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MARTA BRUNET. MONTAÑA ADENTRO

Emilio Vaisse
(Omer Emeth)

«Montaña adentro» es un idilio pero, a diferencia de los idilios clásicos en que todo, desde el escenario hasta las gentes y los sentimientos, era convencional, reinan en éste una naturalidad perfecta y un realismo que, si el calificativo no significa reproche, podríamos llamar fotográfico. Los campesinos y campesinas que ahí figuran no son entes imaginarios o meras creaciones de la señorita Brunet: han existido y, supremo elogio, existen, discurren, obran como realmente han de obrar, discurrir y sentir las gentes de «Montaña adentro».

¡Desdichadas gentes! La región en que se desarrolla su pobre vida sería un Edén si alguien se preocupara de la felicidad espiritual y temporal de los peones que la cultivan.

Pero en la Mesopotamia encerrada entre el Cautín y el Rari-Ruca la peonada vive en el más horrible abandono. Hay por ahí lindos chalets en que viven los dueños de aquellas feraces tierras, pero ninguno de estos dueños asoma la cabeza en el idilio. Represéntalos un mayordomo brutal y basta. ¿Qué les importa a ellos la suerte moral y física de sus peones? Lo esencial es que, por el más bajo posible de los salarios, éstos den la mayor suma posible de trabajo. Que vivan sin Dios ni ley; que, en una región abundante en madera, sus «pueblas» mal construidas, estrechas y bajas, no igualen en escaso confort a las rucas indígenas; que allí se carezca de médico y matrona, cosas son éstas que a esos hacendados, presentes de cuerpo y ausentes de alma, los tiene sin cuidado.

Tampoco se divisa en lontananza un campanario, ni una escuela. Si el cuadro de «Montaña adentros es fiel, podemos decir que aquélla es una región no sólo laicizada, sino socialmente abandonada.

Lo sería del todo si, en ella, el poder público no tuviese por representante un sargento de Carabineros, ex bandido, encargado de vigilar a sus ex colegas y de servir a los hacendados.

En resumen, no aparecen en este idilio ni un hacendado, ni un cura, ni un maestro de escuela. El elenco es de puros campesinos con un mayordomo brutal y un trío de carabineros más brutales aún...

¿Qué sucederá? Todo ahí está dispuesto por la bondadosa Providencia para la vida feliz. El paisaje es edénico, mezcla de bosques y de potreros. El agua corre a raudales y derrama vida, frescura, color por doquiera.

Las almas, aunque descuidadas por aquéllos a quienes Dios y la sociedad las tiene encomendadas, son naturalmente cristianas. Algo les queda de la religión de sus mayores, y aunque sea poco, les bastaría para su felicidad si de cuando en cuando alguien, con sus enseñanzas y ejemplos, reavivara el fuego que está latente bajo las cenizas.

Fuera de la hora en que el alcohol impera, son las gentes más «gobernables» del mundo.

Lo son demasiadamente, puesto que han llegado al colmo de la indiferencia. Todos, cual más cual menos, discurren como la joven protagonista de este idilio cruel: «tenía ese fatalismo que hace acogerlo todo con igual calma. Dichas, pesares, enfermedades, muerte, son para ella poderes contra los cuales no vale rebelarse. ¿Para qué? Si es el Destino. Ignorancia, miseria, malos instintos, el crimen mismo, son para ella poderes contra los cuales no vale luchar. ¿Para qué? Si es la Fatalidad» (p. 85).

Filosofar sobre un idilio parecerá tal vez extraño. Más grato sería seguramente para la mayoría de los lectores un resumen de esta novela pero, contrariando mis hábitos, no lo haré. Sería desflorar la obra de la señorita Brunet.

Si yo he sacado de esta novela filosofías, otros sacarán de ella sensaciones y hasta lágrimas ¿Quién sabe si mis filosofías no son un eco de éstas y aquéllas?

Si la belleza de la comarca en que se desarrolla este idilio no me hubiera seducido, seguro estoy de que la condición social en que yacen los protagonistas de ella no me habría movido a indignarme primero y luego a raciocinar sobre causas y efectos. ¡Cuestión de contraste!.. .

Cada cual reaccionará a su modo. En cada uno de los lectores se cumplirá la ley de la filosofía aristotélica: Quidquid recipitur... o, si se prefiere, la de Amiel. Un paisaje es un estado de alma... Si vivís exclusivamente de los sentidos, os embelesaréis ante los cuadros que la señorita Brunet os pinta, os enamoraréis de la «montaña» y haréis proyectos de viaje para las próximas vacaciones. Si sois de corazón blando y de lágrima fácil, lloraréis. Pero si sois de esos que piensan con el cerebro y también con el corazón, os indignaréis más de diez veces y mis filosofías no os parecerán tan fuera de lugar por más que quizá os desagraden.

De mí sé decir que este libro me deja encantado por su belleza artística y furioso por su contenido social. Y para que vea la señorita Brunet hasta dónde llega mi enojo, le diré que siento no poseer dos ejemplares de su novela porque, de tenerlos, uno iría a parar en manos del señor comandante de Carabineros. De todos los chilenos el que debe leer «Montaña adentro» con más interés es precisamente el jefe del «primero» San Martín, del más consumado bellaco que pise las tierras regadas por el río Cautín.

Sólo deploro que la señorita Brunet lo haya bautizado con nombre tan venerable. El «primero» San Martín no debió llamarse como San Martín primero: el de carne y huesos es un insulto para el de bronce...

Desde el punto de vista artístico esta obra merece especial alabanza. En manos de una escritora menos artista, el tema de «Montaña adentro» habría dado latitud (y hasta lata) suficiente para llenar quinientas páginas y aun más. La señorita Brunet no se ha dejado tentar por la posible abundancia. En esto su talento es viril. Qui ne sait se borner, ne sut jamais écrire, decía Boileau. Ella sabe abstenerse, ella sabe limitar, podar, escoger. Elle sait se borner y, por consiguiente, sabe escribir.

Empero le señalaré un escollo tanto más peligroso cuanto más invisible para la mayor parte de las gentes.

Es un escollo encantador. La señorita Brunet, como todos los poetas, personifica, humaniza, si tal puede decirse, la naturaleza toda. Con mucha frecuencia hace que los árboles, los ríos, las flores, las estrellas hablen y obren como hombres. Semejante antropomorfismo es muy ingenioso, ciertamente, pero como todo lo artificial, a la larga cansaría...

Ejemplos: En una vega árboles calcinados por el roce, grises o negruzcos, espectrales o atormentados, alzaban su desolación aquí y allá. Otros escapados a la voracidad de la llama deliberaban en grupos, musitándose al oído frases que luego los agitaban en reír gozoso...» (p. 78).

«Fucsias rojas, violáceas y blancas sacaban burlescamente la lengua a las humildes azulinas que estrellaban el tapiz de verde musgo» (p. 3).

«Era prima noche y las estrellas al amparo de las sombras curioseaban mirando hacia la tierra: algunas asomaban un instante su pupila de plata y se perdían llamando a otras para luego aparecer juntas» (p. 102).

Esto es, sin duda alguna, muy ingenioso, muy lindo, «joli» en toda la acepción de esta intraductible palabra, pero es artificial, ficticio. No hay que prodigarlo.

Entre los jóvenes escritores de más fama hoy en día, Juan Giraudoux es todo un maestro en esta clase de juegos. En su última o penúltima obra Suzanne et le Pacifique semejantes antropomorfismos abundan de tal suerte que, después de celebrarlos durante cuarenta o cincuenta páginas, el lector deslumbrado y por fin mareado hace votos porque vuelva luego a reinar en la literatura y en la vida la sencillez y sinceridad, el honrado realismo de los clásicos.

La lectura de Suzanne et le Pacifique sería provechosa para la señorita Brunet. Estoy seguro de que ella bastaría para convencerla del peligro que acabo de señalar.

 

 

24 de Diciembre de 1923

 

 

Vaisse, Emilio, (firmado «Omer Emeth»). "Marta Brunet: Montaña Adentro", EL Mercurio, 24-XII-1923. Reproducido en Estudios críticos de literatura chilena, tomo I. Santiago: Editorial Nascimiento, 1940. pp. 65-69.