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MARTA BRUNET Y LA MORAL LITERARIA

Hernán Díaz Arrieta
(Alone)

 

Hemos recibido la siguiente carta:

Muy señor mío; tengo costumbre de leer los articulitos que usted publica sobre los libros para saber los libros que debo leer yo con mis hijas. A veces comprendo por lo que usted dice que algunos libros no son convenientes para leerlos, y entonces los dejo para mi sola; otras veces me engaño y sufro algunos ratos desagradables con algunos libros. Mis hijas, señor, son personas muy modestas que hace poco estuvieron en las monjas y no les gusta oír leer libros que no están de acuerdo con la moral; por eso me permito molestarlo para preguntarle lo que piensa de las obras de la señorita Marta Brunet. Yo he oído hablar muy bien de esta señorita; pero no sé la opinión que usted se haya formado de sus escritos, porque hace poco leí una novela suya en la Revista Atenea, que usted dice que es una gran revista, cada vez que la nombra, y por eso creí que la señorita Marta Brunet sería una gran escritora y leímos su novela junto con mis hijas. Y mientras yo la estaba leyendo en voz alta, en mi casa, comprendía que debía leerla sola; pero mis hijas eran de opinión que ellas también debían oír, excepto una de ellas, que es la más modesta de todas y que se salió de la pieza. Dice mi hija que la señorita Brunet dice las cosas demasiado claro y que eso no es propio de una señorita de sociedad que ha estado en las monjas. Yo estoy de acuerdo con ella, porque nunca había leído unas cosas tan claras en toda la vida; pero mis otras hijas tienen mucho interés por conocer el fin de su historia y esperan soportarlo todo para saberlo. Prácticamente, las obras morales no provocan nunca tanto interés en mis hijas y por eso estoy un poco escabrosa y quiero saber su opinión sobre la moralidad de esta novelista; porque parece que algunas novelas que no son convenientes para señoritas tienen mucho interés, aunque causan perjuicios en la moralidad. Le ruego que me perdone la libertad que me he tomado de escribirle sin conocerlo y etc.

 

Contestamos:

Ante todo, la distinguida señora firmante de esta comunicación deberá confesar que no sólo ha leído las obras de Marta Brunet, sino también, y con más fruto, el folletín de Anita Loos que acaba de publicarse en La Nación. Su manera de escribir y de pensar lo revelan a primera vista. En seguida, no negará que es una ilustre representante del término medio de las lectoras santiaguinas y merece un interés especialísimo, porque la contestación que se dirija a ella servirá para el mayor número de lectoras y aun de lectores...

Vamos al grano.

Su carta puede resumirse en estas dos afirmaciones concretas: las obras de Marta Brunet, leídas a solas, en voz baja, me gustan y no me chocan: las mismas obras, leídas en alta voz, en el círculo de mi familia, siguen gustándome y gustándonos, pero producen cierto escrúpulo en la conciencia.

Muy bien.

De la simple enunciación de estas verdades podría desprenderse una sencilla conclusión: que las obras no se componen sólo de un libro escrito por un autor, que es preciso agregarles otro elemento, casi diríamos otra mitad; el lector. Nadie lee el mismo libro que su vecino. En una sala de biblioteca pueden tener todos en las manos ejemplares idénticos de la misma novela: a la conciencia de cada uno llegan imágenes, ideas y sentimientos completamente distintos y hasta contradictorios; y si esos lectores, cerrando sus volúmenes, relatan su impresión y cuentan el caso, quien los oiga podrá creer que ninguno ha leído el mismo libro e imaginará que la biblioteca estaba provista de obras de todas clases, escuelas y estilos.

La literatura de Marta Brunet es de las que menos se prestan para esta clase de divergencias. Como lo dijo la lectora escrupulosa, habla demasiado claro sobre la vida, va rectamente, con una especie de ceguera iluminada, al corazón mismo de las personas y de las cosas, sin detenerse en rodeos, sin perderse por nieblas mentales o sentimentales. Sin embargo, ya ve usted... Una joven ha salido de la sala donde se le leía en alta voz. Y las otras se quedan, porque están dispuestas "a soportarlo todo para saber el fin del cuento".

El caso es típico.

Le tenemos horror a la verdad; nos parece que no se la puede nombrar por su nombre, sino a través de infinitos circunloquios y por medio de hábiles perífrasis. Así la soportamos. También solemos tolerarla cuando se lee en voz baja. ¡Ah, el tono de la voz! Algunos se preguntan cómo ha entrado tanto el biógrafo y cómo pasan a través de la pantalla cosas que nadie permitiría decir en un salón. Es la falta de voz. El día que algún descubrimiento permita a los personajes de la pantalla hablar y decir las palabras correspondientes a sus actos, la mitad de la concurrencia se retirará indignada y la otra mitad sentirá una gran molestia. Ahora, con el silencio y la oscuridad, ese otro silencio, el biógrafo tiene libertad para exhibirlo todo y ya los largos besos están pasando a segundo término. El biógrafo es como la cifra de la hipocresía social.

Un pensador francés, muy agudo y muy olvidado. Emile Faguet, observaba sarcásticamente cómo la moral varía y se hace más estricta a medida que va saliendo a luz. Primero tenemos la moral pensada, la moral oculta en el fondo de la conciencia. ¿Qué no cruza por ahí; qué no se permite y hasta sucede, imaginariamente? La puerta es tan ancha que casi podría decirse que no hay puerta. En seguida, tenemos la moral hablada entre dos amigos, en la intimidad; o en un círculo de hombres solos. Y es muy parecida a la otra, pero ya con ciertas restricciones. No todo lo que se piensa se dice, ni al amigo más amigo. Siempre nos reservamos un fondo propio, un pequeño tesoro escondido. Luego podría colocarse, en la escala ascendente, la moral de salón donde hay señoras y señoritas, esa moral ya completamente vestida y hasta revestida, tan decente, tan presentable, sin un pliegue en el traje y hasta con adornos de muy buen efecto. Por último, viene la gran Moral, la moral con mayúscula, la moral pública, la que se habla delante de un auditorio numeroso, en una asamblea, en un templo, en una sala de conferencias, entonando la voz, levantando la mano al cielo para fulminar a los malvados y poniendo de testigos al honor y a la dignidad.

En el fondo, todo esto es muy razonable, porque la moral constituye un útil de uso colectivo y el hombre solo casi no puede ser ni bueno ni malo.

Pero cuando se trata de juzgar un libro hay que saber ponerse en el verdadero punto de vista.

Un libro casi nunca se escribe para que lo lean en voz alta; esta prueba la soportan muy pocos; y si en el auditorio existen señoritas modestas, recién salidas de las monjas, sólo resisten la prueba obras enteramente insípidas.

Cada una de ellas, tal vez no se escandalizaría; pero juntas seguramente no dejarán pasar una alusión demasiado clara ni una imagen excesivamente precisa dentro de ciertas situaciones.

Es lo que ha sucedido con Marta Brunet.

Hay una gran pureza en el fondo de Montaña adentro y de Bestia dañina. (No conocemos aún La Flor del quillén que se nos anuncia y que leeremos). Una pureza de agua de vertiente, una rectitud de rayo luminoso, algo que no ha sido manchado ni se quiebra; la animalidad de algunas escenas se lava en esa especie de atmósfera límpida, reflejo de un espíritu que a fuerza de verdad, de claridad y de naturalidad resulta casi inocente.

Pero todo esto no es para niñitas de las monjas, ni aun para caballeros que hablan de moral con letras mayúsculas.

No hay nada más impuro dice Remy de Gourmont, que la imaginación de una doncella. Culpa de la educación. Creen posible cerrarles la vista del mundo, las rodean de murallas y las obligan a volver los ojos cuando pasa cualquier cosa semejante al amor. Las hacen cruzar junto al precipicio tomadas de la mano para que no miren. Pero miran. Mejor dicho, no miran, atisban, "aguaitan". El mundo mirado es crudo, violento, terrible, repugnante; el mundo "aguaitado" por el ojo de la llave es únicamente malicioso. Lo que no se ve se supone; y la ignorancia siempre supone lo peor.

El mundo de Marta Brunet no se divisa a través de siete velos; se ve tan claro como un día de sol.

Y de ahí los ojos bajos, las mejillas ruborosas, las consultas tímidas o indignadas.

Por lo demás, se explican y no deben sorprendernos demasiado. El caso de esta autora constituye una de esas excepciones que encuentran desprevenido al público.

Se necesitaría cierta educación previa para no resistirla. Sería necesario destruir la idea de la literatura femenina tradicional, hecha como los dulces de almíbar, "por mano de monja", relajante de azúcar y envuelta en merengue esponjado. Sería necesario inculcarles a los lectores la convicción de que un autor no es hombre ni mujer, ni soltero ni casado, ni de buena o mala compañía, sino que es una inteligencia, un corazón, una voz de la humanidad dotada de la facultad de transmitirse. Habría que barrer de los cerebros prejuicios de origen inmemorial. No hemos tenido en Chile escritores de este nervio y de semejante audacia.

¿Cómo no asombrarse de que aparezca, de pronto, una escritora? Hace poco se luchaba porque las mujeres pudieran escribir con su nombre, sin esconderse. Ahora debemos aceptar que ellas hablen más claro que ellos en los asuntos llamados difíciles. Es un paso demasiado largo para que una sola generación lo dé sin sobresaltarse.

 

(La Nación, 31 de julio de 1927, pág. 7)

 

Hernán Díaz Arrieta (Alone). "Marta Brunet y la moral literaria", La Nación, 31 de julio de 1927, en Alone y los Premios Nacionales de Literatura (Recopilación y selección: Pedro Pablo Zegers B.). Santiago: Escritores de Chile, DIBAM, Centro de Investigacines Barros Arana. pp,197-199