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MARÍA ROSA, FLOR DEL QUILLÉN

 

 

Una tarde, en la rancha, dijo Pancho Ocares, jactanciosamente:

--La mujer que yo quero es mía.

-- ¡Bah! --contestó Chano Almendras, cansado de oírle aquel estribillo--. Claro que la Margara, o la Pata e Piñón, o la Pascuala, ésas, ¡psch!, cualquiera las tiene... Pero otras...

--Otras... ¿Cuáles?

-- ¿Cuáles? La Carmela Rojas, por ejemplo.

-- ¡Ja! ¡Ja! --rió Pancho-- Una vieja pelleja...

--No es tan veterana --dijo Santos Mujica.

--Y es harto güena moza --agregó la cocinera.

--Está muy averiá --hablaba Pancho Ocares con desprecio--. No me la mienten a la Carmela Rojas...

--Y de la María Rosa, la Flor del Quillen, ¿qué m'ice?

Un momento Pancho Ocares se quedó pensativo, evocando la figura gentil de la mujer.

Era un mozo fuerino de mediana estatura, que parecía hecho en bronce, tanto el viento y el sol habían tostado su piel. Tenía como belleza en el rostro la dentadura espléndida que le brillaba al reír o en los momentos de cólera, cuando un tic nervioso le respingaba el labio superior. Los ojos redondos y vivos, negros como maqui, estaban demasiado a flor de cara, dándole aspecto de sapo, semejanza que aumentaba la nariz chata y la boca grande, de labios delgados y descoloridos. Decentón en el vestir, dicharachero y bien plantado, se daba aires de conquistador al pasar frente a las pueblas, elástico el paso, bien ceñido al cuerpo el pantalón por la faja de lana roja, abierta sobre el pecho musculoso y velludo la camiseta a rayas, al hombro la chaqueta, adornada con una flor la chupalla que le sombreaba el rostro. A la mujer que encontraba se detenía a mirarla cínicamente, con una pregunta muda en los ojos y un chasquear la lengua en la boca que las hacía enrojecer de placer o de vergüenza.

La fama de conquistador, que él mismo se encargaba de propalar, le hacía en torno una atmósfera que atraía misteriosamente a las mujeres, a cierta mujeres, pues si en realidad podía ufanarse de batallas amorosas libradas con éxito, eran sus contendoras mujeres fáciles que sólo esperaban un leve signo para enredarse a la aventura.

Enamorado de su fama, tornadizo y voluble, iba el mozo de una a otra mujer, preocupado de que sus conquistas fueran muchas y levantaran comentarios. El goce de amor no existía para él. En sus aventuras única-mente estaba en juego el deseo carnal, pero siempre supeditado al ansia de acrecentar su nombradía.

Y por eso gustaba de atacar las torres sin puertas, de fácil acceso. Cobarde en lo hondo, huía lejos de una posible derrota.

Sentados en la cocina de la rancha, rodeando el fuego que atemperaba el frescor de la tempestuosa tarde de febrero, los peones comían presurosos en el deseo de ganar pronto reposo de sueño.

Afuera soplaba recio el puelche, amontonando sobre las montañas pe­sados nubarrones grises, negruzcos, cargados de lluvia. Remolinos de polvo y de hojas se alzaban en espiral para ir a caer sobre el pasto tembloroso de los potreros. Al empuje del viento los árboles se contorsionaban gemebundos. Medio carbonizados por el roce, los troncos altos como mástiles oponían al vendaval su impasibilidad que a veces se abatía, haciendo repercutir fragorosamente los ecos al troncharse.

Los pájaros huían en grandes bandadas, piando lastimeros, ciegos con las nubes de polvo, desorientados por el viento que los arrastraba. Las cachañas pasaron girando enloquecidas, sin rumbo, disgregadas, llamándose con chillidos agudos.

A cada embestida del viento temblaba la cocina, amenazando caer. Por las rendijas pasaban silbando rachas heladas que hacían vacilar las llamas del hogar, obligando a los peones a arrebujarse friolentos en las mantas.

La puerta estaba abierta para dejar salir el humo, pero a veces humo, polvo y viento entraban por ella, cegadores. Los hombres y las mujeres carraspeaban hurtando la cara y seguían comiendo con una pasividad de bestias. ¿Qué hacerle? La vida es así...

--La María Rosa --dijo al fin Pancho Ocares--, la María Rosa tiene que ser como toas. Guaina y casá con viejo, es seguro- qui'acabará buscando consuelo... Too es saber proponérselo. Mire, compañero, la mujer que no quere por la güena, quere por la mala; la que no quiso poniéndole linda carita, quire cuando li'han dao una frisca. Son muy caprichudas las mujeres. A unas les gustan los cariños, a otras los palos. El, cuento es saber entenderlas y ser muy hombre.

--O muy farsante -concluyó Cachi Roa, el fogonero, con la autoridad que le daban los muchos años pasados en la ciudad y sus puños como mazos.

Pancho lo miró por sobre el hombro y, volviendo la cara con un gesto despectivo, dijo sin dirigirse a nadie:

--Cuando un burro rebuzna...

--Toos los demás burros se callan, y el primerito que debe callarse es unté, que es el más burro e toos --contestó Cachi, buscando su mirada.

--Es que... --y los ojos de sapo huyeron de los ojos -que adivinaban retadores y se fueron por la puerta abierta, quedándose prendidos a las lejanías nebulosas.

Dentro le bullía el deseo de pegarle a Cachi. Lo detenía el Miedo de ser vencido, porque al medir fuerzas con otro mozo obraba con el mismo fin que al asediar a una mujer: teniendo en cuenta la fácil victoria. Y aquel Cachi con sus manazas era capaz de deshacerlo de un golpe.

Callaron un largo rato.

-- ¿Querís más? --preguntó la cocinera a un muchachón que, habiendo terminado de comer, la contemplaba embobado.

--Güeno, pue --y le alargó la fuente.

Mientras la mujer lo servía llena de melindres, los peones cambiaron una mirada y una sonrisa maliciosa. Aquellas coqueterías y aquellas aten­ciones indicaban quién estaba de turno, pues aunque Chano Almendras no la incluyera en la lista, tenía ella perfecto derecho a figurar junto a la Margara, la Pata de Piñón y la Pascuala.

-- ¡Caramba con la nochecita! --exclamó un viejo.

--Vamos a tener frío como diaulos --dijo un mozo.

--Too será que la rancha con este viento no se nos venga encima.

--Más abrigaos estaríamos, ¡je! --rió Santos Mujica.

-- ¡Condenao! --aspeando los brazos, la cocinera se alzaba furiosa.

-- ¡Ah! ¿Qué? --exclamaron los hombres mirándola, sorprendidos e interrogadores.

-- ¡Ah, perro! ¿Hasta cuándo vis a lamber l'olla? --prosiguió la mujer, vociferando iracunda.

Y como el perro, con la cabeza sumida en la olla, no le hiciera caso, le arrimó al cuerpo una rama ardiendo que lo hizo huir enloquecido, aullando el dolor de la quemadura.

Los hombres contemplaron la escena con indiferencia y luego volvieron lo que los preocupaba.

--Lo mejor sería que durmiéramos aquí --propuso el viejo, que se había puesto de pie y desde la puerta examinaba el crepúsculo desapacible.

--Ya está que cae l'agua --dijo Santos Mujica

--Aunque aquí haigan goteras, nunca son tantas como en la rancha.

--Yo no sé hasta cuándo vamos a dormir en ese chiquero.

--Hasta que se declaren en- huelga contestó Cachi Roa--; en el norte estas cosas ya no se ven. Aquí ustedes viven muy atrasados y se dejan atropellar por cualquiera.

--No sé cómo serán las cosas en el norte --hablaba el viejo sosegadamente, transido de amargura--, pero el cuento es qui'aquí too es distinto. Acuérdense de los apuros que pasamos en el otro año por hacerle caso a ese fuerino qu'estuvo pa la cosecha y qu'era federao. Hicimos la huelga, juimos onde los patrones a pedir más salario pa nosotros, mejores pueblas pa la familia y escuela pa los mocosos. Si no nos hacían estas mejoras naiden trabajaba. Tres días estuvimos sin contesta, afligíos con la a espera. Y al tercer día llegaron los carabineros, al fuerino lo tomaron preso y en toas las pueblas se dio orden de desalojar. ¿P'ónde íbamos a d'irnos? Nos echaban a toos, a toítos. ¡Jue terrible! No tuvimos más qui agachar la cabeza y seguir trabajando en las mesmas condiciones pa leución ya habimos tenío bastante...

-- ¡Eso jue pura cobardía! ¿Por qué no se jueron?

-- ¿P'ónde? Cuando se tiene familia: mujer, chiquillos y bestias, está uno muy amarrao pa moverse así no más.

--Pero el cuento es que siguen viviendo pior que perros.

-- ¡Quí hacerle! Hay que conformarse con el destino.

--Esas son leseras. Ya ve yo. Llegué este año, al tiro puse mis condiciones y me las aceutaron. Tengo ocho pesos al día, comida y una güena pieza pa dormir en la casa del mayordomo.

--Será suerte suya. Nosotros quisimos poner condiciones y ya ve cómo nos jue.

--Se güelve a la carga, se porfía, se mete mieo en último caso.

--Y acaba uno en el retén, molía a palos... No, compañero, nosotros no tenimos más que conformarnos con el destino.

--Si es gusto... --se puso en pie, metió la cabeza por el cuello de la manta de Castilla y se dispuso a salir--. Me voy antes que mi agarre l'agua. Güenas noches.

--Tan bravo que lo han de ver y le tiene mieo a l'agua --dijo Pancho Ocares con ironía que buscaba caer en gracia.

Hacía rato que esperaba la ocasión de molestar a Cachi Roa.

-- ¿Qué? --preguntó el fogonero, que no alcanzara a oír.

--Na --contestó la cocinera, queriendo evitar un choque. .

--Ice que tan bravo qu'eres y le tenis mieo a l'agua --dijo Chano Almendras, que aburrido con las fanfarronadas de Pancho quería darles fin.

--A una mojadura le tengo mieo, pero lo qu'es a usté, no --exclamo Cachi con fiereza.

Un momento se detuvo, esperando qué actitud tomaba Pancho; mas, como lo viera fingiendo indiferencia seguir sentado, perdidos los ojos en la negrura de la noche que llegaba, hizo un movimiento despectivo con los hombros, dio nuevamente las buenas noches y salió.

--Sos como quiltro --dijo Chano con voz punzante--, sos como quiltro no más... Le hacís guapos a toos y cuando vis peligro arrancái a perderte. ¡Pua!

Pancho había vuelto la cara y con la cabeza gacha lo miraba por entre las pestañas, mostrando los dientes brílladores en el gesto familiar a sus cóleras. Comprendía que había que pelear para no quedar en ridículo, pa­ra no mostrarse cobarde. Chano Almendras no era un adversario tan te­mible como Cachi Roa.

-- ¿Yo? --y se alzó como disparado por el banquillo cayendo sobre Chanco desprevenido.

-- ¡Ah! Bestia

--Pégale duro -dijo el viejo a Chano.

--Rómpele los hocicos --aconsejó otro.

--Pa que no alardee tanto --concluyó la cocinera.

Chano se repuso al instante y de dos golpes dominó al agresor; dé otro, dado como le decían, en los hocicos, lo tiró: violentamente contra las ta­blas de la pared.

Aturdido, Pancho lo miraba con ojos estúpidos. Luego se pasó, la mano por la boca y escupió sangre.

--Pa que aprienda hacerle guapos a los hombres --díjole Charro que volvía a sentarse.

--P'otra vez me las pagarás bien caras --contestó el otro con rencor.

--Y en cuanto a mujeres, conténtate con la Pata `e Piñón --volvió a decirle Chano con burla que hizo reír a los demás.

--Eso lo veremos. Bien puee ser qu'en vez de contentarme con, la Pata `e Piñón, me contente con la Flor del Quillen. --Y antes de que nadie tuviera tiempo de contestar, con gran empaque, soberbio en su derrota, sa­lió sumiéndose en la boca negra que abría la puerta sobre la noche.

Afuera, en la obscuridad pegajosa por la llovizna que empezaba a caer, el mozo se defendió del viento y caminó presuroso hasta la rancha.

Iba lleno de ira que no sabía contra quién volverse.

Abrió violentamente la puertecilla desgoznada, y ya dentro gateó hasta el fondo, por ver si allí colaba menos el viento.

Las tablas apoyadas unas contra otras en un extremo, separaban el lo suficiente para formar un callejón triangular y hondo, cerrado en un extremo por una quincha, en el opuesto por la puertecilla. Abajo había paja para servir de lecho.

Aquello era la rancha, esa lindeza que el terrateniente sureño ofrece como vivienda al peón que de paso en la hacienda --por un salario mínimo-- le deja su esfuerzo transformado, en oro de sementeras, en cobre de hechos, en plata de taladuras.

El mozo se tendió de bruces, cruzó los brazos y en ellos apoyó la cara, quedándose ensimismado.

¿Qué creían de él los peones? ¿Que todas sus queridas eran de la calaña de la Pata de Piñón, esa china mugrienta? ¿Que no era capaz de conquistar a la Flor del Quillen?

Las mujeres, ¡bah!, bien las conocía... En el fondo todas eran iguales. Unas demoraban más en entregarse, otras menos; unas querían cariños, otras, palos; unas rodeaban de secreto su pasión, otras la decían a gritos. Pero el fin de todo ¿no era el mismo?

¿La Flor del Quillen? A lo mejor resultaba que aquella mujer, que todos creían santa, estaba harta del vejestorio del marido y de inspirar tanto respeto, ansiando en su corazón que llegara uno bastante audaz para tomarla y hacerla suya. ¿Por qué no? Cosas más raras había visto él.

Todo consistía en avistarse disimuladamente con la mujer y ver cómo recibía las primeras insinuaciones. Si la aventura se presentaba bien, inmediatamente empezaría a propalarla, y ¡cómo rabiarían y lo envidiarían todos!

¿Y si la mujer lo rechazaba?

Volvía a formularse la pregunta con recelo creciente, porque, en lo hondo, muy agazapado, estaba el sentimiento de verdad, que quería alzarse para recordarle muchos desdenes recibidos y ocultados cuidadosamente. Pero, esa voz él no quería oírla y no la oyó.

Si la mujer lo rechazaba. ¡Bah! Ya sabría inventar algo... ¿Qué nadie lo creería? Tal, vez. Pero aun sin creerlo, dentro llevarían la duda.

A María Rosa --la Flor del Quillen-- la casaron sus padres tres años antes con don Saladino Pérez, un viejo sesentón, acartonado por el trabajo rudo de campero, sin reparar en la diferencia de edades, que en lo futuro podía hacer surgir una tragedia en la vida del matrimonio.

Tenía María Rosa una agradable figura de adolescente. Alta, delgada, morena, apenas diseñadas las formas, vestida pulcramente, un aroma de honestidad parecía envolverla. La cara de óvalo alargado; la frente amplia, los ojos verdes, anchos, húmedos, pestañudos; la nariz aguileña, la boca grande un tanto caída en las comisuras, la barbilla aguzada; el conjunto todo, que parecía enflaquecido por el crecimiento, le daba a los dieciocho años un aspecto de niñita, en la cual el tiempo no ha terminado su obra de modelar.

Los movimientos eran ágiles, pero sin armonía, y hasta la voz destemplada en los agudos era característica a la pubertad.

El carácter era serio; reservado, observador. Era dulce y ensoñadora. Muy nerviosa, una alegría o un dolor la impresionaba hasta lo hondo haciéndola huir de todos para ocultar su contento o sus lágrimas. Desde muy pequeña se aplicó a los quehaceres domésticos, evitando las algaradas de sus hermanos mayores, y desde entonces fue habituándose a oír murmurar estas palabras a sus, padres: "Como la María Rosa hay ninguna".

Y la convicción de que no había ninguna como ella le hizo lentamente un alma de orgullo, cerrada y fiera, que al correr de los años creció hasta ser la base de su personalidad.

A veces --niña al fin-- sentía bullir en ella el ansia de irse con los hermanos potrero adelante, corriendo y gritando como bestezuelas montaraces; pero el deseo de mostrarse distinta la inmovilizaba junto al huso, hilando, pacientemente, resarcida de su sacrificio cuando al llegar los chi­quillos, desarrapados y sudorosos, felices y jadeantes, la madre les señalaba a María Risa, diciendo -las palabras rituales:

--Fíjense en la María Rosa. Así debían e ser. Cierto que coma ella no hay ninguna.

La niña inclinaba la cabeza, sin dejar ver la alegría de sentirse por aquel elogio colocada en sitio único,

Mansamente transcurrieron su niñez y su adolescencia. Era una excelente dueña de casa. Sólo en ese sentido se habían desarrollado sus aptitudes: el cerebro estaba vacío de toda instrucción: en el corazón, por ahí perdida en un repliegue obscuro, se hallaba una pinta de piedad religiosa, una vaga idea de Dios, a quien temía, y una tibia devoción por la mamita Virgen. Era todo.

Ya jovencita, un día le dijo su madre con júbilo que irradiaba en su mirar y en su sonreír:

-- ¿Sabís? Don Saladino Pérez se quiere casar con vos. Se lo dijo a tu taita enantes no más, di'amigo amigo. ¿Qué te parece tu güena suerte? Cierto que vos too te lo merecís... Es un hombre tan comedido don Saladino Pérez. Y trabajador como pocos. No s hubiera fijao en cualesquiera. Ya vis vos los años qui hacen que se le murió la finá y hasta agora no había encontrao ninguna que le gustara. ¡Güeno la suerte grande qui habís tenío!

María Rosa aceptó sumisa y gozosamente el novio que le proponían. Desde pequeña oyó hablar del matrimonio como del único fin a que debe aspirar la mujer. Cuanto más jovencita se llega a esa meta, tanto mejor: más pronto se libra de un "mal paso".

Porque pasada cierta edad sin conseguir marido, en la vida de la montañesa, librada sin defensa alguna a sus instintos, irremediablemente, fatalmente, surge el amante. Sin religión, sin instrucción, viviendo en contacto directo con la naturaleza, la gran fuerza acaba por echarlas en brazos de un hombre, marido a amante, poco importa, con tal de seguir el obscuro e imperioso deseo.

Se guarda a la jovencita en espera de que llegue el marido, porque, ya que no la religión y la moral hacen preferible el marido al amante, lo hace la conveniencia de gozar de cierto prestigio por estar "bien casá".

Se guarda a la jovencita. La jovencita espera con los ojos bien abiertos. ¿Qué misterio habrá para ella si vivió con sus padres en un cuarto común, si naturaleza que la rodea revela también a cada paso su secreto?

Espera, espera, espera... ¿Pasó la flor de la edad? ¿No tiene ya la tez el aterciopelado de los duraznos? ¿No está la carne prieta y apetitosa? Entonces... ¡Bah! La fruta madura cae, si una mano no la coge a tiempo.

La joven... ¿Cayó? ¿Rodó? Ella bien sabía. ¡Para qué fue tonta! Y la vida, indiferente, sigue su canción de goces, de dolores, de noblezas, de vergüenzas.

Para María Rosa llegó a tiempo don Saladino Pérez con su vejez mantenida sana y viril mediante una vida morigerada. La muchacha tenía por entonces los sentidos embotados. Después..., después... Las aguas dormidas son las peores.

A pesar de sus sesenta años, don Saladino podía tenerse tieso junto a cualquier mozo. Ninguno como él resistía las pesadas jornadas arreando piños de animales vacunos desde la Argentina; ninguno plantaba un lazo con mayor destreza; ninguno caracoleaba el caballo con mayor dono­sura en los días de holgorio.

Mediano de porte, arqueadas las piernas, de atleta el tórax, una cabeza de patriarca suavizaba cuanta fiereza había en la figura. Los pelos y las barbas blancos dejaban solamente libres la frente estrecha, los ojos enormes --color de tabaco, dulces y leales--, la nariz huesuda y la bocaza sumida por la falta de los dientes superiores que le volaran al caerse, siendo muy joven, de un potro chúcaro que domaba.

De su anterior matrimonio le habían quedado dos hijos, bravos muchachos que permanecieron en la hacienda hasta hacerse mozos. Entonces se echaron a "rodar tierras", empujados un poco por ese vagabundaje latente en todo chileno y otro poco por el horizonte que abriera ante sus ojos la instrucción primaria recibida en la pequeña ciudad cercana. Ellos no se avenían con la vida paupérrima del gañán montañés: tenían rebeldías y altiveces que escandalizaban a don Saladino. Hasta que cansados de batallar en vano con la administración de la hacienda, exigiendo mayor salario y mejores pueblas, partieron los dos mozos en busca de la ciudad prometedora de holgura.

El padre --apegado con un ciego amor a la tierra que lo viera nacer reconocía, allá en lo recóndito, que tenían razón los mozos, pero tras mucho cavilarlo acababa por decir, moviendo lentamente la cabeza:

--Los pobres habimos nacío pa trabajar y sufrir.

Era un padrazo como había sido un buen marido y un excelente hijo: por bondad natural que fluía de su corazón, callada y perennemente, aponiendo a la miseria, al dolor y a la muerte, un fatalismo resignado y una esperanza en otra vida eterna y feliz.

La soledad en que lo dejaran los hijos al partir lo hizo formar la idea de volver a casarse. Buscó en torno una mujer que le conviniera, y por bonita, buena y prolija lo atrajo María Rosa, la. hija pequeña de su compadre Pedro Quezada.

De acuerdo con los padres, se decidió don Saladino a cortejar a la muchacha, que a su vez, prevenida por aquéllos, se dejaba ir por el suave descenso de su noviazgo tranquilo, que pronto terminó en matrimonio.

De recién casada a María Rosa la habían rondado insistentemente los hombres, atraídos por el verdor de su juventud que el viejo desdentado tal vez no alcanzaría a saborear. María Rosa rechazaba firme e indignada hasta la sombra de un coqueteo. Le daba pena y rabia que pensaran en ella "para esas maldades". Era un sentimiento complejo que la hacía apegarse a don Saladino, queriéndolo más, sirviéndolo mejor, agradeciéndole que la hubiera hecho una mujer honrada y no una perdida, como era el deseo de los otros. Luego, de esa gratitud, surgió un manso afecto que la hacía feliz junto a aquel marido aceptado indiferentemente.

Pero lo que más la ufanaba, lo que le esponjaba el alma, era el verse la más bonita de las mujeres de la hacienda, la que gozaba de mayores consideraciones, la que poseía más comodidades en la puebla. Era un orgullo humilde que vivía en el fondo de sí misma, sin exteriorizarse, alimentado en la conciencia de su propio valer.

Cansados de rondarla en vano, acabaron los hombres por mirarla con respeto, haciéndole en torno una atmósfera legendaria, llamándola la Flor del Quillen, sin atreverse a un chicoleo ni a una mirada audaz.

Vivía el matrimonio en lo alto de una quebrada, junto al río Quillen. La puebla tenía por fondo el monte, compacta masa de árboles verdinegros en que los robles viejos ponían la nota plateada de sus troncos desnudos. Entre el monte y la casa se extendía la huerta cerrada con "palo botado", árboles medio carbonizados o secos, restos de roces y taladoras que, a larga unos sobre otros, servían de cerca. Dentro se alineaban los camellones con papas y cebollas, una ringla de repollos prietos y pomposos verdeaba en un extremo, las remolachas asomaban sus hojas rojizas más allá y el resto lo llenaban las arvejas al trepar por los tutores.

Un hilo de agua que venía del monte pasaba callado y transparente por la huerta, yendo a formar fuera de la empalizada una poza que servía de bebedero a las aves de corral.

La puebla estaba compuesta por dos edificios y un cobertizo, todo ello construido con maderas toscamente elaboradas. La casa habitación sólo tenía una pieza sin cielo raso, sin solar, sin luz. Pero dentro estaba el menaje tan limpio, que cobrara el interior aspecto amable.

Delante la casa tenía un corredorcillo, luego venía el jardín policromado, por flores humildes; amapolas, bellas, pensamientos, violetas, cosmos y una que otra rosa. Una cerca de coligues cerraba este tesoro, aislándolo del camino.

Después empezaba el descenso de la quebrada hacia el río Quillen. No había árboles y un trébol bienoliente llegaba hasta el borde del agua, abajo, en la hondonada. En la otra orilla aparecían los árboles, dispersos, dibujándose nítidos en la falda de la montaña, con la sombra proyectada sobre el amarillo del trigal segado. Detrás, otra montaña mostraba su lomo azul por la lejanía.

El camino bajaba serpenteando hasta meterse en el puente de cimbra y luego, bordeando la ribera fronteriza, se perdía en una violenta curva.

 

 

En el extremo del jardincillo un maitén esférico se alzaba sobre el pulido tronco cilíndrico, tan perfectamente recortado que parecía un árbol de juguete o un dibujo modernísimo, simplificado hasta el infantilismo.

Bajo su sombra, sentada en un banco, María Rosa tejía, penetrada obscuramente por el ardor del sol sobre la tierra mojada. No alcanzaba a comprender lo que alegraba su ánimo ni lo que hacía ágiles sus dedos; se dejaba vivir gozando inconscientemente de la dulzura del momento.

El resto del asiento lo ocupaba "Perico", el gato, bola de sedosos pelos negros que dormitaba placentero. Se le oía ronronear en la enorme quietud de la tarde montañesa, como también se percibía el bullir de unos pájaros que tenían su nido en el maitén.

Era un silencio en que la naturaleza parecía extasiarse. Con las hojas recién lavadas por la lluvia los árboles se inmovilizaban bajo el sol que los bruñía, haciendo fulgurar las gotas de agua.

Un agrio olor que embriagaba subía de la tierra en germinación y ese trabajo sordo era lo que tal vez daba a la naturaleza su gracia maternal.

En la atmósfera radiante el paisaje tomaba contornos nítidos, deslumbradores en sus tonos sin sombras. El trébol tenía una sola gama verde y el trigal segado un solo matiz amarillo; abajo el río era azul reflejando el cielo, el camino se diseñaba negruzco y el puente rojo flameaba en lo hondo de la quebrada.

María Rosa tejía contando los puntos a media voz:

--Uno..., dos..., tres..., dos cadenetas..., vuelta...

"Perico" dormitaba hecho una rosca.

Entró al jardín, zumbando, una abeja, y "Perico" abrió un ojo verde, uno solo, enorme, con una estría negra al centro, y se quedó mirando al insecto de oro que volaba alto, demasiado alto, debe haberse dicho "Perico", porque cerró el terciopelo negro del párpado y siguió dormitando.

--Uno..., dos..., tres..., vuelta... --contaba María Rosa.

Se sentían pasos por el camino y la mujer alzó los ojos de la labor, mirando curiosamente por sobre la cerca.

Era Pancho Ocares que, siguiendo su plan, venía a otear el terreno ver de pronto a María Rosa --que hasta entonces ocultara la cerca-- perdió todo su aplomo y apenas si atinó a sacarse el sombrero y a decir balbuciendo:

--Güenas tardes.

--Güenas tardes --contestó la mujer.

Y. como el mozo, ya cubierto, siguiera bajando hacia el río, María Rosa se quedó pensativa, preguntándose para dónde iría por aquel camino que sólo llevaba a los potreros trigueros, ya segados.

Había conocido a Pancho Ocares en la emparva, cambiando con él una que otra frase ritual e indiferente. Luego no volvió a verlo. ¿Adónde iría por aquel camino?

Como no encontrara contestación a la pregunta, María Rosa acabó por encogerse de hombros y seguir tejiendo afanosa.

Una hora después volvía Pancho Ocares cargado de maqui.

Absorta en su labor, la mujer había olvidado su anterior pasada. Al sentir ruido levantó vivamente la cabeza, y al reconocerlo le sonrió, sin perder la expresión reservada de su fisonomía.

También "Perico" interrumpió su ocupación de acicalarse los bigotes, quedándose con una mano en alto y la cabeza vuelta en un violento escorzo --gracioso y elegantísimo--, mirando al extraño con redondos ojos recelosos.

--Está que da gusto el maquí al otro lado del río --dijo Pancho Ocares.

Aunque traía preparada la frase y contaba con detenerse para ofrecerle una rama a la mujer, la desconfianza le engoló la voz, empujando sus piernas camino adelante.

--Hay hartazo --contestó ella maquinalmente.

Por la noche, cuando llegó su marido, díjole María Rosa que "Perico" llevaba cazadas dos lauchas, que Pancho Ocares -el fuerino-- había pasado para el otro lado del río a buscar maqui, que la gallina calchona tenía ya tres pollitos, que las tortillas estaban ricas, que...

El viejo, derrengado en un piso, mascaba la comida despaciosamente, medio adormilado por el tonillo cantante de la voz que narraba las menudencias cotidianas.

Para María Rosa la pasada de Pancho Ocares no tenía importancia ninguna, ni ninguna les dio - a las que hizo en los días siguientes. Una tarde, de regreso del río, el mozo se detuvo junto a la cerca, alargando a María Rosa un gajo de maqui negro de frutos dulcísimos.

-- ¿Quere aprobarlo?

--Muchas gracias --y recibió la rama.

Hubo un corto silencio embarazoso.

Pancho Ocares la miraba a hurtadillas, tratando de adivinar qué camino debía seguir con aquella mujer que lo acogía naturalmente, sin rubores-ni sobresaltos, mirándolo a los ojos, serena y reservada.

Le llamaban la Flor del Quillen, porque ninguna mala historia se enredaba a ella. Decían que era una señora, una verdadera señora en su comportamiento. Pero, ¡bah!, también las señoras tenían sus debilidades, por muy señoras que fueran...

¿A María Rosa le gustaba ser señora?; Pues a tratarla como tal. Y se hizo humilde, pequeñito, con ese anulamiento de su personalidad que el peón sureño finge necesariamente ante el superior despótico.

Y tratándola como a una señora dio en el punto vulnerable de la mujer.

--Yo quería icirle que l'otro día no me alimé a ajarle una ramita e maqui... Me dio tanto mieo que juera -a creer qu'era falta e respeto...

María Rosa lo escuchaba halagada y la sonrisa que sólo estaba en sus labios subió a los ojos, encendiendo en ellos una luz de orgullo.

--Me voy ya --prosiguió el mozo--. Cuando se li'ofrezca, ya sabe ónde tiene un servior... pa todo lo que usté quera mandar... Pa mí, usté' es como si juera otra patrona... Güenas tardes, señora María Rosa...

--Güenas tardes --contestó, sonriéndole con íntimo gozo.

Ido Pancho Ocares, aquellas palabras quedaron repiqueteando alegremente en su interior. Era como si en ellas hubiera el mozo cristalizado el sentido de su vida íntima.

Casi todas las tardes pasaba Pancho Ocares frente a la puebla. A veces sólo cambiaban un saludo, otras charlaban brevemente, diciendo frases esparcidas por silencios en que sonreían al mirarse. Y Pancho iba congratulándose del buen cariz que llevaba la aventura, diciéndose que tenía mucha razón al juzgar iguales a todas las mujeres.

Mientras, María Rosa quedaba haciendo cuenta de las atenciones del mozo, encantada de provocar en un fuerino todas aquellas muestras de respetuosa admiración.

--Pancho Ocares pasó pa'l monte --decía a don Saladino-- y a la güelta me trajo cóguiles.

-- ¡Mira qué comedido! --decía el viejo con su lenta voz de sordina que solía enredársele a una sílaba, haciéndolo balbucir.

--Es muy fino y muy respetuoso. Así debían e ser los mozos e l'hacienda y no tan lerdos como son... Apenitas saben dar los güenos días.

Pero al viejo le interesaban otros asuntos y cambiaba el tema:

--Figúrate qu'el "Corbata" se nos enmontañó y no lo habíamos podío encontrar. ¡Es toro muy fegao!

-- ¿Y qué van hacer?

--Mañana vamos a d'ir toos al alba, pa ver si lo sacamos. Lo pior es que carga, el remañoso.

--No les vaiga pasar algo.

-- ¡No te apurís por eso!

 

 

Transcurrían monótonamente los días y Pancho Ocares se impacientaba porque María Rosa no se daba por apercibida de su asedio. Hasta que una tarde --cansado de rodeos y de frases vagas-- expuso a la mujer, estupefacta, su sentir y su esperanza.

--Si no me quere por la güena, me quedrá por la mala, pero querer, me tendrá que querer. Como mi Rosita es una pura miel, me quedrá por la güena. ¿No es cierto, mi Rosita di oro?

La mujer lo oía sin interrumpirlo. ¿Era a ella, a la María Rosa, a la Flor del Quillen, a la que aquel sinvergüenza se atrevía a dirigirse así? Y a fuerza de asombro lo miraba con pupilas dilatadas, extrañas, que el mozo creyó de aquiescencia y que lo animaron a acercarse y a buscar con la suya de sapo la flor de amapola que era la boca de María Rosa.

El movimiento sacó a la mujer de su estupor.

Recién pasado el meridiano, el calor extenuante adormecía la naturaleza en un pesado letargo. Aumentaba el bochorno un roce que ardía en el horizonte, con el humo espeso, inmovilizado encima. A veces se sentía el fragor de los árboles al caer, que los ecos enviaban de una a otra quebrada con larga porfía. Otras veces un golpe de viento arrastraba el humo sobre los campos, dejando la atmósfera impregnada de un olor acre y pegajoso.

Pancho Ocares y María Rosa charlaban en el cobertizo. A sus pies se amontonaba la leña para la hornada del siguiente día.

Bruscamente, María Rosa se inclinó a coger una gruesa rama y, alzándose amenazadora, dijo al mozo con voz que flagelaba:

-- ¿Qué te habís figurao vos, cochino? Ándate al tiro, si no querís que te alime los perros.

-- ¡Ah! --exclamó Pancho, sorprendido por la actitud ofensiva de la mujer.

La miraba con las cejas juntas sobre los ojos,'en que se concentraba toda la fuerza de su deseo. Esperaba que su declaración fuera recibida con tímidas protestas, con fingido rubor. Comprendió que esa ira tan sincera sólo se podía dominar con audacia y lentamente fue avanzando, buscando sus ojos los ojos en que brillaba el desprecio, buscando su boca la boca que sellaba el asco.

--Mi Rosita --decía con voz de caricia--. Mi Rosita preciosa... ¿Querís pegarme? Güeno, pégame no más... Pégame... ¡Mi palomita! Pégame...

Las manos alcanzaban ya las manos crispadas sobre el madero, los ojos hipnotizaban los ojos estrábicos por la sorpresa, la boca estaba tan cerca que el aliento del mozo se le entraba a María Rosa por la boca que le arría el paroxismo del terror.

Lo veía acercarse pensando que estaba sola en la puebla, que los perros dormían la siesta en la cocina, que luchando llevaría la peor parte, que huir era lo mejor.

Pero antes de echar a correr bajó el palo con todas las fuerzas de su miedo sobre una de las manos que avanzaban a tomarla, y huyó como loca a encerrarse en la casa.

-- ¡Ah! bestia... Me, las pagarás bien caras --gritó Pancho.

Ella creía que la había seguido y desplomada junto a la puerta, la empujaba con todo el cuerpo, castañeteándole los dientes, con chiribitas en los ojos, queriendo mirar por una rendija qué sucedía afuera y sin poder ver basta pasado el vértigo del terror.

Pancho permanecía en el mismo sitio, caído el brazo que recibiera el golpe, cerrado el ceño, en una horizontal de odio.

El despecho lo llenaba de, un feroz deseo de venganza. ¿Por qué no realizarlo inmediatamente? ¿Por qué no avanzar a derribar la puerta? ¿No estaba la mujer sola a su merced?

Dio un paso y el movimiento hizo nacer un dolor agudo que corrió de su mano al hombro., Se detuvo. Sobre el dorso de la mano, una: ancha línea roja, empezaba a levantarse hinchada. Entonces cambió de dirección y lentamente se allegó al bebedero de las aves, mojó el pañuelo envolvió, la mano, que le dolía más y más.

Esperaría. Total: lo mismo. Antes o después, la mujer sería suya. Mientras, él seguiría tejiendo la red de insidias que ya iba mermando quilates a la reputación de la Flor del Quillen.

Siguió andando, alejándose. De pronto, se detuvo, volvióse y con puño cerrado amenazó la puebla.

María Rosa --que con la cara pegada a la rendija seguía atenta y angustiosamente sus movimientos-- tuvo la sensación de recibir el golpe que aquel puño enviaba desde lejos y cayó desfallecida, dándose de bruces en el suelo. Fue un desfallecimiento de un minuto. Cuando se alzó a mirar de nuevo, el hombre no se veía.

Entonces se puso en pie. Le temblaban las piernas y dando trastabillones pudo alcanzar la cama, tumbándose deshecha en, sollozos.

¿Por qué lloraba? Primero fue el miedo, la tensión nerviosa lo que la hizo sollozar. ¿Después? No sabía... Era algo confuso, una serie de sensaciones rápidas y agudas: tristeza porque el mozo se había reído de su buena fe, cantándole alabanzas mentirosas; rabia contra sí misma por haberse dejado engañar como una tonta; vergüenza por lo que Pancho esperaba de ella.

¿Entonces cualquiera podía llegársele, decirle palabras quemantes, proponerle, o, más exactamente, no proponerle nada, sino que luego de la declaración avanzar a tomarla como cesa propia?

Recordaba los hombres que la habían cortejado de recién casada. Cierto era que aquéllos iban desde las primeras palabras dejando ver su, juego; las lagoterías de Pancho Ocares no las había tenido nadie. A los que habían venido abiertamente, también abiertamente los había rechazado ella. Pero de Pancho, ¿cómo maliciar?

Hacía una especie de examen de todas las entrevistas que tuvieran y nada sospechoso encontraba en la actitud del mozo, ni ninguna coquetería, alentadora veía en su propia actitud. ¿Cómo empezó? ¡Ah! Sí. Estaban hablando de que la leña de espino era la mejor para calentar el horno. Después de un largo silencio había dicho: "Mi Rosita quería..."

¡Qh, qué horror! De no haber huido, ¿qué no hubiera pasado? Y esto, "lo que hubiera pasado", le sublevaba las entrañas en, un espanto repulsivo que le humedecía el cuerpo.

Volvió a ver la cara del mozo, cerca, cerca, casi tocando la suya. Veía los ojos que inmovilizaban su mirada. Sentía el aliento cálido metérsele s adentro. ¡Oh!

De un brinco se tiró al suelo, quedándose en medio de la habitación alelada por la ola extraña que un momento la cogió en su rodar. Parecía observarse, esperar algo, no sabía qué, pero algo enorme y pavoroso que iba a suceder de pronto.

Lo que pasó fue que sus piernas se doblaron, cayendo de rodillas, llorando angustiosamente, retorciéndose las manos con gestos bruscos, desesperada porque sentía en la carne tremante la fiebre de "lo que no había pasado".

 

 

Eran cinco las carretas entoldadas que lentamente iban subiendo montaña arriba, en busca del claro en que permanecerían mientras durara la cosecha de piñones.

El: camino abandonado, lleno de pedruscos y baches, trepaba en curvas violentas hacia la cumbre. Era la última repechada que faltaba por ascender en aquella sucesión de montañas que se escalonaban hasta llegar a las primeras estribaciones de la cordillera.

A trechos se daba un descanso a los bueyes. Detenida la caravana en terreno plano, bajaban todos a desentumecer los músculos, platicando alegremente, embriagados de holganza y contento.

Pero luego daba don Saladino la voz de partida, se instalaba en su carreta, que era la primera, María Rosa se acurrucaba a su lado, y con un largo: "¡Arre, güey!", el viejo, ayudado por la picana, ponía en movimiento la yunta.

De baranda a baranda llevaba la carreta un toldo de coligües cubierto con una colcha abigarrada; abajo, varios sacos, mantas y choapinos servían de asiento a María Rosa. De las barandas colgaban un canasto, un tarro, una olleta, unas prevenciones y una guitarra. Dos perros lanudos trotaban detrás.

Las otras carretas iban aperadas más o menos lo mismo, con la única diferencia notable que una llevaba amarrado a una soga un cerdo que a veces se negaba a caminar, provocando divertidos incidentes. Varios chiquillos bajaban entonces de las carretas con ligereza de monos y con grande algazara, entre los gritos de los hombres, los chillidos de las mujeres y los ladridos de los perros, arreaban al cerdo, obligándolo a caminar. Pero como estas escenas fuéranse haciendo cada vez más frecuentes, acabaron por liar al cerdo en un saco, amarrarlo y echarlo a la carreta con gran holgorio de todos, ya que el prisionero berreaba protestando, desesperado y ensordecedor.

La vegetación era más salvaje que en la hacienda. Allí el hombre había pulido su belleza, sacando a luz mediante el hacha y el fuego la tierra aterciopelada de pasto, dejando ver en lo hondo de las quebradas los ríos rumorosos, echando por los potreros la bendición de los canales fecundadores, trazando las sierpes brunas de los caminos, dibujando las líneas grises de las cercas de palos.

Aquí no. Aquí los árboles lo llenan todo. Árboles verde claro, verde obscuro, verde negro, pequeños, medianos, grandes, enormes, alegres, meditativos, atormentados, florecidos, en fruto, semillados.

Verde claro el palosanto que da a los vientos su perfume exquisito; verde obscuro el maitén pomposo que pide decorar un parque; verde negro el lingue de hojas gruesas y lustrosas como esmalte; pequeño el al chay espinudo punteado de negro por los frutos azucarados; medianas las quilas esbeltas y flexibles, susurrantes y secretaras; grandes los raulíes greñudos; enormes los robles de troncos rugosos acusadores de vejez; alegres los avellanos en el cambiante color de sus bolas rojas, amarillas y negras; meditativas las araucarias que añoraran el pasado glorioso; atormentados los árboles secos próximos a ser derribados por la muerte; florecidas las fucsias en campanas rojas y violáceas que asoman el badajo blanco; en fruto los cóguiles que gustan a chirimoya; semilladas las copihueras que amorosamente se abrazan a los troncos.

Árboles, árboles, siempre árboles...

Ya arriba, en el claro que se abría en círculo, las carretas hicieres el alto definitivo. Bajaron todos y un gran movimiento empezó, yendo y viniendo entre grandes voces y risas, hombres, mujeres y niños, ocupados en desenyugar, en buscar leña, en traer agua, en prender fuego, en recoger piñones, en preparar la comida.

--Que se me haiga olvidao la sal... ¿No tenis vos una poquita que me dis? --dijo Clementina.

--Ya voy a darle --contestó María Rosa, que, de pie en la carreta, descolgaba sus trastos.

--Hasta los mesmos calzones se te ven, condená... Mira, aguaita quén te está mirando que te traga.

María Rosa se dejó caer de rodillas en la carreta y volviendo la cara al sitio que Clementina le indicaba con el gesto, se encontró con Pancho Ocares que la miraba fija y sostenidamente.

--Me tiene más fregá este mozo... --murmuró molesta.

--Sus gabelas tiene ser la Flor del Quillen --dijo Clementina, riendo luego con todo el cuerpo en una alegría bestial que en lo hondo era sólo envidia.

--Yo no sé di ónde han sacao esa lesera de mentarme así.

--Pero, niña, ¡no seái tonta! Éjate querer y ríete e too. Si no juera por la risa, nos pasaríamos la via llorando. ¡Ja! ¡Ja! --y reía, convulsionada, jadeante, terminando en hipo prolongado.

--Cada uno tiene su moo e ser.

--El tuyo agora me está gustando hartazo. Tenis razón, hijita, pal güey viejo no es el pasto tierno... --La miraba con una malicia aguda en las pupilas muy negras.

-- ¿Qué querís icir con eso? --preguntó la otra violentamente. --Tú bien sabís...

--Yo no sé na..., y no me gustan -las medias palabras--. La barbilla le temblaba en la ira y los ojos, como puñales, se hundieron en los de Clementina, que bajó los párpados.

--Güeno, güeno --dijo disculpándose, y agregó humildemente--: ¿No me quería dar la sal?

--Aquí está. Tome.

María Rosa refrenó su ira y sin alteración aparente abrió el canasto, entregando un puñado de sal a la mujer.

--Muchas gracias. Ya sabía que si en - algo pueo servirte con too gusto lo haré... --Sonreía taimada, contraponiendo las palabras y el tono a la intención oculta.

Y se alejó sonriendo siempre, saco de sebo lleno de feas malicias, pero saco prometedor de placeres carnales que encendía una chispa de lujuria en los ojos masculinos que encontraba al paso.

Era una mozarrona exuberante de formas que vivía con el mayordomo "así no más", teniendo fama de mujer fácil y temible por lo chismosa y enredadora.

Ceñuda la miraba María Rosa alejarse, pensando que entre Pancho Ocares cortejándola descaradamente y aquella mala hembra de Clementina con sus suposiciones ofensivas, iban a amargarle los días que pasaran en la montaña.

Como en años anteriores con otros pobladores de la hacienda, don Saladino y María Rosa iban en busca de piñones, el alimento básico del montañés durante los largos meses de invierno, cuando los caminos son barrizales intransitables y la lluvia y la nieve aíslan las pueblas del villorrio cercano.

Los días que siguieron a la declaración del mozo fueron para María Rosa de angustioso alerta. No se sentía en seguridad sino en la casa, encerrada, a obscuras. Los quehaceres la obligaban a salir de su guarida y era para ella un suplicio ir de la casa a la cocina, con los ojos avizores escudriñando los horizontes, con el oído tenso a todo rumor, hiperestesiados todos los sentidos por la posibilidad de un encuentro con el mozo. No dejaba que los perros la abandonaran un instante, y para mayor certeza de defensa, traía un rebenque colgado a la cintura.

Estos sobresaltos y estas precauciones eran bien inútiles, porque Pancho Ocares no daba señales de vida y María Rosa fuese poco a poco tranquilizando, diciéndose que la fiereza de su actitud había ahuyentado para siempre al mozo y que, además, había hecho bien ocultando el incidente a don Saladino.

Pero a medida que este sentimiento de seguridad aumentaba al correr de los días, iba notando que otro sentimiento de desencanto, de vacío, de tristeza inmotivada, surgía del fondo de su ser.

A fuerza de preguntarse anhelante todas las mañanas: "¿Qué irá a pasar hoy?" y ver por la noche que no había pasado nada, pero absolutamente nada, el día en que María Rosa se convenció de que no debía esperar nada, de que ya nunca pasaría nada, de que su vida sería una sucesión de días iguales, sin nada, pero nada que diferenciara uno de otro, se echó a llorar desesperadamente, sintiendo que en realidad su vida entraba en la nada.

Entonces se refugió en el recuerdo de Pancha Ocares, reviviendo con una intensidad que llegaba a hacerle daño cuanta entrevista tuvieran. Tenía la carne limpia de fiebre de deseo. Aquel vértigo que la cogiera en su espiral una tarde, había pasado. Ahora vivía sólo de recuerdos proyectados sobre la tela blanca de sus horas.

La reacción, la vuelta a la ira, se produjo al ver a Pancho formar parte de la caravana, agregado a la carreta de Clementina, y comprender que alguna confidencia le había hecho, ya que en cuanto la viera empezó la moza a lanzarle pullas, alusiones y bromas malévolas.

¿Qué mentira le contaría Pancho para que así se atreviera a hablarle? Y no sólo era Clementina quien la hostigaba. María Rosa veía en todos los ojos una muda pregunta maliciosa. ¿Qué quería decir aquello? ¿La creerían acaso en relaciones con el mozo?

Queriendo parecer natural, componía una actitud afectada., Hasta entonces --en ocasiones semejantes-- se la rodeaba de atenciones, constándola para todo, haciéndola palpar el sitio aparte en que la tenían. Ahora los hombres la trataban familiarmente, de igual a. igual, y las mujeres --salvo Clementina-- la aislaban, convirtiéndola en blanco de miradas y cuchicheos.

Sin saber cómo sacó de las prevenciones un pedazo de charqui, un trozo de repollo, papas, cebollas, choclos, ají verde, colocándolo todo en una olleta, y con ella en una mano y en la otra el tarro, se fue a la fogata que en el centro alzaba su lengua roja, vahorosa de negro humo.

Atardecía en una dulzura, infinita de gamas. Nubecillas rosadas se iban disgregando en jirones traslúcidos, apenas perceptibles; que terminaban por diluirse en la tonalidad azul del cielo. El sol bajaba palideciendo y ya su enorme disco podía mirarse sin-que cegara. Y cuanto, más descendía, más perceptible se iba haciendo la luna en creciente, fuentecilla de plata, bebedero de ensueños de todos los sedientos.

Al roce del sol la cordillera se teñía, de rosa para luego ser azulina. En los flancos del Lonquimay los rodados marcaban su paso con una línea blanca, deslumbradora, que iba a perderse en la sombra de un precipicio; el Llaima se chaperoneaba con una nube opalina y el Mocho mostraba las aristas agudas de su molar, fulgurantes de nieve.

Hacia el poniente el paisaje se perdía en la verde masa de los árboles rumorosos y fragantes, manchados de ocre por los claros y de plata por las torrenteras.

Un airecillo suave hacía de todos los olores de la montaña un perfume único por lo intenso. No se olía solamente aquel perfume: se gustaba al pasar el aire por la baca camino de los pulmones, dejando sabor a menta, a polvo, a resina; se veía cuando las hojas se inclinaban como para mejor echar su aliento exquisito; se sentía cuando los dedos del viento dejaban en la cara la frescura de su caricia; se oía en el rumor insistente y secretero de la montaña.

Con breves cantos de llamada los pájaros buscaban sus cobijas. Una lechuza voló silenciosamente hasta una rama alta, se aferró sólida, torció la cabeza y con los ojos fijos en el horizonte quedóse de atalaya hasta que se hizo noche. Entonces ululó sus agorarías y se fue ahuyentada por la lluvia de piedras que los chiquillos echaban sobre ella.

-- ¿Onde andará Saladino? ¿Lo ha visto usté, Zoilita? --preguntó María Rasa a una mujer que como ella, junto al fuego, preparaba la comida.

Sentía la imperiosa necesidad de hablar, de sentirse acompañada. Antes, en su aislamiento voluntario, era feliz; ahora la soledad en que la dejaban la hería como un insulto.

La mujercita --era buena y vivía además lejos de todo comentario--contestó modosamente:

--Se jue con los otros a buscar piñones.

-- ¿Le queó a usté algo di agua?

--Naíta, l'eché toa en l'olla.

--Válgame Dios... ¿A quén mandara a buscar?

--Aquí estoy yo pa servirla --dijo Pancho Ocares, adelantándose con una decisión que enfureció a María Rosa-- ¿En qué le traigo agua? ¿el tarro?

--No preciso sus servicios. Gracias --contestó muy seca, mirándolo a los ojos con un reto que fue un acicate más para el capricho del mozo.

 

--No sea mala... --y acercándose, con ademán lento y firme, le quitó el tarro de las manos--. Éjeme servirla..., es l único que quero en el mundo..., es usté...

Aturdida por la audacia, temerosa de que Zoila se hubiera- dado cuenta del juego de palabras, avergonzada porque un grupo de mujeres miraba desde lejos la escena cambiando entre ellas risas y cuchicheos, María Rosa soltó el tarro e inclinó la cabeza, buscando ocultar la cara que le ardía el rubor.

Pancho la miró un instante gozando su triunfo, luego dio una mirada en torno para comprobar qué efecto hacía ese triunfo en los espectadores y, sonriendo satisfecho, se fue a buscar agua a un manantial que brotaba allá, entre unas piedras, bajando un poco de camino.

De pie junto a la fogata, desconcertada, con vagos deseos de llorar, sin saber qué hacer, María Rosa miraba sin verlo el bailoteo de las llamas. ¿Qué haría? ¿Avisar a Saladino? ¿Provocar un incidente que sería un escándalo?

"Lo mejor es hacerse la lesa y aguantar", se dijo mentalmente, recobrando un tanto el aplomo.

Afanosa se dio a pelar papas y cebollas, a deshojar choclos, a picar repollo, preparando los ingredientes del puchero que sería su comida. Fue a la carreta a buscar sal, volvió a ir por una cuchara.

-- ¿Va amasar usté? --preguntó Zoila.

--Traje pan pa hoy. Mañana haré tortilla e rescoldo.

--Yo me veo tan alcanzá e tiempo... --para Zoila era un sedante narrar sus tristezas--. Los chiquillos no m'ejan parar cosa... Entoavía no saco el pan de l horno, cuando ya se lo comen. Son como güitres y son tantos y tan condenaos... Mire, aguaite cómo están que se matan comiendo piñones crúos; después son las lipidias y los empachos... ¡Ay, Señorcito! ¡Dame paciencia!

Se la veía deshecha por el trabajo, extenuada por los hijos, deformado el cuerpo por otra próxima maternidad, marchita la cara por una vejez prematura. Vestida pobremente, era un montón de harapos bajo los cuales los músculos relajados sólo pedían descanso. Descanso de hambres, de fatigas, de miserias, de embarazos, de sufrimientos.

-- ¿Quere que l'ayude en algo? --preguntó María Rosa.

-- ¡Dios se lo pague! --y emocionada por la atención la miró con ojazos húmedos, de bestia agradecida--. ¿Quere ayudarme a pelar papas? Les voy hacer charquicán.

--Yo le voy a traer un piacito e charqui pa que feche. No será mucho, pero siempre agarra gusto.

-- ¡Dios se lo pague! --volvió a decir agradecida, mas, de pronto, amargada, recónditamente envidiosa, agregó--: Usté' puee darse esos gustos..., usté no tiene chiquillos...

-- ¡Y es too lo que quisiera! Usté' no se imagina lo triste qu'es no tener guagua.

--Es que usté no sabe..., por lo mesmo que no los ha tenío. ¡Los hijos acaban con too y hacen sufrir tanto!... A veces, cuando ya está uno criao, ¡zas!, de repentito, en un decir Jesús, va y se muere y una casi se vuelve loca `e pena. Hay veces que me desespero tanto con ellos, que me dan ganas de tirarme al suelo en un rincón y éjarme morir...

--No iga eso, que Dios la puee castigar. ¿Qué harían esos pobrecitos sin madre?

--Puee que se murieran toos y al fin sería lo mejor pa ellos. La vía del pobre es tan perra, ¡pua! --Hablaba con una desesperación tan honda, tan arraigada en lo inconsciente, que no era ella quien pronunciaba esas palabra, sino toda la serie de antepasados obscuros que saborearan el pan agrio de la pobreza.

--Está mala de la cabeza usté hoy --le reprochó María Rosa con dulce voz persuasiva que pareció volverla a la realidad.

--Son estos mocosos --dijo haciendo un gesto vago--. A veces los quero a morir y otras veces los molería a palos. No s'entiende una...

Volvía Pancho Ocares.

--Aquí está l agua. ¿Qué más se li ofrece? --preguntó solícito, buscando los ojos de María Rosa que huían los suyos.

--Na, gracias.

Sin mirarlo cogió el tarro, echó agua en una fuentecilla para lavar las verduras y, como si el mozo no existiera, continuó preparando la comida al par que ayudaba a Zoila a preparar la suya, charlando con ella, aferrada la atención a cuanta tristeza le contaba, con la esperanza de distraer el pensamiento de la presencia turbadora y punzante de Pancho Ocares.

 

 

Luego de comer, hombres y mujeres formaron un círculo, sentados los más en el suelo y sólo unos pocos en pisos y mantas. Mientras pasaba la pereza de la digestión se distraían contando cuentos, en espera de que cantara María Rosa, y era claro que el canto traería baile.

Algunos chiquillos dormían acurrucados en un choapino. Otros rodeaban muy despabilados el tarro donde cocieron los piñones, y ya ahítos, mordían la envoltura café rojizo, jugando a quién, apretando la vaina, hacía saltar más lejos el piñón.

Las cinco carretas se esparcían por el claro con el pértigo en el suelo y la sombra junto en un remedo grotesco.

La fogata apagada era un montón de carbones con una que otra manchita roja, tenue por la ceniza.

Los perros dormitaban cerca del rescaldo, menos uno que, mezclado con los niños, dormía con ellos fraternalmente, sirviendo de almohada a la cabeza obscura del más pequeñín.

Se sentía ramonear los bueyes entre los árboles. Un ave nocturna solía pasar aleteando recio y las corgüillas daban -al silencio sus dos notas únicas, repetidas obstinadamente.

Alta la luna en el cielo muy azul, su luz blanca apagaba las estrellar, poblando el paisaje de fantasmagorías alucinantes.

En el corro don Saladino llevaba la voz, Decía a Pancho Ocares:

--Es malo reírse d'esas cosas...

--No me río, pero es que hallo muy divertido que al pasar frente a una pieira en al camino. pa Lonquimay, l'ejen alguna cosa pa tener güen viaje. Si ehi hubieran matao alguno.

--Entonces se l'ejarían velas --dijo el mayordomo.

--Y si no hay finao, ¿a quén l'ejan cosas?

--Yo no sé na... Es una costumbre e los indios que habimos agarrao nosotros los d'estos laos. No sé si hay ánima o qué hay, pero el cuento es que si uno pasa sin ejarle algo a la pieira, una desgracia le llega lueguito --explicó don Saladino sentenciosamente.

--Se l'eja cualesquier cosa --agregó el mayordomo--: un cigarro, un palo e fósforo...

--La pieira es pitaora entonces --dijo Pancho con burla.

--No eche la cosa a risa --aconsejó don Saladino muy serio--. No le vaiga a pasar lo mesmo qui a Peiro Fáez.

-- ¿Qué le pasó a Peiro Fáez? --había siempre burla en la voz del mozo.

-- ¿Peiro Fáez? --Preguntó Clementina, abriendo mucho los ojos en un pueril gesto de espanto--. ¿El que se reía del pino hilachento? - '

-- ¿El pino hilachento? ¿Qu'es eso? --preguntó casi simultáneamente Pancho Ocares.

--Es un pino qu'está en el cajón del Llaima y al que tamién se l'eja cualesquiera cosa, una hilacha que sea.

--Por eso lo mientan así --completó el mayordomo.

-- ¿Y qué le pasó a Peiro Fáez?

--Le pasó, le pasó... Güeno, les contaré toa l'historia. --Un momento don Saladino se concentró coordinando sus recuerdos; luego, con grandes pausas en que esperaba que la lengua se le desenredara, fue diciendo lentamente--: Éramos tres los que arreábamos piña desde Argentina, un gaucho que se llamaba Peiro Fáez; Tránsito Hernández, qu'era de Chile Chico, y un servidor de ustedes. Al gaucho lo conocimos al otro lao y lueguito nos gustó por su hombría, su güen genio y lo simpático qu'era La familia la tenía en el Neuquén, en Catan-Lil, l'hacienda e don Arze, ese caballero argentino que toos queríamos tanto. Tenía madre, mujer y un chiquillo chico que ya gateaba; a los tres los quería a morir, y siempre andaba mentando pa contar cosa de la mujer, dichos de la veterana y gracias del güeñicito.

"A naides he oído cantar con más sentimiento. Sabía unos tristes que daban ganas e llorar oyéndolos y unos pericones alegres como diachos y unos tangos compadritos más picantes qu'el ají. Nos tenía tan entreteníos que no sentíamos pasar las horas.

"Cuando llegamos a la cumbre nosotros empezamos hablar del pino hilachento. Peiro Fáez se reía a morir y nos llamaba "sonsos" porque creíamos en esas cosas.

"Entre broma y broma llegamos al pino hilachento, qu'estaba lleno, pero lleno d'hilachas, de cigarros, de fósforos, de plata argentina, de plata chilena...;hasta un pañuelo e narices tenía.

"Es un pino d'estos que dan piñones, viejo y grandazo como no hey visto otro. Es muy raro, no sé lo que parece. Tiene el tronco pelao, y arriba las ramas como brazos. Parece talmente uno d'esos candeleros que hay en las iglesias con muchas velas.

"En fin: el cuento jue que yo le puse una chaucha, que Tránsito Hernández le puso un cordón e zapato y que Peiro Fáez no quiso ponerle na.

"Por primera vez casi nos peliamos, porque quería barrer con toa la plata que tenía el pino pa comprarle con ella juguetes a su mocoso. Nos costó convencerlo: "Si tal hacís te va a pasar algo grande", Pidamos y él se reía y nos golvía a llamar "sonsos" con su moo tan simpático.

"Poquito más acá encontramos al patrón que nos estaba esperando, y Peiro Fáez se volvió pa su tierra, con gran sentimiento e nosotros, qui habíamos aprendío a quererlo. El hombre tamién nos quería. Se despidió con bromas de que l'iba a sacar toa la plata al pino... y se jue, riéndose siempre y llamándonos fantasiosos,

"Y no supimos más d'él!

"Hasta qu'en l'otra primavera llegaron unos qu'eran del Neuquén, y tomando noticias de los amigos d'esas tierras les preguntamos por Peiro Fáez.

"Resulta que cuando Peiro llegó al Neuquén s'encontró con su mujer muy enferma, tan enferma que al poquito e tiempo después murió. Peiro queó como atontao con la pena; se lo pasaba cavilando sentao en un piso, sin querer trabajar, sin hablar palabra. Apenitas hacía una semana que había enterrao a la finá, cuando se cotipó el mocoso, le vino fiebre mala y tamién se murió.

"Entonces Peiro se puso bien malo e la cabeza. Se lo pasaba hablando solo, iciendo que por su culpa se habían muerto la mujer y el niño, que toas esas agracias eran venganzas del pino hilachento porque le había robado la plata y que tenía qu'ir a devolvérsela pa que no se juera a morir la veterana.

"Hasta que un día aperó la bestia, llamó al perro y las echó pa Chile sin atender razones e naiden.

"Na más se supo d'él, porque el invierno ya estaba encima y lueguito se cerró la cordillera.

"La primera arriá que pasó en setiembre s'encontró un esqueleto colgao del pino, la bestia y el perro estaban en el suelo y eran tamién puros güesos. Por la montura y una libreta qui hallaron se supo que Peiro Fáez era el ahorcao.

"Unos creyeron que como estaba tan malo e la cabeza s'ahorcó e puro local. Otros creyeron que se queó embotellao con las primeras nevazones y que antes de morirse di'hambre y frío prefirió matarse. Toos son supuestos. Nada se sabe..., pero el cuento jue así --terminó diciendo don Saladino.

Un momento se quedaron todos en silencio, cogidos por la emoción, de la tragedia lejana. Luego vinieron los comentarios, breves y rápidos.

--Eso jue una pura casualidá --dijo Pancho Ocares.

--Yo creo qu'el pino está hechizao -dijo con voz medrosa una jovencita.

--Too lo que pasa tiene que pasar porque es el Destino --exclamó sentenciosamente el mayordomo.

--Sí, es el Destino --lo decía Zoila con desaliento infinito, aplanada por ese poder oculto y omnipotente al cual el montañés confía su vida entera.

--En estas cosas lo mejor es creer. Entre ponerle y no ponerle, lo mejor es ponerle --con su desparpajo habitual, Clementina sonreía pícara.

-- ¡Pobre Peiro Fáez! --murmuró María Rosa compasivamente--. De hoy p'adelante le voy a rezar a su ánima.

--Mejor será que rece por una intención mía --dijo Pancho Ocares.

--Vos tenis muy malas intenciones --le contestó un mozo muy simpático que se llamaba Lucho Guerra.

--Cállate tu hocico. --Clementina le dio un manotón en un brazo y luego, sonriendo siempre, con malicia que hería como un estiletazo, dijo a María Rosa--: Hácele caso a Pancho..., no seáis lesa. Yo respondo por él.

-- ¿Y por vos quén responde? --preguntó Lucho Guerra.

-- ¡Ah, diaulo mañoso! --y le dio otro manotón, riendo con tales ganas que los demás, contagiados, rieron largamente.

-- ¿Entoavía no cree en el pino hilachento? -- preguntó a Pancho el viejo campero.

--Yo no creo en na... En l'único que creo es en que la María Rosa va cantar.

--Deveritas, pue.

-- ¡Ya, María Rosa!

-- ¿Onde está la vigüela?

--Yo l'iré a buscar --y don Saladino se puso de pie, yendo hasta la carreta.

Volvió el viejo con el instrumento. María Rosa lo acomodó en sus rodillas y lo empezó a afinar, sacando unos acordes ásperos como latigazos, a los cuales siguió un rasgueo frenético, terminado por un palmetazo seco sobre las cuerdas.

Entonces la voz de la mujer, muy pura, muy cristalina, con un dejo infantil en los agudos, empezó a cantar apoyada en una nota que comentaban los acordes:

 

¡Que vivan las señoritas!

Yo vengo de l'Angostura

a cantarle esta letrita,

que compuso la Ventura,

¡ay!,

que compuso la Ventura.

 

El día que la compuso

aquella niña malvá,

mi taita y mi tío Cucho

se reían a carcajá,

¡ay!,

se reían a carcajá.

 

El día que la cantaron

jue el día del taita Pancho,

de tanta gente qui había,

botaron la puerta el rancho,

¡ay!,

botaron la puerta el rancho.

 

Al ver la puerta en el suelo,

aquí mi ñaña, enojá,

mandó quitar la guitarra

y dijo: '-No canten na,

¡ay!,

y dijo: --No canten na.

 

La fiesta acabó a pencazos,

qui había e suceder,

siendo remolienda e huasos,

así tenía que ser,

¡ay!,

así, tenía .que ser ¡ayayay!

 

Tras el último ¡ay! plañidero, con otro palmetazo seco sobre las cuerdas, María Rosa calló la guitarra, quedándose muy seria, con los ojos bajos escuchando como distraída los aplausos y las exclamaciones con que la animaban a seguir. -- ¡Bravo! -- ¡Dios la bendiga, m'hijita!

--Muy bien.

-- ¡Otra! ¡Otra!

--Una cueca agora.

--Pa bailarla con la Clementina --dijo, Pascual Brito, poniéndose en pie.

--Clarito, pue --contestó Clementina, saliendo al ruedo.

--Cueca... Cueca...

-- ¡Ay, sí! --tarareó Pancho Ocares.

--Hácele, María Rosa.

Pascual Brito y Clementina estaban en el centro del corro. Arrogante el mozo, vestía pantalón alto y una chaquetilla corta adornada con profusión de botones; un pañuelo rojo arrollado al cuello flameaba las puntas sobre la camisa blanca. Con una mano en la cadera y la otra caída a lo largo del cuerpo empuñando un pañuelo, miraba el mozo a Clementina con ojos risueños y desafiadores, porque ambos tenían fama de buenos bailarines y les gustaba lucir juntos sus habilidades por ver quién tenía más.

María Rosa volvió a rasguear las cuerdas y empezó:

 

En la puerta de mi casa

voy a poner un tablero

con un letrero que diga:

Vendo l'aloja, casero.

Rica l'aloja, ¡ay!, qué güena,

fresca ;.y barata;

se vende por medio real,

lo que sobra doy de yapa.

 

Con los ojos bajos y una sonrisa a flor de labios, Clementina --moviendo los pies en un compás de vals-- iba y venía rodeada por el mozo que le cortaba el camino zapateando recio y dibujando primores con el pañuelo en el aire. Y había que admirar la incitación que la mujer ponía en su cara --ya de común picaresca-- y el dejo con que desalentaba al hombre cuando éste apretaba el círculo en torno a ella o la coquetería con que lo buscaba cuando se iba lejos:

 

El sereno de mi calle

anoche se m'enojó,

porque gritaba tan juerte;

Vendo l'aloja, señor.

Rica l'aloja, ¡ay!, qué güena,

fresca y barata,

se vende por medio real,

lo que sobra doy de yapa.

 

El corro seguía el compás de la guitarra palmoteando entusiasmado. Y como todos estaban atentos a la pareja que bailaba y más que todos don Saladino, aprovechó Pancho Ocares el instante para llegarse a María Rosa, ponerse de rodillas a sus pies e ir diciendo a la vez que tamborileaba en la caja de la guitarra:

--Mi Rosita....Mi Rosita quería...

Apenas movía los labios para murmurar, estas palabras que se infiltraban en María Rosa coma un mosto nuevo que la embriagara. Pero siguió rasgueando con ímpetu las cuerdas en la esperanza de no oír aquella voz de demonio, ni que los demás la oyeran.

 

¡Que ya s'acabó l'aloja!

¡L'aloja ya s'acabó!

La- plata qu'hemos ganao,'

la remolimos los dos.

Rica l'aloja, ¡ay!, qué güena,

frasea y barata,

se vende por medio real,

lo que sobra doy de yapa.

 

--No esté enojó con este pobre guacho que sólo sabe quererla --seguía diciendo Pancho Ocares por lo bajo, quemándola con el aliento, turbándola hasta el punto de que la voz se le estranguló en la garganta y tuvo que suspender el canto.

--¿Qui'hubo, María Rosa? --preguntaron varias voces extrañadas por la interrupción.

--Estás bien lesa --gritóle Clementina--, no mirís tanto .a Pancho.

--Falta el cogollo --gritó a la vez que Clementina Pascual Brito, buscando que don. Saladino no tomara sentido a lo que su pareja insinuaba.

María Rosa no supo cómo pudo seguir cantando:

 

¡Que viva la Clementina!

Cogollito verde s'hoja,

si quere yo le sirvo,

una copita d'aloja.

Rica l'aloja, ¡ay!, qué güena,

fresca y barata,

se vende por medio real,

lo que sobra doy de yapa.

 

La pareja redoblaba su entusiasmo y en un último despliegue de gracia Clementina levantaba la falda, dejando al aire sus pantorrillas rollizas, y el mozo "cepillaba" un paso brioso que sostenía el palmoteo general.

--¡Aro!,

-- ¡Cueca más bien bailá no hey visto en mi vida!

--Güena la parejita.

--Harto güena...

--Sírvase, Clementina.

Terminado el baile, habían ido a una, carreta en busca de la damajuana y servían vino que animó más aún las fisonomías. Se cruzaban frases intencionadas que como saetas iban a clavarse en Clementina: estaba de pie en medio del grupo, contestando con desgaire cuanta picardía oía, exuberante de contento y de ganas de fiestear, como decía con su gruesa voz de bordón.

María Rosa aprovechó el movimiento general para ponerse en pie e ir a reunirse con don Saladino.

Pancho Ocares también se levantó, yéndose tras ella porfiadamente.

La mujer, que lo sentía seguirla, tuvo la tentación de volverse y decirle una palabrota, de írsele encima y arañarlo, de escupirlo y tirarle el pelo. Fue un momento de exasperación que pasó como un relámpago, dejándole nuevamente la sensación de embriaguez, de cansancio gozoso al comprender que "no podía" abominarlo.

Un resto de orgullo, un último alarde de independencia, una bravata desesperada que se volvía contra ella misma, hiriéndola, la hizo obrar. Pero era como si cuanto decía lo dijese otra y ella, muy lejos, muy alta se aislara en la dulzura de sentirse; vencida.

--Me duele la cabeza --dijo a don Saladino.

--¡Yaya por Dios, m'hijita! -La miraba asustado, porque la cara de la mujer estaba desencajada--. ¿Qué le haría mal?

--Quizás si sería el sol.

--¿Le duele mucho?

--Muchazo... --y como en realidad la excitación nerviosa le atirantaba los músculos, no necesitaba fingir para revelar su sufrimiento.

--¡Qué pena! --contestó Pancho Ocares con voz dolorida.

Estaba furioso en lo íntimo porque después de la escena de la tarde creía a la mujer cosa propia y ahora sentía que se le escapaba con una firmeza sorda que lo desconcertaba, llenándolo de un furioso deseo de venganza --mitad despecho y mitad amor propio herido-- que en caso de tenerla a su merced, más que a besar lo impulsaría a pegar.

"Por la buena o por la mala", le había dicho él. Ya había ensayado bastante por la buena; era hora de buscarla por la mala...

La voz de que María Rosa enferma se retiraba llenó de consternación al grupo.

--Póngase unos parches de papa --aconsejó Zoila, muy compungida.

--Éjate e leseras... Tómate un trago y verís cómo al tiro se te pasa --dijo agriamente Clementina.

--Yo no tomo. Puee que durmiendo se me pase. Me voy a acostar y si no me alivio, mañana di'alba me voy pa mi casa --y desafiadora, miró primero a Clementina, que hizo un mohín de fastidio, y luego a Pancho, que sostuvo impasible la mirada.

Había tomado de súbito la resolución de huir. Irse, irse, alejarse del vértigo, que le producía Pancho Ocares, dejar atrás todo eso y volver a la calma de su vida de antes, aunque le encogiera el corazón el recuerdo de la puebla solitaria en que sus días volverían a la nada.

--Con tu gusto, hijita... Pero éjame que me ría e tus leseras. ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja!

--Ríase hasta que le dé puntá. Güelvo a icirle que cada uno tiene su moo e ser.

--En eso estamos conformes. Cada uno tiene su moo de matar las pulgas. A mí me gusta matarlas. a la vista e toos. A vos...

--¿Qué? --preguntó bravamente.

--Na... ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! Lo que siento es que nos aguás la fiesta.

--Yo tamién lo siento. Güenas noches --dijo María Rosa, que ya no deseaba otra cosa que huir.

--Güenas noches. Que se alivie --contestaron todos.

--Hasta mañanita --se despedía don Saladino, tan afligido por la enfermedad de su mujer que las frases últimas no alcanzó a penetrarlas.

--Yo creo que no será na --y Pancho Ocares sonrió socarronamente.

--Dios lo quera... --dijo Zoila con gran candor.

La pareja se alejaba camino de la carreta.

-- ¿Y a esta gata mañosa la llaman la Flor del Quillen? ¡Pua!, qué irrisión --comentó riendo a carcajadas Clementina,

María Rosa cumplió su amenaza de volverse a la puebla. De alba emprendieron el descenso. Don Saladino iba doblemente preocupado, pues a la enfermedad de la mujer se unía el cuidado por la cosecha de piñones que tuvo que confiar a Pascual Brito. María Rosa guardaba un silencio huraño. Tan pronto se sentía feliz y cada paso de los bueyes le daba la sensación de alejarla de un peligro, tan pronto la cogía, angustiándola, el vacío hacia el, cual caminaba lentamente.

Entre esas, dos corrientes era una pobre cosa flotante, desesperada por no encontrar un asidero que le devolviera la estabilidad. La única ansia que tenía era verse en su casa, entre los objetos familiares, sola, pensando, viendo si podía ordenar cuanta impresión traía en el cerebro para, ver claro en ella misma.

Y deseando llegar la horrorizaba ese fin de viaje, porque en la gasa, sola, pensando, viendo claro en ella misma, tenía la absoluta seguridad de encontrar que el amor por Pancho Ocares lo llenaba todo. Esta certidumbre le daba fiebre, haciéndola, tiritar.

Fue un triste viaje interminable. Llegaron de noche a la puebla e inmediatamente María Rosa se acostó, molida por las dos jornadas, sintiendo un círculo de hierro en torno a la cabeza adolorida.

El cansancio físico la sumió en un sueño poblado de pesadillas horribles. Cuando don Saladino al levantarse de madrugada la despertó trajinando por la pieza, tuvo una sonrisa de alivio al verse en la casa.

--Lo mejor es .que no te levantís. No te aflijas por la comía; con un piazo e charqui y unos cuantos mates yo estoy del otro lao. Voy a'dir a las casas a ver si me dan una poquita e leche pa vos. Hablaré con l patrona mema. Y no sería malo agarrarse de que vos estás enferma que nos den una vaca pa lecharla. ¿No te parece?

Hablaba don Saladino yendo y viniendo por la pieza. María Rosa lo escuchaba distraídamente, sentada en la cama, arrebozada en el chalón.

--¿Te vai a levantar? --preguntó don Saladino.

--¡Ah! --volvía de tan lejos--Clarito, pue; más rato me visto...

--¿No será mejor que te quedís en la cama? --Es pior, más se mi'acalora la cabeza.

--Vos sabrís lo que hacís. Yo voy a buscar la leche y a la güelta pasaré a tu casa a contarle a tu mama qu'estás enferma

--Tráete a "Perico", entonces.; Dile a mi mama que me mande un piazo

e tela plástica. Eso me aliviará hartazo,. Y le dai muchos saludos.

--Al fin creo que jue mucha lesera venirnos tomo locos

--¡Eso es! Y si sigo enferma y me pongo piar, ¿qué; habías hecho conmigo allá arriba?

--Güeno... Güeno... Vos sabís que en tus cosas yo no me meto.¿Te quisiste venir? Aquí estamos y sanseacabó.

--Dile a mi mama que si sigo enferma tiene que mandaren a una de las chicuelas e la Ramona pa que me cuide...

--Güeno.

--No te vaigas olvidar, del "Perico". Pídele a mi mama el canasto pa traerlo; ella lo guardó.

--Güeno.

--Y la tela plástica.

--Güeno. Na se me olvidará. Hasta lueguito.

Ya sola, María Rosa levantó las rodillas hasta la altura de la cara, las rodeó con las manos unidas y se quedó pensando en que ya era hora de pensar.

Iba lentamente, miedosamente, buscando el recuerdo de las impresiones recibidas. Nunca encontraba una sola: junto a la vergüenza de lo que todos suponían estaba la alegría áspera como un cilicio de volver a encontrar a Pancho Ocares; junto a la ira que le causaban sus audacias estaba la dulzura de sentirse inmóvil viendo girar en torno a ese torbellino; junto al pavor que le inspiraba el porvenir estaba la dicha aguda de ver cómo el Destino la echaba en los brazos del mozo.

En la mujercita los sentimientos obraban violentamente, llevándola de uno a otro extremo con una fuerza impetuosa que no la dejaba acogerse a ninguna conclusión.

¿Quería a Pancho Ocares? ¿Lo quería bastante para...?

Estiró los brazos con un gesto de pereza que hizo temblar los breves senos firmes, desnudos bajo el lienzo de la camisa. Las cosas familiares se le aparecían en la penumbra de la pieza cerrada con una vaguedad turbadora. De un clavo colgaba la manta de don Saladino con la chupalla encima.

María Rosa la miraba fijamente, pensando que era igual a la que Pancho usaba. Igual: roja con dibujos blancos y negros. La miraba. Y, a fuerza de mirarla llegó a sugestionarse y por la intensidad de su deseo no vio allí la gaya policromía de tejido burdo y colgante, no; las líneas tomaban relieve, el sombrero se levantaba y una cara morena asomaba bajo sus alas, unos ojos sonreían a los suyos-febriles y 'una boca dejaba ser la punta de los dientes deslumbradores.

--¡Pancho ! --murmuró estremecida.

Y estiró los brazos a ese fantasma, levantando la cara para que al avanzar mejor pudiera besarla.

--¡Pancho! --volvió a decir.

Pero esta vez el sonido de su voz la trajo a la realidad y en lo obscuro de de la pieza, sólo vio el sombrero y la manta, colgando lacios del clavo. Pero también vio el impulso que de haber estado allí en cuerpo y alma Pancho Ocares la hubiera echado en sus brazos ansiosa de caricias, quemante den pasión.

--Lo Quero...,lo quero... --empezó a repetir con una alegría de ebriedad.

Levantó las manos con un gesto suave y acarició sus mejillas quemantes, sus párpados cerrados por la plenitud del sentimiento. Una voluptuosidad recorrió sus nervios y con un movimiento vivo se arrebozó en el chal.

--Pancho..., Pancho... --volvió a repetir como si el mozo estuviera a su lado, oyéndola--. Te quero, Pancho...

De repente sus párpados se abrieron, la cabeza se echó atrás como hurtándose a un roce y el cuerpo entero cobró una rigidez de repulsa.

En su espíritu acababa de surgir la visión de su vida futura. Se veía empujada a los brazos de Pancho por una fuerza superior a su voluntad. ¡Sería su destino! Su vida tan clara, tan nítida, se complicaba, se hacía obscura, entraba en el círculo de las mentiras, de los disimulos, de las traiciones, de las hipocresías. Ya no podría decirse con íntimo orgullo que como ella no había ninguna y que bien hacían llamándola la Flor del Quillen. Sería una mujer igual a todas, como la Clementina y la Pascuala. Bueno ¿y qué? Ella era dueña de su persona y si cedía a la tentación era porque amaba. Las otras se daban por dinero: eso era sucio, era feo. A ella no la movía ningún bajo interés. Amaba tanto como la amaban. Pancho la quería. Ella quería a Pancho. El fin natural de esa atracción recíproca era la posesión. ¿Qué mal había en ello?

Seguía siendo la Flor del Quillen y aun en la falta encontraba un sitio aparte en qué colocarse.

Volvía a ceder, dándose mil disculpas que adormecían su conciencia, y era por la fiebre de la carne y la audacia del pensamiento la querida del mozo.

El comentario malévolo no la inquietaba. Sin serlo, los demás la daban por amante de Pancho Ocares. En la montaña, al sentir por primera vez el alfilerazo de la malicia, se encabritó rebelde. Ahora se consideraba por encima de todas esas pequeñeces, aislada, abroquelada por ese fluido que el amor crea en torno del ser que lo padece. Para ella sólo existía una verdad y todas sus potencias tendían a penetrarse de esa verdad: el amor.

¿Y don Saladino?

Volvió a ponerse rígida, porque asomaba el marido engañado en el cuadro de sus figuraciones y hasta entonces esa figura tan principal había estado borrosa en el fondo.

Y aferrada desesperadamente a cuanto quedaba en pie de su antigua personalidad, se dijo que nunca, nunca, nunca sería tan mala como para engañar a ese pobre viejo bondadoso.

Nunca. No era posible. No podía darse al amor. Aquella embriagues de ilusión había que olvidarla. En su vida no habría caricias, ni besos, ni charlas, ni miradas, ni esperas, ni sobresaltos, ni miedos, ni iras, ni rencores, ni remordimientos. En su vida no habría nada.

Y lloraba con angustia porque, por segunda vez --voluntaria y definitivamente--, sus días volvían a la rutina que los aplastaba.

María Rosa bordaba en el corredorcillo. Dos días habían pasado; repuesta de su enfermedad, hacía la vida de siempre. Don Saladino acababa de marcharse a Dillo en busca de una partida de animales.

Un poco triste, adolorida por el sacudón sufrido, la mujer se anegaba en el renunciamiento, buscando pedestal para su orgullo en ese hecho: ninguna hubiera sido capaz de huir el amor por deber; ninguna.

"Perico" avizoraba un vilano errante. Agazapado, con los músculos como resortes en presión, al tenerlo cerca saltó, dio bote, volvió a saltar, giró sobre sí mismo pirueteando. El vilano subía, bajaba, enredado a la espiral de aire creada por el movimiento del gato, enredado al gato mismo hasta el punto de inmovilizarse en su piel, adherida seda contra seda.

En la cocina se sintió caer un tarro. María Rosa alzó la cabeza vivamente y tras de quedarse un rato cavilando se puso en pie al par que murmuraba:

--No vaigan a darme güelta l'olla e la leche. Son tan maldaosos estos quiltros.

Salió por la puerta trasera de la casa, atravesó el corralillo y entró a la cocina, rectamente hacia el vasar del fondo.

La puerta se cerró de golpe y alguien que se escondía detrás de su hoja única la trancó, cruzándose luego de brazos, apoyada la espalda contra el quicio.

María Rosa se volvió al golpe, y el estupor le dilató las pupilas; frente a ella estaba Pancho Ocares.

El primer impulso de la mujer fue avanzar a abrazársele, balbucirle su amor, implorar sus caricias, humillarse en un ansia de anulamiento, de ser en sus manos cosa propia de la cual se dispone. Alcanzó a dar unos pasos; el hombre la miraba fijo, respingado el labio, fiera la expresión. La inmovilizó el terror. Vio lo que iba a pasar. Contra la fatalidad no se lucha. Si hasta entonces pudo defenderse fue porque su hora no había llegado. El destino se cumplía con ella o sin ella. ¿Para qué rebelarse?

El hombre avanzó amenazador.

--¿Creís que conmigo se juega así no más? ¿Qué te habís imaginao? Ya me tenis cansao con dengues. Miren la señorona... ¿Sabís lo que sos? una china no más, una china como cualesquiera otra, ¿entendís?

Le hablaba casi boca contra boca. Cortaba las frases bruscamente, arro­jándoselas como piedras. Siguió diciendo:

-- ¿Creís que voy a ajar que toa l'hacienda se ría e mí? No, pue, hijita. Toos saben que me vine a tu siga. Toos saben que sos mi guaina. Güeno: no lo sos entoavía, pero aguárdate un poco. Y no me vengái con malos moos. Ya l'ije que por la güena o por la mala... Hace cualesquiera cosa no más y te muelo a combos...

Alzaba un puño amenazando la cara de la mujer.

--No me pegue --rogó María Rosa humildemente, amorosamente.

Un momento el mozo la miró con desconfianza, buscando la verdad de su expresión. Luego, brusco, brutal casi, la atrajo contra sí, uniendo sus labios a los otros que no besaban, pero que se abandonaban a toda caricia.

 

 

Pancho Ocares fumaba sentado cerca de la puerta entreabierta, como atalayando el camino. De pie, frente a él, María Rosa lo miraba estupefacta, temblando toda con un pavor irrazonado a cosas extrañas. Le parecía que de pronto la casa se iba a desplomar, o que la tierra se saldría tragándolos o que el río aumentaría su caudal de aguas hasta anegarlos. Y otra angustia apremiante que le humedecía las ojos le nacía de la falta de terneza en Pancho Orares. Su abrazo fue fiesta de sensualidad únicamente. Y ella ansiaba el gesto tímido y la palabra balbucida de la ternura.

Pancho seguía fumando con grande indiferencia. Estaba ahíto y una especie de embotamiento le adormecía el cerebro, dejándolo sólo pensar en su triunfo, en lo que dirían los otros cuando lo vieran.

María Rosa avanzó unos pasos, hasta quedar junto al hombre, ¿por qué no la miraba? ¿Por qué no la atraía a sí en abrazo suave? ¿Por qué no le acariciaba las manos? Hasta que llorando grandes lagrimones, balbució:

--Pancho...

-- ¿Qué? --dijo secamente.

No le guardaba ningún reconocimiento. Nada lo atraía en ella. Al contrario; le daban deseos de maltratarla para vengarse de los muchos desdenes, de la larga espera.

-- ¿Qué? --preguntó nuevamente con agresividad.

--Pancho --y los ojos buscaban tímidos los ojos de él--. Pancho, ¿me querís?

--¿Quererte? ¡Je! Pa eso tenis a tu viejo...

--Entonces... --y las pupilas se le inmovilizaron en un punto de pared.

¿Entonces no la quería? ¿No la quería? Y casi sonrió al pensar que aquello era una broma.

--Tan bromista qui lo han de ver...

--No es broma. No te quero. ¿Por qué iba a quererte? Pa mí sos una cualesquiera, hasta si querís te pueo pagar, pa que no tengái qué quejarte e mí.

--Pancho..., Pancho...

--Qué? Pancho me llamo. ¿Qué?

--Sos un canalla.

--Hace-un ratito no más no irías eso.

--Hace aun ratito yo estaba loca

--Loca, loca --y de pronto, rabioso, perdido todo miramiento--; sí, loca,.. Búscate disculpas agora. Hace un rato eras lo que sos, una mujer igual a toas; yo no sé cuándo se te va a bajar el moño. ¿Creía que te quero? ¡Ja! ¡Ja! No voy a perder mi cariño en ti... Ni pa guaina servís... Jue pa ganar una apuesta que vine p'acá. Ya está, ya lo sabís too ¿Qué?

Se puso en pie amenazador. María Rosa lo oía con los ojos cerrados, temblando a cada palabra, recibiéndolas como puñaladas en medio de su amor, de su dignidad, de todos sus sentimientos.

--¿Qué? --decía el hombre en una especie de furia vengativa--. ¿No contestái? ¿Sabís por qué no me voy entoavía? Porque Chavo Almendras y Melchor Candia me van a venir a buscar aquí a tu casa tuya, pa convencerse de que sos mi guaina y pagarme al tiro l'apuesta. ¿Qué?

La mujer había abierto los párpados y ahora lo miraba fijamente, con tal concentración en el poder visual que las pupilas se le obscurecieron hasta ser casi negras.

--¡Canalla! --dijo, y con un movimiento que Pancho no alcanzó a prever, cogió el rebenque de un clavo y azotó la cara del mozo.

--¿Qué? ¡Ah! Bestia... ¡Ah!

Le pegaba en las manos que querían defenderse, en la cara, en las manos, en la cara. Era un movimiento rápido y mecánico, como si el brazo hubiera cobrado un resorte que lo echara de uno a otro lado, dando seguramente en el blanco.

El hombre retrocedió y abrió enteramente la puerta, tomado íntegro por la cobardía latente en él. Los golpes lo aturdían. Salió huyendo. Libre por distancia, se volvió vomitando injurias. La mujer gritaba:

--"Mininco"... "Lolenco"... --y silbó a los perros, que acudieron prestamente--. Agarra, "Mininco"... Agarra, "Lolenco"... Agarra, agarra, agarra...

Se le fueron encima, y entonces, perdiendo su actitud retadora, echó a correr hasta el camino, con los perros detrás, ladrándole, tirándole tarascones a las piernas. Corrió hasta el camino.

Pero ahí se detuvo bruscamente: Chano Almendras y Melchor Candia --que llegaban a caballo-- miraban su huida con la burla ardiendo en los ojos. Los perros, sorprendidos con la presencia de los mozos, también se detuvieron.

--iJe! --rió Chano--. ¡Parece que no te jue muy bien!

Y como Pancho Ocares intentara explicarse, los perros, azuzados nuevamente por la mujer, lo atacaron con mayor furia.

--Agarra --gritaba María Rosa--. Agarra; "Lolenco".... Agarra al sin vergüenza canalla... Agarra, "Mininco"... ¿Qué se había imaginado el bandido qu'era yo? ¿Creía el cochino que no me iba a defender?

Pancho Ocares se aislaba a puntapiés de los perros. Los mozos reían, sin compartir aún la indignación de la mujer, tan grotesca era la figura del otro. María Rosa avanzaba hasta el, camino y les decía con las palabras tremolando de ira:

--Corretéenlo, péguenle, es un canalla, un criminal. Péguele... Chano... No le dejen hueso bueno... Péguele, Melchor...

Era sincera en su ira. El hombre se había destruido a sí mismo en el sentimiento de la mujer, María Rosa había olvidado cuanto pasara en la casita un momento antes. Recobraba su personalidad de Flor del Quillen. Mentir, simular, hacer cualquier cosa, provocar un escándalo, llegar al crimen, pero que nadie supiera nada, que todos creyeran en una agresión, basándose en su protesta iracunda.

A su vez Pancho Ocares quería explicarse, pero entre su deseo de hablar y el pavor a los perros, sólo conseguía balbucir palabrotas.

Chano Almendras y Malabar Candia dejaban de reír para dar mejor cabida a la indignación. Levantaron los rebenques, echando los caballas sobre el mozo. Pero no alcanzaron a tocarlo, que el otro, al verles la intensión, sin ninguna esperanza de ganar la partida, saltó la cerca, que cerraba el camino, corriendo por el potrero hasta perderse en el monte. Los perros siguieron tras él, pero al llegar a las quilas se quedaron allí tirándole ladridos, mirando tan pronto la casa como los árboles, andando y desandando camino, en la inquietud de no haber cumplido exactamente su deber.

--No era na lo que quería el peine... --comentó Melchor Candia, mirando a María Rosa con ojos de admiración.

--La Flor del Quillen na más.... --dijo Chane con orgullo.

Con su empaque señoril de siempre, María Rosa, sonriendo con la boca aún en temblor de ira, los invitó amable:

--Bájense a tomar alguna cosa. Así me acompañarán hasta que llegue Saladino.

 

 

BRUNET, Marta. María Rosa, flor del Quillen. Obras Completas de Marta Brunet. Santiago, Zig-Zag, 1962. Pp.417-452.