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BESTIA DAÑINA

 

 

1

 

 

--Diez... Veinte... Treinta... Aquí tiene su semana, maestro Flores.

--Diez... Veinte... Treinta... --contó pausadamente el viejo, estirando con fuerza los billetes que luego lió y guardó en una cartera de cuero negruzco--. Conforme, patrón, muchas gracias y hasta el lunes.

--Oiga, maestro, ¿no sería posible que mañana saliera a trabajar? Qui­siera que me arreglara unos estantitos en el escritorio.

--Yo no trabajo en domingo.

--Lo sé, don Flores, pero un día es un día... Ya está, diga que sí.

--Yo trabajo toa la semana, es mi deber, es mi obligación, pero el domingo descanso. Pa eso hizo Dios el domingo; pa descansar.

--Convenido. Pero por esta vez no podría...

--Ya fije que no --atajó el viejo firmemente.

--Se tendrá en cuenta su buena voluntad --dijo molesto el joven.

Hablaban el patrón --o sea el administrador de la hacienda-- y don Santos Flores, a través de la ventana del escritorio del primero que, protegida por una reja de hierro, abría sobre el corredor.

Llegaba la noche con un silencio hondo, con una paz de vida que se aquieta, buscando en el reposo pujanza para la brega del siguiente día. Diversos rumores, al turbarlo, hacían luego más profundo ese silencio: un último aletear de pájaros en busca del nido; el paso de un gañán que horqueta al hombro caminaba- hacia su puebla; el trote brioso de un caballo; relinchando por la piara; el grito de una mujer que decía: "Vení, condenao", con estridencias broncíneas en-1a voz; el ulular de una lechuza anunciadora de la noche.

Con todas las gamas del azul desvanecíase el paisaje en una especie de niebla: azul verdoso los prados; azul sombra los montes; azul negro, cordilleras; azul ópalo el cielo; azul plata las estrellas.

-- ¿Mi güena voluntá pa servir a l'hacienda desde que nací? Bien puee tomarse en cuenta... Sesenta años tengo y ni un día e trabajo hei faltao a mi obligación. Usté lo sabe y los patrones lo saben mejor que usté hablaba don Santos sin reproche, pero con una voz íntegra que no admitía discusión.

--Bueno, bueno --contestó el joven conciliadoramente--, allá usted con sus razones. Hasta el lunes.

--Hasta el lunes, patrón.

Era interesante el viejo carpintero, recia figura hecha en músculos que los años iban enjutando. Sólo eso y blanquear los cabellos había conseguido el tiempo, porque el cuerpo se alzaba de un firme trazo único. A hachazos parecía haber sido hecha la fisonomía resuelta, de empecinado: cuadrada la barbilla, filudas como aristas las quijadas, delgados los labios descoloridos, recta la nariz, horizontales casi las cejas, rectangular la frente amplia, cerrados de expresión los grandes ojos de iris gris acero que iban derechos en busca de la mirada del interlocutor. La voz acordaba con el resto: fría, sin modulaciones, lenta, iba buscando con tino las palabras que mejor tradujeran su pensamiento.

"Es como un peñasco --pensó el administrador al verlo fundirse al azul de la noche en el fondo de la alameda--. ¡Y que vaya a casarse!"

 

 

 

2

 

 

Venido de varias generaciones que nacieran y murieran en la hacienda, Santos Flores --como todos los hombres de su familia fue carpintero.

Muy niño aún, ayudaba a- su padre en cuanto sus fuerzas le permitían. Las horas de solaz que para los otros chiquillos eran correrías locas a través de los potreros en busca de nidos y frutas, para Santos eran paciente trabajo de carpintería que daba por resultado una cajita, una repisa, un banco. A los diez años entro a formar, parte del personal de la hacienda como ayudante de carpintero, bajo las órdenes de su, padre.

Desde entonces no se le conoció otro goce que el trabajo, ni otra distracción que salir los domingos a dar una vuelta a caballo por los caminos comunales, ni otro afecto que el cariño a sus progenitores.

En la austeridad de una vida hecha de deber cumplido pasaron lentos y monótonos los años. Murió el viejo maestro carpintero y Santos lo reemplazó en el puesto.

Entre los montañeses aislados de la ciudad por enormes distanciar, se conserva íntegra la tradición casi feudal del vivir de nuestros abuelos. El patrón es el señor omnipotente del cual se soporta todo sumisamente, aunque en lo hondo se lo reconozca injusto. Ese sentimiento es mudo. La primacía del señor sobre el inquilinaje la ejerce en la puebla el padre, el marido o el hermano mayor sobre el resto de la familia. Así como el patrón lega al morir cuanto posee a sus descendientes, el montañés deja a los suyos el oficio que tuviera, con algo que más aún semeja su idiosincrasia a la del señor de otros tiempos: es el hijo mayor quien lo sucede.

Santos Flores reemplazó a su padre en la carpintería y en el hogar.

Tenía un carácter de hierro. Los principios morales y religiosos que la madre le inculcara se modelaron en ese metal, y nunca, nada ni nadie pudo borrarlos. Mientras vivió el padre fue un obediente a su mandar, luego tomó la dirección de la familia, reducida solamente a la mama Rosario, y bien supo ésta que era el hijo tan despótico como fuera el marido.

-- ¿Por qué no te casai? --preguntaba a veces, tímidamente, mama Rosario.

--Porque aún hay tiempo pa tener un hijo.

--La Juana del molino me gusta hartazo. Es limpia y comedida y de cara no es naíta e pior. Es l'única que me gustaría pa nuera.

--Entoavía no pienso en casarme.

Recién cumplía Santos Flores cuarenta años cuando la mama Rosario, de una gripe, fuese al otro mundo en busca de "su finao" que según ella la esperaba en la puerta del cielo.

Este golpe rompió el equilibrio de sus hábitos. Por volver a ellos, inmediatamente, Santos Flores resolvió casarse.

Eligió a Juana --la que tanto le- gustaba a su madre--, una mujercita bondadosa que sólo se ocupaba en bruñir el hogar modesto, plegándose humilde a cuanto Santos decía. Siempre taciturno, jamás contrariado, adivinado en sus menores deseos, el hombre fue bueno con ella y. la hizo feliz a su modo.

Lo que no podía perdonarle, y en sus raras y frías cóleras le reprochaba como falta propia, era que en vez de un Santos Segundo Flores que siguiera la tradición de maestros Flores en la hacienda, le hubiera dado, con do años de diferencia de una a otra, tres hijas que se llamaban María Juana, María, Mercedes y María del Tránsito.

Cuatro años después, al dar a luz un hijo varón que nació muerto, Juana murió, sumiendo a. Santos en un dolor silencioso, tanto más hondo persistente cuanto menos se deshacía en palabras y gestos.

Junto al dolor --superándolo a ratos-- estaba el sentimiento de humillación que el no tener un hijo le producía. En esos momentos pensaba en casarse nuevamente. Pero la recta visión de sus deberes paternales lo hacía desistir de ese, propósito, por no darles madrastra a las niñas. Cuando estuvieran mayores...Sí, entonces, ¿por qué, no casarse y lograr el ansia del hijo?

La madre de Juana quiso reclamar el cuidado de las nietas. Santos Flores cortó todo proyecto de la molinera con esta frase sin vuelta:

--Mis hijas son mías y. naiden más .que yo las criará.

María Juana --que tenía a la sazón diez años-- tomó el trabajo de la casa. Don Santos y ella se levantaban al amanecer, aseaban la -puebla; ordeñaban la vaca, preparaban el desayuno. Cuando el padre se iba, María Juana vestía a, las pequeñas y toda la mañana se le pasaba cuidándolas juiciosamente, al par que vigilaba la olla con los porotos y tenía lista la leche para el ulpo.

A mediodía llegaba don Santos. Almorzaba de prisa y al pitar la sirena volvía el hombre a su trabajo. A eso de las cinco la mujer del campero Silva venía a lavar, a tostar, a moler trigo, a hacer, en fin, todos los trabajos que María Juana no podía realizar.

Y la niña se esmeraba en su papel de madrecita que a sus propios años le daba importancia y --alma de servidumbre-- vivía pendiente de los deseos de los demás, tratando de imitar en todo "el modo de los grandes", seria y razonable por naturaleza, obsesionada como su padre por el cumplimiento del deber.

María Mercedes --Meche familiarmente--, era en lo físico idéntica a don Santos, pero en cuanto a carácter, el polo opuesto. Risueña, parlanchina, impulsiva, caprichosa, vivía en perpetua movimiento que impacientaba al padre. Y cuanto más crecía la niña, más rudos eran los choques de ambos caracteres. El padre exigía sumisión y obediencia pasiva; la hija quería libertad y obedecer sólo a su idea. A veces la discusión subía de tono, y el padre --exasperado-- le pegaba. Pero ni razones ni golpes conseguían hacerla obedecer.

--Sos pior que macho --decía don Santos:

--Pior que yo es usté. ¿Por qué no m'eja ir a jugar con los chiquillos e don Silva?

--Ya t'ije que no.

--Es que yo l'igo que voy no más...

--Vos m'andái buscando las manos.

--Si quere pegarme aquí me tiene --y se lo quedaba mirando, desafiadora, con sus ojos de acero tan semejantes a los del padre, que unos parecían reflejo de los otros.

Eran luchas que sumían a María Juana en un mar de estupores. Para ella, llevarle la contraria a don Santos era algo horrendo y, aunque le dolieran como recibidos en carne propia los golpes dados a Meche, encontraba muy naturales aquellas palizas.

María del Tránsito --la Tatito-- era un pobre ser de timidez que vivía en perpetuo sobresalto de desagradar, un ser de recogimiento únicamente se encontraba tranquila al estar sola, y que en presencia de don Santos transpiraba de angustia, no sabiendo qué hacer de su persona para disimularse. Las riñas de su padre con Meche la aterrorizaban hasta el punto de desmayarse cuando llegaban a hechos.

Ya más grandes, empezaron a asistir a la escuela: juiciosa y aprovechada María Juana; díscola, pero admirable de comprensión, cuando se interesaba por el tema, Meche; opaca en su medianía Tatito, que sólo cobraba vida e inteligencia en la clase de religión.

Al correr el tiempo se acentuaron en ellas sus diferentes personalidades, y al cumplir dieciocho años, María Juana era una agradable muchacha, atrayente por la bondad que emanaba de ella, óptima dueña de casa, hábil tejedora de lamas y choapinos, seria, humilde y, como su padre, rígida en sus principios y aferrada al deber.

Meche seguía siendo la desesperación de todos, pues a sus características de niña agregaba ahora una coquetería endiablada que traía locos a los mozos de la hacienda. Mas tenían que contentarse con mirarla de lejos al pasar frente a la casita: conociéndola a fondo y temiendo una aventura que le costara la honra, tanto don Santos como María Juana la vigilaban estrechamente.

--El que venga a las derechas que hable conmigo --decía don Santos.

La pequeña vivía en éxtasis desde que hiciera la primera comunión en Curacautín. La religión fue un sedante para su angustia. Suave y opacamente desprendida de toda pasión humana, se le iban los días rezando, arreglando altares, mirando estampas.

La pubertad le trajo innumerables trastornos físicos. La anemia roía su pobre cuerpecillo endeble, desmayos y vértigos la asediaban periódicamente y a tanto llegó su flacura que don Santos se asustó y, acompañado por la abuela molinera, fue con la niña a Victoria a consultar médico. .

Siguiendo un régimen alimenticio muy nutritivo alternado con remedios, sin hacer otra cosa que hilar, pasaba Tatito días enteros sentada en un sillón, tirando de la hebra mecánicamente, muy delgada, muy blanca, señoril en su pose arcaica, toda ojos visionarios la cara comida por la enfermedad, extraña en aquel medio de rostros rudos, de figuras recias, de almas roqueñas.

 

 

Una mañana don Santos las llamó a su pieza luego de desayunar, y pausadamente, con voz resuelta y expresión cerrada, dijo:

--Ustedes ya están grandes y una madrastra no las irá hacer sufrir. Yo quero casarme y ya tengo palabreá a la Chabela Rojas. Ya está too arreglao. A mediados del otro mes será el casorio.

Las muchachas lo oían estupefactas y un mismo impulso las hizo protestar.

--Pero... --alcanzó a decir Tatito, abriendo enormes los ojos.

-- ¿Se quere casar? ¿Usté se quere casar? --dijo María Juana.

-- ¡Ja! ¡Ja! --rió Meche, insultante--. Se quere casar con la Chabela... El veterano templándose y mientras las hijas encerrás a canidao pa que naiden las vea. ¡Ja! ¡Ja!

--Cállate --ordenó el viejo.

--No quero. ¿Por qué voy a callarme? Si es pa morirse e la risa. ¡La Chabela es de la mesma edá que la María Juana!

--Ya t'ije que te callaras.

--Y yo dije que no quería callarme na... La Chabela Rojas e madrastra e nosotras. ¡Qu'irrisión más grande!

--Ustedes serán las honrás. Ella es muy señorita y muy güena y. too se lo merece.

-- ¿La Chabela se lo merece too? ¿Usté está malo e la cabeza? Bien pue ser que le haigan hecho tomar alguna cosa... La Chabela Rojas muy señorita... Predúnteselo al patroncito... él le pegaría el señorío...

--Eso sí que no te lo aguanto. Cállate o te costará caro.

--No me callo... aunque me pegue... Predúnteselo tamién a don Fanor, el sobrino del señor Rodríguez. Predúnteselo... ¡Ay!... ¡Ayayaycito!

-- ¿No te querís callar? ¿No te querís callar?

--Predúnteselo a los dos. ¡Ay! ¡Ay! ¡Ayayay!

--Toma... Toma...Mala bestia...

--Taitita lindo... ¡Por Diosito! --gentil, implorando, María Juana-- Mi Señor, la va a matar... ¡Ay! Creo en Dios Padre... --musitaba Tato, alba como un lienzo y a punto de desmayarse.

--Mala bestia la Chabela, qu'es una perdía --un bofetón más fuerte alcanzó a Meche en la boca y dando un traspié cayó de lado, sangrando abundantemente por la nariz.

--Me vis acriminar --dijo el viejo, pesaroso.

María Juana acudía a la otra, a Tatito, que había caído desmayada sobre la cama.

--Vos tenis la culpa --prosiguió don Santos, dirigiéndose a Meche, que en el suelo, arrodillada, sollozaba convulsa--, me volvís loco con tus porfías. Con ésta creo que no quedrás más leución. El casorio es pa media-dos del otro mes. No hay güelta. Y no pongan malas caras y prepárense p'arreglar la casa. Hay mucho qui'acomodar pa recebir a la nueva señora. Ya lo saben.

Cuando el viejo salía, Meche se irguió y dijo frenética:

--Si usté se casa con la Chabela me voy puerta afuera. ¡Por ésta sé lo juro! Ya lo sabe.

No contestó don Santos. Bien sabía que la última palabra era siempre de la rebelde. Pero mala hasta el punto de inventar una calumnia no la imaginaba. ¿De dónde sacaría las feas historias que achacaba a Chabela? Le amargó el día el saetazo de la frase: "Predúnteselo al patroncito. Predúnteselo..." Tanto le hería, tanto lo hacía sufrir, que en la tarde, al ir a ver a Chabela al despacho donde vivía con sus padres, le contó el incidente, taladrándola con sus ojos de acero.

La muchacha lo oyó tranquila, sonrió mimosa y dijo:

--Puras envidias. Cosas piores ha d'inventar la Meche pa que no se case conmigo.

Y el viejo volvió a la confianza por obra de los ojos que tan serenos y verídicos parecían. Además su amor --un amor que llegara callado, tomándolo íntegro y sin vuelta-- no pedía sino que le adormecieran recelos.

Meche trató en otra ocasión --cuando tuvieron que dejar a la novia el dormitorio que ellas ocupaban, la pieza más espaciosa de la casita-- de volver a su protesta de macho taimado que se niega a dar vueltas a la noria, por el solo placer doloroso de recibir una paliza que lo haga más consciente de su esclavitud.

Fue su último grito de rebelión. Desde entonces hasta el día del matrimonio cosió, hiló, tejió, ayudó en todo a la par que las otras, en los preparativos que se hacían rumbosamente.

Don Santos parecía haberlas olvidado. Absorto en sus pensamientos, sólo salía de su mutismo para dar breves órdenes. Además, lo veían poco. Almorzaba y comía en el despacho. Llegaba a acostarse. Se levantaba al alba, desayunaba servido por María Juana; revisaba la labor hecha por las muchachas el día anterior, hacía algunas hacía algunas indicaciones y se iba, tras de mirarlas muy fijo con sus ojos agudos como puñales.

 

 

 

3

 

 

Y llegó el día del matrimonio. En alegre caravana media hacienda se dirigió a Curacautín para asistir a la ceremonia.

Trotaban los caballos levantando nubes de polvo que el sol de estío doraba, envolviendo en un nimbo la montaña resonante. Flameaban las montañas colorinas, los estoperoles de las monturas brillaban con destellos de plata, las prevenciones policromas se henchían con -las vituallas apetitosas tintineaban, las enormes rodajas de las espuelas; restallaban bajo la cruda luz matinal las percales rojas, verdes, amarillas; azules, de los trajes de las mujeres. Las chupallas de ancha ala sombreaban los rostros tostados por el sol, rostros de greda clara en que los ojos brillaban maliciosos y reían las bocas mostrando la deslumbrante blancura de los dientes. Frases picantes iban de uno a otro grupo, como saetas: que trataran hacer saltar al novio.

En ancas de los caballos, las mujeres se arrebolaban con la intención de las frases más picantes que el ají; algunas bajaban los ojos, creyéndose en el deber de fingir pudor, mas, de pronto, a otra frase, los abrían en la dilatación de un placer sensual que encendía su sangre.

Y las miradas de todos convergían en la figura hosca de don Santos Flores que, jinete en su caballo blanco, caminaba pensativo y silencioso --como siempre--, sin conceder una mirada a la novia que cabalgando una yegua mampata iba junto a él.

Ni bonita ni fea, la novia. Pero extremadamente seductora con su locura de manzana, apetitosa y prieta, sin más belleza que los ojos negros, enormes y sombreados por tupidas pestañas crespas. Ojos de malicia que sabían mucho, que dejaban adivinar lo que sabían y. que a su antojo cambiaban de expresión tomándose cándidos.

A veces los ojos, alzándose, se posaban en don Santos y la malicia reía en las pupilas como diablillo maligno. A veces, luego de mirarlo, la boca se fruncía en un mohín despectivo que después --al tocar sus manos el género de su rico traje-- se tornaba en sonrisa complaciente y la sonrisa se hacía risa sonora al sentir cómo, sobre su cabeza, movía el viento la pluma del sombrero de lustrosa paja que la protegía del sol.

Traje y sombrero eran regalo del novio, comprados por ambos en Victoria en la mejor tienda del pueblo. Y la cadena y el reloj y el anillo con piedras verdes y las caravanas: todo era regalo de don Santos. Bien lía aquello el sacrificio de entregar su juventud a un viejo... y. ya habría tiempo en lo porvenir para resarcirse de aquella venta...

María Juana llevaba en ancas de su caballo a Tatito y en ambas la pena se cuajaba en silenciosas lágrimas. Un sentimiento de postergación se unía a la pena de la mayor, al pensar que las riendas de la casa tendrían que ser por ella entregadas a Chabela. Y una ira sorda que pugnaba por salir al exterior le henchía el alma, haciéndola abominar de la intrusa.

La pequeña se afligía con la aflicción de las otras; ya que luego dé mucho pensarlo acabó por convenir en que su padre era muy dueño de casarse, que ella le debía respeto a padre y madre, que tal vez, esa pena sería la cruz que Dios le mandaba, para purgar sus faltas. Pero sensible como era, no podía ver llorar a sus hermanas sin sentir que las lágrimas corrían por sus mejillas enflaquecidas.

Meche iba en ancas del caballo de Víctor Alfaro, un mocito hijo del mayordomo que no aparecía por la hacienda sino cuando había fiesta: bautizo, boda o entierro en que comer, beber, bailar, emborracharse, reír y enamorar sin consecuencias.

Trabajaba a jornal en "La Bayona", acarreando tablas a la estadía en una carreta chancha que le había dado su padre, por ver si así se veía libre de él; carreta y bueyes que cuidaba amorosamente, con un celo increíble en un remoledor, de su especie.

--A mí me contaron una vez el cuento de la gallina que ponía las huevos di'oro --solía decir riendo-- y la gallina mía son los güeyes y la carreta. A 1'hora que los pierda no tengo con que pagar la fiesta. Yo trabajo toa la semana pa remoler el domingo...; lo piar es qui'a veces el domingo se m'alarga pal lunes y la semana me resulta e cinco días...

Vestida de percala roja, terciado el manto, caída sobre los ojos la chupalla que un manojo de amapolas adornaba, excitada y excitante, coqueta y locuaz, Meche charlaba con Víctor. A cada mal paso --abundantes en el camino de montaña-- la muchacha se asía vivamente a la cintura de Víctor, o, con muchos melindres, arrollaba la falda a las piernas, so pretexto de que el viento la levantaba, cuando lo que ella misma hacía era ponerlas en descubierto y mostrárselas a Víctor, muy encandilado con todo ese tejemaneje.

Sucedió de pronto que un palo seco se enredó a la falda de Meche, que la tela se rasgó, que la muchacha dio un grito y que Víctor detuvo en seco su cabalgadura. Y los demás siguieron adelante, dejándolos en mitad del camino: en tierra Víctor, que desenredaba cuidadosamente el género; en- el caballo Meche, que, inclinada, echaba el aliento por la cara del mozo.

Callaron hasta que el último de la pandilla se ocultó en un recodo del camino.

--Muy bien qu'hizo en romperse --dijo entonces Meche con un gestito de picardía. Así alguna vez hablaremos sin testigos. Aguaite, ya no se e a naiden.

--Solitos los dos... --canturreó -el mozo, y después, con una caricia que no se atrevía a más, pasó un dedo por el cuero rojo del zapatón que calzaba Meche. -- ¡Güen dar con el zapato tan bien rebonitazo!

-- ¿Na más que el zapato le gusta?

--Vos, pue, que me gustái más que toos los zapatos del mundo.

-- ¡Mentiroso no más!

--Cierto La purita le estoy diciendo. Siempre m'habís gustao hartazo, pero le tengo mucho respeto a don Santos. Pa él no -hay más qui'un camino: este que va' pa l'iglesia y pal cevil..., y a mí más que los caminos me gustan los atajos...

-- ¿Y cómo sabís vos si a mí tamién me gustan los atajos?

--Meche --y animado por la sonrisa de ella las manos subieron, aprisionando el talle--. Mechunguita preciosa...

-- ¿Por qué no me lo predunta? --insistió.

-- ¿De veras que vos querís ser mía, así no más, librecitos dambos? ¿De veras, mi palomita guacha? ¿De Veras? Diga que sí y hace feliz a este pobre roto que la quere a morir --la atraía hacia él, bajándola del caballo.

-- ¡Sí! ¡Sí! --y apasionadamente, con fulgor de acero que relumbraba alto sol en los ojos, con fiebre de odio en las mejillas, con temblor de resolución desesperada en la boca, semejante a su padre en la firmeza de la idea, dándose sin retorno a la vida que la esperaba en los brazos del mozo, siguió diciendo las palabras que el otro creía nacidas del amor y que sólo había engendrado el odio --:Sí quero. Llévame con vos p'onde queras, pero llévame. Yo na te pío, na, sino que me llevís lejos... onde no oiga mentar a mi taita, ni a la Chabela tampoco. Los odio a los dos, malo es que lo'iga, pior que malo, es pecao, pero a mi taita no pueo quererlo... :Siempre ha, sio, pomo pieira con nosotras..., no :nos ejaba ni mirar p'ajuera..., encerrás en la casa trabajando siempre como bestias..., pegándome sin compasión..., y él mientras templándose e la Chabela...¡Ja! ¡Ja! --y con brusca transición--: No quero reírme. No quero. No quero. ¡Ja! ¡Ja!

Y ya sin freno los nervios, se abandonó al abrazo del mozo, que --apaciguado a su vez por las lágrimas en que terminaran las carcajadas de Meche-- sentía volverse ternura toda su fiebre de deseo.

--Mi florecita... Mi tenquita mañanera... Mi linda, ya está, no llore más, aquí tiene a su Víctor p'hacerla bien feliz.... Ya está, pue, no llore...

--No quero golver más al infierno e mi casa. --seguía diciendo-,-. Llévame bien lejos.

--Mi guachita quería, nos vamos p'onde vos querái. Si yo hubiera adivinao antes este cariño que me teñís, ya estaríamos viejos e vivir juntos . Nos vamos no más, ando bien platudo, nos vamos p'onde vos querái: pa Victoria, pa Temuco. Vos dirís qui'hacimos.

--P'onde sea más lejos...

--Aguárdale. En acabando el casorio nos vamos con toos los otros a celebrar la fiesta onde on Conejeros, y .cuando ese vaiga almorzar y esté la fiesta qui'arda, nos vamos, vos primero y yo más atrás, pa l'estación, tomamos el tren pa Rari-Ruca, allá nos bajamos y vos agarras el camino pa Púa. Yo voy a buscar la carreta y los güeyes. qu'están en la posá, recojo mis chatres onde on Rafo y en un volando ti'alcanzo. La carreta y los güeyes hay que pasarlos a buscar, mi linda, porque son el pan pa comer... Esta noche podimos alojar en Púa y mañana las echamos pa Temuco o p'onde querái. ¿Hace?

--Sí, pa Púa, pa Temuco; cuanto más lejos mejor.

--A ver, mi tenquita... Hágame una tenquita; así: ¡Tas! ¡Tas! ¡Tas! --metiendo la cara bajo la chupalla, Víctor chasqueaba la lengua en un juego que, quería ser pueril.

--¡Tas! ¡Tas! ¡Tas! --contestó ella mimosa, vuelta nuevamente a su modo, de ser.

--¡Tas! ¡Tas! ¡Tas! --insistía él.

--¡Tas! ¡Tas! .Tas! --y huyendo la cara al beso--. Miren el atrevido... Eso quea pa después. Ya está, vamos, mire que si sospechan algo nos sale mal el negocio.

Subieron a caballo, La muchacha se apretó a la espalda del mozo y siguió aturdiéndolo con su palabra regalona a ratos, mordaz a otros, adormececedora como un anestésico que fuera poco a poco matando sus escrúpulos, no de conciencia por la mala acción que el rapto significaba, sino de miedo por las represalias que don Santos podía tomar después. Por la justicia poco podía hacer, porque tanto Meche como él eran menores de edad. ¡Pero era tan resuelto el viejo!

Ya unidos al grupo, Meche calló y en hervidero de sentimientos encontrados que bullía en ella, uno solo fue agigantándose, tomándola por entero: era la libertad conseguida, aunque fuera envileciéndose. Todas las vacilaciones que antes tuviera y que fueran muchas y poderosas --sus hermanas, su hogar, su honra--, todo desaparecía ante la liberación al yugo paterno.

Había tenido siempre la idea de escaparse, de irse a la ciudad a servir, pero la retenía el miedo a lo desconocido y, además, ¿con qué dinero huía cuando su padre, si bien cuidaba que nada les faltase, jamás les daba un centavo?

Llegado con otros muchos de Rari-Ruca la noche antes para asistir a la boda, cortejándola siempre, medio en serio, medio en broma, Víctor le pareció el salvador, y astutamente fue planeando la fuga.

Y el Destino la ayudó, al hacer que el propio don Santos le pidiera a Víctor que la llevara en ancas de su caballo.

"Qué sufra --pensaba, apretándose contra Víctor, sin olvidar un punto su papel de seductora--. Que sufra mi taita como habimos sufrío nosotras con él... Que se retuerza las manos y se las muerda pa no gritar... Que tenga vergüenza como la tengo yo al ver qu'el puesto e mi mamita lo va'ocupar una coltra como la Chabela... Que sufra... Que no puea dormir esta noche pensando que yo estoy lejos con un hombre... Que se desespere alguna vez que sea..."

 

 

4

 

 

La cocinaría de don Conejeros era lo mejorcito como cocinaría en Cura-cautín. Frontera a la estación, pintada de un verde rabioso que saltaba en la cara y parecía arañar los ojos, tenía en lo alto un letrero que rezaba con letras muy floreadas: "El Trompesón'', y más abajo, en letras pequeñas: "Armuerso y Comida Con", y como el resto no cupiera, el pintor había terminado abajo: "Ejeros propietario".

Dentro había una gran sala con dos Puestas y dos ventanas a la calle y otras dos puertas diminutas en el fondo, una detrás del mostrador, que ocupaba un ángulo, y otra que enfrentaba las mesas de los, parroquianos y que daba a una habitación reducida, comedor en casos, excepcionales y de común salón de la señora. Carmela Rojas de Conejeros, tía de la novia y esposa de Conejeros propietario.

A media tarde estaba la fiesta en todo su auge. Las puertas que daban a la calle habían sido clausuradas y en redor de la gran sala --adornada con guirnaldas de follaje y banderas de papel-- una hilera de bancos se adosaba a la pared. Las mesas habían sido amontonadas en un rincón luego de almorzar y todo el centro despejado lo ocupaban las parejas que bailaban cueca, llegando en su entusiasmo por taconear a sacar astillas de los tablones en bruto que solaban la habitación.

En un testero campeaba la Chanfaina por los kilos, la lozanía y rasguear la guitarra con que se acompañaba al cantar. Era famosa la Chanfaina en los contornos por su voz, su destreza en tocar la vihuela, su apetito, su fuerza que derribaba a un hombre de un manotazo y su capacidad de odre para beber.

Se ganaba cumplidamente la vida cantando en bautizos, bodas y velorios, acompañada siempre por el lindo Pérez, un guaina "que vivía con ella así no más", haragán, sinvergüenza y borrachín, muy pagado de sí mismo y encantado de la mujer que le costeaba vida y diversión. Pero tenía sus defectos la Chanfaina... Celosa y pendenciera, se pasaba, en continuas reyertas con las demás mujeres, creyendo siempre que querían arrebatarle a su buen mozo. Como era alta y musculosa, salía generalmente vencedora de aquellas riñas, si bien algunas veces iban todos a parar al retén de los carabineros. Acabaron por tenerle miedo y dejarla vivir a su antojo, desgañitándose para atender a las necesidades del mozo, refocilado en su ociosidad como un cerdo en la chacra.

Si en aquella pieza todo era alegría que desbordaba en canto, en bailes y en frase, muy distinta era la actitud de los invitados que charlaban en el salón.

El gran sofá --cubierto en el respaldo con paños tejidos a crochet--estaba ocupado por la novia, que asumía una actitud modesta y pudorosa; por don Santos Flores, siempre callado, y por la señora Carmela, muy tiesa, muy solemne y muy oprimida por un demonio de corsé que le martirizaba las carnes fofas, sin lograr reducirlas de volumen.

En sus años juveniles la señora. Carmela había sido sirvienta en la ciudad y de ese contacto con la civilización trajo al volver a su pueblo una serie de refinamientos que admiraban a sus familiares. Usaba guante, corsé, sombrero y velo; hablaba poco, bajo y mesurado; trataba a los de su clase con un desprecio olímpico y a los de categoría más alta con una irritante familiaridad; tenía sirvientas y se bañaba en agua tibia todos los sábados. En todo momento era la señora Carmela Rojas de Conejeros. Propietario, según sus propias palabras al presentarse.

El resto del amoblado --cuyo tapiz era tan agresivo como el color que pintaba exteriormente la casa-- estaba ocupado por los padres de la novia, dos seres poco simpáticos en sus tipos de montañeses; por María Juana y Tatito, por el mayordomo de la hacienda. y su mujer y por otras gentes, invitados de importancia que la señora Carmela admitía en su salón.

Don Conejeros se desvivía haciendo los honores de la casa con una esplendidez que, ciertamente, él no pagaba. Pasaba ofreciendo ponche, galletas, frutas, refrescos. Y no sólo hacía los honores del salón, sirviendo de preferencia a la señora Carmela, sino que dirigía a las mujeres que hacían circular las golosinas en la sala grande, perdiendo entre aquella alegre gente joven la solemnidad que su señora esposa le inculcara.

--Sírvase otro rosco, Chabelita --decía solícito a la novia.

--Muchas gracias --contestaba ella.

--Sírvase no más.

--Aceptaré pa no despreciarlo.

--Y usté, don Santos, ¿quere dulce o un traguito e ponche?

--¡Qué más dulce que la Chabelita! --dijo en son de broma Zenón Alfaro, el mayordomo.

--¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! --rió su mujer, una campesina sencilla y buena, que estaba como los demás muy intimidada con los- aires señoriles de la dueña de casa.

--¿Usté no quere servirse na, señora Carmela? --a tanto llegaba su sentimiento de inferioridad: trataba de señora a su mujer.

--Quisiera un pedacito de torta de almendra de turrón; de la que se en-cargó a Victoria. Tráigamela en un platillo con servilleta, tenedor y cuchillo; ya sabe lo mirada que soy para comer --hablaba lentamente, con una pronunciación forzada que alargaba las sílabas.

--Ya será güeno que vaigamos pensando en d'irnos --dijo con sosiego don Santos--. En lo que demoren las mujeres en acomodarse serán las cinco y tenimos tres horas e camino pa llegar a 1'hacienda.

--¿Uisté tendrá hartazas ganas e que llegue la noche? --apuntó Zenón Alfaro, sonriendo maliciosamente.

--¡Ja! ¡Ja! --rió su mujer, que se tapó la boca, asustada por la mirada furibunda de la señora Carmela.

--Aquí tiene, mi señora --volvía don Conejeros trayendo -el plato con la torta, la servilleta y el cubierto encima, puesto en cruz.

La señora Carmela extendió la servilleta sobre la comba de su pecho, colocó el plato en las rodillas y empezó a trinchar con mucha pulcritud el bizcochuelo que se deshacía. Los meñiques se levantaban rectos mostrando las sortijas falsas y un gran reloj de pulsera relumbraba en la muñeca. Al meter el tenedor en la boca los labios se abrían con tino y un diente postizo amarilleaba entre los otros.

La mujer del mayordomo la miraba atónita y venciendo su timidez no pudo menos que decirle:

--¡Tan bonito su diente!

Y la otra se dignó contestar con una fuerza de catapulta en las sílabas:

--Es de oro puro...

Don Santos se puso en pie.

--Ya está, Chabelita, vámonos.

Y como los demás protestaran queriendo prolongar la fiesta, agregó viejo:

Los que sean gustaores pueen quearse. Don Conejeros sabe cómo los debe tratar... Pero nosotros nos vamos. Ya está, Chabelita, despídase.

Abrazos, felicitaciones, risas, voces, algazara que aumentó al beberse un vaso de ponche a la salud de los novios; más risas y mayor algazara al concluir de cantar la Chanfaina una copla peor que pimienta y ya en la puerta un: "Vivan los novios" ensordecedor. Y aun más abrazos y felicitaciones, hasta que en el momento de montar las mujeres, María Juana preguntó asustada:

--¿Y ónde está la Meche?

.--Meche... Meche --gritaron varias voces,

--Yo hace hartazo rato que no la veo --dijo Chano Almendras.

--¿Estará en el güerto?. --preguntó alguien.

--No, yo vengo di'allá y no la vide.

--En alguna parte habrá di'estar. Meche... Meche...

--No se cansen llamándola --terció la Chanfaina-- hace mucho rato que la vide salir pa la calle.

--¿Pa la calle? --había extrañeza en la pregunta que hicieron varios.

--Sí, agarró pa l'estación --y con mal fulgor en los ojos, agrego la mujer--: Víctor Alfaro salió pisándole los talones.

--¡Ah!

--¡Ya! ¡Ya!

--Naita e lesos...

--¡Ja! ¡Ja!

--Miren-la mosca muerta...

--¿Con m'hijo?

-- ¡A, Señor mi Dios

--¿Por qué no mi'avisaste? --interpeló rudamente don Santos, cogiendo por una mano a la Chanfaina,

--Suelte --gritó la mujer, y como don Santos no la soltara, de un brusco sacudón que hizo vacilar al. viejo se desprendió--. Tenga cuidado-- dijo rabiosa--ya sabe que tengo las anos pesas.

--Sinvergüenza --rugió don Santos-- ¿Por qué no mi'avisaste?

--Porque a mí no m'importaba...

--¡Señor! ¡Señor! --decía Tatito abrazada, llorando, a María Juana.

--Ya está, m'hijita... Ya está, m'hijita... --y. la mayor no atinaba con otra frase en su desconcierto.

--Este hijo mi'acabará con la vía --murmuró apenado Zenón, el mayordomo--. ¿Con qué cara lo .voy a mirar agora, don Santos?

--Usté e na tiene la culpa.

--Hay que buscarlos --gimió la madre de Víctor.

--Claro, en algún sitio tienen qu'estar.

--Podimos ir a l'estación y al retén tamién, a preduntar si los han visto --propuso Chano Almendras.

--Vamos los dos --contestó Zenón Alfaro.

Los demás volvieron a la sala preocupados, inquietos, sin atreverse a comentarios por respeto a don Santos, figura en granito, fría e impenetrable, siempre en primera línea por la fuerza de expresión y el poder de sentimientos concentrados que había en él.

Las mujeres se fueron dentro, a la pieza de la señora Carmela, llevándose a Tatito desmayada y a María Juana que hipaba sin poder llorar y calmarse.

La señora Carmela y Chabelita quedaron en el salón, rabiosa con el barullo la primera, irónica la segunda.

--Venir a elegir mi casa para dar este escándalo --decía en sordina la señora Carmela--. ¿Por qué no se arrancó de la suya? Y éstas son las niñas cuidadas como oro en paño...

--Las niñas que la miran a uno por encima del hombro porque cual-quiera li'hace fiestas...

--¡Jesús! Bueno que grita esa María Juana. Y la otra con nervios y ataques. Esas cosas están buenas para las señoras como una...

--Mire, tía Carmela, ¿le digo la pura verdá? Mi'alegro harto qui'haya .pasao esto. La Meche era muy pará y mi'hubiera costao trabajo bajarle el -moño. Y con esto, las otras pobres lesas no si'atreverán a icirme na si algún día ven cualquier cosa...

--¿Qué cosa?

--¡Bah! --e hizo un gestillo picaresco.

--Ten cuidado con el viejo, que es muy bruto.

----ya sabe que no soy- lerda...

Se miraron y una doble risa contenida resonó en el salón. Volvían Zenón Alfaro y Chano Almendras. Y .como ninguno de ellos e atrevía a comenzar, don Santos preguntó con voz que no temblaba:

--¿Quí'hubo?

--Es que... --dijo Zenón.

--Icen que tomaron boleto pa Rari-Ruca...--prosiguió Chano Almendras, viendo que el otro callaba cohibido--; hay varios conocíos que los vieron juntos en el tren.

--Hablamos con el primero San Martín, qui'anda por asuntos e servicio en el pueblo --la voz de Zenón tremolaba--, y dice que se puede avisar por teléfono pa que los tomen a la llega. del tren. Ella es menor...

--Y él tamién, así que no es na responsable --gimoteó la madre de Víctor, horrorizada de que su hijo cayera en manos de San Martín.

--¡Hi! ¡Hi! --lloraba María Juana desde la puerta.

--Usté dirá lo que si'hace --insistió Zenón, dirigiéndose a don Santos.

--Na --dijo éste fieramente--; como ice su señora, Vítor no es responsable. La mujer que se pierde es porqu'es una perdía... M'hija Meche ha muerto pa mí. Ya lo saben toos. Y agora vámonos, qu'es muy tarde.

--Pero cómo se va d'ir...

--Vámonos no más.

María Juana y Chabelita lo siguieron dócilmente.

--¿Y la Tatito? --preguntó la madre de Víctor.

--La llevo yo en brazos. Vayan saliendo, mientras la voy a buscar. Ya está.

--Pero, don Flores --intervino Zenón--, piénselo bien, no vaiga luego arrepentirse d'este pronto.

--Yo nunca m'arrepiento de lo qui'hago. Güelvo a icirlo: m'hija Meche murió pa mí --y salió.

 

 

5

 

 

Pasando a través de los árboles, la luz blanca de la luna fingía quimeras sobre el camino de la montaña. Susurraban las hojas sus eternas historia al oído del viento y, de rato en rato, la risa clara de un manantial comentaba alegremente 1a narración. Las luciérnagas proyectaban sus focos de luz celeste en el aire tibio de la noche veraniega y abajo, en la quebrada que hundía el río, las ranas croaban en la obstinación de una pregunta que sólo contestaba el eco burlescamente.

Adelante iba Chabelita, malhumorada por lo despacioso del retorno, mas íntimamente satisfecha por el giro que tomara la fiesta. Y por distraer iba hilvanando proyectos para lo porvenir.

La seguía María Juana, que agorada por el sufrimiento, lacia y con el pensamiento vacío, se zangoloteaba pesadamente al paso largo del caballo. Parecíale a ratos todo aquello una pesadilla horrenda de la cual acabaría por despertar.

Cerraba la marcha don Santos. Sobre una manta colocada en el arzón iba Tatito, apoyada la, cabeza en el- hombro del viejo, que la sujetaba firmemente por la cintura.

Semiinconsciente aún, abría la niña los ojos y, sintiéndolos llenos de luces que giraban, los volvía a cerrar con una fatiga que obligaba a don Santos a sujetarla con más tino, temiendo que resbalara.

A veces balbucía algo confuso que el padre no alcanzaba a comprender,

porque los dientes castañeteaban y al entrechocarse comían las palabras. Pero tenía tanta impresión en el cerebro que todo aquel caos fue saliendo afuera en palabras sueltas al principio, en frases completas después, en un hablar febril más tarde:

--Meche... Me... che... Meche... ¡Ay!... Se jue... Se jue... La Meche se, jue... ¡Ay! Tatita, es pecao, se va condenar... Tatita, por Diosito, corra y alcáncelos... Tatita, por favorcito... Meche... Meche... Se jue con un hombre... ¡Ay!... ¡Cómo arden las llamas del infiere no!... Es pecao... Misericordia, Señor...

Un momento pareció recogerse en la oración, para luego seguir con mayor vehemencia:

--¿Pa qué se jue a casar, tatita lindo? Si no si'hubiera casao na, la Meche no si'hubiera arrancao... Se jue con un hombre, se jue... --De pronto, alzando la cabeza y mirando a los ojos del viejo, preguntó apasionadamente--: ¿Por qué se casó? ¿Por qué se casó, tatita? ¿Por qué?

Y como el viejo no contestara:

-- ¡Si no si'hubiera, casao na... --prosiguió--. Icen que la Chabela es mala. La Meche icía qu'era una bestia dañina. Que no se casaba con usté na más que por casarse y poer luego hacer cosas feas... pecaos... ¡Ay, Señor! ¿Pa qué se casó? Si la Meche se jue la Chabela tiene la culpa... ¿Cuántos eran? --preguntó de pronto, roto el hilo del pensamiento.

--¿Quénes? --preguntó a su vez el viejo, que se sentía contagiar por aquella fiebre.

--No mi'acuerdo... Dígamelo usté, ¿Cuántos eran?

--¿Quénes? --volvió a preguntar don Santos, perplejo, empezando a temer que se hubiera vuelto loca.

--No lo sé --dijo la niña con fatiga; me preduntaron algo y se mi olvidó.

Calló un rato y luego indagó con más ahínco:

--¿Pa qué se casó, tatita?

--Pa tener un hijo --contestó involuntariamente, tal vez con la vaga idea de que callara al sentir una respuesta.

--¿Y no nos tenía a nosotras?

--Ustedes no llevan mi nombre.

--¿Y por qué jue a elegir a la Chabela?

--Porqu'es guaina.

-- ¿Usté la quere?

No contestó don Santos y la chiquilla se quedó un largo rato callada, como rumiando aquellas ideas.

--Se casó pa tener un hijo --murmuró de nuevo--. Oye, Meche, se casó pa tener un hijo...tatita, que yo no mi'acuerdo na... Oye, Meche... Óyeme, pue... ¿Por qué no me querís oír? Se casó pa tener un hijo... La Chabela es guaina, pero mala... La Meche lo icía... Me...che... Meche... Pobre Meche... Se jue con Vítor Alfaro... ¿Onde estarán agora? Meche... Meche... Pobre Meche... ¿Cuántos eran? Me lo preduntan otra vez y no mi'acuerdo...

Bajaban ahora el flanco de la montaña, buscando el puente que abajo atravesaba el río. Descendía el camino en zigzagues violentos y los árboles, más compactos, juntaban en lo alto sus ramas, formando una obscura bóveda por donde avanzaban lentos los caballos.

"Tenimos entoavía una hora e camino --pensó don Santos--, una hora más de sufrimiento oyendo esvariar esta pobrecita."

Muy en lo hondo una especie de remordimiento lo hurgaba. Como decía Tatito aquello: la fuga de Meche, la pena de María Juana, el estado mísero de la niña, su propia pena, honda y callada, la vergüenza qué la huida de su hija echaba sobre su nombre, no era sino consecuencia del matrimonio.

La causante de todo era Chabela, la bestia dañina, como la llamaba Meche, que por primera vez en su vida de hombre morigerado había despertado en él la pasión, tanto más fuerte cuanto más tardía; Chabela; que entornando los ojos con tan pudoroso recato le hacía olvidar todo lo malo que de ella se susurraba; Chabela embrujándolo con su voz cantante adormecedora de recelos; Chabela que le prometía un hijo--¡al fin!-- con. su juventud sana y pletórica de vida; Chabela...

--"¡Malhaya sea l'hora!... --alcanzó a pensar, pero luego, resignado, fatalista, murmuró encogiéndose de hombros la frase que sigila el pensar del roto--: Sería mi destino..."

 

 

6

 

 

Ocho meses habían transcurrido desde el matrimonio de don Santos y el hijo que su vejez se prometía no llegaba, ni parecía tener miras de llegar

Las primeras semanas de la unión fueron duras para Chabela, ya que los caracteres exasperados por el dolor estaban agriados y tanto María Juana como don Santos aislaban a la recién llegada. Pero la muchacha era hábil y empezó por buscar la compañía de Tatito y cuidarla sencilla y fraternalmente. Debilitada por tantas emociones, Tatito no podía abandonar la cama sin sufrir desmayos. So pretexto de cuidar a la enfermita, tuvo Chabela el buen tino de dejar que María Juana siguiera manejando la casa, y asumiendo una actitud reposada y al mismo tiempo atenta, aquietó los recelos del viejo que ella, sagazmente, sentía rondarla vigilante.

Y acabó por no inspirar aversión a María Juana, ni horror a Tatito. La primera conversaba mucho con ella y hasta, en ciertas ocasiones, solicitaba su ayuda para menesteres caseros: lo que a María Juana le parecía un homenaje y que en realidad para Chabela --holgazana en extremo--era un fastidio que soportaba pacientemente. La pequeña, al verla cuidarla, al mirarla buena, acabó por quererla, muy arrepentida de haber pensado mal de ella. Y hasta llegó a pedirle perdón ingenuamente.

Por su parte, don Santos cada día se abandonaba más al ascendiente de la mujer y, penetrado de su juventud --y como agradecido del don que recibiera--, se mostraba más comunicativo, más condescendiente, y sus hijas, admiradas, lo oían a veces reír.

De Meche se sabía que estaba en Temuco con Víctor Alfaro. El mozo seguía tan remoledor como siempre, gastando cuanto ganaba, y la mujer se vio en la necesidad de buscar algunos lavados que le dieran para mantenerse. Estaba embarazada y, según San Martín, que trajo estas noticias ala hacienda, Víctor Alfaro se mostraba muy satisfecho con la próxima llegada del hijo, por motivos que definía 'así:

--En naciendo el chicuelo, se lo llevo a mi mama pa qu'ella lo críe como Dios le dé a entender. La Meche si emplea d'ama y yo queo librecito otra vez... Estoy hasta la coronilla de mujer propia..., aunque sea por detrás de l'iglesia...

Jamás en la casita del carpintero se mentaba a Meche, y Chabela -- a quien comunicó las noticias San Martín-- sólo se las dijo a María Juana. Tatito seguía viviendo su anterior vida de éxtasis, y en cuanto a don Santos, nadie se atrevía a tocar el tema en su presencia.

Con la llegada de la primavera la vida de trabajo se intensificó en la hacienda. Al peso de la nieve el techo de un galpón en las alturas de Collihuanqui se hundió y al tratar de repararlo se vio que los "chocos" de la base estaban podridos. Se lo deshizo y en su lugar se empezó la construcción de otro galpón, con mayor capacidad aún para los fardos de pasto aprensado.

Don Santos se iba a caballo de alba y no regresaba hasta la noche. A mediodía iba María Juana también a caballo a dejarle el almuerzo, y en uno de esos viajes se encontró en el camino con el nuevo herrero de la hacienda, un mozo bastardo de alemán que a sus características de montañés de Malleco unía el exotismo de unos claros ojos azules y de un pelo rojo cobre. Y María Juana, al contestar a su saludo modoso, no supo si se abochornaba porque el sol caía a plano sobre ella o si porque le mirada insistente del mozo se le quedara fija en el corazón.'

Una noche, en la semana siguiente, luego de comer y mientras charlaban todos en el corredorcito que daba al jardín, llegó inopinadamente el herrero a preguntara don Santos cuántas alcayatas necesitaba pare la puerta del galpón.

El viejo lo recibió bien. María Juana no sabía qué hacer de las mañas y miraba obstinadamente la punta de sus zapatos bastos que le parecieron de pronto feos y sucios. Tatito sonrió a las estrellas, y Chabela, con su intuición de hembra, se hizo cargo de la situación.

--Las alcayatas son doce, ya se lo'ije esta tarde --contesté don Santos, algo sorprendido.

--Disculpe, se me había olvidado --y vacilando--: Buenas noches, no quiero molestar más.

--Pase --dijo Chabela amistosamente--, la conversa no será muy güena, pero es agradoso hacer tertulia con esta fresca.

--Con su permiso.

--Pase no más --agregó don Santos, que ya estaba habituado por Chabela a recibir visitas.

--Güenas noches. Usté es el nuevo herrero, ¿no? --preguntó la, mujer adelantándose y dándole la mano.

--Sí, señora, Federico León, para servirle. Buenas noches, don Flores

Era un muchachón alto, y musculoso, con fisonomía abierta y simpática, con nervudos brazos que terminaban en unas manazas enormes, rojas y callosas, con señales más claras que marcaran las chispas con que se defendiera el hierro al ser batido en el yunque. De la raza paterna venían una simplicidad de maneras y una alegría pueril que desconcertaban a los huraños montañeses. Ya que no su apellido, el padre le había dado cierta instrucción en una escuela industrial y se expresaba con soltura, pronunciando correctamente las palabras. Cohibido y audaz, serio y jocoso, era esa noche un balancín en que la sangre del padre y de la madre pesaban intermitentemente.

--Güenas noches --contestó don Santos--. Estas son mis hijas.

--Federico León --y el mozo tomó con cuidado la manecita de cera amarillenta.

--Güenos días --dijo María Juana, completamente desconcertada, y como él riera bullicioso, se cortó más y más e inclinó la cabeza.

--Vaya, Juanita, que anda adelantada usted... --exclamó alegre, deshaciendo con la fuerza del apretón la mano de la muchacha.

--Parece que la María Juana está muy apurá --dijo Chabela, enviéndolos en la malicia de su mirada.

--Cuidado conmigo, que soy también muy apurón.

--Entonces bien puee ser que ya haiga amanecío... ¿Por qué no van al jardín a ver si divisan el sol?

--Por mí no quedará. ¿Vamos, Juanita?

--Es que... --y miró a don Santos, sin saber qué hacer.

--¡Qué tanta lesera! Vayan no más.

Y salieron, ambos muy embarazados, pero unidos por el mismo deseo de soledad.

--Chabelita --dijo don Santos con reproche.

--Mire, no vaiga'enojarse. Na tiene de particular. Desde aquí los estamos viendo. Hay qui ayuarse en estas cosas, mi viejito querío. Las muchachas a éste paso se van a quear pa vestir santos. Hay que darles ocasión a los mozos pa que las conozcan- La Micaela Silva me contó qu'éste era un güen partío. Gana harto y no tiene a naiden e familia.

--¿Vos creís, entonces, que le gusta la María Juana?

--¡Bah! Usté tiene telarañas en los ojos, viejito querío... Pasa a cada rato frente a la casa y cuando logra ver a la María Juana se la come con los ojos. Aguaite: mire lo apichonados qu'están.

El jardincillo eran diez metros de terreno cubierto de flores humildes que separaba la casa del camino, lo cerraba una reja de madera; una araucaria y un manzano lo sombreaban, protegiendo cada árbol un banco rústico:

En uno de ellos charlaba animadamente el herrero, oyéndolo, prendida de sus ojos, María Juana.

Se hizo costumbre que Federico León viniera a la casa noche a noche. María Juana y él hacían sus apartes cada vez más embargado uno en otro. Hasta que el mozo preguntó, atragantado por las sílabas:

--¿Se quiere casar conmigo?

--Y como ella callara largamente, dijo tartajeando y apenas perceptible-mente:

--¿No me contesta?

--Yo... --y María Juana se echó a llorar, metiendo su mano en la manaza del mozo, que se hizo leve en la presión amorosa.

 

--Sí.

--¿Me quiere un poquito?

--Sí

--¿Mucho o poco? A ver míreme.

--Sí.

--¿Mucho o poco? A ver, míreme.

--Mucho. Me da vergüenza..., no pueo mirarlo.

.--¡Juanita! ¡Mi mujercita!

Callaron y en la dulzura del sentimiento que los llenaba se quedaron quietos, mano en mano, serenos en la confianza de un porvenir de dicha, de paz y de trabajo.

 

 

7

 

 

Casada María Juana a principios de diciembre, se fue con su marido a vivir a la herrería, en la hondonada del molino, frente a la casa de su abuela.

Como Tatito no hacía nada, la carga del hogar se hizo insoportable para Chabela, que exigió un chiquillo o una mujer que la ayudara. Don Santos prefirió un chiquillo porque, según él, las mujeres sólo sabían comadrear y enredar con chismes. Buscando un muchacho que fuera ágil dieron con el Chincol, un niño de catorce años metido, en un cuerpo cetrino y enjuto, con una fisonomía de mico en el que bailaban dos cuentas de azabache por ojos y un carácter maleable que por un dinero se desvivía.

Chabela descansó en el Chincol y poco a poco volvió a desligarse de todo trabajo. Tanto ella como Tatito hacían vida de holganza, levantándose tarde, tejiendo luego en el comedorcito o en el jardín, si el tiempo lo permitía. Almorzaban servidas por el Chincol, y en cuanto don Salta se iba, ambas salían a pasar la tarde en el despacho, que quedaba en la puerta de la hacienda, en el ángulo formado por el camino principal del fundo.

Allá las recibía doña Paulina --la madre de Chabela-- con mucho agrado. Don Rojas estaba trabajando a tarea en la corta de trigo y nunca llegaban parroquianos, ya que todos se ocupaban en los trabajos de la cosecha.

Mientras madre e hija charlaban en el despacho, Tatito se distraía en el dormitorio mirando las ilustraciones de una historia sagrada, cuando no deletreando las parábolas maravillosas.

A Tatito no se le ocurrió nunca pensar que aquellas tardes pasadas fuera de la casa eran ignoradas por don, Santos; la niña no hablaba si no la interrogaban, y por su parte, el viejo no pensó jamás que sin pedile permiso las mujeres fueran a salir tardes enteras. Chabela mantenía el equilibrio sin dificultad, y en cuanto al Chincol; estaba bien amaestrado y sabía lo que debía callar.

Cuando Tatito leía interesada, Chabela se instalaba junta a1a ventana que abría al camino vecinal. Harta del amor .metodizado, de don Santos, con una sensualidad que ansiaba mayor vida, con una inquietud de imprevisto pronta a saltar sobre la aentura, decidida y astuta, paciente y calculadora, estaba segura de que por aquel camino pasaría al fin don Fanorcito.

Y pasó una tarde, sonriendo al saludarla, mientras ella lo miraba intensamente con sus ojos que sabían tanto, que ahora dejaban ver lo que sabían y que prometían mucho más.

El joven se aburría a morir, obligado por su tío y tutor a pasar las vacaciones en el campo, sin tener siquiera ese año la compañía del patroncito, retenido en la ciudad por una grave enfermedad de su madre.

Colindaban las dos haciendas, y en veranos anteriores Fanor había descubierto la gracia picante de Chabela al venir a ver a su amigo y compañero de andansas por los contornos.

A su vez el patroncito había reparado, en Chabela y ambos la asediaban inútilmente, porque la muchacha tenía su plan y de él no salía. Ella no estaba para perderse, quería casarse, después... ya habría tiempo para aventuras. Y se lo decía a ambos, riendo cínica y prometedora. Mientras, se dejaba cortejar, regalar, abrazar y hasta besuquear por ellos. Pero de ahí no pasaba,

La tarde que viera a Chabela, Fanor regresó muy animado a su casa y tras algunos rodeos indagó del ama de llaves noticias de la joven. La mujer, encantada al verse oída con tanta atención, contó prolijamente el matrimonio de don, Santos, la fuga de Meche, el casamiento de María Juana, la enfermedad de Tatito, "que parecía ánima", y hasta el Chincol salió a relucir en la larga narración.

"¡Bah! --pensó el joven, solazándose de antemano--. Esto es pan comido

Al día siguiente enderezó el paso de su cabalgadura en línea recta al despacho, se detuvo, saludó a Chabela amistosamente y enredó charla con daña Paulina, que salió a ver qué se le ofrecía, pidiéndole un vaso de cerveza.

Otro día se apeó y --animado por la sonrisa de Chabela-- se fue a conversar con ella, mientras doña Paulina se afanaba, bruñendo el mejor vaso en qué servirle un refresco.

--¿Te acuerdas, Chabela? --preguntaba muy bajo.

--Sí... --decía ella, haciéndose la ruborosa.

--Tú me prometiste...

--¡Ay, don Fanorcito, por favor! No-mi'acuerde d'esas cosas, que me da mucha vergüenza.

--¿Tú sabes que lo prometido es deuda?

--Quizás...

Pero la vieja nunca los dejaba solos y Fanor tuvo que buscar un pretexto para alejarla y poder tener una explicación decisiva con la mujer.

--¿Ponen mucho sus gallinas? --preguntó una tarde a doña Paulina, exasperado al verla entrometerse en todo lo que hablaba con Chabela.

--Regularcito no más, patrón.

--Vaya a buscar todos los huevos que tenga. Yo se los compro. Esta mañana oí decir en la casa que no había ninguno.

--Voy a ver cuántos habrán --y se fue adentro.

El joven esperó verla desaparecer y vivamente se acercó a Chabela, que tejía, inclinada la cabeza sobre la - labor.

--Te quiero, ¿oyes? -- y la besó frenético en la nuca de ámbar;- con un largo beso silencioso que hormigueó por los nervios de ambos como un contacto eléctrico.

--No sea loco, don Fanorcito... --pero si en la voz había reproche, la cara se levantaba, presentándose a los besos enloquecidos.

--Te quiero mía, mía, ¿oyes?, mía, mía...

--Sosiéguese...

--Di que sí.

--Sí... Pero sosiéguese.

--¿Dónde? ¿Cuándo?

--Yo le avisaré. Ya está, pue... Mire que viene mi mama.

La vieja volvía con los huevos, muy sosegadamente, ni buena- ni mala en aquel celestinaje, sino tonta de capirote.

Ahora faltaba a Chabela un solo paso que dar para entregarse al placer, y teniendo tanto hecho en cerca de un año de laborar-sosegando los recelos, no se atrevía a dar el aviso al joven, paralizada por un súbito miedo a don Santos.

Del Chincol, que serviría de recadero, estaba segura; de Tatito, desprendida de este mundo, no había que temer; María Juana vivía .absorta en su dicha; nadie iría a venderla en caso de sospechar algo, dado el compadrazgo que estas aventuras crean en los espectadores.

Pero... era tan bruto, don Santos. ¿De qué no sería capaz si descubría algo?

Lo espiaba y acabó por tranquilizarse al verlo fijo en su nueva modalidad, serena y afectuosa.

Fanor notó la vacilación de la mujer y una tarde que la apremiaba a cumplir su promesa, colocó en la muñeca de Chabela su propio reloj de pulsera, agregando estas palabras:

--Para que me digas a qué hora debo ir.

Y el Chincol llevó el día, el sitio y la hora...

La impunidad los fue tornando poco a poco en audaces y muchas veces, por bravata, se veían a media tarde en la casa de Chabela, mientras Tatito dormía agotada por el calor de los roces y el Chincol vigilaba él camino desde el jardín, a la vez que echaba sus cuentas de los pesos que le llevaba dados don Fanor.

Don Santos estaba construyendo otro galpón en las alturas del Quillen y se iba de alba llevando su comida en crudo, para que allá se la cocinara la mujer de don Florisondo, que cerca tenía su puebla. Y no regresaba hasta la noche,

Chabela y Tatito almorzaban temprano y de prisa. Apenas terminaban, Chabela instaba a la niña para que se acostara; ella misma la llevaba a la cama, la tapaba con una manta y esperaba que se durmiera para irse. Cerraba entonces la puerta, atravesaba el comedor que separaba ambas habitaciones e iba a dar la señal al Chincol, que salía disparado a campo traviesa, para avisar a Fanor, emboscado entre las quilas del monte, más allá del potrerillo.

Volvían ambos oteando el paisaje, aunque ningún peligro de ser vistos tenían. A esa hora la gente de la hacienda almorzaba y bajo el sol canicular, en la atmósfera pesada por los roces que ardían en el horizonte, ni un insecto rumoreaba, atontada la naturaleza por el calor.

Atravesaban un paso en la cerca que cerraba el potrerillo, cruzaban el huerto y el corral, y por la puerta trasera entraban directamente a la pieza de Chabela, que los esperaba anhelante, sintiendo los nervios atirantados por el placer del peligro que corrían, patéticos los ojos humedecidos, temblorosa la boca ávida de besos.

Y la puerta se cerraba tras ellos por el Chincol, que, dando vuelta a la casa, se iba de atalaya al jardín.

Un día pasaron un buen susto porque llegó María Juana a que le prestaran la paila grande. El Chincol la recibió muy tranquilo; le dijo que Tatito dormía su siesta de todos los días, que Chabela se había también recostado porque le dolía la cabeza y que probablemente estaría durmiendo.

La otra, que sólo venía por la paila, dio vuelta a la casa con el chiquillo, llegó a la cocina, cogió el artefacto y se fue deseando mejoría a Chabela, sin que la más leve sospecha la hubiera rozado.

Si el Chincol estaba tranquilo y supo jugar a maravilla su papel, los otros, que sintieron voces, estaban pálidos de espanto, sin saber qué hacer, dilatadas la pupilas, abiertas las bocas para mejor percibir el sonido de las palabras.

Cuando sintieron que María Juana se iba y la puerta de la reja se cerró, tras ella, el terror se hizo risa y beso. Como si aquel peligro salvado hubiera sido el único posible, se dieron en adelante con más confianza a sus horas de amor.

 

 

8

 

 

Una lagartija asomó la cabeza chata por una hendidura del tronco y saliendo de su guarida, el animalejo corrió por el manzano hasta alcanzar un rayo de sol. Y se quedó muy quieta, verde la vestimenta que en el lomo se estriaba en oro, blanca la panza, de esmalte los ojillos vivaces que buscaban una mosca que almorzar.

Con una lentitud silenciosa, avanzando paso a paso, el Chincol puso frente a la cabeza del bicho un junquillo terminado en un nudo corredizo. Hormigueaba el sol en el cuerpo del niño a fuerza de envolverlo en sus rayos, ya oblicuos, porque avanzaba la tarde, pero el Chincol lo soportaba todo en el placer de la caza, esperando pacientemente que un movimiento de la lagartija la echara al dogal.

--Chincol, anda buscar mi caballo qu'está en las tranquillas... Ponlo en el galpón y suéltale la cincha no más. Tengo que golver al tiro pal trabajo.

Era don Santos quien hablaba al niño. Había tenido que hacer en la herrería y pasaba a la casa a refrescarse con un vaso de agua con harina.

La sorpresa rayana en estupor abrió los ojos, la boca y las manos del chiquillo, que miraba a don Santos avanzar hacia la casa.

En su aturdimiento no perdió la cabeza y contestó hablando a gritos para que oyeran los otros:

--Ya voy..., don Santos..., don Santos...

--¿Te habís güelto loco? ¿Pa qué gritái tanto? --preguntó el viejo, sorprendido e intrigado.

--Si no grito..., don Santos..., don Santos...

Y como el viejo, tras de encogerse de hombros, se dispusiera a entrar al comedor, el Chincol, perdido el tino, gritó desesperadamente:

--Chabelita... Llegó don Santos... Chabelita.... Chabelita...

El viejo volvió a detenerse y un largo minuto se quedó pensando en el porqué de aquella alarma, de aquel vocear que era un aviso y, cogido por la sospecha, avanzó rápido hasta la puerta del dormitorio, que no cedió al empuje.

--Chabela... --dijo, e instintivamente se quedó escuchando.

Adentro sonó un golpe, algo que se volcó, sin duda, y unos pasos precipitados iban y venían tratando de disimularse.

Como no abriera --ya con la certeza del delito--, don Santos arrimó el hombro a la puerta que cedió al empellón.

--Ave María --dijo la mujer con una sonrisa que era una mueca-. Tan apurao que viene... Me recordó de repente.

Estaba en enagua y a pie descalzo, envuelto el busto en un chal y con movimientos desordenados trataba de sujetar la crencha negra de sus cabellos que le caía por la espalda.

Don Santos la taladraba con sus ojos metálicos que habían tomado la antigua expresión: ella seguía sonriéndole con un tic que tiraba del labio inferior y ponía en descubierto los dientes que castañeteaban, pero los ojos mantenían la mirada del marido.

--¡Canalla! ¿Con quén estabas? --rugió opaca y pavorosamente;

--Con naiden.. ¿Con quén quería qu'estuviera?

--Mentirosa... Canalla... Sinvergüenza...

--¿Por qué me trata así?

No contestó el viejo, que ahora examinaba la pieza: la cama deshecha, la mesa derribada, las ropas de la mujer por el suelo, la puerta que daba al patio entreabierta, a los pies de Chabela un cuello de hombre con corbata de seda azul.

--¿Y esto? -- preguntó, abalanzándose-- ¿Y esto de quén es? Y como ella, ganada por el terror, no contestara:

--Perdía...,pendía.

La mujer huyó los ojos y dio un paso, tratando de acercarse a la puerta, pero el viejo le cortó-el camino y a la par que hablaba azotándole el rostro con las palabras, ella iba-retrocediendo y él avanzando.

--¿Qu'es esto, mala bestia, sino el cuello e tu querío? Canalla... Perdía --y en un paroxismo de ira que afinó sus facciones endureciéndolas y tornándolas grises, continuó diciendo--: Te di mi nombre y lo habís escarnecío... Te traje a mi casa y l'habís manchao... Me golviste loco con tu querer mentiroso y desoyendo too me casé con vos... Esperaba que me dierai un hijo y no me lo diste na... Por tu culpa se perdió la Meche... Por tu culpa morirá la Tatito... Por tu culpa me voy'acriminar... ¡Ah, perdía!...

Llegaba Tatito con los ojos desorbitados por el espanto, quiso gritar algo, movió la boca convulsivamente, se aferró a la puerta al caer de rodillas y después se fue de bruces sobre el suelo.

--¡Perdón! --decía Chabela--. Perdón, mi viejito querío...

--Tu viejito querío que habís escarnecío --prosiguió don Santos, que de un brusco tirón la echó sobre la cama--, tu viejito querío que te va a matar aquí mesmo onda ti'habís revolcao con l'otro..., aquí vai a morir... Perdía... Bestia..., no sos más qui'una bestia dañina y a las bestias se las mata... ¡Ah!... Así...

--¡No! ¡No!

--¡ Perdía!...

--¡No! ¡No! ¡No!... Socorro... Fanor...

Fue lo peor que pudo haber dicho. Las manos del viejo se cerraron sobre su garganta y apretaron hasta sentir el cuerpo lacio.

--Perdía... Mala bestia...

--No... Ah... Agggggggg... --alcanzó a borbotar aún.

--Ya no l'harís mal a naiden... Perdía... --le dio dos o tres sacudones más para convencerse de que estaba muerta.

Entonces la soltó y se la quedó mirando de hito en hito. Tenía afuera los ojos sanguinolentos, hinchada la boca por la que salía una piltrafa que era la lengua, congestionada la cara, rojas las marcas que sus dedos dejaran en la garganta, que --corrido el chal en la lucha-- se mostraba desnuda.

--Haber vivío toa una vía e trabajo pa terminar en esto --murmuró, tomado por un desfallecimiento que aflojó sus músculos.

Pero otro impulso lo empujó hacia la puerta del patio, con la intención de correr tras el que huía.

--No --volvió a murmurar--; era ella l'única que me debía respeto.

Fija la mirada bajo el cerrazón del ceño, se volvió para salir por la puerta del comedor.

"Más vale que se muera --pensó al evitar el cuerpo de. Tatito desmayada--; así sufrirá menos."

Y rígido, frío e impenetrable --carátula de tragedia tallada en piedra--, salió a darse preso a las gentes que ya acudían llamadas por el Chincol despavorido.

 

 

BRUNET, Marta. Bestia dañina. Obras Completas de Marta Brunet. Santiago, Zig-Zag, 1962. Pp. 389-416.