y su futuro, su alrededor, su sonrisa, su mismo silencio. A ella también le place esa manera de querer, ese "eres todo mi mundo". Pero de repente, porque es tan pueril, le agrada que le vean los zapatitos nuevos, y además, en el fondo de su corazón, le gusta hacer rabiar un poco poquito a Ernesto, muy poquitito, eso sí, y hacer valer su voluntad y salir adelante con sus caprichos.

En cambio, Solita aborrece ese paseo de después de misa en la plaza. Y eso que ahora no la obligan a ir con los niños, que antes venían a invitarla enviados por sus madres. Entonces tenía que dar vueltas con ellos, tomados de las manos --unas manos casi siempre pegajosas de pretéritas golosinas o ligeramente transpironas, lo que la encalabrinaba de asco--, sin hablarse, porque en verdad nada tenían que decirse y obscuramente se detestaban. Daba unas vueltas y de repente se detenía, contrastando su brusca actitud con las palabras corteses de sus recitadas despedidas, y regresaba al lado de la Mademoiselle, con un respiro de satisfacción, porque había terminado ese viaje al país del Fastidio.

Preferiría irse inmediatamente a contarles al "Togo" y a "Don Genaro" que doña Batilde sólo da un cobre, o preferiría salir en el "Mampato", o instalarse en su misterioso rincón a leer un poco de la Historia Natural. Pero la Mademoiselle adora también el paseo --estas incomprensibles cosas de los grandes--, reunirse con la Covadonga Sordo y la Lucita Méndez, hablar y reír y saludar y seguir dando vueltas, pasando una y otra vez ante las mismas gentes, sentadas en los mismos bancos, que hablan las mismas cosas con la machacona insistencia de un disco rayado. ¡Si al menos la dejaran alguna vez mezclarse con el pueblo, rondar el quiosco de la música, jugar al "paco-ladrón", comer pequenes o mote con huesillos, corretear a pedradas --sin lastimarlos; claro, por puro juego-- a los quiltros inverosímilmente mugrientos!

¿Qué será lo que hace reír tanto a la Lucita, la Covadonga y la Mademoiselle? Se siente cada vez más desdichada y por un instante las detesta. En ese momento enfrentan a la coronela, más alechuzonada que nunca entre los duros pliegues de su manto y que con amistoso dengue llama a la niña:

--Estás preciosa, Solita. Cada día estás más linda.

Solita contesta con prontitud de cotorrita al búho:

--Preciosa no, señora. Ni preciosa ni linda. Yo soy una feíta con gracia y nada más.

--¡Ay! ¡Señor! --gorgotea la coronela--. ¡Qué niña más salada! --y presentando su perfil de aquelarre quiere engolosinar a la niña--. Dame un beso, rica. Y le dices a tu mamá que estoy muy sentida con ella, porque el otro día no fue a casa a la reunión de las señoras. Y que espero que me dé explicaciones. No vas a dejar de decírselo, ¿no?

Solita aprovecha la despedida que se le tiende:

--Con mucho gusto, señora. Hasta luego.

Pero la coronela insiste:

--Dame otro beso, rica.

Solita se deja besar, muy de malas, porque los paseos en la plaza representan ahora este nuevo fastidio: los llamados de las señoras que se aferran a ella y casi la tironean, que se sirven de sus buenos oficios para mandarle recados a su madre o a doña Batilde, viendo por ese tierno vínculo la manera de acercarse a la impenetrable fortaleza que los De la Riestra y los Pérez defienden.

Y menos le gusta a Solita que la besuqueen, dejándole la cara casi tan pegajosa como las manos de los chiquillos, y que persista sobre su piel "aquello" ajeno, repugnantemente ajeno. ¿Y qué decir de las señoras que la hacen darse vuelta como si fuese muñeco para verle los vestidos, llegando algunas insolentes a levantarle la falda para mejor mirarle las enaguas y los calzoncitos, porque todo en ella tiene el sello de refinamiento en que viven los Pérez? Y ya que no pueden curiosear a María Soledad, porque la virtud indagatoria de las miradas no va más allá de ciertos límites, se desquitan con ella, con la niña, que cuando la hostigan demasiado, pierde los buenos modales y las buenas fórmulas, y las enseñanzas de la Mademoiselle corren serio riesgo y todo se resuelve en un respingo y a veces en una desfachatez que las deja haciéndose cruces.

--¿No sería preferible llegar hasta la estación? --dice Ernesto.

--¿Hallas que sería entretenido? --pregunta a su vez María Soledad.

--Por lo menos no oiríamos esa espantosa matraca de la banda. ¿No le parece, De la Riestra?

--Tal vez la señora guste de sentarse un rato, además la banda ya se va --responde don Juan Manuel, adivinando las pocas ganas que tiene María Soledad de irse.

--¿Quieres quedarte otro rato, entonces? --insiste Ernesto.

María Soledad batalla entre su deseo de quedarse, de seguir sintiendo el comentario elogioso que la rodea, y el deseo de darle gusto a Ernesto. Pero lo mira, lo ve tan como llamándola a su absoluto cariño que súbitamente enternecida contesta:

--Sí, vamos hasta la: estación; es preferible salir de este barullo --y le sonríe amorosamente.

--Voy a decirles a la Mademoiselle y a la niña que ellas se queden en la plaza, si quieren.

La sorpresa de Ernesto es grande cuando ve a Severino Sordo alcanzarlo abriéndose paso entre los músicos que regresan a sus cotidianos oficios, luego de haber cumplido su misión, casi vegetal, de darle una pepita luminosa de música a la mañana del domingo. Severino Sordo esquiva al amenazador bombardino, aparta al obeso bombo y dice sofocado, un poco temblorosa la voz, pero resuelto:

--Señor Pérez, ¿me permite una palabra?

--Las que guste, señor Sordo.

--Quisiera que me autorizara para ir a su casa para hablar con usted. No se trata de negocios. Es algo mío...Personal...

--Cuando usted guste. Mañana...

--Preferiría, si a usted no le es molesto, que fuese esta misma tarde.

--A las tres, entonces.

--Perfectamente, a las tres. Y muchísimas gracias.

Luquitas Rodríguez les cuenta a Paca Cueto y al mustio trébol de las Araujo, que acaba de encontrarse con Juan Antonio Méndez en el club y que éste le ha contado que la semana entrante van a llegar 1os primeros ingenieros para la obra del puente.

--Me encargó que les eligiera alojamiento en el hotel, porque son gente muy bien, los dos de gran familia del Puerto. ¡Vieran! Unos dijes de jóvenes. Y no es posible que los alojen así no más, que ese viejo abusador de don Filemón no sabe siquiera pispar cuando la gente es gente o cuando son unos puros siúticos no más.

Paca Cueto oye el cacareo del mariquita con sus ojos color de miel extrañamente dilatados.

--Juan Antonio..., no sabía que estuviese en el pueblo --dice.

--Es que llegó anoche en el tren directo. ¿Y saben que viene de dedo cortado? Vieran... Y preciosa la chiquilla con que se casa. Preciosa, preciosa. Y no crean que es argollita de pololos. Es argolla ancha, de compromiso.

--¿Y quién es la novia?

--Una de las Lastra, la menor, la Juana Rosa; de los Lastra conocidos, de los del Presidente. ¡Ni más ni menos!

--¿Como se llaman? --pregunta a nombre de sus dos hermanas y en al suyo propio Petronila Araujo.

--¿Cómo se llama quién? --devuelve la pregunta Luquitas.

--Los ingenieros, pues, Luquitas.

--¡Ay! ¡Qué cabeza la mía! De veritas que les estaba contando, pues...

--Claro, cuéntenos --agrega Paca Cueto, cuyos ojos relumbran en la piel de fina camelia:

--¡Ay! No lo sé todavía, les prometo que no lo sé, porque ese atarantado de Juan Antonio me lo dijo todo así, a la carrera, y no me dijo cómo se llamaban; me dijo no más que eran gente de lo mejor.

--¿Y serán solteros? --indaga una voz indiferenciada, expresando la unánime expectación.

Las tres Araujo contribuyen equitativamente en un único estremecimiento mientras aguardan la respuesta.

--Fíjense que tampoco me dijo nada: ¡Ay!, es tan volado ese Juan Antonio y está más volado todavía con su casamiento. ¡Vieran!

--Si necesita que lo ayude en algo, me lo dice no más, Luquitas. Usted sabe que yo no tengo nada que hacer y que me gusta ocuparme en algo. Siempre hay detalles que una mujer ve mejor --dice Paca Cueto.

Las tres Araujo no respiran. ¡Esa Paca Cueto! ¡Qué audaz! ¡No da puntada sin nudo! Si ellas se atrevieran... Pero no se atreven. Nunca se han atrevido a nada. Y es uno el suspiro que exhalan acompasadamente, pero triple el pesar que en la virtuosa soledad de sus pechos las aflige. Se miran entre sí. Sonríen con media boca y como saben que las tres han pensado lo mismo, con la otra mitad completan un gesto de solapada malignidad.

--Tanto darse facha --perora la Coronela, que está aún indigestada con el fracaso de su reunión-- y ya ven ustedes lo que le ha pasado a De la Riestra. ¡También hasta cuándo lo iban a soportar por su linda cara!

--¡La falta que le hace a De la Riestra la senaduría! Con los millones que tiene--contesta campanudo el gobernador.

--Pero se les acaba el pueblo. En cuanto se termine el puente, el pueblo se les viene abajo.

--Eso es cierto --define con acento profesional el juez.

--Parece que doña Batilde anda furiosa --prosigue el gobernador.

--Algún día había de llegarle. No todo había de ser hiel para los demás, que alguna vez le conozca ella el gusto --es la mujer del juez la que dictamina mientras masca pastillas.

--También alguna vez tendrá que llegarles la mala a los Pérez --lechuzonea la coronela--. Gente más parada...

--El pesado es él. Porque la María Soledad es un amor; si él la dejara, sería un amor con todo el mundo. Lo que tiene es que él no la deja ni respirar --reanuda con su hilo de voz la mujer del juez.

--Sus motivos tendrá... --insinúa el corrosivo acento de la coronela.

Truena el gobernador con el énfasis que reserva para la tribuna;

--Eso sí que no. A la señora de Pérez no la alcanza ningún comentario, mi señora coronela. Todos la queremos y la respetamos como la gran dama que es --se calla enfurruñado y altivo, seguro de merecer la aprobación del auditorio.

--Yo no digo nada, mi estimado gobernador. Tampoco ha dicho nada mi hermana. Pero es que la actitud de Ernesto Pérez es tan rara...

--Será rara porque él es raro, pero nada más. La señora de Pérez es cumplida. No hay más cumplida que ella.

--¡Vaya por Dios! Yo no he dicho nada... Perdón si algo pudo interpretarse mal.

El gobernador se regodea en su triunfo fulminante en defensa de la virtud ultrajada, y se retuerce las guías de sus bigotazos de mosquetero, mientras mira de reojo a la coronela y, para sus adentros, con ademán menos caballeresco, piensa en el gusto con que le hundiría de un puñete las narices.

--La que es loca es la niña. ¿Vio lo que hizo en misa? Se puso a bailar polca alemana --dice el hilo de voz.

--Y para eso tanta Mademoiselle por aquí y Mademoiselle por allá --se resarce la coronela.

La banda, que se ha formado, da una vuelta alrededor de la plaza antes de irse. Adelante, el tambor mayor marca muy alto el paso que quiere ser de parada, a la vez que agita frenéticamente el tirso de la guaripola. Lo preceden una chiquillería bulliciosa y una leva de quiltros no más desafinados en su bullanga. Solita los mira envidiosamente. Su primera vocación fue ser tambor mayor; la segunda, bombero. Ahora no quiere tener más vocaciones. Cuando se es una niñita, vale más no tener vocaciones, porque en cuanto se dice: "Quisiera ser domador de circo o explorador o mártir cristiano", seguramente se le contesta: "Una niñita no puede ser esto o lo otro".

--¡Dios mío! ¿Hasta cuándo la Mademoiselle, la Lucita y la Covadonga cuchichearán para después sacudirse en largas risas como si las repasara el viento?

La banda se ha ido definitivamente. Hay una especie de silencio planeando sobre el paseo. Que de pronto es ahuyentado por las campanas de la iglesia echadas al vuelo de las doce meridianas, marcando a cada cual el rumbo hacia los suculentos almuerzos domingueros.

 

 

 

 

12

 

 

--No le he contestado nada en concreto. Desde el primer momento le dije, eso sí, que este asunto quedaba enteramente a voluntad de la Mademoiselle, con quien tú hablarías.

--¿Pero no le dijiste también desde el primer momento que está de novia en su país?

--Claro que también se lo dije. Por otra parte, parece que ya lo sabía. Pero dice --y en esto estoy de acuerdo con él-- que no debe quererla mucho ese novio que le permite venirse al fin del mundo, y que deja pasar los años y los años sin determinar una situación.

--No hay que olvidar que así son las costumbres de su tierra. Los largos noviazgos y la famosa dote lo complican todo.

--¿A ti qué te parece? ¿Crees que debes hablar con la Mademoiselle? ¿No será inquietarla, crearle un problema?

--Si ella quiere al novio, no habrá inquietud ni problema alguno. Si no lo quiere, si lo ha olvidado, entonces menos habrá problemas o inquietudes. Y si he de serte franca, me gustaría mucho más que la Mademoiselle se casara con Severino Sordo, que no con ese novio que me figuro tan indiferente, tan egoísta, tan aguas tibias.

--Bien, entonces hablas con ella esta misma tarde, porque Sordo quedó en ir mañana al aserradero a saber la contestación.

--Ojalá que la Mademoiselle se haya olvidado del novio...

--No le importa nada, no lo quiere, lo ha olvidado. Ella no se atrevía a decírselo, pero como al tonto ese no le importa nada ella, ni la quiere ni la recuerda, la madre de la Mademoiselle le ha escrito una carta para decirle que la madre de él ha dicho que él dice que le diga... --Todo esto lo larga Solita de un tirón, mientras asoma triunfante, a pesar de lo poco digno de su actitud en cuatro patas, por debajo de la mesa y entre los pliegues del brocado que la recubre hasta el suelo.

--¿De dónde sales tú? ¿Te dedicas ahora a escuchar lo que se habla, así, escondida debajo de las mesas? --pregunta con irritada violencia Ernesto.

--Estoy castigada --contesta lúgubremente Solita.

--¿Qué has hecho? --sigue indagando el padre con creciente impaciencia.

--Lo de esta mañana en la iglesia..., que se puso a hacerles piruetas a los Smith --aclara María Soledad.

--Ya te he dicho... --pretende explicar Solita.

--Usted se calla --interrumpe el padre--. Y sale de ahí

Solita no quiere salir, no por espíritu de desobediencia, sino porque con ella están el "Togo" y "Don Genaro", y comprende de pronto que si le descubren ese doble contrabando, va a empeorar el cariz de las cosas.

--Se me olvidó que la niña estaba en ese rincón castigada --se excusa excusándola María Soledad.

--Pero una cosa es un rincón y otra debajo de la mesa, que así no se la ve y se expone uno a hablar cosas que ella no debe oír --farfulla el padre.

--¿Por qué abandonaste el rincón? --pregunta María Soledad con expresión severa.

--Porque estaba muy triste y debajo de la mesa podía ponerme más triste todavía --contesta Solita otra vez lúgubre.

--¡Ay! ¡Qué criatura! Salga de ahí, venga. Mire cómo tiene ese pelo. Vaya a peinarse.

Solita lucha entre el temor de que descubran los caras pálidas --sus padres-- a Aguila Resplandeciente (a) el "Togo" y a Tigre Implacable, por mal nombre "Don Genaro", que aún permanecen en la tienda del jefe, y su deseo de salir como flecha para llevarle a la Mademoiselle la noticia: Severino Sordo quiere casarse con ella.

Pero María Soledad, aunque imposibilitada para adivinar la primera inquietud, barrunta lo último y la obliga a acercarse, la sienta en sus rodillas, le alisa el pelo, le endereza el lazo y entre beso y beso le va preguntando:

--¿Qué historia es esa que has contado? ¿Que la Mademoiselle no quiere a su novio? ¿Que él no la quiere a ella?

Solita la mira desconfiadamente. Porque, a lo mejor, de todo esto sale un lío tremendo, la Mademoiselle se enoja porque ella ha sido indiscreta, la mamá se enoja porque la Mademoiselle le ha contado a Solita y no a ella la historia de la carta, y el papá resuelve el asunto dejándola sin postre una semana, y ella se encuentra desamparada entre el resentimiento de las otras dos. ¡Ay mi Diosito! ¡Cualquiera puede prever lo que van a decidir los grandes!

--¿Por qué no se lo preguntas mejor a ella? --contesta con mucha prudencia--. ¿Quieres que vaya a llamarla?

--No, corazón. No va a ir a llamarla. Usted se queda aquí, quietita con su mamá. Irá la Clora. ¿Me haces el favor de tocar el timbre, Ernesto? Gracias. ¿Así que no quiere decirle a su mamá lo que sabe de esa carta?

¡Dios mío! Ahora hasta la mamá la trata de usted, señal infalible de tiempo tormentoso. ¿Por qué a los grandes les gustará tanto atormentar a Solita? ¿Qué es lo que se debe decir para que todos queden contentos?

Y empieza a borbollones:

--Estaba tan contenta esta mañana, que yo le dije: "¿Te vas a tu país?" Y ella me dijo: "No". Y yo le dije: "¿Te escribió tu prometido?" Y ella me dijo: "No tengo más prometido". Y yo le dije: "¿Así que no estás más de novia?" Y ella me dijo: "No".Y yo le dije... --pero aquí Solita hace una pausa, un puchero y al fin se echa a llorar desconsoladamente a sollozos, con grandes lagrimones cálidos que le ruedan por las mejillas, e inverosímiles gargoleos de nariz y garganta que no dan abasto para el imprevisto diluvio. Al propio instante, al oírla llorar, obedeciendo a una inevitable consigna del destino, los temibles señores de la pradera, perdidos de pronto todas sus prerrogativas y atributos, salen lamentablemente a rastras de bajo de la mesa. El perro se sienta en su cuarto trasero, levanta el hocico y se pone a aullar, y el gato todo erizado como si hubiera visto los mismísimos demonios.

--¡Era lo que faltaba! --rezonga Ernesto--. La verdad es que entre esta niñita y estos animales van a terminar con todos nosotros. ¡Cállese, perro imbécil!

--Eres injusto --dice Solita, a quien eso le parece colmar todas las medidas de lo soportable--. Si no fuera por el "Togo" y "Don Genaro", no tendría quién me quisiera.

--La injusta en este caso... --comienza frenético el padre.

Pero María Soledad lo interrumpe:

--Creo que sería mejor que nos dejaras. Su mamá va hablar con Solita, y ella, que aunque un poquito atolondrada es una niñita buena, va a comprender muchas cosas. ¿Verdad, corazón?

--Sí... --suspira Solita, súbitamente tranquilizada porque ya ha pasado todo y sabe que ahora su padre se irá al escritorio o a la biblioteca, no muy contento, eso sí, que ella y mamá se dirán mil cosas tiernas y absurdas, y al fin, para firmar unas paces completas, en las que naturalmente estará incluido el indulto del "Togo" y "Don Genaro", a lo mejor --¡quién sabe! --, a lo mejor se meten los cuatro debajo de la mesa --o sea en la tienda del jefe--, lo que ya más de una vez han hecho y es luego un secreto entre ambas que las llena de miradas cómplices y de inenarrable felicidad.

 

 

 

 

13

 

 

Por el lado sur apareció una franja obscura. Luego el aire, que dulcemente se hamacaba en las ramas otoñales, se quedó quieto, adormecido. El sol estaba alto, pero algo se infiltró en la atmósfera, trastrocando horarios, barajando las partes del día, porque los pájaros, más seguros que todos los relojes, silenciaron sus trinos al acogerse a sus nidos.

Una gallina miró hacia el cenit, primero con un ojo, después con el otro y, sabia en meteorología, resolvió entrar al gallinero y subirse al tramo más alto de la escalerilla. Las otras gallinas la siguieron y en vano las llamaba el gallo, congestionada la cresta de señorío, y que asordado por el sexo aún no se había dado cuenta de nada. Hasta que se vio solo, pero de pronto, recapacitando, abandonó la busca de lombrices y se dirigió muy sí señor al gallinero, caminando de costado, como quien ya estaba desde el principio al cabo de la cosa, cloqueando para sus adentros, y comenzó con su pesado planeo a trepar con dignidad y torpeza de sultán, escalerilla arriba.

El "Mampato" husmeó el aire, dilatando los ollares, y envió su relincho al encuentro del agua. Muy a lo lejos se oyó avanzar una tropilla. Un pájaro rezagado aprovechó la pausa para cantar con prisa tres notas y repetirlas en tono más alto. Hubo un silencio rebosante de conciencia de sí mismo, y prolongado luego en el largo responsorio de los sapos.

Lo primero que hizo el viento fue coger unas hojas color de cobre claro y revolando llevarlas hasta un rincón, levantando imprudente enaguas del aire. Hasta que otra ráfaga, con virilidad de hombrón, desplazó al atrevido y entró a tumbos por el pueblo, empujando puertas, silbando en las ventanas, haciendo oscilar las muestras, alzando nubes de tierra que frenéticamente esparció por las calles.

La franja que apareciera por el lado sur fue subiendo por la comba del cielo, contagiando su pureza, como si en marchas forzadas la noche hubiera llegado con anticipación al pueblo, y armado sobre él su negra tienda de campaña.

Ernesto Pérez estaba en la galería alta de la biblioteca, eligiendo libros que al día siguiente iría a buscar Pedro Molina para encuadernarlos. La obscuridad se hizo tan densa que encendió una lámpara de sobremesa y en esa limitada luz prosiguió su trabajo, a la vez que aprovechaba la ocasión para sacudir uno contra otro los libros, revisándolos, por si la humedad había criado hongos. Un olor de libro antiguo, olor a erudición, lo envolvió en calmas oleadas.

Abajo se abrió una puerta y don Juan Manuel de la Riestra preguntó:

--Pérez, ¿está usted por estos lados?

--Suba, De la Riestra. Estoy revisando unos libros, suba; si es que no lo asusta la escalera de caracol.

Lo vio llegar respirando afanosamente, sin poder hablar en los primeros momentos y dejándose caer como un plomo en la silla que le allegó.

--No debí haberlo hecho subir. Esta escalera es para piernas jóvenes. Perdón... No he querido decirle viejo; pero creo que la única que la sube sin cansarse es Solita.

--Sí, sí --contestó apenas el otro, hallando superflua la excusa.

Esta habitación correspondía a una de las torres que flanqueaban la casa, y tenía un balcón saledizo en medio de los lienzos de pared cubiertos de anaqueles. Gemían ahora porque el viento arreciaba contra ellos su ataque. Ernesto Pérez dio la vuelta completa a la galería, viendo que los postigos estuvieran cerrados y las españoletas perfectamente ajustadas. Su sombra lo precedía alargándose por el pasillo, se alzaba sobre los estantes, quedó de pie junto a su hombro, se tambaleó otra vez alargada y por último trepó amenazante hasta el techo, al dirigirse Ernesto Pérez a la mesa en que estaba la lámpara. Junto a ella, don Juan Manuel miraba pensativamente sus manos, manos de piel suelta de hombre que hubiera sido muy gordo y hubiese enflaquecido, amarillentas, con islas marrones y una vena acordonada y azul que iba desde la muñeca al dedo mayor latiendo levemente. Una mano avanzó a dar cobija a la otra, gesto igual al que hiciera la tarde anterior en su escritorio y que le era familiar, porque la certidumbre de ese hincharse y latir la vena y temblar la mano toda lo empavorecía con su anuncio de ruina física, de muerte que entraba por allí anunciando la proximidad de un aniquilamiento total. Porque el latido de la vena, latido era de muerte, azul clepsidra que la sentía avanzar, gota a gota, hasta que le rebosara por el doble rasero de los ojos inmovilizados.

Ernesto Pérez sintió de pronto la angustia del hombre y algo más que eso: una especie de asordamiento en la atmósfera, de haberse quedado todo de súbito excepcionalmente en silencio, con las paredes absorbedoras de ecos, y que un gesto cualquiera podría repercutir doloroso. Sin saber por qué tuvo un escalofrío. ¡También el tiempo!..., intentó justificar, no sabía a quién. Oyó entonces los latigazos huracanados restallando afuera, todo el furioso rumor de la tempestad, que arremolinaba sus iras en torno a esa isla sin sonidos que era la biblioteca.

Pensó encender las luces de abajo, pensó llamar para que viniera la Clora a encenderlas y que prendiera también la chimenea. Pero una invencible pereza lo dejó clavado en su sillón, mirando las manos de don Juan Manuel, mirando a don Juan Manuel derrengado en el otro asiento, con tan desesperada expresión, no sólo en la cara sino en todo él, que con una voz apenas audible, cautelosamente calculada para que llegara tan sólo a los oídos próximos, dijo como si prosiguiera una iniciada conversación:

--Para usted tiene que ser muy triste esta ingratitud. El partido le debe grandes cosas; no tenía ningún derecho a eliminarlo y menos en esta forma tan...

Don Juan Manuel esbozó un vago movimiento de negación que pareció aumentar lo indeciso del ambiente. Luego, con un gesto inexpresivo, pero lleno a su vez de esa vacía movilidad de los muñecos de los ventrílocuos, comenzó a decir con otra voz, que esta vez sí era la suya:

--Nunca he hecho nada por el partido, nunca me han importado ni la política ni el partido. Creo que si hay una criatura que jamás haya hecho nada con un fin determinado, he sido yo. Siempre ha habido voluntad poderosa por encima de la mía que lo resolvía todo. Primero mi madre. Ella me hizo estudiar, seguir una carrera, meterme en el partido, casarme. Ella me vivió la juventud. El partido me hizo diputado, senador, ministro. Mi mujer me hizo terrateniente y millonario. ¿Quiere saber el secreto de mi buen éxito? Siempre he sido un pelele, que sube más alto cuanto más inerte se queda, cuanto más recio lo mantean. "De la Riestra, haga esto." "De la Riestra, haga esto otro." Y lo pavoroso es que el sentirme manejado me producía una sombra de felicidad, al poder eludir responsabilidades que caían sobre los otros. Nada de lo que pasa es obra mía. Mi vida no la he vivido yo, es como el capítulo de una aburrida novela que me fueran leyendo en alta voz. ¿La Divina Providencia? ¿El Destino? ¿La Fatalidad? Llámelo usted como quiera, pero me parece que para mi caso no corresponden tan grandes palabras. Yo diría más bien que el rutinario azar ha intervenido en mi vida a través de mi madre y de mi mujer, haciendo y deshaciendo, sin orden ni compás, sin que mi mérito sea otro que no oponerme a su sabia torpeza. Y vuelvo a decirle, que lo atroz es comprobar que esto me hace casi dichoso, precisamente por lo que significa de negación para mi persona.

--Todos somos juguetes de fuerzas obscuras que en un momento determinado nos manejan, desgraciadamente... --murmura Ernesto.

--Pero son fuerzas positivas, el bien, el mal, eso que se llama el bien y el mal, aunque no existan ambas en estado puro. Se es un poquito bueno, un poquito malo, acondicionados por las circunstancias, por el límite que la educación y el medio nos deparan. Pero yo no he sido ni siquiera esa mínima parte de bien y de mal con que está amasado el hombre; no soy nada, exactamente soy eso: nada.

--Está usted en un mal trance. Es natural su descorazonamiento, pero ya pasará.

--Pasará esto que usted y los otros llaman "un mal trance", y que para mí no significa más que una acentuada incomodidad, porque traba mi ya organizada inexistencia, pero en verdad continuaré siendo como siempre he sido, no me atrevo a decir qué, para mi desgracia...

Ernesto lo mira y, hasta hablar de nuevo, siente que el silencio y el frío han comenzado a hacerse palpables. Y cuando don Juan Manuel, apresada siempre una mano por la otra protectora, se inclina sobre mesa para acercarle más aún el desborde confidencial, empieza a sentir la muy extraña impresión de que él está fuera de sí mismo, mirando a un viejo señor que habla a sacudones, arrancándose a pedazos míseras ropas, llenas de roña, de incalificables suciedades, echándolas al suelo hasta dejar al descubierto la llaga lacerada por donde se le desangra el alma. Y él está allí, al otro lado de la mesa, inmóvil, representado por una silueta en sombra, a la luz sin oscilaciones de la lámpara deslumbradora en su esférica pantalla de opalina.

--Se es en la medida en que se desea ser y eso nace con nosotros y luego va cobrando paulatina conciencia. Yo he vivido en una niebla de "no ser", vegetativamente, por reflejo de las costumbres ajenas, sin que una costumbre propia creara una necesidad imperiosa. Mi madre hizo de mí un individuo gordo (¡qué ridículo es todo esto!), sobrealimentado con cosas exquisitas. Ella misma era tremendamente golosa y una gran cocinera. Comía porque delante me ponían los manjares. Batilde de es frugal y lo mismo le da comer que no comer. Además, no comer cuesta menos... Puede pasarse con unos mates y un pedazo de charqui majado. De una mesa abundantemente bien servida, pasé a otra en que había apenas lo imprescindible para subsistir. No me importó nada. A veces el hambre hurgaba en mi estómago mimado, pero una invencible abulia me impedía buscar por mis propios medios un pedazo de pan que fuera. Llegué a ser tan frugal como Batilde, y en consecuencia un hombre enflaquecido, extraviado en la piel del otro. Este ejemplo puede aplicarse a mi vida entera.

--Es que no debe ser cómodo contradecir a doña Batilde --dice casi a su pesar Ernesto, como diciéndoselo más a sí mismo que al hombre que por su parte tampoco parece haberlo oído.

--A veces pienso en lo que hubiera pasado si la vida, en lugar de dármelo todo hecho y servido, carrera y fortuna, me hubiera puesto ante la posibilidad de un verdadero trabajo donde desarrollar iniciativas, donde luchar con circunstancias adversas, donde batallar con las cosas hostiles hasta vencerlas. ¿Qué habría pasado entonces? ¿Me habría adaptado? ¿O es que solamente tengo adaptabilidad para las cosas negativas, por ser yo mismo específicamente una negación?

Ernesto, que sigue mirándole las manos sin vérselas, alza los ojos hasta su cara, se apodera de sus facciones, de su expresión de estarse también mirando fuera de sí mismo, hombre que va sacándose lo que lo recubre impulsado por una fuerza más poderosa que todo pudor, y que terminará por dejarlo no ante nadie, sino ante sí mismo, alguna vez al descubierto, y comprueba que ese rostro está ahora en blanco, desvaído, y que la confidencia pasa a través de él, como los fantasmas a través de la negada solidez de los muros.

--¿Qué desconsuelo mayor que no estar acordes con lo que somos? --dice.

--No entiendo --musita Ernesto.

--¿Ni cómo estarlo --insiste sin atender la interrupción-- cuando realmente no se es nada? Somos la apariencia de una apariencia, gestos que pueden ser recogidos por una gacetilla... o por una cámara fotográfica, a acaso, ¡quién sabe!, proyectados por ellas y que sin ellas se desvanecerían. ¡Por algo los figurones se afanan tanto por esa publicidad que los crea! ¿Notarán los otros ese "no ser" que se agazapa detrás de cada actitud?

Ernesto sigue mirando la cara de don Juan Manuel. Hay una pausa que aprovecha la ira de viento para hacer recordar su violencia. Sabe que el hombre dirá cosas inconfesables y que él mismo podrá llegar a decirlas. Cosas sacadas de la profunda verdad de cada cual y que no se dicen nunca, a no ser que haya una atmósfera como ésta, en que se respira afanosamente como en una preagonía.

¿No puede ser el anuncio de un cataclismo? ¿De la propia muerte? Porque ambos están ahí enfrentados, con la mesa y la luz demasiado blanca, una luz de eternidad, entre ellos, y su reducido ámbito los aísla del resto de la existencia, y lo que van a decir, lo que están diciendo, queda fuera de ellos, alivianándolos de pesadumbre, de terrores, de sostenidos remordimientos, retenidos en su opalescencia de sueño, pero sin llegar a trascender a la realidad. Como si las palabras dieran forma a su ser íntimo y lo arrojaran lejos salvándose de sí mismas. Como si el que escucha no oyera y las palabras fueran tan sólo palabras en sí, palabras sueltas, sin que una y otra se encadenaran hasta formar imágenes, dibujando sus propias contrafiguras.

Vagarosamente habla don Juan Manuel:

--Porque se puede saber que hay gentes pervertidas, pero no desear probar sus experiencias. Y que hay gentes que se matan por sustentar una idea. Debe ser bello sustentar un ideal --esto lo dice diluyendo aún más lo acuoso de su mirada--, pero tampoco sentimos el impulso de mezclarnos en esas batallas. Se conoce la vida extrañamente dramática y seductora del sexo, pero nada nos induce a vivirla.

Ahora su voz adquiere transparencias de honduras recónditas, desde las que aflora una posibilidad de desconsuelo cuando musita más que dice:

--Ideal... Sexo... ¿No serán al fin de cuantas lo mismo? ¿Fuerzas externas a nuestro inútil ser, que se posesionan de él y lo tiranizan, como he vivido yo tiranizado por otras voluntades?

Ernesto se siente incómodo, pescado en incomprensible falta, y se acomoda innecesariamente en el asiento. El otro insiste:

--Nosotros... (yo; ¡perdón!, ese "nosotros" quiso decir "yo") sentimos algo así como si el sexo fuese una perversión, una terrible perversión aceptada a la fuerza, impuesta por la mayoría, una vergüenza tácitamente compartida. Y lo más increíble es que la vergüenza se evidencia en los que como nosotros, perdón otra vez, en los que como yo no la comparten. Si a un hombre le falta un brazo, puede llegar a conformarse con su mutilación, pero tener el brazo y no lograr servirse de él, no poder utilizarlo en hacerse la corbata, en partir el pan, es una angustia por algo que se burlara ininterrumpidamente de uno. Los que como yo (¿por qué no emplear la palabra justa?), los impotentes que como yo vivimos al margen del sexo, participamos doblemente del escarnio del pecado original. Nada es más impuro que nuestra decencia.

--¿Y el deseo? --pregunta Ernesto, anhelante.

--¿El deseo de desear el deseo?... Eso es lo torpe, porque ni siquiera llegamos a desearlo de veras, porque un ciego de nacimiento no puede desear un color que desconoce. Pero es la especie la que se burla de uno, la que nos desprecia desde lo profundo, la que nos irrita y violenta, la que no tolera nuestra apatía, la que se mofa por la manera cómo hemos sido estafados...

--Pero eso contradice su declarada abulia, no hay tal conformidad en su vida.

--Es difícil encontrar las palabras que expresen simultáneamente ese desacuerdo entre nuestra persona y nuestra carne. Hubo una vez una voluntad que me impuso una esposa, una voluntad a la que no pensé oponerme, como no intenta uno oponerse al puelche. Y de esa infeliz criatura, frustrada como mujer a mi lado, hice que por exasperación se convirtiera en lo que es hoy: una agria vieja avara.

--¡Pobre doña Batilde! --murmura Ernesto--. Pero ¿cómo aceptó casarse?

--¿Ella o yo? A ella ni siquiera le dijeron que había que casarse. Lo sabía su sangre. ¿Cómo podía adivinar su virginidad la mía? En cuanto a mí, fue la voluntad de mi madre, sirviendo su propia ambición, la que me arrastró a casarme con una muchacha rica y decente... Acaso fié demasiado de esto: en la decencia; ignoraba entonces que el matrimonio era la forma decorosa de la indecencia y su mayor aliciente.

--¿Pero usted no sabía por otros...?

--Me consideraba orgullosamente hasta entonces una especie de arcángel, jamás acuciado por el deseo, por encima de todos mis compañeros, encharcados en sucias aventuras de burdel y, lo que era peor, en una continuada torpeza de pensamiento insaciable de animales encelados.

Ernesto tiene la certeza de que las últimas palabras han sido dichas para poner frente a él toda la turbia obsesión de una adolescencia que aún perdura entreverada a su madurez. Y hasta le parece que los párpados pesados de su interlocutor se abren, y los ojos acuosos lo instan a decir las cosas que están en lo profundo de su ser, y que en oleadas sucesivas van subiendo, aflorando irresistibles hasta aparecer en sus labios y ponerse de pie sobre la mesa, entre el hombre y él, a la luz tremendamente blanca, de íntimo juicio final, de la lámpara que lo encandila.

--No sabe usted lo que es haberse librado de esa miseria... --murmura rencoroso.

--Puede usted hablar así, porque su vida es completa y no imagina siquiera lo que es vivir como si sólo lo hiciéramos con medio cuerpo, con la mitad exacta de nuestra vida, mientras el resto se desvanece en la nada.

--¿Pero es que nosotros no vivimos también a medias? Lo otro, son las patas de cabra del sátiro que chapalean en lo asqueroso, mientras la pureza de la adolescencia aún sueña con un mundo maravillosamente sentimental. Es un ir contando los pasos --camino de ese burdel que usted ha nombrado--, aunque cada uno tiene la cifra pecisa de su fatalidad, y sin embargo se va siempre adelante, solo o siguiendo a un mal camarada, tan odiosamente simpático. Y se llega y se pide y se recibe. Y se deja ahí emporcada parte de la sensibilidad y de la ilusión. Hay algo que queda ahí para siempre y a cambio de lo cual nos llevamos una invariable carga de hastío. Y saber que de nuevo se volverá, siempre, pase lo que pase, téngase la vida que se tenga, aunque la carne sea triste, aunque desposeída del espíritu sea ella misma tristeza, porque hay atracción más poderosa que todo razonamiento, que todo cariño...

--Pero usted... Supongo que ahora...

--Supone usted mal. Ahora como siempre... No puedo dejar de ir, es inútil que me lo proponga. Usted, al fin, es feliz sin el deseo.

--Pero...

--Sí. Sé lo que está pensando... No juzgue, por favor: recuerde que no puede ser medido con la vara con que podría medir. Tengo un hogar, es cierto, pero esto es más fuerte que la honorabilidad, que el amor, que todo. Mucho más fuerte. Es horrendo si usted quiere, pero es así. Puedo al menos mantener la comedia, hacerlo lejos del pueblo. Irme como si me azuzaran perros o como si yo los azuzara a ellos. Y voy. Contra todo, contra mí mismo, poseído de espanto: poseído, ésa es la palabra: endemoniado. Y luego regreso lleno de pavor, y con la amargura que me desborda el alma, con la sensación de estar por dentro trabajado por ácidos. Vuelvo miserablemente tras la máscara de la sonrisa apacible, a disfrutar de una dicha y de una posición de hombre honesto. Yo... Yo... A veces me pondría de rodillas delante de "ella" y le gritaría mi pena y mi vergüenza. Pero otras, es tremendo reconocerlo, otras veces siento que eso no tiene nada que ver con "ella", la propia mujer, la esposa, a quien se posee castamente, con el decoro que reclama al hijo posible, tan lejos de la animalidad que exige el gesto impúdico, el refocilo en el pecado, ir más allá de todo límite en las caricias prohibidas y asombrosamente llenas de un obscuro sentido. Porque hay en el pecado abismos inmundos vistos desde fuera, pero en los que es increíblemente necesario hundirse. Y ella, "ella", la muy maravillosa, no podría acompañarme a esas profundidades, porque tampoco podría yo perdonárselo al regreso.

Los ojos de don Juan Manuel siguen mirándolo obsesionantes, fijos, sin sombras. La cara llena de luz en la deslumbrante blancura está vacía: es la de un ciego reflejándose en un espejo.

"Tiene razón él --piensa de pronto Ernesto--. No es nada. Es la forma de un hombre, nada más."

Don Juan Manuel no parece haberlo oído. ¿Habrá realmente escuchado? ¿Y cómo él, Ernesto, ha llegado a decir lo que ha dicho? ¿Decirle a este desconocido, que hoy lo es más que nunca, la devastadora e intransmisible verdad? ¿Cómo ha podido entreabrir así la confidencia de su vida?

--¡Qué miseria somos! --murmura dolorosamente don Juan Manuel.

Este "somos" toca dentro de Ernesto una fibra vital. "Somos." No. No "somos". Don Juan Manuel a un lado, él a otro. Cada cual miserable, pero separados por una invisible certísima línea divisoria: la de la realidad.

"¡Vanidoso! ¡Imbécil vanidoso! ¡Macho vanidoso!", una voz parece murmurárselo al oído, desde dentro. Pero se revuelve airado contra ella. Sabe que está en lo cierto, que su miseria es la de la vida y la del otro la de la muerte. ¿Por qué ha hablado? ¿Cómo ha podido decir lo que ha dicho? Vagamente se consuela pensando en la vaciedad de su confidencia, como si se hubiese sorprendido hablando solo.

Afuera aúlla el viento, restalla, gime. Adentro el silencio tiene la forma exacta de la habitación. Abajo, en la gran sala de la biblioteca, cautelosamente se mueve algo, cruje algo con sigilo.

Ernesto tiene un reflejo de terror. Un espanto que parece echarlo bruscamente por los aires en la recta de una interminable caída. Ha sido un segundo. Otro reflejo lo alza e inclina sobre la baranda, en la obscuridad metiendo los ojos que siguen deslumbrados por la luz casi astral de la lámpara, queriendo horadar esa obscuridad, descubrir lo que hay abajo.

Y grita con voz tremolada:

--¿Quién está ahí?

Pero no le responde nadie, sino el tableteo de su propio corazón que se sobrepone al exterior frenesí de la borrasca.

 

 

 

 

14

 

 

Llueve. Llueve. Sigue lloviendo. El vendaval ha cedido el paso a la lluvia que cae monótona. Llueve. La casa está herméticamente cerrada. Adentro hay una luz de acuario, una atmósfera que trasciende humedad e intolerable olor a cuero, a trapos viejos, a pretérito. Ha llovido hoy, ayer, anteayer, trasanteayer. Está lloviendo desde el domingo. ¿Qué día es hoy? Va a cumplirse una semana que está lloviendo, que la casa permanece cerrada, que hay adentro esa deprimente luz de acuario, en que los instantes semivividos se aferran a los olores que la humedad azuza, e insiste en adherir al olfato. El cielo chorrea agua en desolado aburrimiento, deshaciéndose en su propio desamparo. La casa presenta sus muros insensibles, las tejas en su paciente uniformidad adquieren la certidumbre de cumplir su destino, las chimeneas están atoradas de humo; en la galería las losetas rezuman goterones, en el patio los árboles se difuman como disolviéndose en el agua. Llueve. Llueve. Las luces se prenden, se cierran los postigos, las cortinas están corridas, los leños inventan diminutas pirotecnias, suena un fonógrafo, van y vienen los pasos de Ernesto por la galería; María Soledad trata de fijar la atención en el folletín que se le desmaya entre manos; en el piano, Solita aporrea desganada un ejercicio de Diabelli; la Mademoiselle aprovecha el aura de irrealidad para diluirse en un estado de dicha; el perro está parado junto a una puerta mirando obstinadamente el umbral; el gato, con somnolenta estrategia, según los leños se van haciendo carbones y cenizas, se acerca sigiloso al rescoldo.

Un reloj con argentino despliegue de distintos sonidos se empeña en anunciar que ha pasado un increíble cuarto de hora. Llueve. Llueve. La naturaleza parece ajena a otras posibilidades. Llueve inexorablemente. Es inútil querer hurtarse a su evidencia: la lluvia se hace presente en todo: es la sustancia misma de la realidad.

La chimenea está encendida, María Soledad quema allí de vez en cuando una pastilla de perfume, las luces tienen suaves pantallas rosas, el gato ronronea. En el otro salón, la niña batalla ahora con un ejercicio para la mano izquierda, en el que no logra sino notas falsas. Ernesto pasea: da vueltas por la galería, deshace caminos, reduce el paseo tan sólo a un costado. La Mademoiselle sale de su limbo y presta atención al rumor del agua. Llueve.

En la galería, el cucú asegura graciosamente que son las cinco. En el escritorio, otro reloj da fe de ello con sonido anhelante. El gran reloj de carillón lo asevera con el aterciopelado profundo de su gama.

El tiempo mismo adquiere la condición vertical de la lluvia: su duración insiste en ineludible llovizna que cala la desesperanza. El tictac de los relojes acompasa su monotonía de goterones. El cielo se deshace fuera, la eternidad llora dentro y una porción de ella suena ahora en la casa. Sí, son las cinco. Llueve.

Por centésima vez se acerca Ernesto a la enervante fijeza del barómetro. Nunca ha estado tan bajo. Lluvia. Su alelado nivel se ha dormido allí: "Lluvia". Pero ¿hasta cuándo va a seguir lloviendo? Contiene un irracional impulso de sacudirlo, de romper su indiferencia. En los años que lleva vividos en el sur, jamás ha visto un temporal como éste. ¿Qué hacer? Son las cinco tan sólo. Faltan tres horas para comer, cuatro para irse a la cama. ¿Y cuántas faltan para hundirse en el sueño? ¿Para no pensar?

Anda consigo mismo a cuestas, con su otro yo a horcajadas, porque las palabras lo han evocado y ya no puede eludir su presencia. Hasta el momento en que se confiara a don Juan Manuel, una parte de sí mismo sólo tenía existencia fuera de su hogar y condicionada a un solo fin; logrado éste, la envoltura del Ernesto cotidiano ocultaba a ese íncubo, si no conforme, dispuesto al disimulo cómplice. Y su trabajo era entonces asentar la personalidad social de Ernesto, hacerla tan definida y abroquelada que ninguna vislumbre quedara por donde descubrir al otro agazapado en su interior.

Después de su confidencia a don Juan Manuel, tuvo la cabal sensación de lo ocurrido: se habían trastrocado los papeles: su verdad de todos los días pasaba a distancias de sueño, y la otra, liberada en un momento de flojedad en su tensión, aparecía rampante dispuesta a luchar por su existencia, a conquistar lo que siempre se le había negado en un regateo con la vergüenza, a obtener la plenitud de su naturaleza y fijarla en una forma definitiva.

¿No fue la sombra de ese otro la que cruzó furtiva la biblioteca? ¿No logra la vibración de las palabras, cuando desborda de sentido, materializarse? No una vez, repetidas veces ha ido a la galería alta de la biblioteca, dándose a sí mismo pueriles razones, diciéndose que tiene que buscar tal libro, consultar una fecha en la enciclopedia, ver si caen goteras, buscar unos apuntes que olvidó allá arriba... Pero bien sabe que sólo irá hasta la mesa, que tomará asiento a uno de sus costados, y que con creciente frío en medio del pecho, se alzará medroso creyendo que de nuevo algo se mueve con cautela abajo.

Porque esa tarde algo crujió. Algo gimió. Don Juan Manuel trató de tranquilizarlo, trata de tranquilizarlo ahora en el recuerdo diciéndole que crujió una madera, un mueble, obra del enfriamiento de la atmósfera. Tal vez fuera así, acaso tenga razón. Porque a esa hora nadie podía estar la biblioteca. ¿Nadie? ¿Por qué nadie? ¿No puede el Misterio, la Fatalidad, como quiera llamársele, revestirse con las formas más simples de lo acostumbrado? Tal crujido de un mueble puede ser un crujido de mueble, pero "además" puede ser una terrible advertencia desesperada que se nos hace en vano. ¿No apareció Solita debajo de una mesa? ¿No pudo María Soledad haber ido a llamarlos, impaciente como estaba por irse doña Batilde? ¿Y las sirvientas? ¿Acaso la Clora no iba a veces espontáneamente a encender las luces?

Observa con recelo a cada uno. Hace preguntas desconcertantes. María Soledad siente una lacia pesadumbre.

--¿En qué piensas? --pregunta ansioso.

--¿Yo? --contesta con aire de fatiga--. No me atormentes también con preguntas...

--¿Por qué dices "también"? ¿Es que acaso te atormento con otras cosas?

--Déjame, por favor... Estoy tan cansada...

--¿Cansada de qué? ¿De mí?

--Ernesto... No me obligues a hablar. ¿No ves que no puedo conmigo de cansancio?

Afuera llueve, ininterrumpidamente, cachazudamente.

Llueve.

Doña Batilde está en la capital. No hay noticias de ella.

Por las calles del pueblo, bajo la lluvia, apenas si se ve cruzar una fugaz silueta de viandante, una lenta cabalgadura cuyo jinete es un cono negro bajo la manta y el capuchón de castilla, una carreta con toldo que avanza al demorado paso de los bueyes. Las calles están llenas de agua, la plaza es una laguna, los patios aparecen anegados.

Don Juan Manuel se ha puesto el impermeable de doña Batilde y, bajo el paraguas inmenso, llega a las seis, puntual hora que se ha fijado, a visitar a Ernesto Pérez. No importa que éste apenas lo salude, que no le dirija la palabra, que lo ignore. A don Juan Manuel lo empuja ahora algo más que la costumbre: una morbosa necesidad de verlo, de estar en presencia de ese ser, único ante el cual ha confesado la miseria de su vida y que en cierto modo participa de ella. Sabe positivamente que nunca en lo futuro habrá entre ellos otro momento de sinceridad. No importa. Casi es mejor así. Estima que ante Ernesto está más que justificado: que junto a él alcanza una pequeña certidumbre su nada, cual una sombra al lado del cuerpo que la proyecta. La ausencia de doña Batilda lo hace sentirse como una sombra abandonada por su cuerpo y que de pronto hallara su verdadero cuerpo, el que corresponde con exacta precisión a su desvaído perfil. Es su imagen, su negativo si se quiere, pero le parece haber hallado en él una forma de asomarse a la vida, a la verdadera vida despiadada y luminosa.

Ernesto lo mira llegar con azoro, vagamente incómodo con el parasitismo que no puede menos que adivinar, porque se transparenta en su mirada humilde. Ahora se explica lento:

--Como Batilde no está y hoy nos tocaba venir a nosotros y llueve tanto...

María Soledad tiene mucho que contarle. Don Juan Manuel oye distraído la historia de la Mademoiselle y Severino Sordo. Ernesto lucha con su creciente fastidio por el que cruzan ramalazos de odio. ¡Lo que falta es que este viejo estúpido se crea ahora autorizado para considerar su casa como propia! Abuso de confianza... ¡Oh! ¡Qué se vaya de una vez y deje de estarse petrificado frente a María Soledad! ¡Que parpadee al menos y no se quede como un chuncho con los ojos fijos, tan igual a aquella tarde, tan idéntico a la cara que tenía cuando él pensó que era sólo la forma huera de un hombre!

Algo remueve en la habitación vecina. Violentamente Ernesto se alza y grita:

--¿Quién está ahí?

Solita responde:

--Soy yo, papá; estoy jugando a la lotería con la Mademoiselle y Severino. Hice cuaterno.

--Esta lluvia... --se excusa--. Rompe los nervios...

Don Juan Manuel ha seguido viniendo todos los días a las seis. A las seis llega Severino Sordo con Covadonga, a veces también con Lucita. Pero las muchachas han terminado por abandonarlo a la aventura, casi náutica, que significa cruzar las calles anegadas.

Una tarde Ernesto se decide y decide a María Soledad a jugar con ellos. Y don Juan Manuel, sin que nadie lo invite, se suma al grupo y su cara está frente a Ernesto, fija ahí, con los ojos muy abiertos y una mano sobre la otra junto a los cartones, desinteresado del juego a cuyo borde pueril abandona su presencia. ¿Por qué viene? ¿Por qué no se queda en su casa, fría, deshabitada de la frenética realidad de doña Batilde, viviendo su vida de media vida?

Solita tiene su drama dentro. Porque a la primera ilimitada alegría que le provoca la historia de la Mademoiselle y Severino Sordo, sigue de repente una desazón al saber que al casarse la pierde, que si los padres contestan desde Suiza que están conformes con que se case, y en viaje de bodas vaya a Europa a verlos a ellos y a los padres de él, la Mademoiselle se irá y aunque regrese, será para vivir con su marido, lejos de ella. Y aunque la viera todos los días, ya no será la Mademoiselle, sino que la señora de Sordo. Y no habrá más conversaciones, ni estudios, ni paseos, ni poder llamarla a medianoche para que encienda la luz y espante los malos sueños que le afligen el corazón.

Inútilmente se dice que la Mademoiselle es muy feliz y que ella también debe serlo. Pero eso no puede ser, no es "de veras". No puede ser feliz si la Mademoiselle se va. Claro que la Mademoiselle hablaba siempre del día en que se fuera, pero eso resultaba tan vago en el tiempo como su tierra, como sus lagos, como la granja y su familia que ella se imaginaba iguales a esas granjas de juguete, con árboles rizados de tieso follaje y corderos con la cabeza obstinadamente baja en un pastar sin término. O como el novio guardia alpino, que acaso sólo fuera un soldadito de plomo. Solita estaba segura de que todo eso existía en un país de estampa y que la Mademoiselle, como los señores Smith, era obra de magia, creada para su regalo.

--Parece el diluvio --murmura friolenta María Soledad.

Solita pesca al vuelo la última palabra, construye instantáneamente el arca, se mete en ella con papá Noé... --que tiene un gran parecido con Bartolo, sobre todo en el aliento--, y recuenta con él las parejas de animalitos. En otra ocasión hubiera tenido para mayores y más dilatadas fantasías. ¡Pero está tan triste! Con una tristeza que ni siquiera desea meterse debajo de la mesa... La Mademoiselle se va...

--Resulta difícil imaginar que en alguna parte de la tierra no está lloviendo... --dice como para sí María Soledad.

"Sí, estar lejos, en un lugar en que caliente el sol y una chicharra le dé cuerda a la modorra en un aire lento, espesado por los jazmines, lejos de la lluvia, de la cara de don Juan Manuel, lejos...", se dice Ernesto, y hablando, su pensamiento continúa ya en forma audible:

--Sí, irse lejos.

--¿Te quieres ir? ¿Para dónde te quieres ir?

¿Qué insinúa la niña? ¿Por qué ese apremio en sus preguntas? ¿Por qué han hallado impaciente eco sus palabras apenas dichas en la atención de Solita? Pasa los ojos de los interrogativos de la hija a los vacíos de don Juan Manuel, que, sin parpadear, parece más que nunca la imagen de un ciego en un percudido espejo antiguo.

--Nadie quiere irse, corazón; el papá ha dicho eso porque la lluvia lo tiene muy cansado. A todos nos tiene muy cansados... --explica María Soledad, y a Ernesto le parece que también ella se esfuma en empañadas superficies.

Llueve. Arrecia la lluvia, acelerando su compás para retomar conciencia de sí misma. Llueve.

¿Cuándo fue eso? El jueves, sí. Y en la noche todos despiertan y se levantan sobresaltados, porque Solita grita debatiéndose con las telarañas de la pesadilla; la Mademoiselle es la primera en acudir y encender la luz. La niña dice llorosa:

--No te vayas... No te vayas...

Tal vez si no hubiera estado despierto, a Ernesto no le hubiera llegado el sonido de esa pequeña voz desesperada. Murmura:

--¿Quién grita?

En lo obscuro, la voz de María Soledad responde:

--Es la niña.

--¿Estabas despierta?

--¿Crees tú que se puede dormir?

--¿Por qué no? --contesta ceñudo buscando los ojos de María Soledad a la luz que ella ha encendido.

--Lo sabes tan bien como yo... --y sale, y él sigue sus pasos, siguiendo más que a ella, el rastro de lo que dijera, de lo que él no debió decir nunca. ¿Cómo se pueden borrar las palabras?

La niña sigue repitiendo alucinada:

--No te vayas... No te vayas...

--¿Qué pasa? --pregunta Ernesto.

--No te vayas... No te vayas...

--Solita, Solita... Te habla tu mamá. ¿Qué tienes, corazón?

--Mamá, mamá, dile que no se vaya..., que no se vaya...

--¿A quién? --pregunta Ernesto con el rostro frío por la máscara del terror.

--A ella... A la Mademoiselle...

--Corazón. Tu mamita está aquí. ¿No ves? Está la mamita, el papá y la Mademoiselle... Nadie se va a parte alguna. Estamos todos. Y el "Togo" y "Don Genaro" y el "Mampato" y Bartolo... Todo lo que tú quieres..., los que te quieren tanto...

--¿Y la gata también? --pregunta Solita desde el fondo de su desconsuelo.

--También la gata y los gatucos. Todos. Y nadie te quiere dejar. Nadie se va.

Eso pasó el jueves.

No quiere ir. No irá. Como los asesinos al sitio en que dieron muerte. No quiere ir. No

se dejará ir. ¿Es que tampoco en esto puede ser dueño de sí mismo? ¿Es que así como antes había un momento crítico en que el instinto era más poderoso que la razón, ahora el miedo se sobrepondrá a toda sensatez? No va a volver a la galería alta de la biblioteca. No volverá. No. Aprieta los puños dentro de los bolsillos. Aprieta los dientes. Paseará, aquí, en esta galería. Puede mirar el barómetro que está en el escritorio. Puede asomarse al salón y contemplar a María Soledad, que sigue ensimismada con un libro abierto sobre el regazo y mirando el fuego; puede observar a la Mademoiselle, que angustiosamente ve caer la lluvia, calculando si arredrará a Severino Sordo; puede ir hasta el salón pequeño a ver a Solita dar cabezadas, tratando de todas maderas de enderezar el irremediablemente perdido compás del ejercicio que no logra mantenerse esbelto en los aires. ¿Por qué no sale? Hace una semana que está metido en la casa, inmovilizado, no por la lluvia, sino por el miedo de que en su ausencia pase algo, no sabe qué, algo irremediable que sólo su angustiada guardia puede retener.

Le duelen las palmas de apretar los puños. Tiene las mandíbulas trabadas. Saca las manos, las estira: todos los huesos le crujen, como deben crujir los huesos de los que murieron en pecado mortal. ¡Ah, bueno! ¿Es que ahora va a caer en estas imbecilidades? Sacude la cabeza para espantar de ella las supersticiones. Esboza un movimiento de desafío y le parece que ha regresado de una borrachera. El reloj marca otro cuarto de hora. ¿Por qué empeñarse en tener tanto reloj? ¿Acaso va a conseguir con ello algún dominio sobre el tiempo? Los relojes sólo deberían existir para marcar determinadas circunstancias: la hora del tren, por ejemplo. Asocia la palabra tren a la de partir, y de inmediato se halla ante las escenas que parecen hechas con las chafarrinadas de los actos que lo aguardan en el otro extremo de esos viajes... ¿Es que esto va a comenzar de nuevo?

No tardará en llegar don Juan Manuel, traerá su cara de mudo testigo, para ponerla frente a él. Piensa en esa forma hueca que ahora viene por la calle, enfundada en el impermeable hasta los tobillos, lustroso de agua bajo el paraguas que chorrea. Esa forma no tiene cabeza: trae la cabeza colgada de un asa al brazo. Termina en el cuello rematado por la absurda perilla de los maniquíes. Pero cuando llega y enfrente a Ernesto, se coloca la cabeza y se la ajusta al cuello con gesto prudente, para poder mostrarle la cara que reúne tantas negaciones. Tal vez los demás ¾él mismo alguna vez, acaso¾ consideren esa cara inexpresiva. Para él resulta repugnante, con los ojos que saben tantas cosas y mienten tanto vacío. Con los labios de tan sumido dibujo, vueltos para dentro, a fuerza de disimular en un inútil gesto de discreción. ¡Lo odia!

¿Cómo se pueden recoger las palabras? ¡Qué absurda expresión la tantas veces oída en la vida pública! : "Retiro lo dicho". No, no es posible tender la mano para que en ella se posen las palabras imprudentemente pronunciadas.

De súbito se detiene en la puerta del salón. Mira a María Soledad, abrumada, con el perfil de dibujo tan fino que parece una niña, con las dos trenzas que le caen por el pecho para alivianar la cabeza de su carga, tan color de rosa al reflejo de la lámpara, tan frágil, reclamando seguridad y terneza.

¡Pichona! Suave y profunda oleada lo invade y se retira luego, llevándose a sus profundidades algas de porfiando insomnio, terrores de fosforescentes velámenes fantasmas. ¡Pichona! Siente que la ternura lo anega en tranquilizadora tibieza. Sí, lo único cierto es el amor que le tiene, su infinito puro amor.

¿Llueve? No, no llueve. La Mademoiselle lo anuncia a gritos:

¾¡No llueve!

Solita responde al conjuro cruzando como un jovial bólido hacia la ventana, abre los postigos de par en par, corre el visillo, pasa las manos por el vidrio empañado, pega la nariz a esa superficie momentáneamente aclarada que se empaña de nuevo con el hálito de su voz gritando alborozada:

¾No llueve... No llueve más... No llueve...

 

 

 

 

15

 

 

¾A cara limpia son lo que son. Con cuatro letras se les da su nombre. Y valen más que tú. Tienen por lo menos la valentía de su oficio. Se ponen fuera de la sociedad, lo que ya es una forma de aceptar sus reglas, no pretenden que se las considere "señoritas". Hacen lo suyo, se las paga y todos contentos.

¾Eres un asqueroso. Un roto inmundo. La tonta fui yo que te creí un caballero ¾dice con ira Paca Cueto.

¾No, mi hija, lo que me creíste fue un buen leso que se iba a tragar todas tus historias, junto con las de tu tía Catalina y que de puro releso iba a terminar por casarme contigo.

¾¿Yo? Casarme contigo... Te he hecho un favor al llamarte roto inmundo; lo que eres es un bribón piojiento, eso, una porquería... ¾la enreda tanto la ira, el presentimiento de su fracaso, que ya no acierta con qué palabras herir. Las quisiera afiladas navajas, dilacerantes, como garfios, y su inquieto furor las adivina faltas de eficacia.

Juan Antonio Méndez, con la cabeza gacha, la mira por entre los párpados, tan correcta en su sillón, tan vestida a la última moda, tan señorita de sociedad pueblerina, que es decir cifra y resumen de toda casta pulcritud. Y se advierte a sí mismo, frente a ella, un poco despatarrado, porque no sabe sentarse de otra manera, pero también muy correcto. Por encima de las barbas de la urbanidad se apedrean los seres primitivos que se esconden tras ellas. Ambos están liquidando cuentas, la corrección a comenzado por huir aterrada de sus palabras, de pronto le da mucha risa pensar que en cualquier momento puede desaparecer también de sus maneras. No perderse como es natural y frecuente que entre ellos se pierda, sino por mandato de la violencia, que Paca Cueto le tire por la cabeza el florero que tiene al alcance de la mano, en el velador, o que sea él, quien, exasperado, le dé un sopapo en medio de los hocicos vociferantes.

En esta habitación circunspectamente burguesa, llena de detalles que indican la presencia de una señorita, acaso con demasiada precisión ¾los voladitos de tafetán, los cojines pintados a mano, las pantallas, las muñecas, los lazos de tul¾, tiene su realidad parte de la vida soterrada de Juan Antonio Méndez. La casa de Paca Cueto y el hotel están vecinos, el portón de la casa de Paca Cueto y el portón del hotel están lado a lado. Es tan fácil equivocarse a veces, hurtar miradas, en especial con la cómplice tercería de la medianoche; empujar el obediente postigo, hallar dentro una puerta solícita y después la jugosa realidad de una boca que sabe prodigarse en lentos besos succionadores, un cuerpo elástico que las manos febriles van modelando en instantáneas exploraciones, cuerpo que se hurta, que retrocede, mientras las manos de ella, de Paca Cueto, parecen alejar todo contacto.

La presencia de la mujer y su aura, su hueco cálido dando sentido animal al aire, están ahí, y el hombre la busca a tientas y su segura ceguera la halla, se le adhiere, presiona la insolente valentía de los pechos, la intimidad de los muslos escurridizos, naufraga en su cabellera, ahogándose en el vaho de su perfume, no ya olor de flores, sino emanado directamente de la hembra. Ella gime su gozo y Juan Antonio ya no sabe en qué vórtice se halla, por qué delirante espiral es absorbido, cada vez más alto, a sacudones que afinan sus nervios y le empujan a un solo instante, tan mezquinado en su plenitud, que ya parece sumirse en los deliquios de la nada para desvanecerse en una caída vertical, que lo derrumba junto al otro cuerpo, relajado y humedecido por súbito relente, que trasciende y con violencia se torna insoportable.

Paca Cueto ya está lejos. Ya ha vuelto. Ya está ahí, alargada, un poco mimosa, un poco tierna, un mucho incoherente, pero con toda la precisión de su lucidez.

 

 

 

 

De una infancia pasada en la miseria se le resabian dolorosos recuerdos. A veces esa lejana criatura que se llama la Pancha, y que arrastra unos zapatos rotos para ir al despacho de la gran ciudad nortina, en busca de un cinco de queso y un cinco de pan y una vela de diez, le parece tan ajena y sin relación con ella, que se desconoce a sí misma. En el cuarto la mamita y la tía Cata se afanan sobre las impersonales camisas de hombre, porque si no entregan en la tienda las docenas correspondientes a la semana, merma la entrada, y en relación aumentan los apuros de fin de mes para pagar el alquiler. Por lo demás, se vive al día.

¾¡Pancha!... ¡Pancha!... ¿Dónde estás, condenada? Anda al despacho y te compras un veinte de queso y un cinco de pan, y ají y cebolla, otro cinco...

Se compran pedazos de queso y de carne, chocosos y pan chileno, porotos y grasa.

La tía Cata va y viene de la tienda a la casa trayendo los paquetes con camisas. La mamita y la tía Cata hilvanan piezas, cosen a máquina, planchan, orillan ojales. A las doce llega violento el mediodía acuciado por el largo ulular de las sirenas. Generalmente es la tía Cata quien dice:

¾Hay que mandar a la chicuela a mercar algo para el almuerzo.

¾Sí, que compre cualquier cosa. ¿Dónde andará esa desgraciada? Ya debe haber vuelto de la escuela. ¡Diablo más ocioso! ¾y torna a su trabajo, con una especie de frenesí, de ausencia, anulada para toda otra idea que no sea coser, coser, coser, pespuntar camisas, plancharlas, reunir dinero, vivir, "ir tirando", con mecanizada economía de movimientos eficaces, fijos los ojos en aguja, empalidecida la cara que debió ser bonita y ahora es borrosa, con su piel suelta y cerúlea, desparramada en una matinée que en alguna época fue su lujo de novia y ahora es su inadvertida comodidad. Por dentro, con igual tozudez, le trabaja otra idea:

¾Porque alguna vez se cansará de ella y es claro, se acordará que tiene mujer y entonces al lindo se le ocurrirá allegarse por estos lados, y es claro que va a tener que oírme, pero es claro también que al fin las cosas tendrán que arreglarse porque para eso una es la mujer legítima, pasada por el civil y la iglesia, y la otra una pura chusca sinvergüenza. ¡Je! Habrá mucho que hablar. Claro que vendrá con palabritas dulces, pero lo que es yo...

Así lleva cinco años. Al principio se detenía de súbito para prestar oído a los pasos que andaban por el corredor del conventillo. Como también volvía sofocada y llena de ansiedad de la tienda, preguntando al entrar, a la vez que con una sola mirada la desengañaba el desmantelado cuarto:

¾¿No ha venido nadie?

¾Nadie. ¿Esperas visita? ¾La tía Cata la miraba con sorna y la otra, muy roja, doblaba el manto y decía al descuido:

¾Nunca sabe una si puede llegar algún conocido...

Ahora no hace pausas en el trabajo. Tampoco se mueve de la casa, dejando desvanecerse el tiempo en descoloridos calendarios. Cada vez está más gorda, más morbosamente empecinada en su trabajo, más secretamente roída por lo que le anda por dentro.

¾Pareces máquina también ¾dice la tía Cata.

Es la tía Cata la que va ahora a la tienda. La cara de ratón se le va haciendo rugosa, llena de melindres e irrazonados terrores. Y como se va quedando cada día con menos vista, halla más cómodo el cuarto, no arriesgarse entre los tranvías que le producen desazón, ni menos aventurarse por las calles del comercio cada vez más bullangueras y aturdidoras. Al fin y al cabo, la Pancha está ya grande y puede encargarse de eso, ahora que ni siquiera va a la escuela.

 

 

 

 

La Pancha halla en el centro de la ciudad su razón de ser. Los escaparates con su deslumbramiento; la entrada de los teatros, tras la que se adivina una vida de ensueño; los pórticos de las iglesias, algo amedrentadores en su severidad, pero llenos de misterio; los paseos en la plaza mientras una banda llena los ámbitos con la rechinante claridad de sus bronces; la ligera felicidad del organillo que desparrama por las calles los acordes pegadizos de El vals de las olas. Tiene quince años maravillosamente espigados, una piel exacta para contenerla, unos enormes ojos amarillos con felinos reflejos y una pesada cabellera rebelde. Parece un altivo animal salvaje, paseando por la ciudad, sin apuro, dueño de sí mismo, silencioso y eléctrico. Siente esa fuerza desparramada por la sangre, endureciendo sus formas, haciendo a veces anhelante su respiración.

Huele a sombría montaña solitaria. Las mujeres la miras curiosas y en suspenso. Los hombres, indefectiblemente, reciben en lo profundo de su raíz el choque de esa vibrante vitalidad en que flamea el llamado inaudible y eterno.

Recuerda algunos rostros. Sobre todo el primero, un adolescente rubio y flaco, increíblemente torpe, y al que ella, con la certeza de su instinto, tuvo que enseñar tantas cosas, sabidas desde siglos. Lo recuerda lloroso, balbuceando:

Te adoro..., te adoro...

Para ella el ritual del sexo no es muy distinto que el de comer. Cumplida la necesidad, una grata modorra de oficio que digiere su presa le ablanda las carnes abriéndolas al sueño. Sí, es agradable dormir un rato. Pero por lo general el hombre anda con apuro. Recuerda al adolescente, como también recuerda al primero que le dio un billete: un gringo que le regaló diez pesos, después de observarla largo rato y casi solemnemente, para acabar diciéndole:

¾Brutal..., eso eres: brutal. Bruto, un bello bruto hembra.

Ella no entiende y mira pensativa el billete, sin acertar aún la relación que puede haber entre él y lo que acaba de suceder.

¾¿Te gustaría venir a mi casa? Vivo con otros compañeros, gringos como yo. Nadie nos molestaría. ¿Quieres?... ¾hay una nota de súplica en la voz del hombre.

Ella lo mira; sentándose bruscamente, sigue mirándole, juntas las piernas, los codos sobre los muslos que presionan las nalgas elásticas, precisas, firmes los senos, la barbilla adelantada, en actitud de idolillo pagano, mientras los ojos se agrandan con su mirada amarilla de gata.

¾¿Me darás otro cada vez? ¾pregunta.

Acaba de enterarse de que puede tener un precio. A la mamita y la tía Cata es fácil engañarlas: se ha subido la paga a las costureras, en especial a las de camisas. Tiene un trabajo en un negocio. Después es cajera en una tienda. Como el cuarto le queda lejos, hay que cambiarse. Viven entonces en una casita de obreros. Ahora ha encontrado un nuevo empleo y gana más. No es necesario que trabaje la mamita ni tampoco la tía Cata. La mamita protesta. Ella tiene que trabajar. No es sólo cuestión de dinero: ¿con qué va a defenderse de la desesperación y la desesperanza? Pero la tía Cata sonríe con su cara de ratón viejo, frunce el hociquillo, mira por sobre los anteojos y se echa a la buena vida de levantarse tarde, de evitar las corrientes, de salir a dar una vueltecita por el barrio hasta la capilla de las monjas, de hacer algunas amistades y de decir alguna vez, así, al descuido:

¾Hay fresas ya... ¾o decir¾ Creo que este vestido se me está poniendo muy feo el pobre.

La Pancha no necesita mayores sugerencias y la tía Cata sabe que al día siguiente habrá fresas para postre, venidas no se sabe de dónde, o le regalarán un traje que no hay por qué averiguar cómo se paga.

La mamita sigue pedaleando frenéticamente y frenéticamente engordando, sofocándose, lloriqueando su insomnio. Hasta que termina por ahogarse de veras y hay que llevarla a las Asistencia, y ahí muere, sin volver del soponcio, medio a medio de su sueño, esperando al marido, pespunteando camisas de hombre igualmente ausentes e imposibles.

Cambian de casa. Ahora es un barrio céntrico, cerca de un umbroso parque cruzado de niños, y sostenido por pájaros al amparo del cerro.

La Pancha ya no habla de empleos. La casa muestra un ancho zaguán y una salita que da a la calle; luego hay más piezas cerrando el patio y un pasillo que comunica con el fondo, dominio recoleto de la tía Cata y la sirvienta. Porque tiene una sirvienta, que pronto aumentan a dos. Aparecen muebles flamantes. La Pancha estrena trajes, sombreros, relucientes botitas, coquetos boas y manguitos. Tiene veintidós años aureolados de esplendorosa belleza. La anchura del zaguán a horas discretas da paso a discretísimos señores. Después hay otra casa, un chalet en una avenida espesa de árboles. Aquí no llegan discretos caballeros a horas discretas, sino que abiertamente en su cupé, o manejando el tronco que arrastra el tílburi, llega un hombre extranjero, de espaldas anchas y anchas pródigas manos. La Pancha vive su gran época. Viaja, tiene propiedades, bonos, vestidos, coche; va a los teatros, se interesa por la lectura, descubre, sin demasiado asombro, la vida del espíritu.

Un día cualquiera, este ser hecho para el goce y que a través del goce, identificada con su amoralidad, vive del goce, empieza a vislumbrar y a desear el remanso de la paz burguesa, con casa propia, marido, hijos, amistades, respeto. Eso, respeto... Ser "una señora respetable". Es una sed, casi sensual, de respeto.

Cuando este cuadro se ha definido ante sus ojos, empieza con sagacidad a buscar los medios de realizarlo, Su olfato animal la guía infalible: ante todo desaparecer, eclipsarse, irse lejos, romper todo vínculo, purificarse en una ausencia indeterminada y esperar. Cuando la crisálida rompe su capullo, se llama Paca Cueto. Y una laucha gris la acompaña: la tía Catalina.

La vida de pueblo es monótona, pero no hay más remedio que encajarse en ella, hacerse un sitio mediante el manejo de pequeños subterfugios, penetrar en el receloso círculo social trashumante, ir allegándose hasta lo que se considera más representativo: la gobernadora, la señora del juez, la coronela. María Soledad constituye el modelo de su ambición, Doña Batilde le inspira el terror que siente el gato montés bajo la sombra del águila. Y lo curioso es que si pudiera conversar alguna vez con Solita, tendrían mucho que decirse sobre los Smith, inasibles personajes de leyenda de ambas.

Tía Catalina con paciencia de laucha roe una historia que ya no se le antoja del todo imaginaria. Se han venido a vivir a ese pueblo porque más al sur está el fundo que ella heredara de su madre, abuela de Paca, 1o que hace más fácil su administración. De las propiedades de la capital cuida un viejo amigo de la familia. Viven en una de las casas más importantes del pueblo, construida por colonos franceses; disfrutan de comodidades y de un grupo de amigos formados a su alrededor, sin el menor sentido de afinidad ni selección, sino amasado por esa mezcla de aburrimiento, curiosidad y malicia que urde las costumbres de las gentes pueblerinas. Con fino sentido oportunista Paca Cueto se expande en su nueva existencia. Hubiera sido menester una mirada demasiado fina para descubrirle las fallas y los renuncios. . Su natural inteligencia sabe callar ante los temas desconocidos, tomar frente a ellos la actitud levemente irónica del que reserva su opinión. Con tácita complicidad deja a tía Catalina desbordarse en explicaciones de abolengos y talegas. Su reino está en el traperío y por ese lado rompe todas las resistencias, hasta ser considerada árbitro de la elegancia. Cuando Paca Cueto sienta cátedra circunstanciando los plisados y los ruches del traje de la Sara del Camino en aquella función de gala del Municipal, o del calado de los mitones que en otra ocasión memorable llevaba la Inés Arayagaray, las mujeres, de la coronela para abajo, la oyen embobadas, retenido el aliento y sin osar interrumpirla. Y como es generosa, todas sus amigas tienen siempre algo que agradecerle, por los regalillos que constantemente les hace.

Los hombres siguen perdiendo el compás al encontrarse frente a ella; pero su actitud es tan correcta, tan sin coquetería individualizada, prefiere en forma tan ostensible la sociedad de las señoras de respeto, que se la mira como a la inaccesible y tentadora fruta de hermético cercado.

Y ella, ella, Paca Cueto, la que fuera la Pancha, dentro de si misma, en sus tuétanos y en sus entrañas, ¿cómo se adapta a esa vida?

En el primer tiempo, bien. Porque en el nuevo escenario es preciso moverse con cautela y toda su terca voluntad de mujer está polarizada por el deseo de ser tan señorita como la que más, ganarse las gentes, sin prisa, con tino tal para lo que se debe hacer o decir, que a ella misma la sorprende. Después no tiene que tomarse ese trabajo que la costumbre vuelve mecánico.

Entonces Paca Cueto comienza a sentir el hervor de su sangre, tensa la piel, fosforescentes las amatistas de los ojos, entreabierta la pulposa boca de niña, revive la presencia inmanente y turbadora de los hombres, rodeada de espesos recuerdos. Tiene una alarma de terror, porque desde profundos estados de tierra la Pancha, en irrupción casi sísmica, amenaza aflorar de nuevo.

Los hombres la miran desorientados, percibiendo tras la impedimenta del señorío el llamado ancestral. Las mujeres también la miran algo extrañadas de su aire ausente y de la reconcentrada malignidad que a veces chispea en palabras aisladas. El destino la coloca en los brazos de Juan Antonio Méndez al bailar un vals garabateado de cursi sensualismo. Casi no se miran, entreverados por las ondas musicales que los aprietan en su nudo. Bailan de nuevo. Después el joven le trae un refresco. Luego las acompaña a tía Catalina y a ella hasta la casa. Todo tiene una corrección inobjetable, hasta el tono cortés con que Juan Antonio pregunta:

--¿Puedo pasar algún día a saludarlas? --casi más dirigido a la tía que a ella.

Ese día --el siguiente se hallan acostados en una chaise-longue, entre una ventana velada apenas-por un visillo y una puerta abierta al patio. Tenía que suceder: sucede.

Siente de inmediato una reacción en que se mezcla sorda ira contra sí misma, espanto de que alguien se haya enterado de "eso" y rencorosa antipatía contra Juan Antonio. Pero estos últimos sentimientos desaparecen en cuanto la presencia del joven la precipita en sus brazos. También se desvanece el terror de llevar "eso" punto menos que escrito en la frente. Sólo permanece en pie la ira sorda contra sí misma, que se aleja como tormenta de verano al verse siempre, con todas sus conquistadas prerrogativas de señorita de sociedad pueblerina y que tiene, además, ahora, la perspectiva de un marido. ¿Por qué no?

Juan Antonio, grandulón, desmañado, brutote, a topadas con todo, hablando de repente en huaso, reidores los ojos, mascando caramelos, engolosinado con fritangas reposteriles y causeos, manejable, diciendo siempre que sí, respetuoso de las fórmulas, con los bolsillos llenos de billetes y un especial malabarismo para hacerlos pasar a la cartera de Paca Cueto...¿Por qué de este joven no puede hacerse un excelente marido?

A veces la desconcierta. Por ejemplo cuando dice:

--Ese pariente tuyo que me contó tu tía Catalina que fue ministro de corte... --y hay tanta luz de malicia en sus ojos perdidos en la red de finísimas arrugas, que Paca lo mira recelosa, encogiéndose al fin de hombros, vagamente inquieta.

O cuando pregunta:

--¿No es el mismo colegio de monjas en que tú te educaste?

Tía Catalina no lo quiere. Le huye como a gato retozón, acentuándose su parecido con una laucha despavorida. Juan Antonio tiene una manera especialmente cortés para tratarla. Demasiado cortés. Desconfía de sus "Misiá Catalina", como de un trozo de queso con el veneno dentro.

Lo que piensa tía Catalina nadie lo sabe, ni siquiera Paca, y eso que en casi todo se entienden por un código de tácitas actitudes. Lo que piensa y lo que siente Juan Antonio, ella cree saberlo. Pero tendría que emplear para definirlo palabras de la Pancha que a Paca Cueto le están rigurosamente vedadas.

¡Tan lejana ahora la Pancha zaparrastrosa, corriendo por la calle del suburbio en busca de un veinte de queso, un cinco de pan, y otro cinco de ají con cebolla! ¡Qué lejos!

Le parece balancearse adormecida en una hamaca, con el aire que apenas mueve las hojas, y un pájaro obstinado en repetir la misma escala que se corta con exactitud en la misma alta nota. Una paloma torcaz arrulla su mansa queja. ¿Una paloma .torcaz? No, no, ella misma, su cuerpo ahíto, su corazón ahíto, su vida toda ahíta, ahíta. Tiene una dulce paz en las venas y sosiego en el pensamiento. Se balancea pensando que no está pensando en nada, aunque tal vez piensa que para el pájaro no puede haber una nota más alta, que el viento hace un rumor de fresca agua de surtidor entre las hojas, que en el corazón le arrulla una quejumbre de torcaz en celo.

Y de repente despertar a esta pesadilla: Juan Antonio se casa. Tiene una novia. Se va a casar con esa novia. Hija de un amigo de sus padres. Dieciocho años. Linda. Entonces, es claro, sólo Paca Cueto puede seguir guardando compostura en la actitud, mientras la Pancha, desgarrada y greñuda, vocifera con su boca reconquistada.

Juan Antonio está muy incómodo en el sillón lleno de tallas que, según él, sólo sirven para hacer doler el espinazo.

--Mira, chicuela, lo mejor es que terminamos como amigos. Nada se saca con que nos acaloremos los dos... Ni con que me digas insolencias, ni con que yo te diga muchas cosas que al fin y al cabo no quiero decirte. Lo hemos pasado bien, rebién diría yo, para ser justos. Ahora cada uno en su casa y santas pascuas...

--Eso es lo que te crees tú. No- sabes con quién te has metido. Insiste en casarte y verás no más lo que te pasa. Donde sea he de gritarle a esa tipa lo que eres.

--Mira, Paca, no te hagas la loca, porque te puede salir la chascuda. Te lo digo por tu bien. Déjate de leseras. Siempre has .tenido harta cabeza para tus cosas. ¿Qué vas a sacar con un escándalo? Aquí., mal que mal, tienes tus amistades, la gente te quiere, cree en ti. ¿Vas a sacar algo con que sepan que has sido mi lacha?

El iris dilatado le llena de iracundo amarillo los ojos. Todo ella es nudo de ira que grita:

--¿Y qué hay con eso? Tu lacha, pero bastante más decente que otras. Yo no tengo que darle cuenta a nadie. En cambio tú..., tan futre josefino, con tus miedos del porte de la catedral, de que no vaya a saber nada tu mamacita, tan santa ella, ni tu papacito, tan sumamente caballero... No creo tampoco que a tu novia, tan viajada y tan cumplida, le vaya a gustar demasiado saber que andas con mujeres: que he sido tu querida, que soy tu querida, que seguiré siendo tu querida... ¿Entiendes? Porque no te vas a deshacer de mí, eso te lo juro: serás el marido de la otra, si es que al fin llegas a casarte, pero a mí me tendrás en la sangre --¿entiendes?--, porque ninguna mujer te podrá dar... --jadea. No logra seguir hablando; no lo logra, pero concentra toda su desesperación apasionada en los ojos que se entrecierran coléricos.

Parece una máscara, una gorgona en afán de maleficio. Juan Antonio siente al principio un tenue miedo, la repugnancia de algo insalvable que fuera a caer sobre él. Paca Cueto le sigue mirando, entrecerrados los párpados; súbitamente toda ella se reblandece, se deshielan las líneas de ira en relajada expresión de gozo. Los labios se abren, la nariz se afina. Como una muerta. En la suprema muerte del gozo. Como tantas veces la ha visto bajo él, en la delirante agonía de la coincidencia sexual. Es entonces, al mirar Juan Antonio esa máscara patética, cuando el vagaroso miedo estalla en pavor, porque advierte que Paca Cueto ha dicho la verdad. Nunca podrá deshacerse de ella. Nunca. Ni la novia. Ni la esposa. Ni los hijos. Nadie. Nada logrará hacerlo.

El centro de su vértigo vital será siempre esa mujer que está frente a él. Súbitamente recuerda la voz de doña Batilde, que una vez dijo: "Esta es de las capaces de dar bebedizos..."

Capaz. Sí. ¿Por qué no? ¿Le habrá dado algo? Siente una náusea que le voltea el estómago. Se pone de pie. Paca Cueto sigue mirándolo. Le tiembla la boca. Tiene un desolado mirar en los ojos. No. No quiere hacerlo. Se acerca reteniendo los pasos. Pero sabe que lo va a hacer. Se duplica su angustia al hacerlo. Pone una mano sobre la cabeza de la mujer. La otra mano, morosa, acaba por apoderarse de un seno. Lo demás, sabe también que no quiere hacerlo, pero que fatalmente lo hará.

Esto pasó, ¿cuándo pasó? La noche del lunes. Afuera llovía. Se repitió la noche del martes. Llovía afuera. Hoy es viernes. Llueve. Está casi seguro de que fue el miércoles cuando no se fue a su alojamiento del hotel. Que amaneció entre unas pieles de vicuña, desnudo, junto a la mujer desnuda.

Se oía el golpeteo de la lluvia torrencial. ¿Para qué irse?

--Que no nos molesten, chinita...

Oyen el fonógrafo, comen, se entrelazan en frenéticas posesiones. Duermen, profunda, mineralmente. Afuera llueve. ¿Qué día es hoy? Sábado. Sábado por la mañana. Sábado por la tarde. ¿Llueve? No, no llueve.

--¿Te vas? ¿Adónde te vas? ¿Por qué te vas? Por favor, no te vayas. --No seas loca, chinita. Tengo que irme. No llueve. Voy a dar una vuelta. Tengo que ver si hay novedades en el fundo. Hay que seguir viviendo, pues...

--¿A qué hora vas a volver?

--No lo sé. A la de siempre, quizás. Voy a ir al hotel, alcanzaré al club. Tengo que ver si hay cartas...

--Cartas..., claro..., de la novia..., ¿no es eso?

Juan Antonio está frente a ella, oye su respiración entrecortada, ve el resplandor de gato en los ojos. Está tranquilo, ajeno a esa mujer. La mira con cierta sorprendida curiosidad. La siente ya recuerdo. Nota las sombras azules que le rodean los ojos. Y un lunar, no, una mancha, una redondela de menudas manchas en un hombro. La marca de un mordisco. Se le ríen los ojos, pero como si estuviese constatando la obra de otro. Afuera ha parado la lluvia y hay silencio en el aire. Así está él; lavado, limpio, nuevo. En contraste, el denso olor adherido a las paredes persiste en su llamado pecaminoso. Algo dentro de él clama por la paz que adivina fuera, alivianando sus huesos.

Paca Cueto recupera de golpe su faz de gorgona:

--De la novia..., claro...

Juan Antonio la mira, levanta casi invisiblemente los hombros y con evasivo gesto de la mano dice:

--Hasta luego --y recupera el frescor de la calle.

 

 

 

 

16

 

 

Los zapatones que le asordan los pasos pisotean el último resto de prudencia. Ahora sí que se revela un auténtico animal selvático rastreando la presa. Sobre los hombros se ha echado un pañolón de tía Catalina, arrebozándose en él como las mujeres del campo. Es más de medianoche y el pueblo se arreboza también en las sombras, lo que no obsta para que Paca Cueto camine sin vacilaciones hasta alcanzar el club.

La puerta alarga su bostezo noctámbulo, pero por más que atisba adentro, no ve a nadie a quien poder preguntar por Juan Antonio.

Porque ella necesita saber de Juan Antonio, verlo, hablarlo, retenerlo bajo la seguridad de su presencia, inmovilizarlo con el poder de su mirada, anularlo. No son la Pancha ni Paca Cueto quienes reaccionan en ella, separadas o juntas, sino un nuevo ser que acaba de manifestarse arrebatado por fuerzas obscuras en su fatalidad.

Un mozo cruza la galería y lo chista. El hombre se detiene asombrado, como si fuese un farol o un banco quien lo chistara; hace un gesto entre despavorido y doméstico, queriendo expresarle que aguarde un instante, desaparece con la bandeja que lleva y regresa al punto.

--¿Qué se le ofrece, patroncita?

No vacila al responder:

--¿Está don Juan Antonio Méndez?

--Yo creo que ya se retiró.

--Vaya a ver.

--Pero pase no más --insinúa el mozo, completamente desconcertado--, está muy frío el relente...

--No importa, esperaré aquí. Pero vea bien si está, y si lo encuentra, dígale que venga, que lo necesito.

Aquello ya trasciende las entendederas del mozo, que entre atribulado y turulato, pregunta con irrefrenable curiosidad:

--¿Pasa algo?

--No, nada --y rabiosa de pronto al advertir la trasgresión del otro--: Haga lo que le he dicho.

En abierto contraste con su reciente imperio, aguarda como una miserable, pegada friolenta al quicio de la puerta. Vuelve el mozo, anulada ya toda facultad de juicio por el fracaso de su misión.

--No está, patroncita. Bien le había dicho yo. Se jue hace rato.

--Gracias...

Y de nuevo se suma a la sombra de las calles que la humedad hace resbalosas, entre el intolerable olor de la madera mojada, el frío aire que afila sus cuchillos en los lejanos glaciares y la sorda persistencia de los goterones.

De inmediato deduce Paca Cueto la conclusión indiscutible: Juan Antonio está en casa de la Moraima. ¡Asquerosos de hombres! No saben otra cosa. Remoler. Tapar con mentiras las mentiras de sus días. Bien sabe ella que la mitad de los hombres que tienen habitaciones en el hotel, que oficialmente viven en el hotel --empleados de banco, de reparticiones fiscales, maestros, hacendados--, en verdad se alojan en casa de la Moraima, donde la comida es mejor, la cama más blanda y la compañía más grata... ¡Asquerosos! Por lo menos es de esperar que Juan Antonio no esté revolcándose con alguna de esas chinas mugrientas. ¡Oh! Un escalofrío de asco le crispa la piel. Apura el paso. Se acerca a la estación, pasa frente a los figones de los que fluyen vaharadas de comidas frías, soeces, como malas palabras. En las chinganas se encona un obstinado tamboreo. Algunas puertas amarillean de luz. Ya se divisan los faroles que anuncian la casa de la Moraima.

Tampoco aquí vacila. Su impulso interior suple a toda voluntad consciente. Entra.

Pero la inocencia de Tom está alerta para todos los imposibles, y aunque se agranda el blanco de sus ojos en ligero asombro, se le cruza al paso y con su voz amerengada pregunta:

--¿Amita quere algo?

--¿Dónde está don Juan Antonio Méndez? --interroga violenta.

--Yo no saber --contesta el negro con el sentido del secreto profesional de los de su oficio.

La galería está iluminada. Se oyen voces y una mujer canta "Fru-Fru"... En seguida se orienta. Al fondo tienen que estar los salones y los comedores. Paca Cueto quiere seguir el rastro que le asegura la vecindad de la presa. Pero no cuenta con Tom, que pasa ante ella, fiel custodio de, las prohibiciones ancestrales.

--No --dice moviendo la cabeza, mientras los ojos blanquean por completo--. No --repite, agrandando la dilatada curva de su sonrisa--; amita no entrar. Feo, feo; amita no poden entrar...

Pero Paca Cueto hace un esguince --también ella es felina y primitiva-- y ya está corriendo galería adelante adonde su destino la tienta. Tom la alcanza y, sin mayores exquisiteces, sin brutalidad tampoco, mecánicamente, la agarra por la cintura, la voltea en el aire y regresa con ella en vilo hasta el zaguán. Paca grita, tironea de las motas al negro, lo araña. Vocifera:

--Suélteme, negro inmundo, negro chancho. ¡Suélteme! ¿Cómo se atreve a tocarme? Suélteme...

Le es imposible a Tom obligarla a callar: entonces le echa por encima el rebozo. La mujer sigue gritando ahogadamente. Una puerta se abre y asoma una cara curiosa a ver qué sucede. Del comedor salen algunos. La voz deja de cantar "Fru-Fru". Dentro de las habitaciones se nota el interrumpido ritmo de la jarana que no acierta a concertarse de nuevo. Hay silencios parciales, asordados de alarma. Es un hecho tan extraño el que. sea una voz de mujer la que escandalice, que la Moraima abandona sus alturas y aparece la primera, para ver qué sucede. Juan Antonio está también allí, y Zenón Cortés y Luquitas Rodríguez.

--¿Qué pasa? --pregunta duramente la Moraima.

--Amita, esta amita querer entrar y yo decir que no y ella gritar entones.

--¿Quién es? --inquiere Luquitas, todo desgonzado de nervios--. ¡Ah!, por Dios, que no grite más, que me va a dar algo...

--No es nada --asegura la Moraima, que sabe remansar las más encrespadas borrascas con su sola presencia--. No hay para qué asustarse. Es menos que nada.

Juan Antonio se adelanta y va a hablar. Pero la Moraima lo mira, lo clava en su sitio y, sin dejar de dominarlo con los ojos, dice una palabra a Tom, una palabra que parece que no hubiera dicho, tan inaudible ha sido, y el negro casi con movimiento de escamoteo, toma de nuevo a Paca Cueto en vilo y la mete en el escritorio, donde siguen apelmazándose sus gritos ahogados por el rebozo.

--¿Si ustedes fueran bien dijes y volvieran a los salones? --propone la Moraima con tal imperio en la cortesía que todos obedecen, aun Luquitas Rodríguez, demorándose y mirando atrás, engarabitado de curiosidad y susto. Ella misma los acompaña entre Zenón y Juan Antonio. Posa una mano en el brazo de uno de los jóvenes, la otra en el brazo del otro, equitativa en el favor, acorta el paso y murmura:

--Váyanse dentro y en un rato más vengan a mi escritorio. Y me mandan por favor a Choclito.

Luego dice al mulato:

--Que la Malena atienda a Luquitas Rodríguez. Sírvele fuerte. Coñac o pisco. Hay que emborracharlo. Por cuenta de la casa. Entendido, ¿no?

--Está bien, patrona.

La Moraima entra en el escritorio y cierra la puerta.

--Suéltala --dice a Tom.

Paca Cueto se alza, separa las greñas que le cubren la cara, muestra los ojos estrábicos y la boca de pulpa temblorosa en que se hunden los dientes en busca de un dolor que la alivie.

--Negro de mierda --dice al fin.

La Moraima preguntar

--¿Tienes mucho interés en que todos sepan que eres la Pancha?

Le parece que regresa de una pesadilla y que su punto de llegada es el Infierno. Así de exacto, de inexorablemente preciso debe ser todo en el Infierno: como la dura expresión de la Moraima, que la mira severa; como la ineludible vigilancia de Tom, que a su lado atisba su menor movimiento. ¿Qué ha hecho? Desde la hora en que Juan Antonio habitualmente llegaba a verla y en que no llegó; desde que empezó a trabajarla la desesperación de que se hubiera ido, de que estuviera ya en el fundo, de que desde el fundo se fuera a una estación cualquiera a tomar el tren en busca de "la otra", de la novia, de que jamás volvería a verlo, perdido, perdido para siempre, de que otra mujer fuera la suya bajo el calor de sus caricias, otra que no ella condenada a consumirse en el abandono, a retorcerse de celos; desde esa hora ardiente e imprecisa: ¿qué ha hecho?

--¿La Pancha? --pregunta estúpidamente.

--La Pancha, sí. A estas alturas no valen hipocresías --advierte con tajante tono la Moraima--. ¿Qué loca te ha dado? ¿Es que crees que formándole pelotera, desacreditándote tú misma a gritos, vas a tenerlo más seguro? No seas imbécil.

Las palabras rebotan inoperantes sobre su insensibilidad. Paca Cueto la mira verdaderamente imbecilizada. En la barahúnda que tiene en la cabeza nada le parece extraño: ni esta habitación hasta hace un minuto desconocida, ni el negro portero que ya forma parte de la fatalidad, ni la propia Moraima sentada en un sillón, hablándole como si todas sus vidas fuesen una sola, transcurrida de coloquio en coloquio.

Maquinalmente se arregla el pelo; se mira después las muñecas que le duelen y en las que aún perdura la huella de unas manos inexorables, y es tan fuerte el escalofrío que la recorre, que también maquinalmente busca otro sillón y se deja en él.

-- Vete fuera y que no entren sino don Juan Antonio y don Zenón.

Quedan solas. La Moraima ¿no será su propia imagen actual, aquella que ya no es ni la Pancha ni Paca Cueto y que participa de la vida desgarrada de la una y del señorío pueblerino de la otra? Está recogiendo imágenes, palabras, gestos. Le castañetean los dientes. No puede remediarlo.

--Como sigas así haré que Tom te eche un balde de agua por la cabeza --advierte la Moraima.

La amenaza concreta súbitamente la tranquiliza: por lo menos no tiembla y logra hablar. Necesita informarse. Anhelante pregunta:

--¿Qué ha pasado?

--Es lo que quisiera preguntarte. Has llegado aquí a gritos, queriendo entrar en busca de Juan Antonio, y has formado un tremendo escándalo. Menos mal que nadie te ha visto la cara..., que bajé yo a tiempo...

--Se casa --explica Paca Cueto sombríamente, con la curiosa impresión de que siempre han conversado sin ambages, que toda su vida no ha sido sino una ininterrumpida confesión con la mujer que está ahí, cómoda en su bata y que comienza a fumar.

--¿Y? Eso tenía que pasar cualquier día. Es nuestro destino. Pero con gritos no vas a conseguir otra cosa que perderlo de inmediato y hasta puede que para siempre. Nunca debiste hacer esto. Hay que jugar limpio, respetando las reglas del juego.

--¿Qué debí haber hecho, entonces?

--Seguir siendo la Paca Cueto, tragarte la pena y los celos y, con el mismo modo de todos los días, no dejar por nada que perdiera la costumbre de estar contigo. Frente a todo el pueblo y por él mismo, tanto como por ti, necesitas ser siempre la Paca Cueto, ¿entiendes?

--Sí... --asiente a cabezadas, porque de nuevo le castañetean los dientes y los escalofríos le espeluznan las carnes.

--Vamos a ver cómo arreglamos este asunto. Espera.... Tú has tenido un ataque de sonambulismo, sí, esto puede servir. Hay que echar a rodar la noticia por el pueblo. Mañana te quedas en cama. y llamas al doctor. No des demasiadas explicaciones, ni menos pienses en justificarte. Pasa unos días sin asomar por la calle. Te duele la cabeza, no puedes sentir ni un ruido porque te rompe los nervios, no puedes casi abrir los ojos. Déjame a mí... Y que tu famosa tía Catalina, que es rematada de tonta, no vaya a meter la pata...

Golpean a la puerta. Son Juan Antonio y Zenón. La Moraima sale de puntillas, graciosa, y con fino dengue de misterio murmura:

--Es lo más raro del mundo. Fíjense que es la señorita Cueto. Tom dice que llegó como si estuviera durmiendo y que empezó a caminar por el zaguán y que cuando él la habló, al despertarse empezó a gritos. Ustedes saben lo peligroso que es despertar a los sonámbulos. Menos mal que nadie más que yo la ha visto. La pobrecita está como evaporada, eso es, como ida. Me ha dado un susto... Porque no es posible que se sepa que esta señorita ha estado aquí. Ustedes comprenden... Yo sólo de ustedes me fío para que la lleven a su casa. Me harán este favor, ¿no?

Zenón Cortés sólo responde con un lacónico:

--¡Ajá!

Juan Antonio lo mira, seguro de la virilidad de su silencio. Mira después a la Moraima, la palmea en la espalda y exclama entre irónico y maravillado:

--¡Tan habilidosa qu'es m'hija!

Y luego, súbitamente serio, añade cordial:

--Muchas gracias, Moraima.

 

 

 

 

17

 

 

Está alto el sol en un cielo de desvanecida turquesa. Un sol alto que debe calentar tan sólo allá arriba. Tan alto está, más allá de toda distancia y de toda temperatura, que ya es la idea del sol, así de nítido, de alegremente implacable, de helado. El pueblo tiene la milagrería colorina de esos paisajes aprisionados en una bola de cristal, pura su atmósfera en la quietud del aire dormido, en el justo valor de sus volúmenes, de sus formas, de sus matices. Las casas, las calles, las aceras están secas, la tosca rojiza ha enjutado. Los árboles muestran una dura actitud expectante. Un pájaro dice su corto trino, una pregunta obstinada que le hincha el pechezuelo; cambia de rama, la repite mirando en escorzo la comba azul, y algo parece haberle respondido desde invisibles regiones, porque súbitamente lanza su flecha hacia el blanco de otro hemisferio.

Las calles presentan un movimiento extraordinario. Al alba ha comenzado el ajetreo. Las varas están atestadas de cabalgaduras que piafan, no se impacientan los bueyes que al compás del balanceo de sus testas enyugadas rumian el pienso, mientras llega el momento de rumiar las serpenteantes subidas. Las mulas se aprietan junto a las madrinas enjaezadas bizarramente; se oyen el tintineo de las enormes espuelas, el cla-cla de zuecos, el asordado rumor de las ojotas; hay voces, risas, conversaciones; lloran las criaturas, una leva de perros pasa frenética husmeando el fantasma del sexo, un organillero es el centro del corro atónito; los faltes tienen todas las modulaciones de la convicción para atraer clientes. No queda sitio en las calles para este gentío, con aire de fiesta, movedizo y bullanguero, porque es domingo y luce el sol duplicando la .festividad.

Las tiendas están abarrotadas de clientes, hay colas en las puertas de los almacenes, chocan los vasos de los bebedores en las cantinas. El mercado muestra sus mesones ya desguarnecidos; la angurria de la clientela azuzada por el buen tiempo arrampló con todo. Apestan las fritangas. Un tortillero hiende la multitud con el canasto vacío en la cabeza.

Las posadas están repletas. Pasa el cacique, taciturno, y sus mujeres a la siga, silenciosas, con las guaguas a la espalda atadas en una escalerilla, con el carmín arrebolándoles los rostros de tierra, enjoyadas como ídolos, así de dignas y lejanas. Las mocetonas campesinas lucen 1os rebozos chillones, las anchas faldas, la chupalla y las botitas --¡ay!-- de charol. Las viejas parecen labradas por el tiempo en troncos de árboles, grises de arrugas. Fuman cigarros de hoja y acrecientan su impasibilidad arrebujándose en mantos negros. Es mañana de domingo, escandalosa de sol, pero ellas permanecen en su perpetua noche sabática. Los hombres van y vienen, cargan, descargan, trafican, truecan, regatean con lentas razones, porque las palabras les llegan del pasado y no alcanzan el ritmo del presente. Las espuelas les obligan a marchar en puntas de pies, con andares de gallos cuidadosos de no tropezar en sus excesivos espolones. Llevan trajes de diablo fuerte, perneras de cuero y tan pronto las mantas de castilla les apesadumbran con su noche, como los ponchos maulinos vociferan desde sus hombros todos sus colorinches.

Los perros se pelean, en la estación una campana encalabrina súbitas nerviosidades de partida, se oyen inarticulados pregones, desechos del general bullicio, hay una larga discusión porque una carreta bloqueada quiere irse, llega jarifo y pomposo un paco que no logra con su prestancia desenredar el pleito, y opta por lucir su brillante impotencia con las pitadas de auxilio que no atraen la presencia de hipotéticos compañeros. Ahora son las campanas de la iglesia las que repican un contenido júbilo, digno del cielo inmaculado y, a su conjuro, las mujeres se reúnen, se prenden los mantos, juntan a los niños y enrumban hacia la iglesia, seguidas por los hombres, de pronto silenciosos, graves, como si las campanas hubieran dilatado la cúpula parroquial hasta abarcar todo el pueblo.

Pero la misa transcurre en un ambiente inquieto porque algún diablejo recalcitrante, inmune al incienso y al agua bendita, parece hacer de las suyas en el templo. Solita, contra toda enseñanza, ha preguntado a la Mademoiselle, a María Soledad y por fin al mismo Ernesto Pérez, por qué los señores Smith no han venido a misa. Sólo severas miradas de reproche obtiene por contestación. Desde que Solita tiene memoria --desde el principio del mundo--, es la primera vez que a su libro de oraciones le falta la estampa con esas figuras de reyes. Su imaginación brinca por caminos abiertos a las presunciones más descabelladas: han partido a su remoto país porque ha muerto el mago que les mantenía desterrados, han desaparecido junto con la casa y de todo ello no queda rastro alguno. A lo mejor no han existido nunca y son como esos cuentos que Solita se repite hasta creerlos "de veras". Y aunque a los señores Smith los conoce todo el mundo, los ha visto todo el mundo en el pueblo: ¿no puede suceder que así, de pronto, todas las gentes entren por el buen camino y jueguen a contarse, simultáneamente, el mismo cuento?

Esta idea la sume en un mar de perplejidades. Y de escrúpulos, porque no es posible que ella esté en la iglesia, oyendo misa y pensando en asuntos tan ajenos al Buen Dios. ¿Ajenos? ¿No serán todas las gentes, incluso Solita, creaciones de un interminable cuento que el Buen Dios se refiere a sí mismo? De cualquier modo, el. Buen Dios ve en el corazón de sus criaturas y, mirando el suyo, comprenderá que está muy afligida.

Mariana Santos se da vuelta disimuladamente para preguntarle a Covadonga Sordo en un susurro:

--¿Por qué no habrá venido la Paca Cueto?

--Está enferma --contesta sin apartar los ojos de su devocionario

--¿Enferma? --bordonea el susurro con pesadez de moscardón.

Alguien desde las primeras filas yergue un conminatorio chistido, y las muchachas con gran azoro se multiplican en el repentino fervor de sus rezos.

La coronela está sobre alfileres ¡Lo que falta es que el señor cura diga un sermón largo! ¡A veces se pone tan larguero! Y ella no acierta a distinguir hoy el Introito del Confiteor. La tonta de su hermana sólo ha sabido decirle que hay grandes novedades y se. lo ha dicho en la iglesia, porque ella, la coronela, llega siempre antes de hora, como corresponde, para ver así la entrada de los demás, y cerciorarse de quién no cumple, y llega con imperdonable atraso.

Las tres señoritas Araujo afectan una satisfecha humildad que rezuma importancia, porque ellas "lo saben todo". Y entrecruzan sesgadas miraditas de feliz complicidad, y participan las tres de una sola sonrisa que se cuaja en las, comisuras amargas. Por algo son vecinas del doctor...

Doña Batilde no ha regresado de su viaje al norte. Don Juan Manuel agrava con su apostura la solemnidad de su levita; muy tieso, mantiene su inexistencia con el apretado nudo del plastrón y se esponja hasta ocupar su sitio y el de la ausente, porque al sentirse inerme, desguarnecido, sin rodrigón que lo preserve, saca pecho y se afana por equilibrarse a plomo sobre los botines. Y la mirada se obstina en parecer interesada por algo. Ahora está muy erguido, con una mano que reposa atrás, sobre su cintura, y la otra apoyada en el reclinatorio de doña Batilde, casi fotográfico, mirando a la gobernadora de hito en hito, tan alelada y sostenidamente, que la señora termina por levantar los ojos, halla la impertinencia de los otros que no se apartan, y baja de nuevo los, suyos, pensando muy escandalizada: "¡Miren al viejo fresco, como se aprovecha de que no está doña Batilde!"

El diablejo retozón quiebra esa mañana todas las costumbres. Apenas el señor cura imparte la bendición, la coronela sale de estampía arrastrando consigo a su hermana.

Mariana Santos se impacienta porque Covadonga Sordo se obstina en rezar las avemarías finales. Con el amén en la boca la saca tomada del brazo.

Las señoritas Araujo, en plena gloria, han salido en volandas, felices de su pequeña ubicuidad que les permite decir la misma noticia en tres sitios a un tiempo. El pórtico se atora y sólo a fuerza de codazos los que van saliendo logran apelmazar aún más los grupos en que se comenta, con voces ligeramente destempladas, porque perdura en ellas la silenciosa penumbra de la iglesia.

--¿Qué pasa? --pregunta María Soledad por lo bajo a Ernesto Pérez.

--Nada, hijita. Piensa que han estado incubando sus chismes ocho días y ahora cloquea cada cual más alto:

--¿No se habrán muerto los Smith? --exclama Solita alborotada.

--¡No diga leseras! Salga con la Mademoiselle, nosotros ya vamos --indica Ernesto, que sabe que a María Soledad le gusta retirarse de las últimas.

Severino Sordo, gravemente, con el mismo gesto que le enseñara su madre en la aldea asturiana, ofrece agua bendita a la Mademoiselle y a la niña, y salen al fin por una puerta lateral, porque por la del medio, atestada, penetran de pronto en ráfagas irreverentes frases que azuza el diablejo, multiplicándolas por bóvedas y recovecos, dueño absoluto y momentáneo del desamparado templo.

--Al doctor vinieron a despertarlo como a las cinco --explica Petronila Araujo.

--Eran las cinco menos cuarto -agrava el dato con su precisión Sinforosita, que es algo así como el violín del destemplado trío.

--Yo voy inmediatamente a verla --dice la coronela ansiosa de obtener noticias en la misma fuente.

--No, no vaya, es perder tiempo. Ha prohibido que la vea nadie. Dicen que el doctor ha sido muy estricto, que no responde de ella si no la dejan tranquila --agrega Ramona Araujo.

Se encabrita la vanidad de la coronela refunfuñando:

--¡Era lo que faltaba! ¡Que me vengan con prohibiciones a mí!

--Pero, hermana --atempera la mujer del juez--, podemos llegar hasta la puerta y preguntar cómo sigue la Paca sin insistir en entrar. Hay que ser prudente en todo.

--Ahí viene Luquitas Rodríguez. Ese debe traer noticias frescas.

El mariconcito rezuma importancia, pero la verdad es que los escasos recuerdos se le embrollan entre las nieblas alcohólicas, porque borrachera igual no ha tenido en su vida. Parecida a la de esos hombrotes --¡qué horror!-- que se caen por las calles. Pero claro que la ausencia de recuerdos abre más amplio campo a la imaginación.

--¿Pero qué pasó? Cuente, cuente, Luquitas, por favor...

--Fue de lo más triste, vieran. Iba la pobrecita tiesa como un poste, con los brazos extendidos y los ojos fijos. Para morirse. Tom..., este..., bueno. Alguien la vio y nos avisó a Zenón Cortés, a Juan Antonio Méndez y a mí, que estábamos..., bueno, que estábamos conversando. Cuando le hablamos pareció despertarse. Empezó a dar unos gritos... ¡Ay, por Dios! Tremendos..., vieran...

--¿Y qué decía? --exclama al unísono el no ensayado coro.

--Este... Puros gritos no más. ¡Y daba un susto! Les digo que para morirse, porque uno tiene sus nervios, ¿no? Entonces la fuimos a dejar a su casa. Misiá Catalina casi se muere al verla. Tremendo, tremendo, tremendo...

--Dicen que también la vio Bernabé, el mozo del club.

--¡Ay, por Diosito! ¡Y cómo es de inventadora la gente! Ahora va a resultar que todos la vieron --se descoyunta en el antojo de reservar para su grupo la exclusividad del hallazgo--. La vimos nosotros y nadie más que nosotros: Zenón, Juan Antonio y yo. Nadie, nadie más. Miren al metido ése, inventar que él también la vio...

--¿Y qué dijo misiá Catalina? ¿Le había dado otras veces?

--¡Cómo se le ocurre! Esas cosas así, tan raras, no se cuentan, son secretos de familia.

--¿Y no le preguntaron al doctor?

--¿A quién? ¿A ese pesado de Chaves? Con esas leseras del secreto profesional y qué sé yo, no hay quién le saque palabra. ¡Hombre más cargante! Todo se vuelve que hay que dejarla tranquila y sanseacabó.

--¡Je! ¡Vamos a ver eso! --gorgotea la coronela.

--Dicen que andan buscando quien tiene una bolsa de goma para ponerle nieve en la cabeza.

Llegan acercándose al grupo Ernesto Pérez y María Soledad, y antes de tener tiempo para inclinar la cabeza en distanciador saludo, salta la coronela, con dengues y sonrisas que esconden su secreto vinagrillo para decirles:

--La Paca Cueto está muy sumamente enferma, con un ataque de sonambulismo. Anoche anduvo como fantasma por el pueblo, hasta que la hallaron unos amigos que cometieron la imprudencia de despertarla. Ha pasado toda la mañana entre la vida y la muerte. Y todavía no se sabe si la pobrecita no nos da un disgusto. Yo siempre había dicho que esta niña no haría huesos viejos...

Se refocila un instante con la precisión de su pronóstico precoz y de inmediato les apestilla, yendo a lo suyo:

--¿Ustedes no tienen una bolsa de goma para ponerle nieve en la cabeza? --y dándose la respuesta en la interrogación añade-- ¿Coma no van a tener una bolsa de goma, ustedes que tienen de todo? En estos casos nadie puede negarse a hacer un favor... --y tuerce la boca en agridulce mueca que apunta a Ernesto y hace blanco en María Soledad.

--¡Pobrecita! --exclama esta última, sinceramente apesadumbrada--. Con mucho gusto le prestaremos la bolsa de goma, señora. Vamos a buscarla inmediatamente.

El perfil corvino de la coronela clava el pico en la ocasión y grazna:

--¡Yo los acompaño! --mientras bendice en su interior a la Paca Cueto y a su patatús que le han permitido quebrar el círculo estricto de Ernesto Pérez.

Este se reconcome adivinando el juego: "¡Bribona de vieja!" Pero sigue en silencio a su mujer, que indaga detalles, se interesa, propone remedios, cita casos parecidos, mientras la otra rezuma melazas, ante la asombrada envidia de quienes la ven apareada a lo más principal del pueblo.

En el centro de la plaza se cruzan con la Mademoiselle, Solita, los Sordo y Mariana Santos, y al verlos, Solita abandona el grupo, corre hacia sus padres y, aflojando de golpe el resorte de sus informaciones, les espeta sin un respiro:

--La Paca Cueto andaba anoche por las 'cornisas y el río se llevó el puente de los Smith y mataron a un hombre en el camino de la cordillera, y...

--¡Mademoiselle! --corta decisivo Ernesto, que encuentra ocasión para desahogar su mal humor. Y cuando la muchacha acude, le reprocha con aspereza inusitada su falta de tino al dejar que Solita escuche conversaciones inconvenientes.

La plaza tiene un desequilibrio jamás visto, como si duendes ocultos entre sus canteros completaran la labor del diablejo para conmover la estabilidad social. Gentes que nunca han hecho otra cosa que cambiar ceremoniosos saludos, conversan de pie, se llaman, se dicen a gritos nuevas noticias, prolijos detalles. En el paseo exterior hay igual desorden, aunque allí la atención está polarizada por la importancia de un paco, que narra el asesinato del hombre en el camino, con los oyentes en el círculo que el miedo aprieta, mientras saborean con creciente fruición los toques macabros del relato, que tiene el sanguinolento atractivo romance de ciego de feria. Hasta los músicos han abandonado el quiosco y forman parte del redondel.

Solita va ahora de la mano, casi a remolque de Ernesto Pérez, mirando hacia atrás a la Mademoiselle, que se ha quedado muy roja con la reprimenda; mirando hacia los boquiabiertos felices que rodean al paco, mirando hacia los remolones quiltros, mirando hacia la vida y trompicando los pasos para seguir los de su padre, que ni en eso concuerda con ella.

--Parece que fuera otro pueblo... --balbucea.

Y él, por una vez siquiera, contesta acorde, diciéndoselo a sí mismo:

--Sí, no parece el pueblo de doña Batilde...

 

 

 

 

18

 

 

Ernesto Pérez acarició maquinalmente la cabeza de Solita al salir de su casa, sin rumbo, sin por qué, respondiendo a una tácita invitación de no sabía dónde. Eso no era habitual en su vivir, hecho de por qués y para qués, de impulsos y pensamientos coordinados, opuestos a veces, pero que respondían a un todo, como las distintas notas de un acorde. Dejó atrás la casa, no en la lejanía espacial, no consentida por la exigüidad del pueblo, sino atrás, en otra dimensión, a la que había abierto insospechado rumbo su absurda confidencia a don Juan Manuel.

Algo había cambiado en el aire, en las calles que la prima noche hacía solitarias, en el pueblo todo. Un encanto mantenido por la cerrazón de su secreto se había trizado para siempre. A su desdoblamiento interno correspondía un casi más insoportable desdoblamiento de la realidad externa. No era posible precisar en qué forma aquello se manifestaba, pero percibía en cada cosa una actitud hostil, como si también ellas hubieran de pronto confiado a un extraño lo torpe de su íntima naturaleza, como si se hubieran liberado y se atrevieran a enfrentarse con el resto del mundo, en todo el terrible impudor que hasta entonces se mantuviera en sigilo.

Dobló la esquina de la plaza, dejó atrás la insolencia de los frascos de colores de la botica, que con un increíble frenesí cromático delataban la calidad de los venenos que encerraban. Pasó frente a la coqueta pequeña tienda de novedades para señoras, en cuya vidriera, eterna polola de los adolescentes, asomaba en su lejanía de cera la imagen de aquella joven cargada de crespos y tirabuzones ¡Qué obscenidad la de esos aditamentos muertos, terriblemente muertos, ofreciéndose como señuelo de lujuria para atraer incautos! Y el mismo maniquí con el busto cubierto por la blusa de alto cuello emballenado y chorrera de encajes, no mostraba su gesto cotidiano. Ernesto Pérez lo miraba sorprendido, alelado ante la inadvertida semejanza de ese busto con una de las mujeres conocidas al albur de sus aventuras, una, cualquiera. Y con un creciente pavor creyó también hallarle una lejana semejanza a María Soledad. Sacudió la cabeza, espantando la inoportuna ligazón que establecía entre seres de mundos distintos; pero era inútil: allí estaba el maniquí, impasible, burlándose de su afán con su única sonrisa, en la que se confundían las otras dos, contaminándose, trasfundiéndose sus virus y sus inocencias.

Aceleró el paso.

Las vidrieras de las paqueterías, con sus cartones plateados y las ordenadas filas de botones, con sus piezas de cinta y sus encajes y tiras bordadas, se le aparecieron de pronto como mostrando sus bajos en un desarticulado cancán, que entregaba al pasante todo lo que debía ser intimidad, recóndito misterio. Se sonrió nerviosamente. ¿Qué fiebre de locura era aquélla?

Tenía que recobrarse a sí mismo: moderar su imaginación. Pero no, no era su imaginación: allí estaba aquel enorme tronco de árbol que ocupaba el centro del patio de una casa, asomando sobre los tejados, ceñido por el abrazo poderoso de la yedra, desvitalizado y deforme. No era su imaginación: ahí se expresaba frenéticamente el furor genesiaco, la rabia de penetración, de dominio. Huyendo de su propia fiebre dobló de nuevo la esquina para dar con el abigarrado múltiple negocio de librero. Empezaban a encenderse las luces, y en el fondo de la vidriera la llama amarillenta de un quinqué dejaba ver, pálida y exangüe, la cabeza frenológica en cuya nariz se había posado la inmaterial libélula de unos lentes que la tornaban más desnuda aún. Se detuvo un momento y se puso a repasar los letreros correspondientes a cada zona del cráneo: "Voluntad", "Elocuencia", "Memoria"... Tan equitativamente distribuidas el alma y sus potencias, tan bien arregladas para siempre las celdillas del ser humano; pero le pareció que las letras se iban borrando, que se quedaba aún más blanca la impoluta y casi metafísica representación del intelecto del hombre, y que de inmediato, en cada una de aquellas limitadas zonas, aparecía la leyenda: "Sexo." "Sexo." "Sexo."

Ahora camina por calles sin comercios. Hay zaguanes de cuya entraña surge una risa apagada, un desvanecido fin de frase, entre luces que avanzan a tientas buscando la noche y que no osan trasponer las aceras. Algunas ventanas tienen los postigos apretados, esforzándose por mantener sus secretos. El pueblo se cierra como un puño, pero su misma cerrazón se confiesa a gritos. Hay una doble calle por la que camina: una calle hecha de fachadas convencionalmente burguesas, tranquilizadoras, hipócritas, y superpuesta a ella, una calle hasta donde los tablones de las aceras y los parpadeantes reverberos se burlan de la unidad del conjunto, y se complacen en su diferenciación hostil. Todo es igualmente equívoco, repugnantemente mirando hacia la inmundicia de lo temporal, de lo que busca asirse a otro para sobrevivir, para hurtarse al enajenamiento y a la inseguridad.

¿Cómo no ha visto nunca este otro pueblo que lo rodea? ¿Cómo no se le ha traslucido a través de la tenaz voluntad de doña Batilde, de su ansia de dominio, de mando, de su afán de ordenar lo disperso?

Respira anhelante en un aire ralo que le parece también enemigo, que se negara a reavivar su sangre. Y sonríe. No sabe a quién. Se sonríe con piedad para adentro, teniéndose lástima, al ver que en su evasión lo acompañan las cosas, contagiadas de su misma tragedia.

Y ¿quién, pero quién, Dios mío, es el culpable de ello? ¿Quién ha desatado las fuerzas obscuras que permanecían encadenadas en los subsuelos del mundo? Recuerda de nuevo da ausencia de doña Batilde. Es absurdo, pero piensa que las cosas todas y las gentes, incluso él, aprovechan esa ausencia para insubordinarse, abominando de la jerarquía que les ha sido impuesta con dureza. Y don Juan Manuel, pura ausencia palpable, la ausencia de doña Batilde corporizada, es quien ha desencadenado la rebelión.

Ahora comprende totalmente el porqué de sus confidencias al borde de la partida del genio director del pueblo, ahora comprende la responsabilidad que le toca a él y la culpa de los demás. Comprende a los elementos desatados. Comprende a la Paca Cueto. Comprende a los que dejaron a uno muerto en cruz sobre la otra cruz de los caminos.

Ernesto Pérez mira con sorpresa su velluda mano posada sobre la mano fría, rígida, ligeramente verdosa: la mano del llamador de la puerta de doña Batilde, porque sin saber cómo ni para qué, el túnel de sombras por el cual caminaba ha venido a desembocar justo ahí: frente a la casa de doña Batilde, que, sin ella, se convierte en el centro de la noche, en el vórtice del remolino que amenaza succionarlo.

El aldabonazo resuena en múltiples ecos en las profundas soledades de los patios y es el propio don Juan Manuel el que ha salido del escritorio para abrirle la puerta, borroso, blandengue, grotesco en el viejo batón cruzado de alamares.

--¿Usted, Pérez? Pase..., pase...

Es insólita la llegada de Ernesto Pérez a tales horas, pero ello llena de alegre extrañeza el puntito de luz que bailotea en los ojos de don Juan Manuel, reflejando la llama de la vela.

Ernesto Pérez lo mira desasosegado. ¿Cómo va a justificar su presencia allí? ¿Qué pretexto aducir para explicar esa visita que altera todas las costumbres escrupulosamente respetadas?

¡Oh precisión magnífica la del sueño, donde todo está tenso, mantenido por ocultos pero inevitables porqués, que no es necesario explicar! Pero aquí, en esta medrosa vigilia, son imprescindibles las aclaraciones, urge aventar algo que satisfaga a este ser, cuya vacuidad aumenta el desasosiego y agrava la conciencia de una situación insostenible.

--Pase... Adelante... --invita obsequioso don Juan Manuel.

Ernesto Pérez avanza tras el rastro amarillo de la vela, entrando al escritorio. Don Juan Manuel coloca en la mesa la palmatoria y pliega los labios para apagar la llama, inutilizada por el firme resplandor circular de la lámpara.

--Siéntese, Pérez --dice con igual obsequiosidad.

Bien sabe Ernesto que toda explicación es imposible, que esa sonrisa difumada que lo invita tácitamente a reanudar su confidencia es una excitación a precipitarse abismo abajo.

En el escritorio hay un intolerable olor a aire viciado, a humedad, a naftalina. Bajo un fanal el reloj tiene un jadeo de pecho viejo. Don Juan Manuel acerca: al costado de la mesa un absurdo sillón Savonarola, se instala, acomoda los pliegues de la bata, cruza los pies que deforman más aún las zapatillas de paño, posa una mano sobre el brazo del sillón y la otra queda como abandonada al borde de la mesa. Una vez más observa Ernesto Pérez que esa mano está percudida de manchas ocres, que la piel aparece ligeramente humedecida, con algo de viscoso y de repulsivamente vivo que le confiere el bordón de la vena.

¿Qué puede decir Ernesto Pérez? Nada. Y es lo que hace: calla, luchando con el violento impulso que lo empujaría de nuevo a la calle, lejos de esta atmósfera malsana, del blanco alucinador de la lámpara y de la inexpresividad del rostro de don Juan Manuel.

Hace un esfuerzo buscando afanoso los cabos de sus conversaciones de antes. Recuerda algo y quiere, decir: "Convendrá usted en referencia a Portales..." Quiere decirlo, cree haberlo dicho, porque sus labios se han movido articulando cada palabra, pero su oído no percibe son alguno.

¡Más vale! ¿Para qué comedias? ¿Para qué obligarse a frases ajenas a la obsesión íntima? Lo único que él quisiera es borrar de la memoria de don Juan Manuel su confidencia. Eso es todo. La inutilidad de ese deseo aumenta su rencorosa inquietud. ¿Cómo seguirá viviendo frente a este hombre, obligado por la costumbre a visitas cotidianas, a horas de plática? Sabe que nunca podrán reanudarse lar amables discusiones. Que estarán obligados a soportarse como ahora: él, angustiado y si1encioso, resignado don Juan Manuel, pero no desesperanzado, porque aún aguarda subconscientemente, y aguardará siempre, que otro desborde emocional le entregue nuevos detalles de su doble vida. Porque eso es lo que espera con la cara vacía, abiertos los ojos que no parpadean, asquerosamente relajado: que él, él, Ernesto Pérez, hombre, macho, le entregue los secretos de su vida recóndita, muestre detalles, los más íntimos, 1os guardados con cautela mayor, para regocijarse en ellos delictuosamente, repugnantemente gozando a través de él parte de la existencia que le está negada.

La mano de don Juan Manuel que descansa en la mesa se mueve como deslizándose por la madera lustrosa hasta alcanzar el secante, un dedo se alza y da impulso a la comba que se balancea, cada vez con más prisa, desordenadamente, hasta caer al suelo con un ruido que la resonancia de la casa de madera hace estruendoso. Con trabajo don Juan Manuel se pone de pie y con no menos lento trabajo se inclina a recogerlo.

Ernesto Pérez, que también se ha puesto de pie, mira de súbito sus manos, sus manos fuertes, bien formadas, dispuestas a servir, ligeramente velludas. Son sus manos, sus manos de "él". ¿De "él"? Hacia la muñeca se espesa el vello, parecería que lo humano terminara debajo de las mangas, que la fiera se mantuviera agazapada debajo de las mangas. ¿Pero es que son sus manos, sus manos de "él", estas que engarabitadas y feroces se dirigen resueltas hacia el cuello indefenso de don Juan Manuel, que continúa agachado, sin advertir la amenaza de su actitud?

Justamente entonces siente Ernesto Pérez que algo se adhiere a una de sus piernas. En su estado de tensa sobreexcitación, de actuar movido por fuerzas incontrolables, piensa en la socorrida imagen de la mano del destino que a tientas busca su persona, trabando la acción que está a punto de realizar.

Desvía los ojos para buscar la causa de lo que siente y halla dos fosforescencias verdosas que lo miran desde el fondo de los siglos, y ascienden de las sombras del piso. Es el gato de don Juan Manuel que se hace presente buscando una caricia.

Todo esto ha sucedido en una porción de segundo, pero en esa mínima parcela han cabido la muerte y la resurrección, porque don Juan Manuel ha tenido tiempo de alzar el rostro y advertir el garabato fatal de los dedos detenidos, que ensayaban la forma de su cuello. Roto el sortilegio, las manos de Ernesto Pérez, desamparadas del impulso que las moviera, descienden lentas, aflojadas, caen hacia la sombra, parecen alargarse hasta llegar al cuerpo del gato, acariciarlo y provocar su ronroneo feliz. Ernesto siente que ese contacto lo hace recuperar sus manos, las suyas verdaderas, sobre las cuales, calzadas como un guante, acaban de actuar otras terribles y desconocidas. Son sus manos suyas, de "él", cuya recuperación lo provee de un estado de felicidad vegetativa. Lo que se dirá después, lo que se hará después no tiene importancia: el preciso instante que vive posee la certidumbre del aire que reaviva al ahogado.

Don Juan Manuel lo mira, y en su sonrisa, que es un rictus que pudo haberse eternizado, hay una comprensión cabal de cuanto ha sucedido, de todo lo que iba a suceder: Esa sonrisa parece transparentar la sonrisa perenne con que la muerte se burla desde adentro de cada ser humano, en su propia calavera oculta.

Pausado se endereza don Juan Manuel con torpeza de reumático. Los dos hombres se miran y Ernesto Pérez experimenta un absurdo alivio al adivinar que toda explicación es innecesaria. Se miran al fondo de los ojos, con tal intensidad, sin piedad y sin odio, en un silencio tan profundo, que por él pueden circular soterradas y tácitas las palabras con que se están devolviendo mutuamente sus confidencias, readquiriendo sus secretos cuya transfusión advierten ahora mortal, sorteando la violencia y regresando a los habituales planos innocuos.

La escena ha durado unos segundos que ya han sido consumidos por la voracidad de la lámpara, insaciables de intimidades. Ernesto Pérez se vuelve hacia la puerta y desde ella insinúa un vago gesto de adiós, al que responde la acuosa sonrisa que aún persistes obre el rostro de Juan Manuel.

Lo que dirá después, lo que hará después no tiene importancia. Está viviendo una maravillosa pausa. La calle lo anega en su frescor, en si límpida y limitada exactitud. Las estrellas en las inconmovibles constelaciones australes siguen tachonando destinos. Los árboles enraízan sus ramazones en la infinita piedad de la noche. El canto de un insecto prende su hilván perdurable, uniéndose a todas las noches posibles. Las calles han reanudado su rumbo inmutable, porque el pueblo todo regresa a la certidumbre de siempre.

Ernesto Pérez respira hondo, reconfortado por los límites que le marca su cuerpo. El obscuro laberinto del túnel que recorriera ha desaparecido. Cruza la plaza y va derecho a su hogar. El "otro" no entrará allí, porque ni siquiera está agazapado en el fondo de sí mismo. Tiene la sensación de haberse liberado de él. Sacude la cabeza con un repetido gesto de negación. Está libre, alivianado hasta del peso del recuerdo.

Abre la puerta y entra a la casa con el ánimo puro, dueño de su persona. María Soledad levanta los ojos de la novela que lee, y con un gesto mimoso presenta la mejilla a su beso de casta terneza. Sigue al escritorio, y Solita, que lo mira pasar por la galería, en que juega, lo sitúa inmediatamente a la cabeza de un cortejo vencedor. Tan gallardo va, tan aplomado. Porque ella es en esos momentos una cristiana cautiva a la que guardan feos "eunucos" --¿qué querrá decir esta palabra?; tendrá mañana que ingeniarse para verlo en el diccionario grande--y a la que vienen a salvar los Caballeros de Malta. Su padre es el Gran Maestre de los Caballeros de Malta, tan gentil, tan "de veras".

Sí, su padre es "de veras". Esta inesperada afirmación le produce tal sorpresa que se queda en suspenso, olvidada del juego. Y sigue reflexionando que por primera vez halla que su padre es "de veras", lo mismo que la mamá, tanto como la Mademoiselle y aun que "Don Genaro" y el "Togo".

 

 

 

 

19

 

 

Doña Batilde ha empleado esta mañana su método para hacer que las cosas no se olviden; de ello dan cabal testimonio los ramalazos sanguinolentos que cruzan las piernas de las "chinitas dadas". A María Ignacia le ha tocado la peor parte, porque en medio del sueño no sintió la estridente orden de campanilla, ni las no más templadas voces de la patrona, y mientras Lucila y Josefa se vestían despavoridas a toda prisa, ella se quedó en su jergón, en rosca como un animalito, abandonada al furor del rebenque cuando doña Batilde la descubrió aún durmiendo.

Andan las tres sigilosas por la casa, vacías a todo lo que nos sea la identificación de sus pensamientos con los mandatos de doña Batilde, que le ocupan de sol a sol el tiempo, mecanizadas, lúcidas, limpias por el terror de toda rebeldía, de la innata torpeza, de la distracción perezosa, del cansancio y del hambre, reducidas a ordenados reflejos que producen movimientos previstos a horario fijo.

Doña Batilde ha llegado la noche anterior de la capital. Nadie la sintió, que a esa hora, por un atraso, superior al normal, cuando el tren desfondó las sombras con sus jadeos finales, el pueblo y sus habitantes estaban dormidos. Don Juan Manuel fue el primero en verla, apenas el alba dejó asomar esa luz para espectros que aprovechan los moribundos para irse. Había pasado la noche sin acostarse, batallando con el asma que le ponía silbos de angustia en el pecho, con la alucinada persistencia de la doble imagen de unas manos dibujando tenaces una amenaza, sin ánimo para moverse del sillón donde se dejara caer tras la partida de Ernesto Pérez. Abollado fuelle viejo, lleno de jadeo, murmurándole implacable la desolación lo vano de su vida, con la que estaba si no conforme, por lo menos tranquilo en la resultante de una suma de negaciones, hasta que la inoportuna confidencia, el desgraciado afán de confesión, que al iniciarse pareció el comienzo de una increíble amistad, le convirtiera al posible amigo en un enemigo capaz de aniquilarlo. Si al menos ese odio pudiera fundamentar una certidumbre, pero sólo acrecienta su sensación pesadilla. Se queda a ratos traspuesto, pero siempre con la angustia del ahogo y el peso latente de una violencia desatada sobre sí, cuando la puerta se abre para dar paso a doña Batilde, dura, con su ojo verde relumbroso de malignidad y la barbilla apuntando a lo alto su cifra de imperio. Don Juan Manuel tiene la certidumbre de que todo el resto, incluso su vecindad con la muerte, fue un sueño que se desvanece ante la terrible presencia, que esa semana de lluvias, de enconadas palabras, de dramáticos hechos, fueron simples escenas trazadas por el semidesvelo de una noche de crisis asmática, pizarra con dibujos de trasmundo que la mano eficazmente implacable de ella iba a borrar de golpe.

Y las borra.

--Podía preguntarme cómo me ha ido... --dice doña Batilde.

--¿Dónde? --interroga don Juan Manuel ingenuamente desde su limbo.

--Espero que en esta semana no se haya rematado --contesta volviéndose inquisidora a mirarlo.

--¡Ah! ¿Cómo le fue? --logra al fin farfullar.

--Exactamente como usted me dijo. Es usted muy vivo para adivinar esas cosas. Algunos de sus amigos que se "dignaron recibirme" me dieron las mismas explicaciones que usted. Parece que todos se saben de memoria la lección. Los que "no se dignaron recibirme" me obligaron a largas antesalas, ni más ni menos que a una rota pilila, y en cuanto al Presidente, ni siquiera se molestó en contestarme una tarjeta que le escribí pidiéndole audiencia. Yo creía --¡vea si era tonta!-- que la señora de don Juan Manuel de la Riestra tenía puerta franca en todas partes, porque don Juan Manuel de la Riestra era un gran personaje. Así son 1as cosas. Bueno. ¡Paciencia!

Habla con la voz obscurecida, llena de venenos, tirando sus desprecios como cuchillos. Solía en estas ocasiones don Juan Manuel sentir ese temblor por dentro, vibración dolorosa del último nerviecillo, hasta que en el pecho percutía un sordo latido, que repercutía en el bordón azulenco de la vena.

Nada de eso siente ahora, mirándola de hito en hito, con aquella expresión su expresión sin sombra que tanto irritaba a Ernesto Pérez, y comprueba --no sin azoro-- que aquellos días no han sido el producto de un mal sueño, sino que han sido hechos reales. Reales las manos de Ernesto Pérez. Las sigue viendo. Las verá ya siempre. ¿Y cómo hurtarse a la amenaza que esas manos significan? Porque ha visto palpitar en ellas un rencor para el cual el crimen no es una valla. Semejante certeza le produce un ahogo.

Doña Batilde, ignorándolo, apaga la lámpara, abre ventanas y puertas y reúne en el centro del escritorio los objetos más frágiles, preparando la habitación para el diario aseo que la rutina fija; pero es tan trabajoso el jadear de don Juan Manuel, tan de estertor agónico, que se vuelve a mirarlo, y la sorprenden lo gris de su rostro y la expresión que le empaña los ojos.

--También quedarse gastando luz toda la noche con sus libracos --rezonga--; vaya a acostarse un rato que sea. --Pero como ve que inútilmente pretende alzarse, se acerca sin prisa y lo sostiene hasta que logra ponerse de pie. Advierte que si lo abandona volverá a desplomarse por lo que, sin asomo de ternura, pero eficiente y rápida, le ayuda a pasar la otra pieza y a desvestirse, manejándolo cómo a un pelele, y lo recuesta sobre las almohadas en una posición que le permite respiran con más facilidad.

--Hombres de moledera... No sirven ni siquiera para tener salud-- refunfuña entre dientes. Se asoma a la galería y grita--: ¡María Ignacia!...

Es ahora cuando cae en cuenta que ninguna de las tres "chinitas dadas" está en pie. Sacude frenética la campanilla, agarra el rebenque, y primera que aparece le cruza las pantorrillas con cuatro latigazos breves, certeros, sin que la muchachita huya, antes bien, se le acerca con mansedumbre de animalillo domesticado que reconoce su falta, y anhela recibir de inmediato el castigo, sin aumentarlo con rebeldías.

Esas "chinitas" --rezagos de la Colonia y que aún no han alcanzado la humilde dignidad de sirvientas-- son hijas de inquilinos que creían proveerlas de un buen porvenir al entregárselas "dadas" a la patrona, lo que equivale a traspasarle la patria potestad. Y si la mama y el taita pueden molerlas a palos --¿quién pone eso en duda?--, ¿por qué no ha de poderlo doña Batilde, que les da "de un todo", aunque en ese mínimo "todo" esté sólo comprendido lo absolutamente indispensable para diferenciarse de un irracional?

Doña Batilde tiene sus ideas al respecto: acepta que se las den mayores de quince años, no quiere criaturas, que es más lo que estorban que lo que rinden. Pronto el rebenque las endereza y las enseña a desempeñarse, y en cuanto cumplen los dieciocho, las casa con algún mocetón, sin mayores consultas ni demoras, porque, según ella, pasada esa edad, se "alzan" y no quiere "quiltreríos". La casa, le regala una marquesa y un arcón con su escaso hatillo, y de inmediato aparece a reemplazarla otra "chinita", con los mismos ojos abismados en idéntico azoro, igual piel morena de cantarito de greda y anchos pies silentes, nuevo soporte efímero de una servidumbre de siglos. Otra "chinita para amansar" como ella dice.

Aplica su método con rara perfección: ha logrado que no griten ni sollocen, lo que quita al castigo todo aspecto inhumano para convertirlo en simple artificio técnico. La sangre india da esa grandeza en la sumisión. Sólo María Ignacia a veces lanza un agudo chillido, pero es antes de que el rebenque la alcance; después, como las otras, sabe constreñir las lágrimas para que corran despaciosas hasta las comisuras de la boca, donde las enjuga el pañuelo de yerbas, porque llanto y ritmo de trabajo son uno sólo, y no es cosa de manchar los pisos ni los damascos ni los embozos ni las caobas, multiplicando castigos.

Esa semana sin miedos ha aflojado las clavijas de la disciplina y hay que templarlas de nuevo con el rebenque. Cuando doña Batilde vuelve a la pieza de don Juan Manuel, oye una voz --a nadie sorprende tanto como a quien la dice--, que con cortés decisión indica:

--Batilde, no debía pegarles tanto. Al fin son unas chiquillas...

--Creo que no le vendrían mal unos rebencazos a usted también. A usted y a todo su famoso partido. ¡Faltaba más!

Increíblemente la voz insiste:

--Son unas chiquillas, Batilde. Enséñeles sin violencia. Son dóciles, aprenderían lo mismo y, en vez de tenerle miedo, la querrían.

--¡Bueno! --exclama doña Batilde, de una pieza en el centro del cuarto, mirándolo con su ojo verde parpadearte en su desconcierto--. La verdad es que creo que de veras se ha rematado. ¿Le duele algo?

--Bien no me siento nunca, Batilde. Eso lo sabe usted de más. Pero no tiene importancia...

Es curioso todo esto que pasa. Que esté incorporado en su cama, a esas horas, hablando a doña Batilde sin recelos ni reservas, como a una amiga menor que necesita consejos. ¿Qué ha pasado súbitamente en él? ¿Es la proximidad de aquella certidumbre de muerte que en efluvios le llegara desde las engarabitadas manos de Ernesto Pérez la que lo ha colocado más allá de todo, al otro lado de cualquier temor, en una zona desde la que se contempla a sí mismo con desasimiento de su ser, objetivamente, comprendiendo a cada criatura humana, fibra por fibra, hasta su más íntima y mínima porción?

¡Pobrecita Batilde, a quien la vida le escamoteara su destino más precioso! Vagamente piensa en las tres Araujo. Las imágenes se superponen, originando una visión de aquelarre, tricéfala, en la que la solteronería también se encona en una ridiculez sin motivo. Pero Batilde no es la doncella mantenida incólume por indiferencia del hombre, por falta total señuelo que lo atrajera. Es algo mil veces peor: la doncellez mantenida y custodiada por el esposo que no puede transformarla en mujer y que, en consecuencia, acabará convirtiéndola en monstruo. Nunca hasta ahora vio con tal lucidez el drama íntimo de su mujer. --¡Qué irrisión aquel "su" y aquel "mujer"!-- Hasta ahora ha visto y se ha condolido únicamente de su drama propio, mimándolo acaso con la secreta complacencia de una llaga inconfesable. Pero su drama es en verdad sólo la ausencia de un drama; le duele un hueco, como el que deja la muela arrancada en la sangrienta encía, a la que la lengua se obstina en cubrir con su caricia torpe. ¿Cómo ha sobrellevado ella la inquietud de su sangre, los deseos de su vitalidad, el continuado sabor de su fracaso injusto, porque es de ella sin serlo, sin merecerlo? ¿Sentiría acaso la llamada urgente del sexo? ¿La turbaría obscuramente la presencia de algún hombre? ¡Pobrecita! --Mira el cuerpo de recia perfección que la madurez no logra deformar. El perfil fino, lo relumbroso de los ojos, y el pelo en cuya altivez de corona, la rebeldía de los ricillos son una persistencia de la gracia. ¡Pobrecita!

--Voy a darle sus gotas --dice al fin doña Batilde, sumando hechos y palabras, porque lo juzga en verdad muy enfermo, dado el evidente desvarío de sus últimas frases.

--Gracias, Batilde. Ya pasó la crisis. No la de ahora, no. Creo que ha durado años. Pero ya pasó, se lo aseguro. ¿Por qué no se sienta? Sería bueno que conversáramos un poco. ¡Hace tantos años que no hablamos! A ver, sea dije. Dígame algo del puente --insiste en el ademán de señalar la silla.

Claro que no acepta la insinuación. Sigue mirándolo, pensando una sola palabra: "rematado". Pero la otra palabra mágica: "puente", la hace ponerse de perfil y lanzar como proyectiles las palabras, separadas unas de otras, poniéndoles comillas a los vocablos en la intención maligna:

-- Creen que en un año "estará" terminado. O antes. Lo que vale decir que hay que "apurarse" para vender "todo".

--¿Todo? ¿Qué todo?

--Todo lo que sea vendible, lo que compre el primero que haga una oferta. Puede ser que los precios se mantengan unos tres o cuatro meses.

--¿Y piensa vender casa por casa, sitio por sitio?

--Todo. Al tiro me voy a hablar con Mandujano para darle instrucciones. Desde luego que le venda al gringo Murray la bodega y a Severino Sordo el almacén y la casa. Había también otra oferta de los de Nilahue para los galpones nuevos. Claro que ofrecían una porquería. Pero no es hora de hacer dengues...

--Y una vez que venda todo, si es que lo vende, ¿qué piensa hacer?

Con lo que saque de esto, ir comprando más tierras --parece reconcentrarse en algo y, revolviendo adentro el rejalgar de tantos desengaños, agrega--: Es lo único que no traiciona...

--¡Pobre Batilde! --piensa en voz alta don Juan Manuel--. En verdad la vida no ha sido buena con usted. ¡Pobrecita!

Se vuelve iracunda ante la ternura que se le ocurre viscosa al contacto de su dureza:

--No tiene por qué compadecerme. No quiero ni necesito lástimas. ¿Pobrecita, por qué? Tengo lo que quiero: soy señora y millonaria. Eso no me lo puede quitar nadie. Ni usted, ni sus amigotes, ni su partido de porra. Nadie. Y me basta y me sobra.

Don Juan Manuel siente que esa ira no lo amedrenta. Queda esperando que le tiemblen los nervios, mira la mano, pero la vena hinchada no marca el compás de la angustia. No. No siente nada. Tal vez un poco de opresión, pero eso es el asma. ¡Lo de siempre! El aire que se queda atascado sin lograr adentrarse en los pulmones, y el corazón pesándole en el centro del pecho. Ahogo. Pequeño dolor. Una cierta congoja. Todo ello ya atemperado por la desgastadora costumbre. Recuerda las manos de Ernesto Pérez. ¿Qué sería lo que las detuvo a tiempo? ¿Qué hubiera sucedido si se hubiesen ceñido a su cuello? Otra vida rota, increíblemente rota, destrozada en su perfección: la María Soledad adorable y pueril, la Solita con su atolondramiento que ahora en esta lucidez inesperada comprende casi como ella misma, todo lo que el buen nombre, la educación, las condiciones naturales, la fortuna, han logrado en feliz coincidencia, pudo haberse desbaratado de golpe en un derrumbe que lo hubiera arrojado de pronto entre los réprobos y los criminales. ¡Pobre Ernesto Pérez! Don Juan Manuel se siente como si a la vez hubiese sido presunta víctima y presunto victimario, y casi le duele más por el último la posibilidad del desastre.

Doña Batilde cuenta las gotas que echa en el vaso correspondiente a la botella de velador. Sale en busca de una cucharilla para revolverlas, y al regresar ve que don Juan Manuel la mira, incorporado en los almohadones y hablándole con una media voz tierna, prosiguiendo su charla, siempre afelpada de intimidad:

--Me daría una verdadera alegría la seguridad de que usted es feliz por dentro, bien sinceramente, con su señorío y sus millones. Porque me siento harto triste pensando que por mi culpa puede ser desgraciada.

--¿Yo? --lo mira sostenidamente, repasando sus facciones, comprobando que cada una de ellas sea idéntica a como las ha conocido siempre a través de los años. ¡Lo que falta es que ahora este viejo se vaya a poner demente y le dé por hablar leseras y que tras hablarlas, las haga, como pasó con el padre de Pedro Pablo Guzmán!

Con los quebraderos de cabeza que tiene ella y ahora la posibilidad de este otro... Lo mira incorporarse, poner una mano bajo la barbilla para evitar gotas y tomar el remedio parsimoniosamente. Cuando termina le devuelve el vaso, sonriéndole amistoso; se acomoda de nuevo en los almohadones, cruza las manos sobre el vientre con placidez monacal, y comienza a girar alternativamente los pulgares, uno sobre otro. ¡Bueno!

--Porque muchas veces he pensado... --alcanza a decir.

--Mire, De la Riestra, lo mejor es que trate de agarrar sueño. Ha pasado una mala noche y eso lo tiene nervioso. Le voy a entornar los postigos. Trate de dormir y cuando despierte, no se levante, toque la panilla para que venga alguna de las chinitas y lo atienda. Yo voy al escritorio. Ya está: cierre los ojos, verá cómo el sueño le quita todos los males. Aquí le dejo la campanilla...

"¡Pobre mujer! ¡Bueno!, como ella dice siempre. Bueno." La observa trajinar por la pieza, mirarlo una vez más con su ojo brilloso, aminorada la dureza por una pizca de inquietud, y salir sigilosamente.

Remueve los hombros, en procura de mayor comodidad en las almohadas. Es agradable esta habitación, así, medio a obscuras, con la puerta entreabierta que da al escritorio, que a su vez da a la galería y deja entrar rachas menores de trinos y aromas. Ve al gato que avanza paso a paso en sus botitas de terciopelo, detenerse, husmear, sentarse y levantar hacia él sus ojos dorados. Lo llama, instándolo a subir. Claro que eso no entra en el programa de Batilde, ni le gusta, pero ahora todo es distinto. "Michingo", capado, lucio, ronroneante, con sueño, con gula, con pereza acrecentada a cambio del otro pecado capital que le está prohibido. Como él. ¡Qué! No. El gato, al fin, fue gato alguna vez, mientras que él... Le rasca una oreja. El ronroneo sube en hervores. Le rasca la otra oreja. Y se sorprende sonriendo al pensar que tal vez, en lo futuro, Batilde le rascará las orejas a él, para ver si así "agarra sueño".

Ernesto Pérez. Sus confidencias. Sus manos. Batilde. El mismo. ¿Qué es todo eso? Algo que está en otra existencia, que alguna vez él ha vivido y de lo que le queda a través del recuerdo una creciente misericordia comprensiva, con la que urge a todo de perdón.

 

 

 

 

20

 

 

--Es lo mismo que haber hecho girar el estereoscopio, después de haberlo tenido durante años fijo en una vista en que estuvieran la plaza, doña Batilde, el puente, De la Riestra, las plumas de la coronela, los bigotes del gobernador, los Smith, y sus misterios, Paca Cueto andando por las cornisas, Severino y la Mademoiselle entre dos angelitos mofletudos con carcaj y todo, la lluvia el viento y el humo, y más lluvia encima para variar, y de repente mueves el aparato, cambia el cuadro, o mejor, se pone a girar vertiginosamente, y ahora veo todos los caminos del mundo, todos los paisajes, los trenes, los vapores y Madrid y París y Londres y Bruselas... ¡Te adoro! No sé cómo decírtelo, pero te adoro. Quisiera inventar palabras, porque decir "te adoro" es poco y tonto. Quisiera decirte algo nuevo. Pero no se me ocurre nada. Tú me entiendes, ¿verdad?

Ernesto Pérez sonríe casi a pesar suyo, un poco anhelante y acaso con miedo ante esta reacción de alocada dicha que ha desatado en María Soledad.

Porque otra vez Solita, al filo del alba, ha estremecido la casa dormida con los gritos de: "¡No te vayas, no te vayas!", que revela su desesperación ante la inminencia de perder a la Mademoiselle; porque las horas que hasta ese momento él ha pasado en vela, estupefacto ante su propia conciencia, mirándose actuar desde que saliera de casa hasta su regreso, desde que saliera como un hombre honesto hasta que regresara aparentando ser un hombre honesto, pero sabiéndose un criminal fracasado por obra de la casualidad; porque su mañana ha sido de desazón y análisis del encadenamiento de hechos acontecidos en esa semana de su vida, encrucijada en que el destino le pusiera tras vendarle los ojos, con la obligación de encontrar el camino que conduce a una clara existencia; porque cada llamado del timbre tiene un particularísimo repiqueteo que parece el anuncio de don Juan Manuel, y cada silueta parece también prefigurar su presencia, y no sabe cómo abordará el inevitable instante en que han de hallarse, ya que su mano no podrá tenderse a la otra blanda y humedecida, ni hallará en su voz inflexiones capaces de explicar lo inexplicable; porque los dedos se le envaran al querer escribir unas letras, que de antemano sabe que serán garabatos ilegibles en el papel; porque su existencia no podrá estar marcada por los mismos relojes --¡esos relojes!, ¡tantos relojes!, ¡todos los relojes marcando al mismo tiempo las mismas horas!--, sino por un dislocado entrecruzamiento de tictacs desacordes, tironeando del tiempo hasta descoyuntarlo; porque será imposible que en adelante las nueve sean las horas en que María Soledad, Solita y él marchen a través de la plaza alumbrados por el farol que alza Bartolo; porque al día siguiente las nueve --esas nueve de los otros-- coincidirán con su desasosegada duración, y entonces don Juan Manuel y doña Batilde cruzarán la plaza, porque no es posible, no, no, no es posible --quién pregunta: "¿Decías algo, Ernesto?" No, él no ha dicho nada, pasea por la galería nada más--, porque no es posible que toda su vida no haya tenido otro objeto que traerlo a esta encrucijada, al centro de este laberinto, y, sobre todo, porque la desesperación le atiranta los nervios hasta estallar, se arranca la venda de los ojos y con desesperada percepción de condenado, sabiendo que en el orientarse le va la vida, analiza las frías paredes de su celda, buscando el resquicio que abre a una cierta posibilidad de luz. Entonces coloca una máscara más que disfrace, no ya su rostro irreconocible, sino a sus otras habituales máscaras y dice:

--Pequeña, creo que te voy a dar una feliz sorpresa. Lo he estado pensando y estudiando detalladamente desde hace tiempo y ya es hora de comunicártelo: nos vamos. ¿Qué te parece un viaje a Europa? Te lo había prometido para cuando la niña fuera mayorcita, para que le resultara provechoso, pero ahora me parece oportuno adelantarlo.

--¿Irnos? --salta María Soledad, súbitamente iluminada--. ¿Irnos a Europa? Corazón, ¡pero si eso es una gloria! ¿Irnos? --y de repente inquieta, repasándole con la vista lo que ella juzga su rostro--. ¿No es una broma? ¿No me lo dices para darme una ilusión que me haga fantasear por un tiempo? ¿Me lo dices de veras?

Se deja sondear por aquellos ojos de tan absoluta inocencia que traspasan los suyos, la deja alzarse apegándose a su cuerpo, ponerse en puntas de pies y orlarle la cara con las manos de bello diseño antiguo, manos expresivas y tiernas como sólo se ven en los cuadros de Leonardo, más angélicamente sonrientes que los rostros, y, de repente, la mira ponerse a brincar como una niña, y palmotear, y besarlo, y girar sobre sí misma, y volverlo a besar entre palabras perdidas una de otra, y que sólo mucho después se hallan entre sí y se colocan en ringla para desfilar al son de una fanfarria de pífanos y cobres.

Ni siquiera ha sido necesario asegurarle que es cierto, que no es una broma. Ella ha visto la verdad en su cara, la única verdad accesible a su comprensión, porque su mujer sólo puede ver las simples verdades que a él le son favorables, y con su suma ha ido diseñando un posible rostro que es para ella el perfil de la dicha. Leer que la quiere entrañablemente.

Leer que su mayor felicidad es estar a su vera mirándola, mirándola, en silencio, atrayéndola a su abrazo que tiene la forma de su cuerpo, rodeándola de terneza, queriéndola para él, sólo para él, feliz él, feliz ella. Sólo eso puede leer María Soledad. ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Cómo le destrozan las carnes, cómo le atenazan las inconfesables auténticas facciones de su rostro, la serie de máscaras que lo ocultan deformándolo!

Pero María Soledad le presta generosamente el rostro que su amor le ha inventado, y que le permite vivir entre los hombres "decentes", como caballero "cumplido", que hace posible que Solita se le acerque, aunque sea con esa especie de tácita desconfianza que también descubre en "Don Genaro" y el "Togo", insobornables ante las apariencias.

Se palpa la cara con mano sorprendida de no hallar sino la piel suavizada por la navaja. Repara que este gesto de cerciorarse de su rostro se le ha hecho familiar en los días últimos. ¿Haría él antes ese gesto? Rompe el rosario de gozos de María Soledad para preguntarle:

--¿Siempre hago yo este gesto? --y lo repite parsimoniosamente, para evocar lejanas memorias, mirándose en el desvaído remanso del espejo, pidiéndole otro testimonio.

--¿Ese gesto? Sí, tal vez... Pero ¿qué importa? Lo único que importa ahora es que nos vamos. ¡Nos vamos! Se lo gritaría a todo el mundo. Hay que decírselo a Solita... ¡Nos vamos! Le diremos que nos vamos con la Mademoiselle --¡pobrecilla!--, así se tranquilizará, y que nos llevamos a "Don Genaro", al "Togo" y al "Mampato" y a Bartolo también. Seremos ni más ni menos que una compañía de circo, con animales y todo. ¡Solita!... ¡Solita!...

Su aparición no es repentina y tempestuosa como de costumbre. Solita llega desganada, traída casi a rastras por el llamado materno. ¿Es que de nuevo van a repetirle que debe estar muy contenta porque la Mademoiselle se casa con un hombre que la quiere mucho y con el cual, como las princesas de los cuentos, va a ser muy feliz, vivirá muchos años y tendrá muchos hijos? Ella también se lo dice y a ratos logra conformarse, y a veces hasta olvida la existencia de Severino y el proyectado matrimonio. Pero nunca le ha gustado a ella el final de los cuentos. Los cuentos no deberían acabar nunca. Eso de que las princesas se casaron y fueron muy felices se dice al final, porque el que cuenta el cuento ya tiene sueño y se va a dormir y de algún modo hay que terminar, así como el "Este era" se dice al principio, porque también de algún modo hay que comenzar. Pero a Solita no le gusta ni el "éste era" que comienza un nuevo cuento en su vida, ni el "se casaron y fueron muy felices". La felicidad está en que sigan pasando "cosas", ella ya sabe qué "cosas", sin interrupción, y cuando advierte la posibilidad del final, sabe también que eso le pondrá el corazón pesado, y por más que no quiera, se le desbordará en lágrimas. El "Togo" entonces la mira, olfatea desconfiado el aire, se sienta y sólo cuan do estira el hocico y empieza a modular su tristeza porque Solita está triste, la niña reacciona, lo abraza, lo deja lamer su cara, limpiar sus lagrimones, gemir inaudiblemente, temblar de amor y de desesperada impotencia, porque le está vedada toda otra forma de expresarse.

Entonces se cambian los papeles y Solita tiene que llamarlo a razones, explicarle muchas cosas, distraerlo, obligarlo al juego, repitiendo exactamente lo que su madre y la Mademoiselle hacen con ella para conformarla, y todo con el mismo poco éxito.

"Don Genaro" es menos expresivo, pero Solita sabe que, aunque más encerrado dentro de sí mismo, él también lo ha comprendido todo. Basta ver cómo la sigue y cómo reconcentra en ella su mirada, apenas interrumpida por instantáneos guiños.

El "Mampato" es el que no sabe nada. ¡El pobre! Nunca ha sido muy enterado. A él le basta con comer azúcar, frotarse los belfos contra su manga y trotar muy contento cuando salen de paseo. Claro que cuando salen de paseo, si fuera por él, preferiría retozar, dar botes, alzarse en corvetas, gambetearle a su propia sombra y relinchar con todos sus feos dientes al aire, esos dientes amarillosos que a Solita no le hacen nada gracia. Pero el "Mampato", como mampato bien educado que es, se aguanta las ganas, silencia sus relinchos y trota muy sí señor con su patroncita sobre los lomos.

La gata tampoco sabe nada. Bastante tiene la pobrecita con la preocupación de los gatucos que empiezan a abrir los ojos y están descubriendo el mundo, con una jovial imprudencia que a veces los saca rodando del canasto, lo que llega a poner fuera de sí a la propia Solita.

En cuanto a Bartolo. ¡Bartolo! Sí, ¡bueno está Bartolo! A diez metros apesta. Y aunque jure por todas las ánimas del purgatorio que lo que tiene es lepidia, no hay tal, sino una borrachera mayúscula que se agarró en una de las noches de lluvia en compañía de los peones del aserradero, y que aún no se le espanta. ¡Bartolo! ¡Borrachón! Y entonces le da flojera y no cuida al "Mampato".

--Venga, amor de su mamita. Siéntese aquí en mis rodillas. ¿Querrías que nos fuéramos a Europa?

--¿Con la Mademoiselle? --estalla la interrogante respuesta transida de esperanza.

--Si no con la Mademoiselle, a ver a la Mademoiselle. Iríamos en un barco grandote, con tres chimeneas muy echadas para atrás, que dejarían una estela interminable de humo, y yo llevaría una gorra de jockey con una gasa color malva en la cabeza, y tú llevarías una boina azul con un pompón rojo. Y veríamos la torre Eiffel, y el Támesis, y la Puerta del Sol, y los osos de Berna, y andaríamos en tren, así, muy repantigadas, y a la gente que viéramos por los caminos les diríamos adiós con la mano o con el pañuelo. ¿No te gusta, corazón?

Solita la mira desesperanzada porque el viaje no es con la Mademoiselle, pero, lentamente, la alegría, la jocundidad de su madre, su alboroto de gestos, de mimos, la van contagiando. Cierto que es un contagio con intermitencias, con preguntas, y respuestas, camino en repecho que se hace tomando aliento de vez en cuando y no sin algunos resbalones hacia el punto de partida.

--E iríamos a Venecia y veríamos el Puente de los Suspiros, y andaríamos en góndola y nos haríamos un retrato con las palomas de San Marcos para mandárselo a doña Batilde.

--¿Y veríamos al Dux?

--No, encanto; ya no hay más Dux.

--¿Y por qué no hay Dux y hay góndolas?

No siempre es del todo fácil aclarar este tipo de disyuntivas. Mejor es pasarlas por alto y volar con la imaginación a Nápoles, con su golfo bordeado de naranjos y el Vesubio echando su interminable humo. Pero hay preguntas aún más inquietantes:

--¿Y con quién se quedan "Don Genaro", el "Togo" y el "Mampato"?

--E1 papá está viendo si podemos llevarlos. Porque para eso hay pedirle un permiso especial al capitán del barco y el papá verá la manera de conseguirlo. Ellos, es claro, no van a sacarle mucho gusto al viaje y hasta es posible que prefirieran quedarse aquí esperándote, con Bartolo para cuidar al "Mampato", y la Clora, a "Don Genaro" y al "Togo". Tú sabes que Bartolo y la Clora quieren harto a tus amigos.

--Sí, sí --contesta Solita--, pero sería mejor llevarlos a todos. La Clora, ella los quiere siempre. Bartolo no los quiere siempre. Sí. Yo lo sé. A veces los quiere menos. Yo sé por qué lo digo. Por eso sería mejor llevarlos. Y lo mejor de todo sería irnos con la Mademoiselle, irnos en seguida y que después vaya Severino a casarse con ella... --su pequeño corazón desborda súbitamente de esperanza, al postergar el matrimonio hasta un más allá que no se percibe por lejano. Porque si la Mademoiselle va con ellos y Severino se queda en Chile --¡quién sabe!--, bien puede volver a pasar lo mismo que pasó con el guardia alpino, porque a los grandes nadie los entiende, porque primero dicen que sí y luego dicen que no, y la Mademoiselle a lo mejor no se casa tampoco con Severino, y entonces será siempre para ella, lo mismo que lo son el papá y la mamá.

A María Soledad le sorprende la idea. A Ernesto Pérez le parece una inesperada tabla de salvación para apresurar el viaje, para irse sin admitir dilaciones, estúpidas demoras que impondría el casamiento de la Mademoiselle. Porque no la van a dejar en el pueblo, sin saber lo que contestan sus padres al pedido formulado por Severino. Esa gente tan llena de formulismos...

--Me parece muy bien. Hablaremos con la Mademoiselle y Severino. Solita tiene razón. Lo mejor, ya que lo hemos decidido, es irnos cuanto antes, y que en seguida se vaya Severino con su hermana y así la Mademoiselle podrá casarse en su propio hogar, con todas las ceremonias tradicionales. Esta tarde podemos plantearles el asunto a los dos --y se vuelve a la niña para agradecerle la idea salvadora, pero la sonrisa que acompaña esa mirada muere en el desplome de su boca. Solita lo está mirando con la expresión recelosa del animalillo que no confía en la mano que pretende acariciarlo, mientras se dice a sí misma, pasmada:

--Otra vez no es "de veras"...

 

 

 

 

21

 

 

Salió el viento caita al ruedo del cielo e inmediatamente aparecieron grandes nubes blancas, capotes abiertos que lo instaban a frenéticas corridas. Pero las nubes lo vencían siempre, aunque alguna se desvanecía en guedejas imposibles de distinguir entre su vellocino. Se lo oía jadear, ir de un extremo a otro, bramando su ira, levantando estelas terrosas cuando sus pezuñas doblaban los ángulos del pueblo. Una cabezada con sus cachitos nuevos y ya poderosos rompió los vidrios de una ventana, y de un farol cayó con estrépito la caperuza de hojalata. Las gentes alzaban los ojos un poco inquietos, pero pronto se daban cuenta de que todo no era sino broma sin riesgos mayores, apretaban la ropa al cuerpo, agachaban la cabeza para aguantar el envión, como si también ellas fueran a embestir, y seguían andando por las calles que ya el crepúsculo contagiaba de incertidumbre. Sofaldeó el viento a unas mocetonas que reían nerviosamente apresurando el paso --que era hacer más eficaz y ceñida la caricia--, confusas y enrojecidas como si mano de hombre las trajinara. Luego revolvió unas hojas, se mezcló a los niños, participó en sus juegos, moviendo los tejos con desenfadada maula.

Daba saltos el viento, abría un boquete en una nube, juntaba ésta sus jirones y cuando volvía hallaba otra vez el remendado capote que parecía nuevo con su cambiante color rosa y malva y violeta y fuego. Pero de repente, no se supo de dónde, llegó un tácito llamado congregador de fantasmas que las requería para otro sueño y, a su conjuro, huyeron todas las nubes y quedó dueño del espacio el azul de la noche, mientras el viento suelto y cansado de no hallar más compañeras de juego para su burla de enojos, un poco azorado con tanto puntito de estrella inalcanzable a sus fuerzas que le guiñaban su indiferencia burlona, dio un salto mayor, movió de un final topetazo la colgante muestra de alguna tienda, y traspuso el sangriento toril del horizonte.

Eso era fuera, donde la vida es áspera y alegremente cruel. Adentro, don Juan Manuel seguía en su cama con un montón de almohadas en la espalda, girando beatíficamente los pulgares uno en torno del otro, esperando las ráfagas de realidad que doña Batilde traía de pronto consigo arremolinadas. Era un dulce ejercicio adivinar y no ver la realidad, entresoñarla por los resquicios, mientras la luz iba disminuyendo en la habitación, comprobando en una plácida hiperestesia el encanto gradual con que la tarde matizaba los objetos, antes de diluirlos totalmente en la sombra, sentir cómo disminuían los ruidos familiares, anulándose el trajín de la calle, conteniéndose el resuello del vientecillo topeteador, observando que los viandantes, reducidos a imágenes de linterna mágica, abrían y cerraban un abanico en el cielo raso al proyectarse a través de la banderola entreabierta, acechando el sonido de sus pasos desde cuando eran casi inaudibles, clasificándolos, imponiéndoles su condición: "Vienen de la plaza y son de mujer que calza zapatos". "Son pasos de señor." O: "Es un hombre con ojotas que viene del poniente. Va un poco curadito el pobre". O: "Es el paco que hace su ronda".

Ordenó abrir la puerta del escritorio que daba a la galería, y a su vez todas las ventanas de la galería, y así, de la casa y del jardín, llegaban encalmados hasta su redacto, ruidos, voces, olores, cantos, perfumes. Sí, era posible que la realidad siguiera existiendo, y eso daba mayor felicidad al día pasado en la cama, relajados los músculos, tranquila la mente, como si también por ella hubiese pasado un breve ventarrón dispersador de añejos celajes apesadumbradores. Doña Batilde le hizo breves visitas, mirándola fijo, para enterarse de "cómo seguía". Contaba "sus gotas", echaba una revisada para verificar que cada cosa estuviera en el centro exacto que ella le había fijado para siempre, arreglaba cualquier pequeño desafuero y preguntaba rápida:

--¿Cómo se siente?

Don Juan Manuel hacía un esfuerzo buscando en vano en alguna parte de su ser algo que justificara el abandono de su beatitud, y no encontrándolo, satisfecho con no encontrarlo, murmuraba apenas:

--Bien, Batilde. Muchas gracias. Es usted muy amable --añadía de súbito sonriendo.

--Espero que no será necesario llamar al doctor --aventuraba ella, inquieta por el mal síntoma de la sonrisa.

--Yo también lo espero, Batilde. Dígame, ¿qué novedades hay? ¿No quiere sentarse un ratito a conversar? --y agravaba los síntomas alarmantes acentuando la sonrisa y melificando la voz en una amable insinuación.

Doña Batilde se afirmaba cada vez más en los temores de su diagnóstico: "estaba rematado", porque esta manera de ser, esa desusada cordialidad, ese afán de charla, este absurdo empeño en querer darle consejos --él a ella, que era como si los ríos quisieran que sus aguas remontaran el cauce--, este afligirse porque no lo acompañaba un ratito, esta forma resuelta de entrar en la enfermedad y -acomodarse en ella, tan conforme, todo le parecía signos más que sospechosos, pruebas casi evidentes de aquel mal por ella intuido: "Rematado", se más ha "rematado".

Don Juan Manuel descruzó las manos y giró el cuerpo para volverse a encender la luz, porque ya era noche cerrada y quería ver la hora. Pero a medio movimiento se arrepintió, y en vez de tomar los fósforos, alzó con gran tino la campanilla y la agitó tres veces en dirección al escritorio, quedándose tenso, con una tensión de la misma calidad que el sonido que volaba de la plata, deliciosamente ingenuo; tenso también cuando ese sonido se ablandó al diluirse en los confines recónditos de la casa, hasta que lentamente pareció cambiarse en los rumores que venían del interior, por el rápido roce de los pies de María Ignacia, convertida por orden de doña Batilde en su guardiana, entre enfermera y niñera.

Cuando llegó le dijo:

--Vea, hijita, ¿quiere ser dije y encender la lámpara del escritorio y traérmela? --hablaba casi sin jadeos, con una amabilidad en que la costumbre de todo un día ya dejaba traslucir un leve tono de mando.

--¿Su mercé quiere que le traiga la lámpara? --preguntó María Ignacia con asombro, como si el patrón le pidiera la luna, porque jamás las lámparas, por orden expresa de doña Batilde, se movían de sitio. Ni siquiera podía encenderlas nadie que no fuese ella misma, o a lo sumo don Juan Manuel, un poco por miedo a la torpeza de las chinitas y mucho por temor a un accidente que provocara un incendio.

--Sí. Encienda primero la vela de la palmatoria y después encienda la lámpara, y la trae para ponerla aquí. Quiero leer un rato hasta que llegue la señora.

Nunca en los ojos de redondo azabache de María Ignacia hubo tal atención, ni sus manos dieron testimonio de mayor prolijidad y cautela, que en ese trabajo, casi de ritual, que la empavorecía. Don Juan Manuel la miraba hacer, en escorzo la cabeza, con la que insinuaba de vez en cuando leves inclinaciones aprobatorias, hasta que la lámpara quedó instalada en su velador. Sonrió a María Ignacia, alentándola por su proeza.

--Ahora le sube un poquito la mecha. No ve: lo hizo todo muy bien. Cuando no se tiene susto, las cosas resultan mejor. Hay que tratar siempre de estar tranquila, y de creer que todo va a salir perfecto: las cosas se dan cuenta y nos ayudan cuando no les tenemos miedo.

María Ignacia sonrió también, tímida y fugaz, ligeramente temerosa de que le hablaran como a un ser humano, casi incómoda por ello.

--¿Su mercé no manda otra cosa?

--¿No ha venido nadie? --y se quedó sin respirar en espera de la respuesta, aunque descontaba cuál sería.

--No, su mercé. No ha venido naiden.

--Bien. Puede irse. Aunque no, no se vaya --aspiró hondo y agregó después--: No sé qué se ha hecho el gato. Búsquelo y me lo trae.

Volvió María Ignacia con el gato y lo posó sobre la cama, tan confusa su mente ante el repetido fallar de las leyes cotidianas, que ni siquiera acertó a formularse la pregunta de lo que sucedería cuando la patrona viera al gato sobre la colcha. Prosiguió don Juan Manuel:

--Ahora me trae un libro colorado, uno grandote que debe estar sobre el escritorio, al lado derecho. Usted sabe cuál es su mano derecha, ¿no? La de persignarse. Bueno, a ese lado debe estar el libro. Tráigamelo.

Cuando tuvo el libro abierto en la mano, en la página en que lo había sorprendido leyendo la noche antes Ernesto Pérez, cuando la luz fue exactamente la que necesitaba, cuando con la otra mano comenzó a rascar las orejas del gato, que se acomodó tendiéndose de costado y ronroneando placentero, despidió don Juan Manuel a María Ignacia y trato de enfrascarse en su historia. Pero el libro era pesado, materialmente incómodo para sostenerlo, y el brazo empezó a hormiguearle. Pensó entonces que le iba a ser imprescindible un atril de enfermo, y también una mesa de enfermo que le permitiera comer sin llenar la cama de migas hostiles.

Casi sin darse cuenta condicionaba todo su futuro a una hipotética enfermedad, hallando de súbito que doña Batilde, como siempre, le había marcado el rumbo para los días venideros. "Bueno", como ella decía. Estarse en la cama confortablemente, entre una atenta vigilancia de la servidumbre, con doña Batilde frenada al borde del "lecho del dolor" --el lugar común fluía solo--, sin desdenes ni combates, era justamente la solución para asegurarse una inexistencia digna, sin explicaciones, con decoro, que le evitara el encuentro con Ernesto Pérez. Se sonrió y una pinta de malicia afloró en sus pupilas al recordar su voz jadeante --¡qué perfecto el ritmo del jadeo!--, la mano sobe el pecho reteniendo algo que no intentaba dolerle allí, cuando le dijo a doña Batilde a medio día:

--Por favor, Batilde, me siento tan cansado... No crea que estoy muy enfermo, no, no quiero decir eso; pero me gustaría estar tranquilo, no recibir a nadie. Usted, que es tan buena, arreglará las cosas para que no me molesten con recados, ni menos con visitas.

--Muy bien, me parece muy bien. Yo voy a salir después del almuerzo. Alcanzaré a la estación a ver los carros que han cargado, pasaré al banco, haré unas cuantas diligencias y después iré a ver a los Pérez.

Esto último no lo oyó, no quiso oírlo don Juan Manuel, que pensando en otra cosa dijo:

--Se ve muy linda con ese cuellecito de encaje blanco --mirándola atentamente y con una amabilidad que la azoraba.

--¿Qué le ha dado por decir leseras? --rezongó--. ¿No se le ocurre otra?

--No es lesera, es que se ve muy linda con ese cuellecito. Debería comprarse otro, eso sí, Batilde. Días pasados vi uno muy gracioso donde la Madame.

No le contestó porque acababa de descubrir el contrabando del gato, e intentó agarrarlo por la piel del cogote, lo que hacía al "Michingo" bastante menos feliz que las rascadas tras las orejas. Pero don Juan Manuel se había aferrado al animal, defendiéndolo con insospechadas energías entre ahogados: "¡No, no, el gato es mío, quiero que esté en mi cama, que me haga compañía!", tan perfectamente hecha la escena, que doña Batilde, impresionada, se clavó en medio de su gesto, soltó al animal, se puso de perfil, se llamó a no contrariarlo, "porque podía ser peor", y se fue sin decirle otra cosa que un seco:

--Hasta luego.

Volvió a su lento devanar de necesidades inmediatas. Necesitaría un atril y una mesa. Además, que le hicieran unas chaquetas de moletón con las mangas bien largas y puño abotonado, para que el frío no colara brazos arriba. Necesitaba también una lámpara con una pantalla opaca, de bronce tal vez, como la que tenía en su escritorio Ernesto Pérez --¡a qué hora llegaría Batilde!--, para leer cómodamente sin que la luz le diera en los ojos. Se sonrió de nuevo. ¡Buena se iba a poner Batilde cuando le presentara su lista de compras! ¡Qué extraña manera la del destino al marcarle por tan torcida senda este nuevo rumbo! Repasaba hechos. Todo era inconcebible; más aún: inverosímil. Toda la realidad era inverosímil, empezando por él mismo, desde siempre. Sólo los sueños eran coherentes y ciertos.

Sintió los pasos rápidos de doña Batilde por la acera --pasos inconfundibles entre todos los pasos, aun más que su mismo rostro--, llegar a la casa, detenerse según sus inveterados hábitos a limpiarse los zapatos, casi hombrunos, en el limpiabarros metálico, abrir la lámpara con su llavín, limpiarse de nuevo los zapatos en el felpudo, llamar a María Ignacia.

Entonces, independiente de su conciencia, su mano avanzó a colocarse sobre la otra, y un puntual amago de auténtico ahogo le subió del pecho ahuyentando a la inútil simulación. ¡La voz! La voz dramática, tremolada de obscuros tornasoles de ira, endurecida de mandatos impacientes, fija premonición de temporal, le llegaba con sordo retumbo de sismo. Le dio la impresión de haberse quedado sordo, porque sólo oía el propio vaivén de su sangre, y cuando doña Batilde entró en su pieza, mucho después de su voz, no había logrado aún librarse del terror. Apareció monumental en el traje de severas líneas talares, con parquedad de modelado jónico, precedida de un aura fría que lo aprisionó, ciñéndolo sobre la almohada con el sudario que crea una forma definitiva sobre el propio cuerpo, convirtiéndolo en la almendra de su muerta escultura.

--¿Cómo se siente?

--Bien, Batilde, muy bien --musitó.

--Entonces no veo por qué se ha quedado en cama. Cuando uno está enfermo de veras, se queda en cama; cuando está muy enfermo, se queda también en cama, y se muere.

--Sí, Batilde.

--Si está bien, como dice, me hará el favor de levantarse mañana a la hora de siempre y no seguir molestando con su flojera.

--Sí, Batilde.

¿Qué era lo que él iba a pedirle? ¡Ah! Sí: el atril, la mesa de enfermo y algo más..., ¿qué era? Desgraciado..., infeliz..., iluso...

--¿Para qué hizo traer la lámpara? ¿Para que la quiebre alguna de las chinas y tengamos incendio? Era lo único que me faltaba...

--Quise leer, Batilde...

--Podía haber aprovechado la luz del día. Como a usted no le importa el derroche... --Encendió la vela y se llevó la lámpara al escritorio, apagándola y llenando la habitación de un intolerable espeso olor, que se adhirió premioso a la garganta de don Juan Manuel, aumentando su ahogo.

Mientras respiraba entre jadeos y carrasperas, doña Batilde le había dado un fuerte palmazo --por ahora y por el que dejó de darle antes-- al gato, que huyó despavorido; llevó el libro a la biblioteca, y después miró a don Juan Manuel como barrenándolo, queriendo espantar por inconveniente la idea de que estaba "rematado" que de nuevo le volvía, al sentirlo hipar balbuceando cada vez que lograba un respiro:

--No es nada... Estoy bien... No es nada...

La luz de la vela trazaba grotescos monigotes sobre las paredes. Le hizo beber la medicina. Se fue calmando el acceso de tos y al fin pudo explicar:

--Fue el humo de la lámpara, Batilde. Siempre me hace daño.

--Parece alfeñique... Como niña bonita... Que sí, que no, que tal vez, que quizá... ¡Moledera! Todos iguales. Mugres, eso son los hombres, todos. Incluso usted, si puede considerásele como hombre...

--Batilde...

--Sí, entiendo... ¡Pobrecito! Y ahora, para colmo, le ha dado por hacerse el merengue.

--¿No quiere decirme cómo le fue? --preguntó lastimero.

--¡Cómo me fue! ¿Cómo me fue? ¿Cómo quería que me fuera? Bien, divinamente bien --parecía regustar lo amargo de su fracaso, mascando con frenética lentitud las palabras, mordiendo las erres, silbando las eses, haciendo estallar la pe, como inicial de mala palabra--. Perfecto. Todo es perfecto. El gringo Murray contestó que no le interesaba la bodega, porque piensa irse cuanto antes para el sur. Lo mismo dijo Severino Sordo, que se casa con la Mademoiselle de los Pérez, y le traspasa el negocio al primer empleado para irse a España. Y los de Nilahue no quieren ni oír hablar de la bodega nueva. Y esto no es nada. Hay ya vatios pedidos de rebaja en los arriendos, sobre todo de los almacenes y las tiendas, porque, según todos, el pueblo se va a la ruina en cuanto el puente se termine. ¿Entiende? Nadie quiere comprar. Nadie. Y no ponga esa cara. Ponga siquiera cara de que me oye.

--Sí, Batilde. La oigo.

--¿Y se da cuenta de lo que eso significa? Es también la ruina para nosotros.

--No hable así, Batilde. Aunque el pueblo de repente perdiera todo su valor, siempre nos quedan las tierras y eso representa millones.

--¿Así que a usted no le importa tener un montón de plata en las manos y que, de la noche a la mañana, desaparezca como sal y agua?

--El pueblo siempre valdrá algo; valdrá menos, Batilde, pero tendrá un precio.

--Usted puede mostrar esa conformidad porque no se molió los huesos y el alma para levantar el pueblo y cotizarlo, para hacerlo suyo, como es mío, mío; tan mío como si lo hubiera parido.

--¿Y los Pérez? --desvió don Juan Manuel, a quien la última palabra le pareció de pésimo agüero.

--¿Los Pérez? En su divina voladera, ahora que pierden también ellos una parte bastante grande de su fortuna, se van a Europa, para que "Solita no llore por las noches porque la Mademoiselle se casa con Severino Sordo". ¡Locos! Están completamente locos. María Soledad hablando París y Londres y de trapos y perifollos. Y Ernesto, haciéndose el importante y el que al mal tiempo buena cara. En vez de pariente mío, parecería suyo. Ni hermanos mellizos que fueran. Tan descabellado uno como otro.

--¿Se van? ¿Cuándo se van?

Si doña Batilde lo mirara ahora, quedaría atónita ante el resplandor de gozo que irradia su fisonomía.

--Ya están punto menos que haciendo las maletas. Se van en seguida. Dejan la casa con la Clora y toda la servidumbre, para que cuide animales y las flores. Y se van a la capital, para hacer a escape el resto de los preparativos. Parecen locos de remate. Ni más ni menos.

--Batilde... --La miró y calló arrepentido, porque pronto tuvo conciencia de que iba a preguntarle si "Ernesto no le dijo nada".

--¿Qué? --Lo miró a su vez inquisitiva antes de proseguir--: Parece que la Moraima también se va con sus niñocas. Todos no piensan más que en irse. Es como si la peste hubiera entrado en el pueblo --añadió con rencor.

--¿Nadie le preguntó por mí? --acertó a expresar en tímido balbuceo.

--¡Es claro! Un personaje tan importante... En el pueblo nadie vive ahora sabiendo que usted está enfermo. Tranquilícese. Nadie preguntó por usted. Salvo María Soledad, que lo hizo de puro bien educada nada más... Pero los de Nilahue van a saber quién es doña Batilde, eso sí. De ahora en adelante pagarán peaje, como cualquier bicho viviente, cuando quieran cruzar el fundo.

--Pero, Batilde, cada cual mira sus intereses.

--¡Mire quién habla! Mírenlo ahí flojeando, mientras el pueblo se nos hace humo. Pero yo, yo sabré impedir que se me haga humo entre las manos.

El reflejo trémulo de la llama de la vela no consiguió sino endurecer el metálico brillo verde de sus ojos.

 

 

 

 

22

 

 

La Moraima regresa de visitar a Paca Cueto. Sigilosamente amortiguados sus pasos por la goma de los tacones, con una capa hasta el borde de la falda y la toquilla protegiéndola del frío en la cabeza, avanza rápida, con su largo decidido paso, hacia el centro de la alta noche. Deja atrás la esquina de la botica y atraviesa a la acera de enfrente, bordeando el muro que rodea la casa de Ernesto Pérez, reconfortada y segura en esa obscuridad. Va distraída, contenta porque Paca Cueto está en plena convalecencia, si es que así puede llamársele a ese estado de aceptación de los hechos, nacido un poco de su compañía, nocturna para no alarmar las conveniencias sociales, de sus consejos, de esa repentina y secreta amistad que la vida no ha improvisado, y otro tanto de la actitud de Juan Antonio Méndez, que llega sin tapujos, en pleno día, a preguntar por ella entre ceremonioso y chacotero, llevándole alguna cosita "para darle al diete", que entrega a tía Catalina con un largo recado: "Y que se cuide mucho y que se lo pase pensando en los angelitos y que tiene que aliviarse cuantimás luego mejor".

No va tan distraída como para no sentir pasos que resuenan asordados y en una lejanía decreciente a medida que se acercan cautelosos. A esa hora, por la calle, por esa acera, le parece tan extraño que alguien circule que, casi sin reflexionar en ello, avanza unos pasos hasta meterse en el nicho que forma la puerta lateral del parque de Ernesto Pérez. Se cubre la cara con la toquilla con igual irreflexivo gesto. Los pasos avanzan con nerviosa presteza, como de puntillas. La Moraima piensa en algún marido que vuelve subrepticiamente a su casa. Piensa en Pedro Molina siguiendo al fin sus consejos --va a terminar por ser la consejera secreta de todo el pueblo, y esto le causa irónico regocijo-- de salir por la noche a matar los recuerdos, enloquecedores entre los muros de la celda, y los siete pasos de su desesperación. Piensa en una aventurilla de chinita y mozo. En un enfermo. Es un asaltante. En muchas otras posibilidades, porque la imaginación es tan frondosa y estéril como parca e inesperada la realidad. Se apega a la puerta, siente lo frío y húmedo del revestimiento de hierro y los estoperoles a su espalda, siente la sombra contra la que materialmente se estruja. Frente a ella pasa una figura irreconocible. ¿Un hombre con un abrigo hasta el suelo? ¿Una mujer con impermeable y la capucha echada? ¿Acaso el señor cura, que regresa de asistir a un moribundo?

Un olor llega a su olfato. Se diría parafina... No puede ser. Su percepción no se acomoda a la imposibilidad de su objeto. ¡Qué extraño todo! ¿De qué doble fondo de la noche, hacia qué capricho de aquelarre podrá deslizarse el absurdo?

Sale de su escondite y se queda un instante oyendo el rumor de los pasos, que se alejan hacia la nada tranquilizadora. Tiene el propósito de seguirlos, comienza a caminar hacia la plaza, pero la sensación húmeda que persiste pegajosa a su espalda, el frío apretado inmisericorde a su contorno, la instan a encogerse de hombros, murmurando casi en alta voz:

--¡Qué me importa a mí! --antes de proseguir su camino.

Echa calle adelante, mientras el recuerdo del inconsciente se aleja de ella, calle atrás, y vuelve a recordar a Paca Cueto, que en ese mismo día va a levantarse y a recibir algunas de sus amigas, las que mayor interés han demostrado por su salud, aunque no a ella, por supuesto. Porque todo el pueblo está atento a su enfermedad, empezando por la propia mujer de Ernesto Pérez, que, si no en persona, ha mandado varios recados con la sirvienta de razón, para terminar con la mismísima María Santos, cuya elegancia de contragolpe peligra con el eclipse de su rival y modelo.

Va a ganar la acera en que está su casa, haciendo un rodeo para entrar por el postigo del portón, cuando revisa el resplandor rojizo. Se detiene. También aquello necesita coordinación entre lo que ve y lo que ni siquiera se atreve a temer. ¿Es el resplandor de la chimenea de una locomotora o es...? Localiza las sombras. Allí está la estación. Hacia allá sigue la línea férrea con sus andenes, sus desvíos, sus corrales y sus bodegas. El resplandor está acá. El resplandor. Creciente aurora anticipada. La mira atónita. No. No es ella en verdad quien grita. Algo sube del miedo subterráneo del pueblo inerme, y se atropella para expresarse en su garganta en un grito, cuyo despavorizamiento sólo unos segundos más tarde la alcanza:

--¡Incendio!

Corre ahora, acuciada por su propia desconocida voz, dando aldabonazos en las puertas, golpeando las ventanas, gritando, ahora sí con su recuperada voz tremolante de alarma:

--¡Incendio! ¡Incendio!

Cuando llega a la puerta principal de su casa, ya otras puertas se abren precipitadas, y rostros de espanto asoman a ellas. Se cruzan los gritos, las preguntas de una sola alarma ubicua:

--¡Incendio! ¡Incendio! Se quema la estación. No. Son los galpones.

Es un castillo de madera. Son los galpones. Es la estación. ¡Incendio! ¡Incendio!

--Avise adentro que salgan los caballeros. Hay un incendio al otro lado de la estación --dice la Moraima a Tom despavorido--, y que se vayan todos a dar la alarma. Que toquen la campana del cuartel. Que toquen las campanas de la iglesia. Que toquen la campana de la estación. Hay que despertar al pueblo. Hay que dar la alarma. ¡Apúrese! ¡Corra!

El resplandor se extiende poderoso por el cielo. Las puertas siguen abriéndose. Las voces forman un discorde coro de preguntas. Aparece un paco con aire enloquecido. La Moraima en la puerta de su casa, sin la capa, sin la toquilla, sigue gritando:

--¡Incendio! ¡Incendio!

El paco la mira sin atinar a otra cosa.

--Váyase inmediatamente a avisarle al gobernador. Llame a clase si es que puede, pedazo de bruto. Dé la alarma. Váyase corriendo y cada media cuadra toque alarma de incendio. ¡Corra! Eche los bofes si es necesario, pero vaya volando...

--Sí, sí, patrona --contesta el hombre, desapareciendo, tanto por obediencia como por escapar de su propia perplejidad.

Salen a medio vestir las "niñas" de la Moraima y sus acompañantes al reclamo del fuego de Dios que interrumpe el pecado. Ellos se dispersan rápidamente. Las mujeres se agrupan plañideras y estorbonas en torno a la Moraima.

--A vestirse todas y a arreglar sus cosas. Nadie sabe lo que puede pasar en uno de estos incendios. Pero todas tranquilas y cada una en su pieza, callada la boca, si no quieren encontrarse con los puños de Tom.

La campana de la estación es la primera en dar el toque de: "¡Fuego!"

Poco después lo repite premiosa, tratando de adelantarse, la campana del cuartel de bomberos. Mucho más tarde repite la noticia la campana de la iglesia, con no menor apremio. El pueblo entero está de pie. Se queman los galpones, más allá de la estación, todo ese enorme hacinamiento de aserraderos, de castillos de madera laborada, de troncos que esperan turno para entrar en las máquinas. Se queman casas de obreros. Arde ya una manzana entera. Pasa el gobernador con Ernesto Pérez y el señor cura.

--¡Hagan encender los faroles! --les grita la Moraima--. ¡Así cundirá menos el miedo!

--Dígaselo al alcalde cuando pase --devuelve a gritos la orden el gobernador.

Todo el pueblo fluye hacia la estación, magnetizado por el peligro. Gentes sacadas del sueño, muchas de ellas cambiando una pesadilla por otra, vestidas de cualquier manera, algunas alumbrándose con un farol, haciéndose ociosas preguntas, cuyas respuestas no se esperan, corriendo, tiritando de frío, tensos los nervios.

--Menos mal que no hay viento --dice muy bajo Ernesto para que las fuerzas malignas no oigan sus palabras, mientras piensa en su propio aserradero, que está más allá de la última casucha de ese barrio.

--Y menos mal que el incendio está del otro lado de la estación, y que la estación misma servirá de cortafuego --agrega el señor cura--. ¡Quiera Dios y la Virgen Santísima que se logre dominarlo, y que no tengamos cosas horribles que lamentar!

--Amén --masculla el gobernador--. ¿Cree usted, Pérez, que sería bueno avisar al intendente?

--Me parece lo más indicado. Si esto sigue, ¿qué vamos a hacer? Que estén listos para mandar ayuda en cuanto usted la pida. Pero hasta las seis no se podrá hacer nada. Piense que allá el telégrafo está cerrado, al igual que la estación. Habrá que esperar. Y esperar que no se levante viento.

--Pero ¿cómo habrá empezado esto?

--Como siempre. Un imbécil que tiró la eterna colilla, un imbécil que apagó mal el fuego. ¡Con el aserrín y la viruta que hay en cada galpón!

La estación está iluminada participando del desvelo del pueblo.

--¡Don Faúndez! ¡Don Faúndez! --grita el gobernador.

--Sí, señor, aquí estoy --aparece el jefe--. Ya tengo mi gente levantada. Falta sólo un maquinista, pero ya lo fueron a buscar. Están armando todos los trenes para sacarlos fuera del recinto si es necesario. Lo peor va a ser el ganado. Hay como quinientas cabezas en los corrales. Chaparro ya avisó a la capital, se comunicó con su colega de la estación para que esté alerta, por si hay novedades mayores que comunicar al Ministerio, y para que entonces el Ministerio dé instrucciones al intendente.

"Menos mal --piensa Ernesto Pérez-- que hay alguien que tiene sentido común."

La hoguera araña con sus uñas las nubes. Envuelta en un espeso humo negro, a ratos simula apagarse, pero es para reconcentrar su cólera y reventar nuevamente en súbitos fogones Parece que está ahí mismo, detrás de la bodega de la propia estación, al otro lado de la calle que la bordea.

--Yo regreso a casa a tranquilizar a María Soledad y a buscar a mi gente. Creo que todos vamos a ser pocos --dice Ernesto Pérez--. Lo mejor es que nos juntemos aquí, que sea la estación el punto de reunirnos. ¿No le parece, gobernador?

--Sí, me parece muy bien. ¡Don Faúndez! ¡Don Faúndez! ¿No ha visto al alcalde? Por Dios, ¡qué confusión!

Ahora Ernesto Pérez tiene que sortear la multitud, que recuperado su carácter gregario, de masa amorfa, irrumpe con su pulpa desenfrenada y curiosa. Oye a su espalda la voz viril de don Faúndez, que ordena:

--Ciérrenme el recinto y a palos me echan a cualquiera que se meta para adentro.

Se cruza con la pequeña bomba que avanza arrastrada por un caballejo, con mucho ruido de campanas, rechinar de ejes, crujir de maderos; atrás va el carrito con las apolilladas mangueras, y otro con escalas, empujados por los bomberos, simples en su heroicidad de luchar mano a mano con el fuego, sin más herramienta valedera que el propio coraje. Se abrochan de camino las cotonas y se aseguran la hachuela al cinturón.

Sonríe enternecido al juguete que resulta ese mínimo conjunto, frente a la enormidad del incendio. Una mujer pasa corriendo, jadeante, gritando entre estertores:

--¡Mi hija! ¡Mi hija!...

Serán las dos de la madrugada. ¡Qué larga va a ser esa noche!

Tres horas y media, por lo menos, para que amanezca. Ya no son necesarios los faroles encendidos por mandato de la Moraima. Todo el pueblo resplandece, rojizo y dramático con la quemazón.

--¡Qué desgracia! --dice a María Soledad, que lo espera vestida, como vestidas están la Mademoiselle y Solita, iluminada la casa toda, y la servidumbre aguardando órdenes--. Pero hay la esperanza de aislar la manzana donde empezó.

--¿Cómo ha sido? ¿Dónde es justamente?

--Parece que empezó en uno de esos galpones en construcción de doña Batilde. Y se quema toda la manzana en que están los galpones de Los Pellines.

--¿No hay peligro para el aserradero?

--Mientras no se levante viento... No se puede prever nada... Pero estáte tranquila. Eso es lo principal, por ahora.

--¿Vivía mucha gente ahí?

--Posiblemente no. ¿No te parece mejor que la niña se vaya a acostar? Nosotros permaneceremos en pie, por si algo se ofrece.

Solita tiene los ojos muy abiertos; su voracidad, que supera a la del incendio, quisiera abarcar el mundo. Su pequeña mano acaricia el cuello del "Togo", y "Don Genaro" se abraza a ella como una criatura.

--No, por favor, no me hagan acostar.

--La niña, que es muy buenita, se quedará aquí con su mamá, recostada en el diván, bien tapadita, y le dejaremos al "Togo" al lado, y "Don Genaro" podrá echarse a sus pies. ¿Quieres, corazón?

Solita dice un sí incomprensible, porque en verdad no está muy conforme con esa solución que mamá propone, pero en todo caso mejor que la otra. ¡Ahora que todo es tan terriblemente "de veras"!

Ernesto sale al patio, va hacia las caballerizas con Bartolo. Inmediatamente lo rodean los mozos.

--¡Qué mala suerte, patrón! Nosotros que nunca habíamos sufrío una d'estas en el pueblo... Fatalidá...

--Ensillen todos los caballos y enganchen los dos coches y la carretela. Bartolo y José Carmen se quedarán aquí de guardia. Los demás nos iremos para la estación. Hay que sacar el ganado de los corrales.

Ernesto vuelve a la casa y llama a la Clora. María Soledad atiende también a sus órdenes. La Mademoiselle va a abrir la puerta de entrada, porque llega Severino Sordo a dejar en su compañía a Covadonga.

--Búsqueme todos los baldes, Clora, y los lleva al patio. Tú, hijita, me traes toallas y frazadas, todas las que haya también.

María Soledad quiere hacer preguntas, pero opta por obedecer, empalidecida, venciendo los nervios que la quieren obligar a abrazarse al cuello del marido y a lloriquear su irrazonado miedo. Pero se sobrepone, porque hay una tensión en la atmósfera, una seriedad en cada rostro, en cada actitud; una conciencia de que hay que ceñirse a la disciplina, que es ahora la única posibilidad de salvación.

Trae toallas, frazadas; las sirvientas reúnen baldes. Severino Sordo se desentiende de la Mademoiselle, contesta apenas a su saludo y se une a Ernesto, que en el patio de las caballerizas revisa arneses y monturas.

--Usted puede manejar la carretela, Sordo. A ver, cada uno tome una toalla, mójela en el pilón y póngala en el balde. Acuérdense de ella cuando se vean afligidos por el humo. Se la echan a la cara entonces. Las frazadas las colocan en la carretela, son para envolver a los niños, a las mujeres, a los heridos. ¿Listos? A caballo todos. Clora, preocúpese de que la señora esté tranquila y que nadie salga de la casa, pase lo que pase. Usted, Bartolo, se queda de guardia en la puerta de la reja, y usted, José Carmen, en el portón. Hasta luego. ¡A caballo! --dice a los hombres.

Redoblan los cascos sobre las losetas del patio, nerviosas las cabalgaduras que dilatan los ollares al olor del incendio. Frente al hotel hallan a Juan Antonio, que les grita:

--Es lo que iba a hacer yo. Que uno de los ñatos me dé su caballo y que siga corriendo a despertar a mi gente o a juntarla, para que vayan todos también a caballo para la estación. Hay que sacar el ganado. Hay que irse para allá al galope --y ordena al mozo que le cede su cabalgadura--: Si toos se han ido pa'l incendio, te buscái otros ñatos que queran ayuar y se las echan pa l'estación al tirito...

No es fácil avanzar entre el gentío, más adensado cada vez por el estupor que lo paraliza. La hoguera ha crecido, forma varios cráteres, estalla en chispazos, chasquean los maderos verdes, suben las llamas azotando la mansedumbre del aire inocente, serpea el negro humo que tizna con su maleficio al cielo. El aire se hace irrespirable. Hay rostros oblicuos por el esfuerzo, sucios de hollín; gentes que corren y gritan sin saber por qué, sin conseguir dejar atrás su propio espanto; trajines en las casas cuyas puertas están abiertas, cuyas ventanas se agrandan desorbitadas frente a la tremenda inminencia que las amenaza. En los sitios, por sobre las cercas de madera, se ven cargar carretas y bestias con árguenas. Pasa un caballo en dirección contraria, en pelo, ensangrentados los ojos enloquecidos, relinchando, erizadas por el espeluzno las crines.

"Bueno --se dice Ernesto--. Si no nos apuramos, esto es lo que va a pasar con el ganado."

Juan Antonio le pregunta a gritos:

--¿Trajo su revólver?

--No --contesta Ernesto.

--Si vuelve a su casa, no lo olvide. Yo tengo experiencia en estas cosas... Por sobre la puerta de la estación gritan a un hombre que al fin los oye. No se sabe por dónde aparece don Faúndez.

--Gracias a Dios que me llegaron. Dentren. Y al tiro váyanse a los corrales. Hay que sacarlos por el fondo, tomar la calle ancha y arrearlos para el lado del cementerio. Métanlos en el primer potrero que hallen. Pero que queden bien encerrados y déjenme guardia.

Ernesto Pérez y Juan Antonio Méndez han gastado un tiempo interminable en sacar por la estrecha pasarela, de uno en uno, al piño, rebelde por el espanto, que se amontona, precipita, muge, escarba. Llegan a ayudarlos más mozos a caballo, y es menester toda la pericia de los baqueanos para conseguir que los animales se desplacen ordenadamente. Cuando avistan las afueras, Juan Antonio manda a los mozos seguir hasta los potreros, encerrarlos y regresar todos a la estación.

--Porque los animales van a tirar a enmontañarse --explica Juan Antonio-- y acá todos vamos a ser necesarios.

Así, a la distancia, se diría que el pueblo entero arde.

--Es imponente y sobrecogedor --dice Ernesto, aunque bien sabe que nadie puede oírlo.

Ese barrio parece deshabitado; en muchas casas los moradores han dejado las puertas abiertas al salir precipitadamente. Hay una impudicia de intimidades, de disimuladas miserias ahora en evidencia: paredes con el empapelado en jirones, sillas con la paja desfondada, camas con la tibieza maloliente del cuerpo que acaba de abandonarlas.

Cuando se acercan a la estación, de nuevo los rodea la multitud, haciendo casi imposible el avanzar.

--¡Don Faúndez! ¡Don Faúndez! --grita Juan Antonio.

--¿Cómo no se les ha ocurrido poner cordón? Esta gente no va a dejar hacer nada.

--¡Don Faúndez!...

Aparece el jefe, que ya no lo es tan sólo de la estación, sino que del pueblo todo, con. los bigotazos negros erizados, las enmarañadas cejas, réplica frontal de los bigotes, los ojos redondos y muy abiertos en la necesidad de abarcarlo todo, y que a Ernesto Pérez le recuerdan los de Solita.

--No, no entren, váyanse a ayudarle a don Sordo y a Pedro Molina a hacer retroceder la gente, que dejen libres las calles, que no pase nadie al otro lado de la estación. Hay que reforzar la guardia en las barreras.

Vuelven grupas y tratan de avanzar hacia el otro extremo del recinto, para ganar los pasos a nivel obstruidos por los curiosos. Juan Antonio revolea su rebenque y grita tal cual si estuviera en un rodeo:

--¡Juera! ¡Juera!...

No le abren paso. Obliga entonces a su cabalgadura a pararse en dos patas, y deliberadamente la larga contra la multitud, que en un alarido se aparta, entre insultos y corridas.

Tal vez alguien ha quedado en el suelo, tal vez el caballo esté pisoteando a alguien. No importa. Han pasado. Están en plena zona del incendio.

Desde entonces el tiempo deja de transcurrir con su habitual parsimonia, se aturulla, los segundos saltan unos sobre otros, se abalanzan varios a la vez, hay intervalos vacíos de duración, y de pronto se acumulan horas en breves segundos. No hay agua. Eso por descontado... La bomba jadea, hipa sus estertores, inútilmente extiende sus mangueras hasta el pozo más cercano y en minutos lo agota; las fláccidas mangueras lloran su impotencia, en miserables chorros que caen a pocos pasos de quienes las manejan.

--¡Qué porquería! --gruñe furioso Juan Antonio.

Es inútil afanarse en ese juego de niños. Para atajar el fuego no hay otra esperanza --y mínima-- que echar abajo cercas, cobertizos, tinglados, casillas. Lo que también resulta inútil. El fuego extiende sus tentáculos inmisericordes por encima de tan ridículas vallas, y acrecienta la extensión de sus raseros. Su calor quema las caras con reverberaciones de horno. No es posible acercarse. Nadie lo intenta. Arden las aceras, arden los durmientes que las limitan, arden los propios durmientes que pavimentan las calzadas. Paredes, techos, el propio suelo del pueblo, todo arde. Las gentes pasan con atados a la cabeza, con bestias encabritadas, despavoridas. Hay llanto alto de mujeres sin recato en su desesperación, lloros de niños, juramentos de hombres torvamente mascullados. Hay relinchos, aullidos, balidos, mugidos, gritos informes bajo el demoníaco restallar de las llamas. Y algo que empavorece más aún: el desacompasado y agrio cacareo de las aves de corral. Al olor acre del humo empieza a mezclarse insidiosamente, repugnante y dulzón, el olor a carne quemada.

--Déjenme... Por favor...

--No se puede pasar.

--...por esa calle, le digo. Tire por esa calle. ¿Es que no entendís?

Hay cuatro heridos y una mujer enloquecida porque no halla su guagua.

Se la entregó a la comadre, la comadre dice que no, ella insiste, discuten, porfían, alegan ambas absurdas razones, hasta que la madre se abalanza furiosa a la cabeza de la mujer, prendida a sus greñas multiplicando improperios.

Pasan más gentes. Muchas más gentes de las que parecía posible que habitaran en el pueblo. Gentes insensatas, abortadas por el propio incendio, desgarradas las ropas, torvos los rostros, arrastrando fardos, con ollas desportilladas, con sillas, con animales de tiro que se niegan a andar. Las campanas se obstinan en su ya vano clamoreo. Ernesto dirige el tránsito en uno de los pasos a nivel. Supone que en el otro estará Juan Antonio. Aparece Severino Sordo con la carretela pidiendo paso. Aparece, es la palabra. Todo tiene sentido de irrealidad. Todo es igualmente posible.

--Llevo dos críos --dice--. No se sabe de quién son. Los llevo a su casa para que allá los atiendan las mujeres.

--Diga que todos estamos bien. Y que nadie se mueva.

--¡Don Faúndez! ¡Don Faúndez!...

Con qué ganas tomaría un poco de agua...

--¡Don Faúndez! ¡Don Faúndez!...

Arden tres manzanas más. El fuego extiende sus manotazos hasta las manzanas que bordean la calle de la estación. Arden todavía por la parte trasera, pero luego el fuego estará en estas casas que se muestran desgoznadas, terrible dueño que se instalará hasta reducirlas a pavesas. Hay ventanas abiertas, puertas abiertas, a la espera de su destino, presas en su imposibilidad de articular también ellas un grito. Gentes frenéticas siguen entrando y saliendo con ropas y muebles, impedidas las manos, salvando lo más inútil, cargando zurdamente carretas, bestias; cargando ellos mismos enormes fardos con las cosas más heterogéneas.

--No hay nada que hacer, el fuego alcanzará la estación--dice Ernesto, hablando siempre sin saber a quién. Luego se dirige maquinalmente a un paco y ordena--: Abra la barrera y deje que pase la carreta. Siga de derecho hasta la plaza, señora. Ligero, no se quede parada. Ande, ande...

--Don Ernesto... Don Ernesto...

--¿Sí? ¿Qué pasa?

Es don Faúndez, el ubicuo don Faúndez, que aparece.

--Vea, don Ernesto. Esto ya está perdido. Hay que desalojar de gente el barrio entero. Junte a sus mozos, y me los arrea a todos para la plaza, sea como sea, a rebencazos si no entienden.

--¿Dónde está Juan Antonio?

--Ya viene a juntarse con usted.

--No va a ser fácil convencerlos de que deben abandonar las casas, si aún el fuego no ha prendido en ellas.

Don Faúndez ya se ha ido. Aparece Juan Antonio.

--A rebencazos --le grita--. Para hacerlos entender no queda otra.

--No. No es tarea fácil hacer que las gentes dejen de aferrarse a su esperanza. No quieren abandonar sus pilchas. La miseria se defiende con más ardor aún que la riqueza. Siguen enfebrecidos juntando ropas y cacharpas. Una mujer está sentada sobre un atado, en medio de la calzada, tranquilamente amamantando a su guagua, inclinada sobre la carita plácida de la criatura, que pone los ojos en blanco, mientras se aplica en su labor, hundiendo las carnes morenas con el arrugado hociquito rosa.

--Pero, señora..., ¡ande!..., muévase...

--Mi marío m'ijo que lo esperara aquí no más. El se jue a'ejar los güeñis y la bestia onde la comaire Salomé.

--Pero, señora, ¡si el incendio se le viene encima! ¡A ver! Uno de los ñatos que se la suba al anca y el atado se lo llevamos también...

--El m'ijo que lo esperara aquí no más...

--Bueno --dice Juan Antonio, y rápidamente desmonta, toma la guagua, se la pasa a uno de los mozos y alza y sienta sobre las ancas a la mujer, que sigue diciendo pasivamente: "El m'ijo que lo esperara", y que se deja resbalar, cayendo nuevamente al suelo.

--A ver, vos, ¡agárrala firme! --Juan Antonio la alza hasta el arzón y el mozo la sujeta como a un cuerpo inerte.

Juan Antonio, que tiene ahora a la guagua en brazos, grita:

--Pa' las barreras.

Más allá de las barreras, que por ahora sirven de valla a la pesadilla, encuentra a Severino Sordo en la carretela. Y como al rescaldo del incendio el milagro es lo normal, no lo admira que de pie, en la propia carretela, esté Paca Cueto; que sea ella la que ayude a tranquilizar a la mujer, la que la acomode entre las frazadas, la que se haga cargo de la criatura, mientras Severino forcejea con los curiosos que se le echan encima.

--Abran cancha..., cancha a la carretela..., lleva un herido..., cancha...

Ni siquiera se pregunta adónde llevarán a la madre y al niño. Vuelven a cruzar las vías y recorren las calles por las que suelen hallar un quiltro, aullando sus chamuscaduras y su desamparo. Se les cruza otro caballo desbocado que se detiene en seco al verlos, relincha una nerviosa felicidad de recuperación de sí mismo, y se suma mansamente a ellos. De pronto ensordece el estrépito de uno de los galpones que se derrumba. La atmósfera se adensa de humo, se inquieta de chispas; los olores adquieren una evidencia insoportable. Se levanta un grito:

--Allí hay una mujer..., allí hay una mujer...

Sí. Hay una mujer aferrada por dentro a los hierros de una reja. Su negro perfil se recorta siniestro sobre el fondo rojizo y humoso de la habitación. Ninguno vacila. Ni se hablan siquiera. Las órdenes se coordinan instantáneas y mudas. Alguien ha desmontado y ata los lazos a los hierros. Vuelve a la cabalgadura. Todos saben lo que hay que hacer. Y al grito: "¡Échele!"..., se hunden los talones en los ijares y largan el potente envión que no logra descuajeringar la reja. La mujer debe estar gritando, pero no se la oye. Hacen retroceder los caballos, palmoteando sus cuellos, tranquilizando su nerviosidad, obligándoles a cumplir a fuerza de destreza.

De nuevo una voz anónima ordena:

--No entre... Atájenlo... No entre...

Pero ya está dentro Pedro Molina absorbido por el ígneo vórtice de su destino. La figura de la mujer se ha desplomado junto a los hierros. Los caballos, compenetrados por el mismo afán de los hombres, hincan las herraduras en el suelo y al esperado grito de: "¡Échele!...", inician el nuevo envión, que, ahora sí, arranca de cuajo la reja.

--Las famosas rejas "pa' bonito" --rezonga Juan Antonio, y desmontado, acercándose lo más que puede a la ventana, resiste la vaharada del fuego y grita, sin darse cuenta de que está gritando:

--Molina, salga... Salga, Molina...

Uno de los mozos recuerda lo dicho por el patrón. En algún momento tuvo en el brazo un balde y una toalla. Agua..., agua..., una manta, cualquier cosa... Juan Antonio se apega a la fachada de la casa y de costado sortea la puerta de horno en que se ha convertido la ventana: ¿Dónde está la mujer? Algo salta de la ventana a la calle, un bulto informe, revuelto amasijo de dolor y llamas. "Eso" ha caído sobre la reja, convertida en parrilla sobre el suelo renegrido, y tirando de los lazos que aún la atan, la retiran de aquel círculo del infierno. Hay movimientos reflejos de precisa sabiduría, porque todos se han sacado las chaquetas en un solo impulso y se precipitan sobre el bulto apagando las llamas.

--Dios mío... Dios mío...

--Sí, sí, es espantoso... La misma reja puede servir para llevarlos...

Abajo pongan las chaquetas... A ver.... Cuidado... Alcen la mujer... Pongan acá otra chaqueta... Pobre hombre... Despacio...Caminen... Por aquí... Los caballos llévalos vos de tiro...

La mujer, silenciosa en su miseria, está suspendida de la muerte sobre un desmayo que puede ser definitivo. El hombre vocifera su dolor.

--Dios... Tatita Dios... --murmura temblando una de los mocetones.

Juan Antonio piensa que el incendio cede porque el fulgor de la hoguera es menos rojizo. De pronto advierte que amanece. No comprende por qué Pedro Molina desahoga el dolor de sus quemaduras gritando:

--Siete..., siete...

Cuando se acercan a las barreras, la campana de la estación interrumpe su alocado rebato de alarma, y tras una pausa que parece una caída interminable en la nada, marca con la grave entonación de siempre la orden de partida del tren. Su voz de bronce suena más heroica en el cumplimiento de este deber cotidiano, no olvidado en el tráfago de la catástrofe. Unos faroles diluyen en el alba sus jeroglíficos verdes. Suena un silbato. Da otro silbido la locomotora, y tras su poderoso resuello, se arrastra lenta la larga ringla de vagones.

--Hay que apurarse, ñatitos, porque si no nos va agarrar el tren y tenimos pa' rato. Y pa' estos pobres puee ser la muerte...

Llegan justo a tiempo para cruzar las vías y sentir los bufidos del tren que pasa a su espalda.

--¡Don Faúndez! ... ¡Don Faúndez!...

--¿Dónde está la carretela? --pregunta Ernesto.

--Frente a la casa de la Moraima.

--Abran cancha... Paso a un herido... Abran cancha... ¿No te estoy iciendo que te hagái a un lao, jetón?... ¡Abran cancha, miéchica!

--¿Puedo ayudarles? --pregunta una voz:

--Sujete aquí

--Acerquen la carretela. Al hospital, volando. Mejor ponte de rodillas y álzale la cabeza. Así.

La mujer parece muerta en el regazo de Paca Cueto. Pedro Molina, los ojos terriblemente abiertos, las manos crispadas, hacia atrás la cabeza, avanzando la barbilla al encuentro del dolor, insiste

--Siete..., siete...

--Creo que al hombre es preferible llevarlo aquí mismo. No resistirá los barquinazos.

--Moraima, haga traer un colchón.

--Y aceite.

--Sí, aceite. Mucho aceite.

¿Quién ha dicho: "Y aceite"? Ernesto Pérez mira al señor Smith y no le extraña que le hable en inglés, ni que él mismo, sin darse cuenta, le conteste en ese idioma.

--Cuidado. Levántenmelo todos a un tiempo. Ya... Pasen el colchón. Cuidado. Súbanlo de ahí. Despacito. Eche aceite aquí, Moraima. Otro poco. Ya está. En marcha. A compás. A ver: atención. Un, dos. Un, dos.

"Nada tiene sentido", se dice insistentemente Ernesto Pérez. O es que un sentido auténtico ha irrumpido de pronto, a través de las estratificaciones de todas las costumbres y hace que Paca Cueto esté allí de rodillas, en su carretela, con una mujer desmayada en el regazo, y que el señor Smith le explique:

--He venido a ponerme a las órdenes de ustedes.

Y que la Moraima haya organizado en su casa una posta de primeros auxilios, y vaya y venga atendiendo heridos, suministrando café o coñac, poniendo orden en los tumultos, dirigiendo el tránsito. O que el gobernador delegue reiteradamente su mando en los gritos de: "¡Don Faúndez!...¡Don Faúndez!", y que, súbitamente, se coloque a su lado don Juan Manuel, el propio don Juan Manuel, acaso de carne y hueso, para preguntarle:

--¿Ha visto a Batilde?

Esa simple pregunta puede también tener un sentido recóndito que nadie logra adivinar. Le duele atrozmente la cabeza, le escuecen los ojos, el olor a carne quemada remueve su náusea en el estómago. Tiene una sed de fiebre.

--No, no la he visto. Quién sabe si está en casa con María Soledad.

Juan Antonio refunfuña mirando al cielo, por donde el amanecer anubarrado se aborrasca en ceño amenazante:

--Si empieza el viento no van a quedar ni las pulgas para contar la historia.

Alguien dice:

--Viene un tren de auxilio con bomberos y tropa de zapadores.

Se mantiene obsesionante en los aires requemados el aullido de un perro que arrastra su pata quebrada. Juan Antonio grita:

--¡Quiltro de mierda! ¿Por qué alguno no le da un balazo?

--No hay que asustar a la gente con los disparos --apunta la prudencia de cualquiera.

Solita dice en ese momento a María Soledad, que viene de la escuela, donde con otras señoras trata de ubicar los damnificados:

--¿Van a traer más niñitos? --porque ella se siente muy importante, luchando con el sueño, eso sí, pero muy importante, cuidando de esos dos niñitos que Paca Cueto ha venido a dejar a la casa. Y ha sido ella, justamente ella, la que les ha secado el llanto y acertado a contener su irrefrenable miedo y desesperación, preguntándoles lo que a nadie se le había ocurrido preguntarles en su propio idioma:

--¿Tenís "Mampato" vos? Güeno, si no llorái más, mañana vamos a d'ir a buscar mi "Mampato" mío y te lo voy a emprestar, pa' que subái vos tamién. ¿Querís?

Los niños la miran con lento pasmo, sorben el llanto, y cautelosamente cabecean al fin su asentimiento a aquel llamado de la felicidad, que se asoma increíble entre las llamas.

Han traído también una guagua, pero ésa se la han traído a la Mademoiselle y a Covadonga, y Solita no se las envidia, porque las guaguas tan guaguas no son del todo "de veras". A la mamá de la guagua, no sabe Solita qué le ha pasado, pero Bartolo sí lo sabe, porque apenas se la entregó Paca Cueto en la verja, la mujer quiso rumbear de nuevo hacia ese sitio exacto en que "él" le había dicho que lo esperara.

--No sea mala de la cabeza, ña. Su marío va venir a buscarla aquí. Dentre. Mire, ña...

Cuando quiere tomarla de un brazo, la mujer se le escurre, echa a correr con súbita desesperación y cuando la alcanza se defiende con fiereza. Bartolo lucha con ella y sólo con la ayuda de Severino Sordo consigue dominarla y entrarla en la casa.

La han encerrado en un cuarto del último patio, donde la mujer vocifera dando puñadas en la puerta, repitiendo hasta enronquecer:

--El m'ijo que lo esperara... --se pierde su voz en el entrecruzado griterío de órdenes y contraórdenes, gemidos, juramentos, llantos.

Como repetida aspiración al orden desvanecido, se oye clamar aún en el recinto de la estación:

--¡Don Faúndez! ¡Don Faúndez!...

Don Juan Manuel se cruza con la Moraima.

--¿No ha visto a mi señora? --pregunta cortés, quitándose el sombrero.

La Moraima se detiene y lo mira. Necesita mirarlo dos veces. Fijar bien en él sus ojos antes de percibir su imagen.

--¿Doña Batilde? ¿Me pregunta usted "a mí" por doña Batilde?

--Sí, Moraima --contesta él con humildad. No sabe si debió decir "señora Moraima"; pero eso sonaría tal vez a burla--. Sí, Moraima, ¿no la ha visto usted?

--¡Quién sabe! ¡Quién sabe! Tal vez la he visto... Tal vez no... Nadie puede estar segura de lo que ha visto o dejado de ver en una noche como ésta...

Y parte rápida a donde la llaman, dejándolo perplejo en la incertidumbre del día, cuyas primeras luces son cruelmente mordidas por el fuego.

 

 

 

 

23

 

 

Por quinta o por sexta vez don Juan Manuel regresa a casa en busca del perdido rastro de doña Batilde, flojos los músculos a tal punto, que tiene la sensación de solamente moverse obligado por el terror que los picanea, instándolo a encontrarla, a dar vueltas por el pueblo, tropezando con las gentes, detenido por lo compacto de la multitud, batallando por horadarla, preguntando machaconamente a todos: "¿Ha visto usted a mi señora?", para obtener siempre la misma respuesta: "No", que le deja la sensación de no responder a lo que indaga, que es una manera de evadirlo, aumentando su zozobra.

Cuando no sabe por qué vez regresa a su casa y entra al escritorio, se detiene y casi retrocede, porque la presencia de doña Batilde le ha golpeado con su impacto en el pecho, aturdiéndolo aún más. Sólo atina a mirarla, sentada tras la enorme mesa, sirviéndole de fondo el tapiz del sillón de alto respaldo, inmóvil, con las manos cruzadas sobre la carpeta, con los ojos abiertos mirando la ventana, y la boca anulada por un solo trazo, del que han huido espantados todos los rictus. Como siempre, don Juan Manuel tiene en su presencia la sensación cabal de acercarse a una fuerza cuyo vórtice puede sorberlo y aniquilarlo, pero el cansancio de las horas que lleva vividas desde que empezó el incendio lo mueve en forma refleja a buscar otro sillón, el más cercano, y dejarse caer pesadamente en su asiento. Los postigos y la banderola están cerrados, las cortinas corridas; una media luz cárdena da malamente evidencia a las formas.

El incendio sigue. Ya se ha quemado la estación, han ardido las posadas, las chinganas, los hoteluchos, la casa de la Moraima. Las llamas avanzan con mayor lentitud, porque es más sólido el material que deben consumir, pero son igualmente implacables. Un cortafuego suele demorarlas. Han llegado bomberos, tropas, equipos sanitarios, trenes de auxilio. A mediodía las destructoras lenguas aumentan su voracidad soliviantadas por el viento cómplice.

Pasa un largo rato en que don Juan Manuel tiene la impresión de flotar a la deriva, en esa zona inexplorada que fluctúa entre sueño y vigilia. No sabe que al igual que Ernesto Pérez, que la mayoría de las gentes del pueblo, está pensando que todo es irrealidad, que aquel frenesí que rodea la beatitud de su entresueño es pura incertidumbre que se retuerce desesperada por no alcanzar la paz de lo indeciso.

Pero algo penetra de pronto salvajemente al asalto, disipando su nimbo. En el interior de la casa un grito de mujer domina el barullo de la calle. Un grito corto y agudo, doblemente eficaz en su espanto. El grito se repite. Se repite con cronométrica intermitencia. Calla. Por su silencio se oye pasar una patrulla a caballo. Voces que dirigen el patético desfile de los evacuados, caminando calle adelante hasta el tren que los espera a campo abierto. Retazos de frases alcanzan a destacarse. Ayes. Protestas. Ordenes nuevamente. La ronda de las patrullas casi convencen a don Juan Manuel de que ha recobrado su realidad. Y de nuevo irrumpe vencedor el grito de la mujer, tremolando, punzante, llama también salida de un cuerpo ardido, de unas entrañas roturadas por un retoño de existencia. Vuelven a sonar las voces de mando, entreveradas con lamentos y destemplados silbatos. Los cascos de los caballos se reparten imperativos un ritmo de galope. Una vez más se levanta el grito, ahora más hondamente dramático, más opaco, más de huesos desarticulados, de sangre dolida.

La figura de doña Batilde no parece destacarse contra el tapiz, sino contra el propio grito que le sirve de fondo con sus reflejos purpúreos.

"¿Por qué no se la llevarán al hospital?", se pregunta don Juan Manuel, a quien cada grito le resulta una evidencia del infierno. Cuando se le cristaliza la idea de que tal vez estén evacuando el hospital; cuando se representa el recomienzo del calvario de la gente herida, magullada, quemada; cuando la mujer hace flamear de nuevo su grito --¿cómo es posible que un ser humano pueda emitir semejante alarido, que parece brotado del fondo de la jungla?--, don Juan Manuel siente que se le revuelven dentro posos largamente sedimentados, que le impulsan, prescindiendo de su voluntad, a levantarse casi ágil y decir a doña Batilde, que continúa inmóvil, como clavada por el estilete del grito:

--¿Estará contenta, no? ¿Estará contenta? ¿La oye? ¿Estará contenta, verdad? ¿Contenta? ¡Oiga! ¡Oígala! ¿Muy contenta, no? --Hay en su voz ecos de falsete, rasguidos desafinados que desconoce, que no son suyos. Parecería que alguien ajeno intenta romper la envoltura de su voz, para desparramar la verdad.

Doña Batilde no responde.

--¿Me oye? --vocifera desarticuladamente, sintiendo que una ira desconocida lo desborda--. ¿Me oye? ¿Estará contenta? ¡Escuche! Mire su obra..., sí, su obra... --corre con violencia, a manotones, las cortinas, abre los postigos y grita hacia adentro--: Mírelos... Mire el incendio, "su" incendio; mire cómo arden las casas, las de "su" pueblo. Mire cómo arde con ellas su orgullo... ¿Qué? ¿Piensa que ha salvado sus pesos? ¿Que esos lamentos se le van a convertir en plata? ¿Que va a lucrar con los achicharrados vivos? No... No... Ni un centavo van a pagarle compañías de seguros. El incendio ha sido intencional..., ya se sabe... Pero desde ahora seré "yo" el que mande --su voz adquiere trémolos histéricos--, yo el que mande y usted no tendrá más fundo ni pueblo ni inquilinos ni nada. ¿Me oye? Nada. Nada.

No parece oírlo tampoco. Firme águila en acecho con los ojos rencorosos en la presa que está en el valle lejano. Aferrada a la roca, parte de la roca, roca ella misma.

Pasa un grupo de niños llorosos. Chirría una carreta su angurria de grasa. Estalla un alboroto: hay voces, berridos, galopadas que se detienen en seco. Los gritos de la mujer vuelven a resonar triunfantes. Don Manuel se sorprende marcando con la cabeza el compás del parto. Alguien solloza afuera, lamentándose entre hipos:

--¡Castigo de Dios! ¡Castigo de Dios había de ser no más!

Otra voz cascada de vieja puja por mantener recto un canto al comienzo tembloroso:

--¡Oh! María, madre mía/ ¡oh! consuelo del mortal,/amparadnos y guiadnos/a la patria celestial...

El canto se bambolea torpe, pero surgen voces que lo sostienen y acaba por ser coreado, alivianando los corazones, avivando los miembros entumecidos. La vieja repite su estribillo:

--¡Castigo de Dios había de ser no más! ¡Castigo de Dios!...

--¿Me oye? --insiste con terca nerviosidad don Juan Manuel, adivinando que pronto se le aflojará el resorte que lo mantiene--. ¿Sabe las consecuencias que la esperan? Piénselo. Conteste o no conteste, como quiera, pero sepa que para usted se acabó todo, todo. Que todo se le acabó...

Los falsetes extraños se amortecen en su voz, que se puebla de absurdos ronquidos de fonógrafo falto de cuerda.

--Se acabó... --insiste casi lastimero.

El grito hiere ahora el cielo, el grito amoratado de un dolor de siglos.

Doña Batilde lentamente se incorpora y responde, no se sabe a quién, pero evidentemente prescinde de su marido al repetir como un eco:

--Se acabó... --algo le desploma amargamente la línea de la boca, atirantándosela hacia abajo. Parece que fuera a llorar.

--¡No! --gimotea don Juan Manuel, súbitamente despavorido, derrumbado en su nada, como si viera al mundo retornar al caos--; ¡No llore, Batilde, no llore! ¡Por favor, no llore!...

No llorará. Nadie verá sus lágrimas de carbón y salitre que corren hacia adentro, tiñéndola con su luto, corroyéndola con su causticidad.

Un silencio, indiferente a toda algarabía, ha sucedido al grito, pero él perdurará, ya definitivo. Doña Batilde lo ha hecho suyo. No. Doña Batilde no. Ella ignora otra voz que la del mando, pero alguien dentro de ella se ha erguido de pronto, recabando sus fueros desconocidos durante años. Alguien. Tilde, la dulce Tilde de los ojos de asombro que se incorpora y reclama para sí el grito, su dolor y su gloria. ¡Ah! ¡Cuánto silencio ha pesado sobre su alma, cuánta desesperación ha soportado su soledad, hasta encontrar la intimidad de ese grito sangrante que debió ser suyo algún día, el desesperado canto triunfal de su sangre multiplicada en el hijo!

Tilde, la dulce madre de esperanza truncada, se yergue y mira con expresión acusadora desde el fondo de sus entrañas estériles: "¿Por qué me robaste ese grito? ¿Por qué me lo arrancaste? ¿Por qué lo quisiste apagar entre las llamas, para que acabara de brotar incontenible entre las llamas de otro incendio?"

Aquélla no es la torpe voz desafinada de don Juan Manuel, ni el inconexo rumor de los ajenos sufrimientos. Aquello sube desde los tuétanos, irrumpe en las carnes endurecidas, retuerce la voluntad y no hay defensa posible contra ella. Doña Batilde está allí, erguida, impenetrable ante don Juan Manuel, pero humillada adentro, deshecha de vergüenza ante la Tilde inexorable.

Don Juan Manuel la ve salir, anulado de nuevo, incapaz de un gesto ni de una pregunta.

Doña Batilde enrumba hacia la calle. Su andar parece tener la decisión de siempre, pero se advierte en él esa vagarosa rectitud de los sonámbulos. Algo la atrae hacia las afueras del pueblo.

El puente. Su enemigo. Lo fue desde el momento en que ella midiera la profundidad y la anchura del tajo y lo estimara insalvable. Jamás un puente podría tenderse hacia el otro lado. Era aquello como un finis terrae. Nunca, nunca, nadie construiría el puente. Y de ese pensamiento negativo nació, monstruoso íncubo, el puente. Desde entonces dio en luchar contra él. Primero contra su idea en germen. Luego contra su planificación. Doble trabajo: levantar el pueblo, derribar el puente para impedir que él destruyera a su vez el pueblo. Tuvo aliados y enemigos en esa lucha feroz. Crecía el pueblo, pero, ineludible sombra, se hacía posible el puente que había de matarlo. En el apogeo del pueblo, el puente consiguió acampar en sus aledaños. Iniciar sus cimientos, sus macizos contrafuertes, alzar algún pilar, unirlos por tabladas provisionales, brazo en franca amenaza. Creció el odio. Ella y sus aliados fueron perdiendo terreno. La lucha tenaz se decidía por el puente, invencible representante de una férrea flora inextirpable. El puente.

Tilde no la seguía. Parecía haberse quedado tiernamente acunando la pequeña vida que el grito había hecho posible. Iba sola, acabada, muerta. Llegó hasta el borde del tajo. La impulsaba el terror de sentirse sola, sola en su desolación, dejando atrás el tumulto, el espanto, el dolor, la imprecación en que se destruía entre pavesas y humo, entre chisporroteos y derrumbes, su obra vital. Dejando atrás el incendio, también suyo.

Llegó hasta el puente. Se dio vuelta y contempló cómo ardía el pueblo. Todo rojo el cielo, inflamado de ira. Se sentó sobre unos peñascos, no en su actitud habitual rota por el imperio inesperado de la dulce Tilde, sino como una viejecita, friolenta y medrosa, curvada sobre sí misma, achaparrada para hacer menos bulto, vagamente pensando que la dicha podría consistir en desparramarse sobre la tierra, diluirse en ella, sumarse a su profunda verdad, a esa certidumbre en la que siempre había puesto su fe sin reservas.

El incendio seguía.

Y el puente, allí, firme, mostraba su inmutable brazo, que tanto podía ensayar una amenaza como ser una mano que se tiende fraterna a otra mano. "El" tenía una fuerza de permanencia. La seguridad de su destino. Y había acabado por vencerla.

Se enderezó torpemente, mendiga que deja desparramada su miseria en derredor del poyo que la acogiera, y de nuevo contempló el puente. ¿Hacia dónde irían los hombres en lo futuro por el rumbo que "él" les marcaba? Otra vez hacia la ambición, hacia el negociado, hacia la lujuria que ella había hecho arremansarse momentáneamente en "su" pueblo. También el puente, al fin, era un camino... "Su" camino, el único que le quedaba.

Súbitamente recuperó su rectitud sonámbula, y comenzó a avanzar decidida por el rumbo que su índice le señalaba. Avanzó por el puente sin titubeos, erguida la cabeza, firme el paso hasta el final abierto al vacío.

El viento había cambiado. Llevaba el humo hacia el sur, y una de sus guedejas parecía prolongar el puente eternidad adentro.

 

 

BRUNET, Marta. Humo hacia el Sur. Obras completas de Marta Brunet. Santiago, Zig-Zag, 1962. Pp.549-709.