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LA MAMPARA



Cuando a las siete salía Ignacia Teresa rumbo a su trabajo, ya estaba cada uno de los vidrios repasado prolijamente, brilloso el bronce del tirador y de la chapa, como asimismo el encerado de la madera. La puerta abierta, estrecha y alta, parecía anularse para dejar lucir la mampara en todo su esplendor de vidrios rojos, amarillos y azules, mosaico de formas geométricas con un rosetón al centro.

 

 

 

 

El timbre del despertador abría un hoyo en su sueño, y por ese boquerón, trabajosamente, pasaba Ignacia Teresa a la vigilia del nuevo día. Pero no sólo pasaba ella, sino también la madre, instantáneamente levantada y arrastrando las zapatillas por la casa, y luego bajando por la escalera --¿llovía, trasminaba el viento, ardía el sol, la niebla desintegraba los cuerpos?--, la sentía llenar el cubo de agua e irse por el patio y el pasillo a ese su quehacer primero y obsesivo.

Que no impuesto por su propia voluntad, ¡pobrecita! Y miraba de soslayo, no sólo de soslayo la mirada, sino el alma, a Carmen dormida plácidamente, alzada sobre almohadas, que así los rulos le duraban más. Bueno. Y este bueno, enérgico, echaba hacia abajo la protesta y el amargor que iban a decir algo que ella, Ignacia Teresa, no quería decir.

Saltaba de la cama, rápidamente, vistiéndose entre idas y venidas a encender el anafe y poner agua a calentar y la leche, y tomar de prisa el desayuno, y salir corriendo para hallarse con la madre en el patio, darle a beber como a una criatura el café con leche, sopeado, sí, sopeado, con una súbita terneza, con una desesperada terneza que hubiera querido alzarla y volverla a lo tibio de la cama, y decirle palabras sin sentido y darle a beber como a una criatura el café con leche, sopeado, sí, sopeado, como a ella le gustaba --"Déjala que coma a su modo, y que si quiere sopee"--, y seguirle diciendo palabras sin sentido, con son de nana hasta que se durmiera. Pero no, no, había que besarla, apretando los labios fuertemente contra la mejilla, y correr después por el pasillo, tan largo pasillo, tan largo, estrecho, entre un palacete y un edificio moderno. Túnel largo, estrecho, con el piso desgastado y en los muros percudidos, pintadas por la humedad geografías de extraños países emergiendo del verdín.

"¿Qué mundos serán?", se preguntaba Ignacia Teresa al mirarlos, al no querer mirarlos y quedarse a pesar de su prisa prendida a ellos, detenida, absorta en la gota de agua que lloraba un mar desbordado. Pero había que avanzar, seguir la línea del pasillo, sesenta y cinco metros de pasillo, sesenta y cinco pasos muy largos, muy largos. Hurtando la vista a las paredes, mirando al fondo, la mampara, su rosetón, los losanges rojos, los triángulos azules, los pequeñitos cuadrados amarillos. A veces el sol, que estaba al frente, aguardándola en la plaza con los pájaros y la maraña verde de los árboles, la hacía súbitamente olvidarse de todo, perdida en su reflejo, en la cambiante atmósfera, de arco iris que crea al atravesar los vidrios, halo de santo en ámbitos celestes, luz en la que se sumergía con la extraña y deliciosa sensación de perder gravedad y avanzar suspendida milagrosamente, flotando, hasta toparse con la mampara y los gestos que inexorables la devolvían a la vida real.

Pero no siempre esperaba el sol. A veces la lluvia la agarraba a la salida misma de la casa, en la puerta que daba al largo balcón saledizo de donde partía la escalera, que llevaba al patio. La lluvia estaba allí. Como la esperaba en otras ocasiones la niebla. Y en otras el viento que parecía bajar su zarpa hasta el empedrado y desperdigar hojas, papeles, fino polvo cuando más no fuera, furioso y silbante. Todos los elementos podían estar allí esperándola, menos el sol, que en caso de esplender, sólo lograba llegar hasta el patio a mediodía, aplomado y fugaz.

Porque la casa, lo que ellas llamaban "casa", que de alguna manera había que llamarla, era la bodega de un palacete al correr del tiempo transformado en consultorios de médicos, bodega cuyo altillo se había también transformado, buscando una renta que por todos medios debía aumentarse.

La bodega servía de guarda-muebles a otro inquilino. El altillo constaba de dos cuartos, una cocina pequeñita y un pequeñito baño, todo ello incómodo, obscurecido de sombras de muros, en una atmósfera de verde pozo, con las ventanas del palacete descaradamente siempre curioseando, subidas las persianas, abiertas las maderas, no sólo dejando salir la curiosidad, sino que con una especie de desvergüenza mostrando un baño, el aburrimiento de las salas de espera, un escritorio en que un hombre atendía un teléfono y tomaba apuntes.

Pero esa casa, esos fondos aislados más allá del patio, entre muros para rebotar las miradas, entre ventanas de agresiva vulgaridad, tenía un pasillo, largo pasillo de sesenta y cinco metros para sesenta y cinco largos pasos, y una mampara con vidrios de colores que parecía haberse escapado de una catedral, con los ángeles y los santos perdidos en la fuga, y una vez abierta, como la abría vivamente Ignacia Teresa, estaba el sol que la esperaba esa mañana, dorado y ralo, apenas tibio y resbalando por las hojas y por los trinos, sedosa malla en que ella hubiera querido arrebozarse, revolcarse, acurrucarse, y a la cual tan sólo presentaba la cara, cerrados los párpados, un instante, un segundo, porque había que atravesar ligero la plaza y esperar el tranvía...

Tran... vía..., tran... vía... --ajustaba el paso al ritmo de esas sílabas, pero de pronto extendía una mano y tomaba una moneda de oro que el sol dibujaba en el suelo y subrepticiamente la guardaba en un bolsillo, con gesto pueril.

 

 

 

 

La madre, entre tanto, había dejado el cubo, la escoba y los estropajos en la pileta bajo la escalera, y subía lentamente, dándose un descanso en cada escalón, aferrada al pasamano. Pero una vez arriba algo pareció acuciarle los movimientos, a la vez que se los asordaba. Se quitó la bata y las zapatillas y se vistió. Cuando se asomó al espejo halló una cara blanda, de mujer ajada, sobada por el sufrimiento, que no por el tiempo, y que debió ser hermosa. Los párpados abombados sesgaban hacia abajo los ojos de extraordinaria dulzura, un poco pasmados, un poco de vaca que rumia perdida en lo verde del potrero. Las comisuras de la boca también se habían caído. Como si toda la piel pesara hacia abajo, piel de un rosa obsoleto rebasaba sobre el cuello cerrado por un lazo. Se escudriñó, como si no fuera ella quien se mirara, sino otros ojos que no perdonaban fallas en el arreglo. Luego se miró los pies, aún en las zapatillas, anchas, felpudas, amorosas al cansancio, envolviéndolo en lo holgado y lo mullido. Suspiró y con cierta torpeza se puso los zapatos de medio taco. Y con otro suspiro afianzó al pelo de guedejas blancas el sombrerito con un moño arriba, discreto y trivial. Tomó la cartera y los guantes y se dispuso a bajar de nuevo la escalera, esta vez sólidamente aferrada al pasamano, mal equilibrada en los tacos y con un vago miedo de rodar hasta abajo.

Ya en el patio lo atravesó en puntillas y sólo en el pasillo se dejó andar libremente, taconeando fuerte, indiferente a los muros, a lo luminoso de los vidrios en el fondo, avanzando en forma mecánica, vacía de toda idea, alta, fuerte, desbordadas las carnes por sobre la faja, oprimida por las ballenas, ahogada y con los brazos en jarras. Abrió y cerró la mampara, aspiró profundamente, una vez, dos veces, y puso el pie en la acera, andando de prisa, todo lo de prisa que le permitían la gordura y la faja. En una esquina esperó el paso de un coche para atravesar sin sobresalto. Una mujer pasó ante ella, gorda, alta la cabeza en que se arrollaba un moño cano, con una bata de percal en que una hilera de botones chiquitos marcaba la comba de los senos y la otra comba del vientre, anchos los pies, contentos los pies en unas alpargatas. Y en la mano, casi a la rastra, un bolso de hule viejo, desbordaba verduras y el olor del apio iba tras ella, perro a su siga que no siguiera a nadie sino a sí mismo.

La mujer atravesaba delante de ella, perezosamente, deliberadamente arrastrando las alpargatas. Y sintió de súbito ganas de echarse a llorar, de sentarse en el umbral de una puerta, de relajarse en una postura cómoda, de ser como esa otra, una buena mujer que va y viene de compras, regateando el precio de cada cosa, metiendo los ojos por las puertas abiertas, saludando al vigilante, preguntando al diarero las noticias en letras grandes de las novedades del mundo, deteniéndose para ver dos chicos que se pelean, moviendo la cabeza y arrastrando los pies y el bolso de la compra, sueltas las carnes dentro de una bata como aquélla, que marcaba todas las curvas con una fila de botones pequeñitos, ser una buena mujer, y no una pobre mujer equilibrándose en los tacones, oprimida, siempre temerosa de perder un paquete en que mal se disimulaba el asado de tira, o el hueso del puchero, o las papas, o las pastas, todos ellos unos sobre otros, paquetes en papeles de madera --¡ay!; contarlos, son cinco; ¿están todos?; todos, sí, no falta ninguno--, para bien aparentar que, es una "señora", una señora que sale de compras, como quiere Carmen que sea.

"¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿Por qué en las aceras habrán puesto estas baldosas llenas de intersticios, trampas que parecen para los tacones?"

Había que mirar al suelo, ir con los ojos bajos, atenta al piso, a los ladrillos sueltos, a las ranuras, a los altibajos que cavan las entradas para coches. Ir equilibrándose, sujetando la cartera, los guantes, los paquetes. Llevaba gastado cerca de un peso. Postre no necesitaría, porque serían suficientes las batatas de ayer. ¿Entonces?... Pero no debe pensar en ello, recién han salido... Los alcauciles deben valer una fortuna...

"¡Dios mío! ¡Dios mío! Aún faltan cinco cuadras para llegar a casa. Porque, eso sí, ella se costea hasta la feria libre; mercado, eso sí que no, no lo acepta. La compra la hace ella y ella sabe dónde la hace... Faltaba más...", y taconea fuerte, metiendo la barbilla fofa en el aire indiferente al desafío.

 

 

 

 

--Mamy, ¿me ha llamado alguien?

--¿Es que ha sonado el teléfono?

--Mamy, ¿nunca aprenderás a contestar lo que te preguntan? ¿Me ha llamado alguien?

--Que yo sepa...

--¿Me ha llamado alguien, sí o no? ¿Es que no puedes contestar sí o no?

--No..., no... Mientras yo estaba aquí, no ha llamado nadie. Ahora, si han llamado mientras yo salí y tú dormías...

--Siempre empeñadas tú y Nacha --dirá Nacha, insistirá en decir "Nacha", nombre de gente, y no Ignacia Teresa, que es de cocinera-- en hacerme creer que tengo un sueño de piedra...

--Entonces, ¿para qué preguntas si te ha llamado alguien? El teléfono está al lado de tu cama...

--Parece una contestación de tu hija Nacha...

Rebulle bajo el embozo y al fin insiste:

--¿Entonces, no ha llamado nadie?...

--¡Ay! Criatura, ¿cómo quieres que te diga que "no" ha llamado nadie mientras estaba yo en casa?

Hay un silencio en que Carmen rumia su mal humor. Al fin saca una mano con la cual aplasta el embozo, y apoya allí la barbilla para decir mimosa:

--Mamy, ¿quieres traerme el agua caliente?

La madre dice desde la otra pieza, a gritos:

--Ya voy, ya voy; recién he puesto el agua al fuego. Vengo llegando ahora, no más, déjame ponerme cómoda. Ya voy, ya voy...

Carmen contesta, también a gritos:

--Mamy, ¿quieres venir? Sí, ya sé, lo de siempre; no hay agua caliente. ¡Qué hacerle! Esperaré. Pero ¿es que no quieres venir?

Y cuando la madre aparece, al fin desparramada dentro de un batón de percal que le marca la montaña de los senos y del vientre, desparramados los pies en las zapatillas que chancletean, Carmen añade, con la voz de mimo con que conquista la obediencia:

--Mamita, alcánzame las zapatillas. Supongo que me tendrás planchada la blusa... y la falda... Mamita, creo que el saco tiene una marchita en la solapa... Mamila, me gustaría comerme una mandarina. --La voz simula un gran asombro y cada vez tiene mayor arrullo--. ¿No hay mandarinas? ¿Por qué, mamita? Bueno, las batatas no se oponen a las mandarinas. Ya te he dicho que prefiero un vaso de jugo de mandarina o de naranja al café con leche. Mamy, ¿por qué eres tan porfiada? Yo quiero jugo de frutas, jugo de frutas, ¿no te es lo mismo?, No quiero café con leche, no lo quiero, quiero jugo de frutas, ¿me lo darás mañana? ¿Sin falta? ¿Me lo prometes? Mamita, te has puesto muy mentirosa, ¿sabes? Porque ayer me dijiste que hoy me lo darías, sin falta. Y ya ves... Bueno, mamita, pero haz memoria.

La madre trajina. Va. Viene. Carmen está en medio de la pieza, haciendo gimnasia. De súbito pregunta inquieta:

--¿Hay un lindo día?

--En este hoyo no se sabe qué día hace.

--Mamita, ¿es que nunca aprenderás a contestar lo que se te pregunta? ¿Hay un lindo día?

La madre suspira y contesta:

--Hay un lindo día.

Carmen sigue haciendo gimnasia. Bajo el camisón luce un cuerpo de firme goma, un soberbio cuerpo de veinte años, cuyos músculos se extienden y distienden flexiblemente.

--Mamy, ¿no hay "aún" agua caliente? ¿Es que nunca voy a conseguir que se me dé un poco de agua caliente para lavarme? No es mucho pedir, creo... --La voz sigue siendo cariciosa, raso, vaina para lo duro metálico, punzante y cuyo filo se adivina que de pronto puede surgir y herir.

--Voy..., voy... --dice la madre.

Carmen entra al baño y se siente caer la lluvia. Cuando regresa trae una toalla con la cual se seca, y la madre hurta los ojos del cuerpo desnudo.

Bajo el raso lo punzante. Sabe que la mayor ofensa que puede hacerle a la madre es mostrarse así, desnuda. Y lo hace. Revancha porque a su alrededor algo no se ordena a .su gusto. Ahora se viste, despaciosa, cuidando cada detalle.

Suena el teléfono. Carmen avanza y contesta. Un instantáneo rosa aflora en su cara, pero deja caer violentamente el fono en la horquilla, al decir endurecida:

--Equivocado.

En la madre trabaja la ofensa del cuerpo desnudo y murmura, dando salida por cualquier lado al enojo:

--Pagar teléfono tan sólo para llamados equivocados...

--Lo pago yo.

--Lo pago yo, que aquí no hay más dinero que el mío.

--¿Y el dinero de "Ignacia Teresa"? --pronuncia los dos nombres con igual tono que los peores insultos.

--Es dinero que ella me da a mí, a su madre, para ayudar a los gastos de la casa.

--Ya sé que la única que no ayuda a los gastos de la casa soy yo.

--Nadie te lo echa en cara.

--Eso crees tú... Me lo echas en cara a cada instante, a la menor ocasión. Ahora mismo acabas de hacerlo.

--Carmen...

--Sí, ya lo sé, yo tengo la culpa, la culpa de todo es mía siempre...

Pero queda en limpio que el teléfono lo pago yo, que se paga con lo que debería gastarse en mi almuerzo. Mi bife diario que no se compra sirve para pagar el teléfono, porque yo me voy todos los días a almorzar con mis amigas. O me quedo sin almorzar..., que "eso" lo sé tan sólo yo...

--Pero se tiene teléfono...

--A costa de mi hambre...

--O de tu porfía...

--De lo que sea. Pero yo tengo teléfono, y si mis amigas quieren llamarme o quiero yo comunicarme con ellas, ahí está...

Mira a la madre y no la ve como otras veces, presa en la red de sus palabras, entregada a su voluntad. Hoy la siente evadida a su influencia. Como vuelta a sí misma, al otro lado de la zona en que ella impera. Sigue mirándola. La madre, con la barbilla en alto, se va a la cocina y de nuevo el teléfono deja oír su llamado.

--¡Hola! --grita, no ya dejando sentir adentro del raso la dureza del metal, sino que mostrando el filo.

Pero el mismo rosa instantáneo de antes se extiende sobre su cara, se prende a sus mejillas, y la voz, toda definitivamente de raso, dice en un bisbiseo:

--Sí, sí..., soy yo... ¿A qué hora? Sí..., sí..., oigo bien... Entendido... Hasta luego... Sí... Gracias....

La comunicación ha terminado y aún tiene ella el fono en la mano, sonriente, arrebolada, blanda, tierna, amorosa a la madre, que le dice secamente:

--Ahí tienes tu agua.

Y ella contesta:

--Gracias, mamita, eres un ángel, un ángel gordo y en chancletas, pero un ángel al que adoro.

Y cuando la besa, la madre no sabe si rechazarla o apretarla a su ancho seno y la deja ahí, adherida a ella un instante, cálida y suavecita, súbitamente criatura, como la lejana criatura que acunara en sus brazos.

Se viste rápidamente, canturrea, besa a la madre, persigue al gato, espanta al gorrión que piratea en la ventana de la cocinilla, ríe, gira. Ya está vestida. ¿Qué lleva puesto? Un traje cualquiera. Una redecilla le sujeta la melena de un desbordado oro. Las piernas son maravillosas; las manos nunca han hecho otra cosa que mostrar la gracia de los dedos ahusados; los ojos se asombran, grandes, grandes, abiertos infantilmente, azules como azulina del campo; la nariz al sonreír forma unas arrugas que acentúan la infantilidad del conjunto. Sólo la boca, carnosa, pulpa de un violento rojo, sobre los menudos blancos dientes, perfectos, deshace lo pueril, se contrapone a lo niño, rotundamente madura a lo sensual.

Atraviesa el patio, entra al pasillo, un poco a saltos por sobre las losas desparejas, evitándolas con una gracia consciente de las caderas de gimnasta Abre y cierra la mampara. No la ha visto hasta entonces. Pero la ve, detiene la mirada en ella, y comprueba su pulcritud. Ya en la acera, se vuelve y abarca la puerta, el umbral, el dintel, el número. No importa lo que haya adentro. Siempre es grato poder decir:

--Sí, vivimos en Montevideo, al mil doscientos...

 

 

 

 

Suena el teléfono interno. Ignacia Teresa gira el taburete y contesta:

--¡Hola! --y se queda oyendo, y a la par que oye, mira el reloj cuyas manecillas están por cruzarse sobre las doce. Pone atención a lo que le dicen y cuando la voz del gerente calla, contesta modosamente--: Conforme, señor.

Pero dentro de ella no está conforme. Le han dicho que le mandan una lista de antecedentes del año anterior, que debe buscar en el archivo las notas que corresponden, mandarlas al gerente y esperar órdenes. Que no se vaya a almorzar aún.

Conoce su archivo y a ojos cerrados puede hallar cualquier papel. Minutos después envía al gerente varias carpetas. Y espera.

Las manecillas del reloj, como las de una niñita bien educada al filo de una blanca mesa, se han cruzado sobre las doce; luego, lenta e inflexiblemente, regidas por un mecanismo inhumano, van separándose, se abren en un ángulo recto, y después son una vertical. Ignacia Teresa espera, inactiva, con la cartera y los guantes sobre el escritorio en que todo está en orden. Aguarda, inmóvil, con una especie de desesperación en los ojos que siguen el avanzar de las manecillas y dentro de ella el remusgo del hambre. ¿Hasta qué hora debe esperar? Es ya la una. No alcanzará a ir a casa. Su madre debe sentir el rebote de su angustia. ¿Qué hacer? Cuando suena de nuevo el teléfono, algo se detiene dentro de ella.

Nuevas órdenes. Apunte. Le dan una lista de números, hay que buscar las cartas que les corresponden. Año 41. Mándelos y no se vaya.

No hay un cadete con quien enviarlos. Pregunta:

--¿Puedo ir yo misma a dejarlas?

Le contestan:

--Suba.

El gerente está al borde del escritorio, mar de papeles en que dos secretarios se afanan por hallar el pez esquivo de un dato. Ella espera con la bandeja en las manos.

--Déjela ahí.

Otra voz añade:

--Gracias.

La voz primera ordena acuciosa:

--Espere. No se vaya.

Las tres cabezas se inclinan. Se oye tan sólo rozarse los papeles. Hasta que alguien exclama:

--Aquí está. Vea...

Hablan. Los tres a un tiempo. Luego el gerente ordena:

--Inmediatamente haga el telegrama. Aquí mismo, en mi máquina.

Un teclear rítmico. El rodar del papel y un silencio. Los tres hombres hablan de nuevo, aproximados por la ansiedad de la búsqueda, contentos del éxito. No hay gerente y secretarios. Hay sólo tres hombres que han encontrado una fecha que vale la ganancia de un pleito.

Ella está allí, abandonada, sin saber qué hacer, silenciosa y quieta. De pronto los tres hombres dan con ella, con su presencia y su espera. El gerente dice:

--Gracias, señorita. Puede retirarse --y como maquinalmente ha consultado el reloj, añade--: Es preferible que almuerce por acá cerca. Pase un vale a caja por su almuerzo. Hasta luego. Ustedes pueden volver a las tres --y sale.

Ignacia Teresa es una estatua más de sal que la bíblica. No ha mirado atrás, pero sabe que detrás de ella, en la casa, la madre sigue esperándola. Que detrás de ella, en la cartera, sólo hay treinta centavos para sus viajes en tranvía. Que detrás de ella está, a esa hora, la caja vacía, jaula de la cual se ha evadido el cajero. De sal, regustándole en la boca lo salado del hambre con lo salado de las lágrimas al borde de los párpados.

Los muchachos la preceden, ajenos a su pequeño drama, libres de la oficina y su carga, alegremente sacudiendo los hombros, metidos en su propia vida, hurtándose a todo lo que no sea la corriente vital que los empuja hacia sus hogares.

Ella está allí, sola, retumbando sus pasos en el vestíbulo, devueltos por la alta cúpula en un eco que la amedrenta y la acerca a los muros, con ganas de aferrarse a las cortinas de hule que cierran el arco de medio punto, cortinas, polleras de madre para susto de niño.

Llega a su oficina, toma despaciosamente la cartera y los guantes. Ante todo tiene que avisarle a la madre. Ella se ha prometido que nunca, nunca usará el teléfono. Y hay que usarlo, romper la promesa jurada violenta y apasionadamente. ¡Dios mío!... ¿Por qué la oficina queda tan lejos de Montevideo al mil doscientos?

Marca el número y espera. Por lo menos, que Carmen no esté en casa, que esté como de costumbre almorzando con amigas.

--¡Hola! Mamita, sí, soy yo. No te asustes... No, no ha pasado nada, me dejó el gerente buscando unos papeles en el archivo. No pude avisarte. Sí, no me esperes... Almorzaré aquí... Sí, sí, me han dado un vale por mi almuerzo... Sí, mamita, no te apures, por favor... --Traga saliva--. ¿Estás sola? -- y cuando oye la contestación--: Por favor, mamita, que no "sepan" que te he llamado por teléfono... Gracias, mamita. Adiós... Sí, sí, pero quédate tranquila... Adiós...

 

 

 

 

El gato está echado en el suelo, con el vientre contra las losas, apegado a su calor. Se diría que no tiene patas, o que las hubiera guardado dentro de sí, y que sólo fuera una piel de brillante negro, con la cola a la larga extendida. Todo él inmovilizado en la bienaventuranza.

El patio está solo, tibio del sol que acaba de salir de su rectángulo, prodigiosamente silencioso para cualquier oído que no sea el del gato, que abre con cautela un párpado y muestra una media luna verde que se hace luna creciente, y luna llena después, para mirar arriba un insecto que gira y zumba, en espirales que lo muestran dorado al sol y negro en la sombra. Gira, zumba, sube, baja, baja, baja, y cae cerca del gato, que no se ha movido, que no ha abierto el otro ojo, y que de pronto salta sobre ocultos resortes para aplastar con las patas delanteras el moscardón, que se diría de metal, azulenco y plateado, caído de un cielo de juguete para regalo del felino.

El gato se detiene en una pirueta prodigiosa y mira receloso arriba esta vez al balcón, y vuelve tranquilo a su juego. Que su consentidora mayor está allí, mirándolo y sonriente.

La madre baja, arrastrando las zapatillas, desbordada en la bata Deja en los últimos escalones la bolsa con la labor y sigue hasta el lavadero donde abre la ropa que amuña en una mano, soltando el agua que hace al gato, prudentemente, llevarse su juego al otro extremo.

--Buenas --dice una voz desde una ventana.

La madre mira.

--Buenas.

--¿Está sola?

--Sí, las chicas andan cada cual en lo suyo.

--Entonces, voy a aprovechar para ir a echarles una manito a los muebles. ¿Quiere abrirme?

La madre se seca las manos, y se mete en el pasillo que está lleno de una rubia luz que termina en la mampara.

--Gracias --dice el hombre.

--Se las merece --contesta la madre, y cuando reflexiona en la frase que ha dicho maquinalmente, tiene una especie, de sobresalto, como si la hubieran sorprendido en una falta y oyera la voz de Carmen, seda con el filo abajo, diciendo: "Terminarás por hablar lo mismo que ellos".

Regresa al patio y el hombre la sigue. Un viejo fachoso, huesos que se mantienen aplomados, con la carne enjuta, color de oliva verde, con una cabeza de halcón, orgullosamente metida en la atmósfera, con los ojos vivos en lo hondo de las cuencas, fina la nariz, finos los labios sobre las encías en que ralean los dientes, fina la barbilla en que termina la mandíbula ancha, de pescador vasco, de campesino vasco, de hombre vasco que debió ser pescador o campesino, y que en la aventura de América halló la vejez en la portería de un inmueble.

--Con su permiso.

--Es suyo --contesta la madre.

Se entregan a su trabajo. La bodega sirve de guarda-muebles. Hay que removerlos, sacarlos al patio, pasarles el plumero, lustrar las maderas, sacudir los tapices. La madre lava, jabona, pasa la escobilla, refriega. El gato medita, adherido al piso que no tiene ya el halago de lo caliente, largo a largo extendido, con, el moscardón entre las patitas delanteras, el moscardón inmóvil, haciéndose el muerto, jugando también su juego. El gato medita: llevarse el moscardón arriba es tarea difícil. Quedarse allí con el rumor del agua que lo escalofría, y lo molesto de los golpetazos con que se remueven los mueblas, no resulta grato. La punta del rabo oscila indecisa: pero al fin desdeña el juego, sube la escalera brinca a la baranda del balcón, y allí se queda inmovilizado en un nuevo sueño.

La madre se demora tendiendo la ropa, estirando ligeramente el género, alisando los encajitos. Cuando se sienta en los últimos escalones y toma el tejido, las sombras blancas de las blusas, levemente mecidas por el aire, la angustian con sus extrañas formas vivas de cuerpos mutilados, espantapájaros que así, a la distancia y para sus ojos que empiezan a fallar, parecen adquirir una mágica vida sobrecogedora.

La mañana ha tenido el ritmo de siempre: la mampara, el pasillo, el patio, la ida a la compra, el regreso a la casa para atender a, Carmen, ordenar, limpiar, preparar el almuerzo. Hasta ahí ha sido todo como siempre en los últimos tiempos. Pero luego se abre la inquietud por la demora de Ignacia Teresa, que nunca trastrueca hábitos, que jamás crea preocupaciones. Los minutos parecen ir pesándole en el corazón, pequeñas losas que se superponen hasta no dejarla respirar. ¿Un retraso en el tren-vía? ¿Y si fuera un accidente? Le entra en la carne un temblor de espanto: siente en alguna parte el estrépito de un choque, los gritos, les ayes. Le pasan por los ojos en un film enloquecedor todas las fotografías de accidentes que la prensa publica. ¡No puede más! Se asoma al balcón, sale al patio, atisba por el pasillo. De súbito siente que una ola de serenidad la inunda y casi sonríe. ¿Hasta cuándo irá a estar previendo tragedias, después de haber vivido aquella pavorosa de la muerte repentina del marido?... Y mueve la cabeza de, uno a otro lado, buscando huir a los pensamientos visionarios de horrores. Se pasea. Se aprieta las sienes que laten, como si allí tuviera el corazón un eco doloroso. No quiere mirar el reloj. No quiere. Lo repite en alta voz, para mejor convencerse. Pero piensa que el reloj puede estar adelantado, este pobre viejo reloj que a veces pierde la cabeza y marca el tiempo a su capricho. Sube a la casa con una prisa desconocida para sus piernas, comprueba la hora a través del fono. ¡Dios mío! Sí, si, es ésa la hora, la exacta hora, la una y diez... ¿Qué hacer?

Vuelve al patio, avanza por el pasillo, se apega a la mampara, asomada a los vidrios rojos que le dan un paisaje de sangre y la hacen exhalar un gemido; se asoma entonces a un vidrio azul, color de noche, de eternidad, y ahí se queda, en suspenso, con los segundos resonando en ecos quejumbrosos en su corazón, donde repercute todo como en un cuarto desmantelado. Su incertidumbre sólo aspira a salir a la calle y preguntar --¿a quién? -- dónde está Ignacia Teresa, por qué no llega. Y de súbito se le ocurre lo más sencillo, lo que no comprende cómo no ha hecho antes, lo que hace luego de subir la escalera con prisa aún más acentuada que antes: llamar a la fábrica y preguntar por Ignacia Teresa.

Cuando entra a la casa, el teléfono suena y es Ignacia Teresa, la voz de Ignacia Teresa, sin estertores, sin agonía, sin acentos ultraterrenos, con su perfecta entonación de siempre, la que explica que se ha quedado retenida por un trabajo... imprevisto...

Eso acaba de pasar. Ha pasado. Pero de nuevo se alza como un imperativo presente dentro de ella, y revive cada minuto con igual angustia.

Remueve la cabeza de uno a otro lado, con un gesto que le es habitual y con el cual quisiera deshacerse de la red insistente de sus penas. ¡Hasta cuándo, Dios mío!... ¡Hasta cuándo sufrimientos!

La gruesa lana se desliza por sus dedos y los palillos marcan un fino son al entrechocarse brillando. A veces piensa que es un descanso el tejer. Una especie de embotamiento para el cerebro, que se obliga al recuento de los puntos. Pero a veces lo que tiene dentro emerge por sobre ese vaivén que se diría de olas monótonas rompiendo en una playa, y por sobre ellas el pensamiento suelta sus nubes pesadas de recuerdos, y entonces se llena de imágenes que reviven el pasado en lo plácido de la provincia, casada jovencita con un hombre que la hizo dichosa, con las dos hijas, mimándolas, un poco absorta en su hogar, egoísta en su dulce destino, con el tiempo pasando sin marcar otras diferencias que un año más para cada chica, y el goce de verlas crecer y asomarse a la vida con tan distintos caracteres, celebrándoles y consintiéndoles todo, fomentando el estudio de Ignacia Teresa, su firmeza serena, su manera tranquila de deslizarse por la niñez y la adolescencia, y fomentando la pereza de Carmen, su gracia, la forma instintivamente coqueta con que sabía hacerse servir y adorar. Esa fue su vida, años de años.

Después, la súbita muerte del marido, la dolorosa certidumbre de que no había dinero para seguir viviendo, que no se podía prolongar más la existencia en el medio habitual, lo dubitativo, la ayuda de los amigos, los consejos de los parientes. Hasta llegar a la capital en busca de no se sabe qué posibilidades de trabajo.

Se queda con el tejido abandonado en el regazo. Hoy le cansa este querer aferrarse a la cuenta de puntos y no lograrlo, porque el pensamiento arrastra demasiada carga de tempestuosas señales.

La mañana siempre es preferible, agobiadora de quehaceres, preferible ir por las calles, cansada, envidiando a las buenas mujercitas que se esponjan en las alpargatas y cargan la bolsa de la compra. Que estar así, inerte, combatida de recuerdos, asaltada por lo doloroso del pasado y por lo obscuro y empavorecedor del porvenir.

Porvenir para las chicas... ¿Qué puede esperarles a ellas? ¿A Ignacia Teresa, serenamente metida en su trabajo, sin protestas, aceptando obligaciones y responsabilidades con una mansedumbre que a ella le parece un milagro, por el cual siempre debería estar dándole gracias a Dios? No es ella el problema, sino Carmen, discutiendo su autoridad, quisquillosa, rebelde, terca, mordaz, subyugante, independizada de toda tutela, adversaria latente de la hermana. Encantadora y tierna a veces. ¿Cómo encauzarla? Es irreductible. Lo único hacedero y prudente es aceptar su voluntad, buscando que haya siquiera una aparente calma. ¡Dios mío, qué atroz es hallarse de pronto ante un hijo fundamentalmente distinto a todo lo que se esperó de él, a todo lo que se creyó que era, como si escondida en la estampa familiar hubiera un extraño ser que responde a desconocidos mecanismos!

No tiene casi tiempo para pensar en su vida de antes, en su calma dicha. No tiene tiempo. Cuando, como ahora, la evoca, le parece hallarse en falta, haber eludido un deber hacia el marido, hacia el hombre que la hizo feliz, y sonríe, mirándolo en el recuerdo, confusa, explicándole lo que él tiene que saber en esa otra vida en que lo ha ubicado, cielo de bienaventuranzas. Que no hay tiempo para pensar sino en Carmen. Para pensar en el interrogante que significa.

¡Si se casara! Sí, si hallara un marido en ese medio al que se aferra. Un marido. ¡Es tan linda! ¡Tiene tal gracia cuando quiere, tal encanto!

Parece sosegarla de pronto la evocación de la muchacha. Como si se apoyara en su pecho, sonriente, regalona, diciendo con la voz que sabe tener tan cariciosas modulaciones: "Eres un ángel, mamita, un ángel gordo con chancletas, pero un ángel al que adoro..."

Suspira, toma el tejido.

El viejo ha seguido en su remover muebles.

Ahora limpia con lenta prolijidad, con retardados gestos que tienen algo de tierno rito, los muebles, el menaje todo, modesto y simple, que fuera suyo cuando vivían ellas, su mujer y su hija, y para los tres se alzaba la pequeñita casa de los suburbios con su amoroso cobijo. Aquí apoyaba la cabeza su mujer en las siestas veraniegas, justamente, aquí. Y pasa unos dedos de larga caricia sobre el respaldo de brin deslavado, en busca de lo hundido, de lo tibio, de la huella que allí dejara, absurdamente borrando tiempo e irremediables circunstancias, tal cual si ella acabara de abandonarlo para reintegrarse al trajín hogareño. Suspira y con igual precauciosa dedicación limpia una taza, tazón de desayuno, grande, en que se pintan, sobre un fondo tropical de flores gigantes, dos cotorritas, una contra otra, con algo de humano en la mirada, pareja que parece la clásica de novios pueblerinos, fijando frente a la cámara fotográfica una instantánea actitud de estereotipada felicidad. Son dos cotorritas azul-celeste, trabajadas finamente como si cada plumita hubiera sido pintada por un paciente artista chino. Tazón para el desayuno de su hija, con un platillo alargado en que su mujer colocaba las tostadas color de oro relumbrosas de mantequilla, orgullo de sus manos de repostera. Tostadas para su hija que golosamente las saboreaba.

El pensamiento de la niña se le asocia a otra criatura. Sobresalta a la madre, preguntando:

--¿La niña está bien?

La madre lo mira, volviendo de otro mundo. Lo mira, penetra el sentido de la pregunta y contesta, con una especie de paciente sonsonete en la voz:

--Sí, don Fabián, muy bien.

Para el portero sólo existe Ignacia Teresa, que le sonríe, que conversa con él, que lo oye, que tiene en la voz la misma paciente inflexión que la madre para comentar la triste historia, repetida siempre con iguales palabras, de su hija que murió y de su mujer, muerta de pena. Historia que es como su sombra, tras de sí, apegada a sus plantas, deformándolo, ahuyentando a los demás, dejándolo solo en una zona de evocaciones, atento a sí mismo, a sus voces, a sus imágenes, al poder de los recuerdos, mecánicamente realizando su trabajo, minucioso, remoto.

Tiene ahora una mirada de soslayada complicidad para la madre:

--"Ya" mañana es domingo. "Ya" encargué las flores. "Ya" hablé con Hipólito, que pasará a buscarme en el carro. Les llevaré rosas que les gustaban... --Piensa algo y añade, bajando la voz en la confidencia: Cuando limpio "su" taza, es como si le estuviera limpiando la frente.

 

 

 

 

Desde pequeña asocia ideas, busca símiles, piensa en imágenes. No es que le guste, porque eso indicaría preferencias y en ella esto es algo tan innato, como lo es tener los ojos azul obscuro, de uva, que parecen negros y que de pronto se observa que no lo son. Ahora anda por las calles del pueblo suburbano y fabril, que nunca recorrió, ya que el tranvía la deja en la esquina de la fábrica y la lleva de regreso a casa, desde la otra esquina, pensando que el hambre es una ratita blanca que le araña el estómago. Le duele un poco la cabeza, aro que la oprime, que se marca más sostenido sobre las cejas y que a veces la hace ver chiribitas.

¿Dónde se puede comer cuando se tienen treinta centavos, de los cuales tan sólo hay que gastar veinte? Pero de pronto piensa que después estará el cajero de nuevo en su jaula, y ella podrá pedir que le paguen su vale. "Pase un vale a la caja por su almuerzo."

¡Qué lejana y como perdiéndose por un embudo suena la voz que dijo esas palabras!

La confitería la asusta con su lujo de cortinas y espejos. E1 mostrador del café, tan luciente de mármoles y níqueles, la atrae y rechaza, porque en ese café tan sólo se puede tomar café, y la ratita blanca apoya con mayor ahínco sus uñitas, diciendo que ella quiere algo más sólido para su hambre. ¿Entonces?

Hay otros cafés, llenos de cubileteos de dados, voces y humo, miradas que se prenden a ella, frases que la siguen como una sucia polvareda y la espantan. ¡Qué cosa tonta y desamparada y afligida es una chica sola, en las calles nunca recorridas de un pueblo suburbano y fabril, con una ratita blanca en el estómago, y un miedo desparramado en el alma a no sabe qué peligros y encrucijadas, y pensando en lo que no se debe hacer, y en su hambre, y en una mampara detrás de la cual está lo familiar, y el bistec, y la ensalada, y un vaso de leche, y el gato, y el sol aplomado en el patio y la prisa empujándola después por el centro de la plaza, y el tranvía que no llega, y lo rutinario, y la seguridad dejos gestos que son siempre uno sobre otros calcados y apaciguantes!

También esas manecillas parecen regidas misteriosamente, reloj de pared, esfera que mueve una fuerza invisible, ángulo que indica que le quedan quince minutos para comer, para hacer que la ratita se calme, que no raye su ansia ahí, justamente, bajo la mano que intenta inmovilizarla.

Quince minutos... Está frente a una lechería. Maquinalmente entra. Oye un siseo que no cree que le está dirigido, y avanza hasta sentarse en un alto taburete.

--Tenga, niña... --y un muchachote le tiende un ticket--. Y para otra vez ponga atención cuando la chisten. --Lo dice sonriendo y sus ojos de terciopelo de criollo sumiso a la mujer la envuelven en un limpio reclamo del instinto.

--¿Qué va a tomar? --pregunta el mozo.

Ella mira el ticket que tiene en la mano y luego lo mira a él, súbitamente despavorida, sin saber qué hacer, y dominando apenas el deseo de escapar corriendo.

El mozo la mira pacientemente. ¡Estas mujeres! ¡Nunca sabrán lo que quieren! Y le sonríe con la misma expresión de joven animal que ha tenido el muchachote.

Ella dice, entonces, en voz baja, pero extraordinariamente clara la dicción:

--Sólo tengo treinta centavos. Dígame usted qué puedo servirme con estas monedas.

El mozo reflexiona y contesta, un poco solemne, protector, casi tierno, mirándola tan menuda, tan inverosímilmente joven, tan deliciosamente confusa y resuelta al propio tiempo:

--Vea. Lo mejor es que tome café con leche, y un sandwich de jamón o de queso, como sea de su mayor gusto.

--De jamón --dice ella, que de pronto se ha tranquilizado.

Es estúpido haber perdido media hora vagando calles, asediada por el hambre y por el pavor más grande aún de entrar a un bar, a un café. En verdad, ha sido una tonta. Sonríe, apoya los pies sólidamente en el travesaño del taburete con un gesto de posesión, y abarca con una mirada serena todo lo que hay en su contorno.

No es mucho. Un mostrador en forma de herradura, limpio, limpísimo. En un extremo la caja, con el muchachote adentro mirándola amistoso y doméstico, con algo en la expresión que le recuerda vagamente, sin poder precisarlo, un cachorro en el zoológico y que la hace, mirarlo también amistosamente, con esa ausente mirada que se desliza por lo familiar. En el otro extremo hay un armario con tarros de dulce. Detrás del mostrador el mozo manipula misteriosos artefactos. Alrededor del mostrador está tan sólo ella.

Observa al mozo que le pone delante la taza y, sobre una servilleta de papel, el pan por entre cuyo corte asoma el rosa tierno del jamón. La ratita da un salto en su estómago. Alegremente trata de inmovilizarla y se lleva la taza a los labios.

Pero ahora hay alguien a su lado, figura de hombre que no ha distinguido sino como grande, y que ha tomado asiento en el taburete vecino. Saborea el café, deja la taza y entonces, abriendo mucho la boca, muerde el pan. Sus ojos caen sobre una mano en el mostrador, dejada allí, como sola, como si no correspondiera a nadie, mano fuerte, tranquila, ancha la palma y los dedos parejos, sin nudos, mano un poco cuadrada, sana, de piel sana de hombre joven, absurdamente velluda, dejada allí como si estuviera sola, desprendida de todo, viva y tranquila, en espera de algo: Y súbitamente siente la imperiosa necesidad de poner la mano suya, su pequeña mano de piel sana y morena, de mujer joven y tierna, bajo esa otra mano abandonada, que ya no estaría sola, que tendría su mano para protegerla, para darle calor, para llevarla por la vida. Mano de hombre para la suya de mujer. Mano de fuerza en reposo para otra mano indecisa y cansada.

Sigue mascando y sin quitar los ojos de la mano. Si hubiera de súbito desaparecido, algo se habría roto dentro de ella. Sigue mascando mientras mira la mano. Cuando deja el resto del sandwich en el papel, despacito, naturalmente, coloca su mano junto a aquella otra mano. Quedan las dos, una junto a otra. Grande, fuerte, velluda, tranquila. Chiquita, morena, endeble, tranquila también. Como si al fin se hubieran hallado y ellas lo supieran, y se quedaran una junto a la otra, destino para siempre de estar juntas, una al lado de la otra, mientras llega el momento de estar una dentro de la otra.

La deja ahí y sigue, como si fuera zurda, comiendo con la otra mano sin quitar los ojos a las que están próximas. Sonriente, con la rata quieta en su interior, con el corazón adormecido de felicidad, mirándose ,a ella, a Ignacia Teresa, en una lechería, con un hombre al lado que no sabe qué cara tiene, con una mano junto a la de aquel hombre, mano para su mano de él, para ir por la vida mano sobre mano. ¿Absurdo? ¿Por qué? ¿Por qué absurdo?

En algún momento él, que la miraba desde que la percibiera al entrar, dijo algo, le dijo algo. Ella se volvió simple y serenamente, y con igual simple serenidad contestó algo. El tiempo. El calor. La hora. Cualquier cosa. El dijo algo, sí, que era español, refugiado, que tenía allí cerca una librería. Ella contó de la fábrica, del archivo, de los papeles que hubo de buscar, de su vagancia por las calles desconocidas, de su miedo irrefrenable, ese miedo que está hecho de mil miedos que a través de una vida se van aposando en el alma, hasta dejarla sin movimiento alguno. "Cuidado... Ten cuidado... Hay que tener cuidado... Toma cuidado..."

¿Es que hay que defenderse de tantas cosas?

"Chiquita"..., piensa él con súbita terneza, refrenando el movimiento que pondría su mano sobre la otra menuda, para llevarla por caminos sin acechanzas.

 

 

 

 

Con un dedo en alto, Tel dibuja en el aire un nombre. Está de espaldas en la cama, sin importarle arrugar el traje, sin importarle arrugar el cobertor de seda. Las persianas están semicorridas y una escalera de luz y sombra se extiende por el piso y sube a medias por una pared. Tel sigue en su juego. Dibuja un nombre, siempre el mismo. Primero con su letra, angulosa, letra "de monja". Luego imita la letra ancha y torpe de papá. Después la de mamá, tan redonda, tan como ella misma, como equilibradas circunferencias una sobre otra. Entonces, porque se le ha cansado el brazo, lo deja caer a su costado y alza el otro, y ahora escribe el nombre imitando la propia letra de aquel a quien pertenece. Y toda ella es una sonrisa beatífica mientras perfila una ele enorme, mayúscula que enlaza simples curvas.

Sería bueno cerrar por completo las persianas y dormir como Carmen. Pero la pereza la relaja y ahora sólo se conforma con decir articulando muy bien cada letra, pero sin producir sonido alguno: "Luis... Luis..."

Las letras se van separando. Empieza a sentirlas independizadas, cada una con su vocalización exacta, pero sin que una y otra le den el familiar sentido. Ele..., u..., i..., ese... Luego las cierra como un acordeón bruscamente dolorido, y el nombre torna a su fonética y a su significado. Ahora lo repite a media voz: "Luis... Luis... Luis...", y de repente le suena a extraño, a no ser un nombre, a ser un objeto, sin forma, desconocido, y sin embargo familiar en un tiempo, que no recuerda bien cuándo fue, incertidumbre que la angustia, como un salto que la arrojara al vacío.

Y de repente también se sienta en la cama, frías las palmas de las manos, y como si volviera de una brusca fría inmersión, anhelante y empalidecida.

Se sopla las yemas, sonríe y de un brinco se echa sobre la otra, la que está dormida, y la sacude gozosamente:

--Carmen, Carmen, que son las no sé cuántas y hace no sé cuánto también que duermes. No seas marmota, despierta...

Carmen regresa de un país de nebulosa y, sin saber en qué ribera se halla, se vuelve malhumorada e intenta seguir durmiendo. Pero Tel la sacude, brinca sobre la cama, que se agita en un vaivén de embarcación; canturrea, la abraza, da cortos chillidos, la besa y no interrumpe esta brega hasta que logra ponerla en la realidad, sobre la cama de Nina, a media tarde, en la casa de los amigos de otros tiempos, cuando el padre era el consejero obligado de aquella firma industrial que se iniciaba tan prósperamente.

--Son las cuatro, son las cinco, son las no sé qué hora; hay que avivarse, vestirse, estar prontas, que nos vendrán a buscar; ya deben estar por llegar, ya deben estar ahí, ya vamos saliendo, ya nos estamos divirtiendo como unas locas. Ya, ya...

Carmen se despereza. Se ha sacado el vestido, los zapatos, las medias. Tiene la melena prendida sobre la coronilla, una gotita de transpiración resbala por su nariz; en los ojos con sueño, la escalera de luz y sombra, que ahora llega hasta el techo, hace danzar franjas de polvo de oro que la deslumbran y descomponen todas las dimensiones.

Aparece doña Alina: "patitas cortas, barriguita redonda, cabecita chica --así la define Nina, para terminar con una voz cavernosa-- y un corazón grande, grande, que no cabe en ningún sitio". Doña Alina, sonriente; arreglada como para ir a un cocktail, con dos brillantes que son una fortuna en una mano, y una plaquette que vale otra fortuna prendida al cierre del escote, que por más pequeño que sea; siempre deja ver curvas indiscretas. Mueve la cabeza, sonríe, entorna los ojos miopes, se le agitan los rizos que diariamente fija un peluquero, se observa las uñas que diariamente repasa una manicura, se mira los zapatos, el traje, todo ello con una complacencia de chica provinciana que estrena vestido el domingo para ir a misa. Sonríe a todo: a Tel, a Carmen, a la escalera de luz y sombra que la enceguece, al cuarto en que hay un lujo discreto --el gusto de Tolín--; sonríe a sí misma, a la vida grata, al destino pródigo, a los negocios que cada día marchan mejor, a las treinta filiales de la gran casa de medias "Cupido" que enfundan impecablemente un millón de piernas femeninas en el territorio nacional.

--Ya sé --dice Carmen, bruscamente despabilada y sentada en la cama, porque ha visto el paquete.

--¡Ah! Picarita... Y tú también, picaronaza... Las dos saben...--y abre el paquete ante los ojos de las dos chicas, asomadas gozosamente al jardín de flores y pájaros de la tierra prometida que doña Alina extiende ante ellas.

--Este para ti, Carmen; éste para Tel. Y en cuanto a Nina --suspira y todos los brillantes de la plaquette tiemblan a la par que la circunferencia en que se asientan--, sí, Nina lo elegirá ella misma.

Carmen y Tel cambian una mirada de entendimiento. Carmen se alza de un brinco y se abraza a la pequeña señora, anegándola en una lluvia de besos. Tel tironea de ella, y hasta que logra desprenderla no ceja, y en los tirones caen sobre una cama. Y las dos ríen y al fin son las tres las que están sentadas al borde de la cama, risueñas y jadeantes.

Carmen dice:

--¡Qué belleza! Mira qué amor... --y junta a su cara la seda, en que sobre un fondo azul se abren y cierran alas de mariposas.

Tel ha recordado algo y dice, arrancándole el género de las manos:

--Hay que vestirse, hay que arreglarse; mamita, eres un amor, te daría mil millones de besos, pero ahora no tenemos tiempo, que ya estamos atrasadas y hay que vestirse. Apúrate, tú que eres la más demorosa; anda a peinarte, yo te buscaré tus cosas; pero, por favor, apúrate...

Doña Alina las mira sonriendo siempre, meneando la cabeza, entrecerrados los párpados, esplendiendo los brillantes, mirando sus uñas, las telas sobre la cama, una pantufla que está como afligida en su abandono en medio de la habitación, el polvo dorado que baila en la atmósfera, el cuarto todo en que auténticos muebles franceses muestran tan sobria elegancia. ¡Ay! ¡Qué agradable es tener millones y poder gastarlos en la dicha propia, y en la dicha de los demás! ¡Ay, sí, qué agradable es ser generosa y hacer feliz a todo el mundo!

Pero la sonrisa se queda fija en sus labios, en su cara, en su figura toda.

--Buenas --dice secamente la que llega.

Doña Alina contesta cautelosa:

--Buenas --porque no se puede contar con que esta hija viva como ella y su marido, como Margarita y Tolín y Tel, en un mundo de blando regocijo.

--¿Todavía están aquí ésas? --"ésas" rezuma desprecio.

Doña Alina contesta con mucha dignidad:

--Tu hermana Tel y Carmen están ahí, en el baño.

Hay un silencio en que la recién llegada, acentuando la brusquedad de los movimientos, abre un placard y rebusca en un cajón.

--Sería agradable esta casa si cada una de nosotras, de las hermanas solteras, pudiera tener su pieza. La fatalidad de ser gemela con Tel no puede considerarse, creo, como una cadena que me amarre para toda la vida a ella. ¿Hasta cuándo te vas a empecinar en no consentir que tenga mi cuarto propio?

Doña Alina mira desolada los muebles auténticamente franceses --gusto de Tolín--, las camitas gemelas, los doseles coquetamente alzados, las enmaderaciones claras, los amorcillos sobre las puertas, los caireles de las lámparas, el petit point de los sillones, la fragilidad de las porcelanas.

--¿Es que no te gusta esta pieza?

--Me gusta para verla en un museo, para mirarla en el stand de una exposición, para saber que es de Tel, pero no para pieza mía, ni menos para compartirla con otra.

--Nunca pueden todos estar contentos, es una desgracia..., una desgracia enorme... --Lo dice tan afligida como si comprobara la pérdida de un hijo, o de un brillante, o la excusa de la señora del ministro que no puede "por inconvenientes de último momento" acudir a su brigde.

--Yo pido sólo el peor de los cuartos de la casa, una pieza de servicio, pero que sea mía, amueblada a mi gusto, donde nadie me moleste y donde pueda estudiar, fumar, leer, oír música, recibir a mis amigos.

Doña Alina la mira, cada vez más desolada, cruzando las manecitas sobre el pecho, como una diva en el momento del sí sobre agudo.

--Pero si tienes el estudio...

--El estudio es pertenencia de Tolín y sus amigotes. Y de los amigotes de Tel y de Carmen. En cuanto a Margarita...

--Por favor...

--Sí, ya lo sé, Margarita es tabú. Para eso se ha casado con Tolín Quiroga...

--Por favor --insiste doña Alina, que parece ahora la diva pronta a morir en el cuarto acto, defendiendo heroicamente su honor, que intentan ultrajar.

--¡Buenas! --dice Tel, que entra, y Carmen, que la sigue, repite como si fuera su eco:

--¡Buenas!

Pero Nina no contesta, enfurruñada, metida en su enojo y reprimiendo su deseo de reír, porque al sesgo está mirando a la madre e irreverentemente ha pensado en una clueca, sin saber qué hacer ante el patito feo.

Pero se mantiene en su silencio, haciendo caso omiso de las otras, que siguen arreglándose, y que al fin salen, bulliciosas y despreocupadas.

Doña Alina, entonces, se pone de pie, y empieza a doblar las telas que se mezclan y amontonan arrastrando por el suelo.

Nina se vuelve a mirarla, plantada en los zapatos deportivos, alta la cabeza peinada como un muchacho, rectos los ojos, atrás las manos y toda ella franca, honesta, como lavada por fuera y por dentro.

--Ya veo que le "has" comprado un nuevo regalo.

--Me da pena oírte, sí, me da pena oírte. No me gusta verte mezquina. ¿Por qué no voy a regalarla a la pobre chica? Si le gustan los trapos, si es natural que a su edad le gusten, si es tan bonita y los luce, tan bien, si tiene que andar con Tel, que no puede pasarse sin ella, y no es posible que una vaya como un figurín y la otra con un vestidillo cualquiera, ¿ y qué me cuesta hacerla feliz a la pobrecita, que bastantes estrecheces tiene que padecer en su casa? Me da pena oírte, me da pena... --Haría un puchero, cada vez más afligida con esta hija empecinada siempre en discutir, en buscar el sentido, el fondo, la verdad de las cosas; definiéndolo todo, metiéndolo en casilleros, desesperando a la familia, a ella, al padre, a Margarita, a Tolín, a Tel; combativa, sublevada, díscola, imposible de adaptar al medio en que cada vez se enquistan más sólidamente, gracias al trabajo del padre, a su buen éxito; a la preocupación de ella, para que las chicas se eduquen en los mejores --los más caros-- colegios, y se relacionen, y reciban a sus amigas, y así se llega al matrimonio de Margarita con Tolín, que es como emparentarse de golpe con toda la vieja aristocracia criolla... Y ahora que todo parece la materialización de un plácido sueño, esta chica es el reactivo, el poso amargo que nadie soporta. Y lo peor es que a veces suele convencer al padre --no muchas, por suerte--, aferrándose ambos a viejos prejuicios, insoportables, que desencadenan abiertas tempestades agobiadoras. Y es tan delicioso vivir en calma, sin discusiones, hallando la vida buena, la gente simpática, sonriendo y aprobándolo todo...

Pero no hay manera de hacerla cambiar de idea, ni de hacerla callar.

Ahora Nina dice:

--¿Pero no ves que estás ayudando a deformarla, a mantenerla en un falso medio? ¿Que esta chica, como su hermana, debe trabajar, y no pasarse la vida corriendo de casa en casa, esperando que aquí la inviten a almorzar y allá a cenar, que aquí le regalen unos zapatos y más allá un vestido? ¿No ves que es fomentar un parásito?

--Pobrecita... Pobrecita... No hables así, que me da pena, que parece que estoy oyendo a tus amigotes, esos chicos imposibles que me traes de la Universidad, que no se sabe quiénes son, y que creen que con palabras van a arreglar el mundo...

--Por lo menos saben que el mundo anda mal y que hay que arreglarlo. Algo es algo...

--¿Se puede? --preguntan en la puerta.

--¡Ah! Sí, entre.

--Que dice la señorita Tel que si la niña Nina puede ir al estudio, que el señor Hans desea saludarla --silabea la doncella con una voz de papagayo que repite finamente la lección.

--Voy --dice de mala gana Nina, pero va, porque es una manera de no seguir discutiendo con su madre.

 

 

 

 

Están las altas cortinas del estudio corridas, y aunque la tarde empieza tan sólo a descomponer sus rosas y malvas crepusculares, hay una atmósfera nocturna, hecha de humo de cigarros, de círculos luminosos que reúnen a los grupos, de entrechocarse cauteloso de frases y cristales. Afuera debe haber un jardín, porque un pájaro devana en un carrete áspero su pregunta interminable, y también porque por debajo de las cortinas suele entrar una brisa que trae a la zaga el olor a tierra húmeda recién regada después de una tarde de calor detenido por horas sobre lo verde del césped.

--¡Aquí está la doctora! --dice una voz, nasal, cantante, y que en el término de las frases se destempla en una nota aguda.

--¡Qué tal la doctora! --dice otra voz, tan semejante a la primera que parecería la misma, insistiendo en la palabra "doctora", que suena regocijada y despectivamente.

Nina parece aplomarse más que nunca en las piernas fuertes, en los anchos zapatos deportivos; levanta la cabeza, los repasa con la mirada honesta de los ojos tan tranquilamente inteligentes, y contesta con el tono justo que debe contestar, como si las palabras que la acogen fueran las únicas que se podrían decirse en su honor:

--¡Qué tal! Buenas tardes --y se dirige a un hombre alto y fuerte, plantado con una actitud muy parecida a la suya y que conversa con Carmen.

--Buenas tardes, Hans. ¿Quería usted hablarme?

Siente los ojos fríos de Carmen que la miran burlescos, mientras el hombre contesta:

--Yo quería saludarla. Yo no la hallé, y entonces pregunté por usted. Su hermana, muy amable, la hizo llamar. Es todo. --Construye las frases con cierta lentitud, buscando dubitativamente las palabras que recién aprende, que a veces deforma, y que siempre arrastra sobre las erres.

--No es mucho --dice Nina.

--¿Esperabas algo más? --pregunta Carmen con su voz más de seda, más de seda con el filo escondido, pero duro dentro.

--¿Yo? No. ¿Esperar algo más de Hans que su cortesía de mundano? No. Creo que tan sólo eso puede esperarse de él. Y en estos tiempos en que escasea todo, hasta lo cortés, y más en un hombre, ya es esperar y hallar bastante.

--¿Whisky? --pregunta Tolín acercándose.

--No, gracias. Cerveza.

El cuñado hace un gesto divertido con la nariz, va al bar, y vuelve con una jarra en que no desborda el copete de espuma: auténticamente bávara, loza vidriada y estaño, elegida por él, por Tolín.

Están los cuatro de pie y Hans como un árbol al que los otros se arrimaran. Nina alza un poco la cara para verle bien los ojos, y después, con una de esas miradas fugaces y rápidas con que siempre lo abarca todo, ve a los otros dos, perrunos ante esa sombra, como achatados esperando la migaja de una atención.

Llega otro muchacho y cuando empieza a hablar --mezclado a la conversación en que parecería que cada cual sólo se empeñara en tocar el punto vulnerable del otro-- su voz y la de Tolín tienen exactamente las mismas inflexiones, el mismo son nasal que desafina agudo al fin de la frase. Como están vestidos casi iguales. Como ambos apoyan una mano en la cintura y en la otra, con idéntico gesto, sostienen el vaso. Y Nina repara en que también éste, a la sombra de Hans, tiene la perruna mirada que espera la seña del amo.

Las voces similares se esmeran en decirle "doctora"; Carmen parece haber olvidado su presenciar y Hans, como distraído, como al margen de los otros tres, habla con su vez asordada, obliga a estar atento a su frase trabajosa.

Nina lo mira cara a cara, rectamente dentro de los ojos. Dejándole ver el: "No te molestes, no te canses, que conmigo no valen artimañas", que a veces le dan deseos de decirle, palabra por palabra, cuando, como ahora, lo ve en este avanzar y retroceder piezas, frase destinada a ella, sonrisa destinada a Carmen, algo, no sabe qué, una súbita inflexión en la voz, destinada a los otros dos. Sí, a los otros dos.

Y bruscamente vacía su jarra de cerveza y dice no menos bruscamente asqueada:

--Mis excusas. Tengo que salir.

 

 

 

 

Ahora hay más noche afuera y nuevos círculos de luz se iluminan en el estudio.

Margarita está acurrucada sobre un diván, mostrando pródigamente las piernas perfectas y desnudas en las sandalias, rojas las uñas como las de las manos, flexible toda ella, fina, "estilizada", según la frase predilecta de la madre; elegida por Tolín; hija de auténticos millonarios, bonita, decorativa, con, una-dosis de memoria que le permite repetir con discreción las frases que quedan sueltas en cierto ambiente social, que sabe callar a tiempo, que no crea problema alguno. Margarita conversa con un grupo de mujeres, todas ellas jóvenes, elegantes, con igual peinado, con parecidos trajes, con joyas que firma el mismo diamantista, con movimientos calcados de un molde común, con voces afinadas por idéntico diapasón. Conversan sobre un tema, que nunca se sabe quién ha puesto en el tapete y en el cual se clavan frases como en un acerico alfileres de similares cabecitas de perla hueca.

Otro grupo rodea la greda última modelada por Tolín. Porque el estudio se justifica con sus actividades artísticas.

--Dilettante no más... --dice, risueño, misterioso, frívolo, como quitándole importancia a un obscuro pecado.

Es un torso masculino. Se opina:

--Soberbio.

--Me recuerda algo griego.

--Una belleza...

--Regio, regio, regio...

--Soberbio.

Ya no hay más que decir. Entonces se desplazan hacia el bar:

Carmen baila. Tel también. Tel baila con Luis, desmañado, grandote, torpote, pero tan cuidadosamente tierno en no perder el compás, en no pisar sus pies chiquitos, él, que parece andar todavía enredado a los terrones, venir del campo, pecoso de sol, y con los ojos un poco asombrados de hallar a la niñita de. otrora, vecina en la provincia, cuando los padres comenzaban a enfilar las negocios hacia la fortuna, hallarla convertida en esta muchachita para seguir adorándola.

Carmen baila con Hans. Él parece distraído. Baila extraordinariamente bien, llevándola apenas, sujetándola apenas, poseídos todos sus músculos por la música. Carmen siente el ritmo negro por la sangre desparramado como un maleficio que despierta al son de las marimbas, y se agita, y tiembla, y baja los párpados, y entreabre los labios, y deja ver la blancura de los dientes en un leve, levísimo jadeo.

Carmen baila. Hipnotizada. Alguien ha abierto las cortinas y la terraza aparece azul de noche y húmeda de combas de agua de riego. Hans apoya apenas una mano en su cintura, y la dirige hacia esa sombra. Siguen bailando entre platabandas, sillas de junco y surtidores, bajo toldos, en un hálito de noche y de frescor. Él dice sin dejar de bailar, y es como si las palabras cristalizaran un hechizo:

--Ten una aventura...

Ella no contesta, como otras veces, como siempre que él repite esa frase, con distintos tonos, desde que la conociera. ¿Cuándo? Hace una semana. Que en ese medio las etapas se recorren pronto y en seguida se puede decir:

--No me interesan las jeunnes filles. Ten una aventura. ¡Oh!, conmigo no..., con otro. Después...

Ella lo oye sin demostrar que lo oye, bajos los párpados, con algo que pudiera ser la sombra de una sonrisa esfumada en las comisuras de la boca. Él deja caer las manos, y los cuerpos, enfrentados, sin perder la distancia, siguen agitándose en el ritmo del baile. Giran, avanzan, retroceden, giran, él vuelve sin apuro a apoyar las manos en el cuerpo de ella, levemente, sin insistir, como tampoco parece insistir cuando repite:

--Ten una aventura...

Ahora Hans está junto a la victrola y elige discos. Tolín se acerca, y también inclinado sobre los álbumes, dice:

--No la inquietes más, perverso...

Hans pregunta sin mirarlo:

--¿Te interesa a ti?

--No "me interesan"...

Cambian una rápida mirada. Nada más. Hans coloca los nuevos discos y 1a música se echa a bailar, precediendo a las parejas, contorsionada, machacada, tambor de tam-tam, son de maracas, ¡ay!, de negro que muele sortilegios y sensualismos bajo la media luna, entre las palmeras, contra un cielo amarillo de trópico, en un candombe acondicionado, lustrosos sus charoles, para no desentonar en esa compañía en que perduran las ecos de su llamado ancestral.

 

 

 

 

Conoce el juego. El de Hans resulta más perfecto, eso sí. Porque tiene en su favor lo remoto de su vida, la leyenda de su nombre, la precipitada fuga a través de los países en que la guerra estalla bajo el talón mismo su pie; su evasión como de primer actor de cine, en que los elementos han sido previamente preparados, y que en su caso sólo prepara el destino, y así, después de meses, de entre el escombro y la humareda, aun bajo la lluvia de esquirlas, emerge del obscuro mundo de los desaparecidos, y a la vera de un nuevo mundo para una nueva vida plácida, sin sobresaltos, sin inquietudes, de artista detrás de su pipa, o de mundano detrás de su pareja, o de clubman detrás del vaso en que se enfría el whisky, perdidamente en el círculo de lo más frívolo. Calculadamente frío, hermético, ajeno.

"Como los otros", piensa Carmen. Pero también infinitamente más peligroso. Los otros pueden mostrar sus cartas, pero sabe bien que sólo las volverán si ella da margen para el riesgo. Hans no. Este actúa sin esperar tácitas aprobaciones. Seguro de que el triunfo es suyo. Seguro de sus recursos, de lo magnético de su presencia, de su mirada, de su voz, de sus manos, de su cuerpo, de su leyenda, calculando efectos, hurtándose al riesgo, midiendo las reacciones. Con éste no vale ninguna táctica.

"Ten una aventura. Ten una aventura. Que sea otro el "primero". Que las responsabilidades las arriesgue otro. Pero yo no te pierdo de vista, estoy ahí, en la sombra, como lo tremendo instintivo, como dentro de ti misma te trabaja el deseo. El justificativo de esa aventura soy yo. Lo que hallarás en mí de violento y pasional, la vida ancha y fácil. Todas las posibilidades a tu alcance. Menos el matrimonio: el que me case contigo. Ten una aventura... Ten una aventura...

"Soy un civilizado, un producto de otras tierras, de viejas tierras y viejas culturas. No un primitivo en busca de la mujer virgen. Nada de matrimonios, de compromisos, de amarras. Libres, compañeros. Tú y yo. Ten una aventura... Cualquiera puede servir para ella. No soy celoso. Los celos son flor de salvajismo. Después... Yo estaré atento a ese después... Tienes la boca de un violento rojo; me gustan tu boca que tan desdeñosamente se curva, y tus ojos asombrados, tan asombrados de todo lo que ya saben. Porque tú sabes muchas cosas, muchachita, muchas cosas que para mejor ocultarse se muestran en el fondo de tus ojos tan enormemente abiertos. Ten una aventura... No es tan difícil, créemelo. Siempre habrá un imbécil que se preste a ella..."

¿Quién habla? Parece la voz de Hans arrastrando las erres, pero nunca Hans ha dicho tantas palabras, y, además, palabras que así aclaren su pensamiento. ¿Quién habla? ¡Qué tarde interminable entre baile y baile, y whisky y whisky! ¿Pero no iban a salir, Tel, Luis y ella, para ir al golf a tomar el té? ¿Por qué, entonces, han permanecido en el estudio, bailando, bebiendo, entre el humo y el ritmo sincopado de las marimbas? ¿Quién habla? ¡Ah! ¿Es Hans, realmente, junto a ella, costado a costado de ella, sintiendo el calor de su ancho muslo, en el pequeño coche que anda por una calle larga, bajo toldos de arboles en qué ciudad, en qué país, bajo qué cielo? ¡Cómo le duele la cabeza! ¿Quién pregunta dónde está su casa? ¿Hans? No, no es Hans. Es don Fabián. Don Fabián... ¡Qué risa! Pero ¿es que está dormida y viviendo una pesadilla? ¿Quién habla? ¿Por qué le preguntan de nuevo: "¿Pero en qué número?"

Ahora reconoce, de súbito, la calle, la plaza, el borde de la acera que forma comba. El palacete. El edificio moderno. Sí, ésa es su casa. La alta puerta, sí, ahí mismo. Esa es la mampara.

Hans la ayuda a bajar. Tiene la sensación de que las piernas no fueran suyas, mejor dicho, de que no tuviera piernas, y por las manos le hormiguea una torpeza que las hace inertes. Hans la sostiene con un seguro brazo que pasa por su cintura, la obliga a estar de pie, avanza con ella. Cuando va a tocar el timbre, Carmen lo impide, risueña y tartajosa:

--No, tengo llave.

Se afianza en su brazo y busca en el bolso. Pero lo frío de la llave parece abrirle el mundo familiar, y de pronto recobra el control de sus músculos, el aplomo del porte, la dignidad del habla.

--Creo que he tenido un ataque de sueño. Mis excusas por haberte molestado en traerme. Hasta mañana, Hans.

Él la mira buscando los ojos que se le esquivan en la sombra de la entrada.

--Hasta mañana no. Salgo dentro de unas horas en avión para el sur; de ahí sigo viaje al Pacífico.

Carmen siente que algo se enfría en su pecho. Pero avanza una mano que no tiembla.

Hans toma esa mano y busca la palma sobre la que fija un beso fugaz:

--Ten una aventura --repite frívolamente, pero algo sube del fondo de su instinto y lo obliga a envolver a la muchacha en sus brazos, contra su pecho, adherido a ella, hundiendo los labios en los otros que no tienen tiempo para hurtarse, que no previenen el asalto, y al inesperado roce van abriéndose como fruta al sol, hasta que el hombre halla la semilla dura de los dientes y la enervante pulpa de la lengua.

Aunque buen actor, Hans siente que el personaje se apodera de él por obscuros caminos de sangre. La abandona, la deja trabajosamente, buscando equilibrarse en la tierra, a la que vuelve desde vertiginosas curvas siderales, y repite, entre dientes, asordado e imperativo:

--Ten una aventura... Volveré pronto... Ten una aventura...

 

 

 

 

Ha cerrado la puerta. Ha cerrado la mampara. Avanza a tientas por el pasillo en tinieblas. Tirita y el frío en el corazón se hace intolerable, la obliga a detenerse y a poner la mano allí, las dos manos. Apoya la espalda en el muro, pero se cae, se cae, de aserrín desmoronándose hasta quedar como un montón sobre el suelo, vacía de sensaciones.

La humedad de las losas empieza a revelarle que de nuevo entra en sí misma y se posesiona de sus sentidos. Mueve la cabeza de uno a otro lado, como negándose a ese retorno. Al voltear la cara roza el muro, áspero y blando, cemento mal fraguado, arenilla y cal chafarronienta, intolerable al olfato. Las sombras, lo húmedo, lo miserable vergonzante: todo entra en ella de golpe y se le aposenta en el alma llena de resentimientos, de vanidades, de humillaciones, de ambición y de tenacidad. No le caben dentro tantas cosas. Parece que fuera a estallar algo en su cerebro. El corazón sigue frío. En cambio, en la garganta le arde un escozor, un anudársele y desanudársele la respiración, hasta que ese calor baja al pecho y lo anega, para hacer subir y brotar las lágrimas. Llora desesperadamente, silenciosa, abandonada, caída la cabeza en el regazo, echándose atrás, restregando las mejillas en lo áspero del muro. Llora indefinidamente, cree ella que indefinidamente, que nunca podrá hacer otra cosa que estar caída y llorando. Se sorprende cuando comprueba que las lágrimas terminan. Se queda aguardándolas de nuevo. Pero no retornan. Echa el pelo atrás, se alza con torpeza y se llega a la pileta en busca de agua que la refresque. Arriba arde la luz de las vigilias maternales, y no deben verle la cara de desesperada loca que debe tener.

Por un momento el que no deben verla le anula toda otra impresión. Se saca los zapatos y sube silenciosa la escalera, detenida a cada instante, alerta a cualquier rumor, hasta entrar a la habitación de la madre, a la que ha sorprendido el sueño semiincorporada sobre almohadones, con el tejido en las manos. La pequeña luz de la veladora de enfermos parpadea amarillenta.

Carmen apaga esa luz y despaciosamente se desviste. Ahora está sentada sobre su cama, con las rodillas en alto y los brazos sujetando las piernas, dura, fija en su rencor, pan amargo que le llena la boca y que masca, así le parece de tangible, regustando y regustando cada hincada de dientes, como cuando era pequeña y la abuela la obligaba a comer lo que no era de su agrado, e interminablemente lo revolvía en la boca. El recuerdo le produce náuseas. ¿El recuerdo? No. No ese recuerdo de infancia. El recuerdo de lo que acaba de vivir. De lo que está viviendo.

En lo obscuro mira el sitio en que se arrima la cama de Ignacia Teresa. Siente suspirar a la madre. Un gesto le atiranta media boca. ¡Las pobres tontas que la creen feliz, viviendo en la inconsciencia, gozando del reflejo de la buena vida de los demás! ¡Pobres! El gesto es la caricatura de una sonrisa. Se llena de despectiva piedad. Ellas, viviendo la rutina y lo mediocre, sumisas al destino, manteniendo tan sólo una actitud, porque saben cómo las vigila y hostiliza. ¡Ellas! Si estarían felices en un conventillo, en el peor barrio, amistadas con los vecinos, dándole gracias al Altísimo porque el trabajo les proporciona lo imprescindible para su subsistir.

No, no son ellas quienes sufren lo peor desde que la súbita muerte del padre marca la vertiginosa caída hasta el fondo del patio, tras la mampara que decorosamente las protege de miradas indiscretas. Es ella, Carmen, aferrada a su educación, a su grupo social. Ella, con el oído atento al teléfono, misterioso cordón, conducto para la savia que necesita y que la mantiene como una flor, bella y fina, para emerger radiante a la vida que está más allá de los vidrios de colores de la mampara. Carmen, ansiosa a la voz que debe llamarla, que quedó en llamarla, adaptándose, teniendo que sonreír aquí, saber guardar silencio allá, ser despreocupadamente frívola, o envolverse en una compostura melindrosa acullá, y devolver en el aire una frase levemente cínica en aquel otro círculo. Cambiar, aparecer o desaparecer, tener el color del clima del grupo en que actúa. Saber que cuenta con un solo aliado; su maravillosa adaptabilidad. Porque el otro aliado, que es su belleza, a veces se le torna un enemigo qua levanta siembra de celos. Hasta su belleza tiene que saber adaptares a las circunstancias y ser brillante o pasar inadvertida.

Nadie conoce --ni debe conocer-- sus pocas ganas de salir a veces. Su deseo de quedarse en casa, largamente tendida en la cama, oyendo a la madre trajinar, mirando el juego del gato, liada a sus propios pensamientos. Floja, sin hablar. Pero hay que vestirse, mover el telar de las llamadas telefónicas, si es que no existe un previo convite: "¿Tú me llamaste? ¡Ah! ¿No? Perdona, es que en casa no supieron darme bien un recado que dejaron para mí, creí que serías tú. ¡Como hace tanto tiempo que no te veo y tengo tantas cosas que contarte!..."

O mover ese otro juego de enormes piezas con que se ganan los regalos: "Mira qué amor, me lo ha regalado la señora de Pérez, tú sabes, tan amiga de mamita, hasta somos parientes por el lado de la abuela López. Es un amor, ¿verdad? ¡Qué feliz es la gente con fortuna, que puede permitirse el lujo de los regalos!"

Batallar por una invitación, por un obsequio. Estar en todas partes, ser la infaltable invitada a todas las recepciones, poder comentar el último estreno, la exposición recientemente inaugurada, el baile de las debutantes, el paseo en yate, el casamiento aristocrático, y el velorio del anciano prócer. ¡Cuánto cuesta todo eso!

Pero no es ahí donde ella quiere llegar al hacerse esa larga exposición, al llorar este miserere sobre sus sacrificios, sobre la sorda lucha con que mantiene su posición social. No. Quiere llegar, y llega, repentinamente enfrentándolo, a Hans y su frase: "Ten una aventura... Sí, tenla, para disfrute mío. Para que yo esté cómodo en la vida, para que pueda alargar la mano cuando me plazca y tomarte como quien toma una manzana que otro hizo desprender del árbol". ¡Miserable! Se le enciende en ira todo lo que hay en ella de honesto. Todo lo que queda de honesto, zona clausurada porque es el tesoro con que se logra la meta matrimonial. Sí, miserable. ¿Qué cree Hans que es ella?

Sonríe de nuevo con media boca. Amarga. Amargada. Sollamada por dentro. ¡Qué cómodo el señor! "Ten una aventura"... Tres palabras para marcarle un destino. Tres. Eso cree Hans que merece ella.

Aprieta las manos y le duelen las articulaciones por la tensión a que las somete. No importa que le duelan... Su humillación y su rencor quisieran volcarse en algo, en alguien a quien herir o zaherir, y sólo halla su propio cuerpo y en él desahoga la violencia que le anda por los nervios.

Se clava las uñas en las manos. Sus mandíbulas se traban en una apretazón de dientes.

Algo cae sobre ella, presencia inesperada que la sobrecoge. Hans enrareciendo el aire, acercándose a ella, pegándose a ella, atrayéndola al fondo de su abrazo, al fondo de su beso, y dejándola vacía, sorbida por una succión en que se pierde toda realidad.

Se lleva las manos a los labios y da un gemido. La madre rebulle y pregunta somnolienta:

--¿Estás ahí, Carmen?

--Sí, mamita. Hace rato que llegué.

El siseo ha inquietado a Ignacia Teresa, que voltea la cara y la apoya en la mitad de su sueño de ella, del sueño de su sueño en que una mano le sirve de tierna almohada.

--Hans... Hans... --Carmen rechaza la imagen, la empuja más allá de su presencia, de su círculo, de su recuerdo. Suspira. Y se queda vigilando su posible vuelta, frenética, indignada, sacando de sus resentimientos, de sus humillaciones, fuerzas para volverla a lo obscuro de un pasado que quisiera lejano para seguir en el presente su tarea agobiadora, medio a medio de un perfecto círculo que de súbito empieza a moverse en multicolores losanges, rectángulos, triángulos, formas que se confunden, roseta del centro de la mampara, girando ahora tan ligero que es un embudo alucinante por cuyo extremo se desliza a mundos subconscientes, caída en un sueño poblado de figuras inconexas y empavorecedores matices; frenéticos rojos, verdes venenosos, atrabiliarios amarillos.

Afuera, en el patio, se espesan capas de sombras que se suman a otras, hasta hacerse palpables, densificada la atmósfera por el relente que rezuman los mares desdibujados de los muros, envolviendo en su lenta insidia nocturna la tersura de los vidrios en que insisten, tácitos, los abolidos colores que defienden la realidad del disgregador asalto de los sueños.

 

 

BRUNET, Marta. La Mampara. Obras completas de Marta Brunet. Santiago, Zig-Zag, 1962. Pp.453-482.