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EXPERIENCIAS DE MI VIDA LITERARIA
(Fragmento de una conferencia)

Marta Brunet

 

No Los creo yo, pensándolos hasta en sus mínimos detalles, criaturas de ficción para que en una novela realicen determinados gestos o digan precisas palabras. No. Ellos aparecieron súbitamente al borde del duerme vela, en esa indecisa región donde mora una humanidad que necesita de mi para hacerse presente. Cada cual concibe y escribe de diversa manera. De mí sólo puedo decir honradamente que trascribo esa varia, renovada y apasionante humanidad, fiel a su geografía, servidora de sus caracteres, atenta a que su clima sea el suyo y a que sus sentimientos sean los que les pertenecen.

Siendo yo una muchachita --llevo muchos altos en la tarea de escribir--me inquietó esta sorpresiva presencia de los elementos del cuento o de la novela a mi alrededor. No sabía qué hacer con ellos. El duerme vela se me tornaba en una pesadilla del lado del sueño y en un desasosiego lindante al pavor del lado de la vigilia. Pero si yo no sabía qué hacer con ellos, ellos bien sabían lo que querían de mí. Hasta que mansamente me entregué a su claro mandato y empecé a escribir.

A veces he tratado voluntariamente, de internarme en ese mundo tratando de descubrir de dónde vienen sus formas, cómo se colocan en sus escenarios, de qué modo alientan sus pasiones, cuándo y por qué empiezan a actuar sus personajes y cuándo y por qué termina su existencia. Nunca lo he logrado. Es una vida misteriosa fuera de todo control, de cuya existencia doy fe, del mismo modo que sé de la veta profunda cuando en la roca contemplo el cuenco de agua de vertiente, duplicando la azul comba de los cielos.

¿Por qué no aceptar en mí misma, a través de mí misma, un milagro? ¿Acaso un hijo no lo es mayor, oscuramente naciendo de la carne, entre sangre y vagido, con su posibilidad de santidad y de crimen, de belleza y de monstruosidad? ¿No es acaso milagro el de las rosas floreciendo simultáneamente en una mañana, con una gota de rocío que en su corazón guarda el iris, o no lo es el canto de la calandria que inunda el paisaje de un inefable goce? ¿Por qué entonces no aceptar un milagro más?

Un cuento, por breve, podría bien aparecérseme en su totalidad, especie de panorama para verlo y copiarlo sin vacilaciones. No es así como aparece. Es súbitamente oír una voz o ver un rostro o contemplar un paisaje. Al punto "despierto". Cobro conciencia y con todos los sentidos agudizados hasta el dolor, espero la ordenación de ese caos al cual debo dar vida. A veces las sensaciones se confunden y no sé cuál es la primera frase con que he de traducirlas. No debo precipitarme. Debo esperar. Es el trance angustioso, el solo momento que para mí persiste en antiguo pavor, igual al primer pavor del hombre tras su primera noche poblada de sueños.

A veces la voz, el rostro, el paisaje, la acción, son tan de centella que sólo me producen un alerta. No debo perseguir la sombra de su sombra. Ya volverán.

Y vuelven. Están ahí, persisten. Se ordenan. Cobran vida. Si, eso es. Una vida tan real como la de cualquier humano, moviéndose por anchos territorios con su pulso y su ritmo.

Es entonces cuando debo escribir.

No sé nada de ellos. Nada. Desconozco sus nombres, sus hechos. Su por qué, su cuándo, su cómo. Conozco su principio. Desconozco su fin. Pero ahí están imperiosamente dándome la partida.

Ignoro si es un cuento, si a una novela, si es eso que por una falla incomprensible de nuestra rica lengua, no tiene otra designación que cuento largo o novela corta. No sé nada, pero escribo.

Escribo.

La vida mía, la propia, cotidiana, de mujer de su casa y de su trabajo, parecería lo de siempre. Pero yo bien sé cómo lo realizo todo con ausencia de mí misma, tal vez con los gestos precisos y las frases necesarias, pero adentro llamada, urgida, tironeada por ese otro mundo subconsciente que se sirve de mi para lograr su integridad literaria.

Nunca sé cómo es un cuento hasta que no está terminado. Menos sabré, entonces, cómo es una novela. En uno y otra su gestación es para mí idéntica de misteriosa y sorpresiva.

Mis propósitos para, modificar estos personajes, aun en mínimos detalles, son siempre fracasos. Cierta vez al releer lo escrito, di con una mujer que se llamaba doña Batilde. ¿Batilde? Creí aquello error de máquina y corregí: Matilde. Pero me entró tal desazón, tal sentimiento de irrespetuosidad --lo mismo que si a una vieja amiga de probada terneza le deformáramos el nombre con un feo mote--, que escribí de nuevo Batilde. Todo volvió al orden que debía ser y plácidamente seguí capítulo adelante con mi doña Batilde, señora de su nombre y de su destino.

Mis primeros años de mujer que escribe la vida rural chilena, me valieron el asombro de la crítica y el escandalizado comentario de mi medio provinciano. Que nadie entendía el conocimiento de la muchacha que yo era, en decires montañeses, en pasiones primarias y en una cruda realidad puesta en manifiesto sin ambages.

Entonces, como ahora, el mundo del trasmundo habitado por los seres de mis libros, era tan ajeno a mi voluntad, como puede serlo el color de mis ojos.

Esto es el principio y es el don.

El pianista debe estudiar durante siete horas al día. El hombre de ciencias casi no tiene tiempo para descansar en la vigilancia de sus probetas. El historiador se agosta entre polvorosos documentos. Ellos y otros, también han recibido un don: y lo sirven. El escritor debe poner en práctica aquello que decía el viejo Pascal: "En la vida todo concurre". Lo que vale decir que el escritor debe sumarse a la vida, adentrarse en ella, identificarse a través de los sentidos con todos sus aspectos, enriqueciéndose de experiencias, aprendiendo de las artes de las letras y las ciencias cuantos éstas puedan entregar y, al propio tiempo, descifrando con su alegría y su dolor el oscuro, tremendo y apasionante libro de la propia existencia.

Nada debe serle ajeno.

Y ante todo, y por sobre todo, debe transitar por ese inagotable elemento de trabajo que es el idioma, moviéndose entre las palabras sin desdeñar ninguna, buscando conocerlas en todas sus acepciones, sorprendido y gozoso ante la maravilla que representan aun aquellas aparentemente desdeñables por cotidianas, por manidas. Tenemos que asimilar como verdad básica --pertenezcamos al grupo de escritores que crean por automatismo o por voluntad--, que el elemento que nos es absolutamente imprescindible para nuestro trabajo es la palabra, que sin ella seremos obreros incapaces de ninguna construcción a la cual pretendamos darle valor estético. No hay peligro de pedantería porque aquel que tiene un cabal conocimiento de su idioma emplea la palabra justa, sin que ésta aparezca dentro de la frase como un oropel, ya que sus diferentes piezas se ajustarán perfectamente para lograr el .todo requerido. Y si vale un ejemplo para demostrar lo exacto de esta observación, remitámonos a los grandes de la literatura castellana, de cualquier época, llámense Quevedo o Azorín.

Y esto nos lleva a varias conclusiones: que ningún escritor debe confiar solamente en el don, que debe incesantemente a través de su existencia incrementar sus conocimientos y que para dar forma a estos conocimientos sirviendo al don debe constantemente transitar por las páginas de diccionario, magnífica aventura que se prolonga a través de los altos valores de la literatura castellana.

 

Brunet, Marta. "Experiencias de mi Vida Literaria", Atenea, núms. 380-381. Concepción: 1958.