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LA ABUELA

 

Solita tiene súbitamente la idea de que algo no está bien, y como por lo general, la que no está bien, quien hace lo que no debe hacerse o dice lo que no debe decirse es ella, comienza por observar su actitud por si es necesario modificarla. Pero no. Esta sentada muy derecha en la silla, a la distancia justa de la mesa; sus manos descansan, cruzadas sobre la servilleta extendida en el regazo, y sus pies, que apenas llegan a la alfombra, permanecen tranquilos. Y como desde que entró al comedor, no ha abierto la boca, tampoco puede reprocharse una pregunta intempestiva, Este examen dura unos segundos, y aunque la tranquilizaba su respecto la sensación de que acontecerá un hecho insólito se le torna tan viva, tan, intolerable, que deja caer esta advertencia en el silencio:

--Parece que fuera a temblar...

Ya lo ha dicho. No hay forma de recoger las palabras que ellas sí que parecen temblar, retemblar en levísimas vibraciones que van de los cárieles de la lámpara a los cristales de la hornacina, de los cristales de la hornacina a las porcelanas de la hornacina frontera; de las porcelanas de esta hornacina al calado y refulgente péndulo del reloj de carillón.

Después, de su frase: "Parece que fuera a temblar...", Solita se ha recalcado en la silla, esperando la reprimenda. Que no llega. Y tan inusitado le parece que no se le haya dicho: "Los niños no deben hablar en la mesa", que vuelve los ojos al padre, con una expresión interrogativa.

Y es entonces cuando comprende el porqué de su impresión. ¡Pero si en torno a la mesa todo está cambiado! No es Ernesto quien ocupa la cabecera, sino Abuela, y, Ernesto está a su derecha, seguido de María Soledad, y a su izquierda, a la izquierda de Abuela, está Solita, y después la Mademoiselle. Y a la mesa deben haberle sacado tableros, porque termina ahí mismo, al borde de María Soledad y la Mademoiselle. Todo esto le parece a Solita prodigioso de novedades, que la habitación luce así más enorme y como han corrido los stores de las ventanas, que abren al parque, una gran luz refracta en las paredes encaladas y hace violentamente rojas las losetas del piso y gualdos los arabescos de la alfombra, y confunde y suaviza las tallas, de los vetustos muebles que otrora adornaran el refectorio de un innombrado convento cuzqueño. Desde que existen sus recuerdos, Solita ha almorzado en este mismo comedor, en una angosta larga mesa, tamizada la luz por los stores a tal punto, que aunque afuera esplenda un rajante sol a veces se hace necesario encender la lámpara. Y ha comido en esta misma angosta larga mesa, corridas las cortinas de pesada felpa color de miel, bajo las luces que a esa hora parecen llegar desde la lámpara amarillas de cansancio. La Clorinda entra y sale por la puertecilla --disimulada tras un biombo-- que comunica con el repostero. Y el reloj...

Solita lo mira y abre la boca. El reloj está parado. El péndulo cae vertical y su esfera dorada está detenida. Ahora va a decir algo. Pero los ojos de la madre la imanan y obedece a su mandato: calla.

Pero otra cosa inesperada sucede. En vez de ofrecer el azafate para que cada cual se sirva; la Clorinda ha colocado frente a Abuela un plato desbordante. E iguales platos va colocando ante cada uno. Ya están todos servidos. Entonces Abuela dice secamente:

--A lo que te criaste... --y empieza a comer.

No se lo ha dicho a nadie. Y la frase, como la anterior de la niña, queda vibrando en el silencio opresivo.

No será más alta que Solita. Pero algo tiene Abuela que la hace parecer monumental. Es fina y dura, tanto que los años --es la abuela de Ernesto-- no han logrado trazarle ni una arruga en la piel dorada de sol y de viento, de vida al aire libre por los campos y las playas, señora de su caballo y de su coche, señora de sus fundos y de su gente, con un sentido, de propiedad de tierras y seres, con un don de mando y ordeno que nunca, nadie, se opuso a su voluntad. Perduración de la matriarca encomendara. Fina y dura. Con un cuerpo que puede aún considerarse perfecto en sus proporciones, con una cabeza altiva y el rostro un tanto echado atrás, mostrando una máscara de bellas facciones. Máscara. Porque parece otro rostro, el definitivo, el que hubiera modelado la muerte para siempre, colocado voluntariamente sobre el auténtico para impedir que la boca riera o sonriera tan sólo o que los párpados pudieran entornarse sobre una expresión de suave terneza. Tiene una voz directa, modulada, en tono bajo, que dice con una concisión sin réplica. Y la mirada, directa también, tan penetrante que parece ir en busca de lo profundo esencial, recuerda la pulida superficie del azabache. Viste invariablemente de negro y de su cuello pende como única suntuosa joya un medallón de perlas y brillantes que guarda el retrato del marido muerto hace años.

 

 

Hace años... En esa época en que debió afrontar la viudez con cinco hijos pequeños y las deudas y las hipotecas y el embrollo dejado por una existencia de gran señor como fue la del marido, a quien le parecía inagotable la herencia familiar medida en hectáreas de tierra, pero no en trabajo y rendimiento. Fue entonces también cuando sobre el rostro de apacible belleza empezó a crearse la máscara. Nadie previó el resultado de su coraje. En esos años, para una mujer de su clase social, no había otro camino en caso de viudez y ruina que recurrir a la familia, continuando la existencia al reparo de su generosidad. Y esperar del destino la suerte de un nuevo marido.

Abuela --la joven mujer de entonces-- luchó sola. Le creció la voluntad. Puso en juego las cuatro operaciones que trabajosamente había aprendido en el colegio de monjas. Internó a los hijos. Se encerró en el fundo. Conoció el olor del viento que trae la lluvia en negros odres de nubes y el mensaje del filo de luna desvanecido en los cielos crepusculares. Aprendió a manejar un revólver y a ocultar su pavor al fogonazo y a la detonación. Conoció las alboradas que marcan su trazo lívido al borde de un niño enfermo y el agorero aullido de los perros que anuncian la muerte. Discutió precios sin que la arredrara la marrullería del campesino ni la pacidad del ciudadano. No tuvo tiempo para pensar dónde nacía la fortaleza para afrontarlo todo ni la sabiduría para solucionar cada problema. Nunca pensó en la sangre, en el mandato de sus entrañas que obedecían instintivamente la gran ley. Iba a ciegas por el camino que millones de millones de mujeres habían recorrido desde siempre para crecimiento del hijo. Cuando llegó al punto en que a su alrededor en vez de cinco niños tuvo cinco hombres, con el porvenir claramente trazado, con la maltrecha fortuna no salvada sino que prodigiosamente acrecentada, cuando creyó que era el momento de entregar el mando, de descansar, de sacarse la máscara y dulcemente dedicarse a los recuerdos, a una especie de larga siesta en mecedora entre el arremansado perfume de las flores y el caer cantarín del agua del surtidor, se encontró con que su rostro era la máscara y su razón de ser el mando.

No eludió, no pudo eludir su destino. Los hijos estaban casados. Tenían hijos casados y éstos, a su vez hijos y más hijos. Abuela --así: Abuela, como a ella le gustaba, sin diminutivo ni artículo-- centraba la familia. La querían. La temían. La agradecían. Porque una virtud podía en ella paragonarse con la voluntad: la generosidad. Tenía millones: regalaba millones.

 

 

Solita la ha visto muy poco. Es ésta la primera vez que Abuela viene a casa de Ernesto. Y en sus viajes al norte, apenas si ha divisado su silueta, porque, generalmente está en sus fundos, y si está en su casa de la ciudad, los familiares la visitan ceremoniosamente, tratando siempre de guardar distancia entre ellos y Abuela, temerosos de sus frases y de sus acciones, temerosos de su poder y al propio tiempo esperanzados en su largueza.

 

 

Solita la mira muy interesada. Abuela ha dejado junto a su plato el rebenque que cuelga siempre de su muñeca. La "verdad verdad" es que come pésimamente, sin atenerse a las reglas que Ernesto impone. Para empezar, de no se sabe dónde, ha sacado un alfiler de gancho con el que se prende al pecho la servilleta. Pero... Solita se queda sin. aliento. Abuela ha sorprendido su mirada y fría y dura fija en ella sus pupilas minerales. Solita se queda sin aliento, pero como Abuela empuña fuertemente el cuchillo, apoyada la cacha en la mesa, "como si fuera un cetro"-- piensa--, a la idea de esta reina que de manera tan informal trincha su ración, con toda su carucha de "feíta con gracia" --como dice María Soledad--le sonríe alegremente.

Abuela sostiene con mayor agudeza la mirada y su puño se aprieta sobre el nácar del cuchillo. Pero es Abuela la que desvía los ojos y relaja los músculos.

La Clorinda continúa llevando y trayendo platos. El almuerzo se desarrolla en silencio. Abuela parece tranquila y poderosa. María Soledad está intensamente pálida y traga dificultosamente. Ernesto muestra una fisonomía hermética, ton las cejas juntas en esa horizontal que marca sus peores momentos. La Mademoiselle trata de desaparecer. Solita goza con la novedad del comedor claro, de le vista del parque, de los platos servidos especialmente para ella y en los cuales la Clorinda ha racionado lo que más le gusta. Todo es novedoso. Y es tan entretenido ver las incorrecciones que Abuela hace al comer. Lo único que echa de menos es el tictac del-reloj. Y la sonoridad de sus campanadas.

Empieza a urgirla el imperio de-saber algo. Y termina por preguntar:

--¿Por qué el reloj está parado?

Abuela la mira y responde breve:

--Porque no me gustan los relojes. Con relojes o sin relojes el tiempo pasa. Con relojes o sin ellos llega la muerte.

Nadie contesta nada. Solita reflexiona y al fin dice, mirando a Abuela:

--Yo quisiera morirme al son del reloj de la pieza de la mamá, el de porcelana con florcitas y dos angelotes que lo sujetan. Tiene un tictac tan lindo que dan ganas de bailar. Y bien puede ser que los angelotes la ayuden a uno a subir al cielo.

 

 

Las visitas de Abuela no suelen ser muy prolongadas, las "visitas de inspección", como se las llama en la clave familiar. Pero esta vez Abuela demora su estada en casa de Ernesto, haciendo por momentos más tensa la situación, porque la voluntad de Abuela y la de Ernesto se afrontan de continuo, debiendo la del último abatirse ante la primera. Abuela parece recrearse en este juego: desarmar pieza por pieza la disciplina de la casa, reorganizándola sobre otras líneas. Ernesto tasca el freno. María Soledad tiene a veces la impresión de estar viviendo una pesadilla en que se cae, se cae; en que la angustia parece que hará estallar el corazón enloquecido, y son tales su medrosidad y su fatiga, que se estaría en su saloncito, silenciosa y a obscuras, si no considerara que su presencia es absolutamente imprescindible como elemento cordial entre las relaciones de abuela y nieto.

--La verdad verdad --confía Solita a la Mademoiselle-- es que Abuela podía de una vez por todas irse para su casa. Y que nos dejara tranquilos con tanta lesera.

--Pero tú pareces estar muy amistada con ella --responde indagadora y sesgando sus propias opiniones la Mademoiselle.

--¡Psch! Al principio le tenía miedo. Todos le tienen miedo. Y a ella le-gusta que le tengan miedo.

--Miedo no, Solita: respeto--interrumpe la Mademoiselle.

--No, no, no... Miedo. Cuando me di cuenta de que era eso lo que ella quería: que le tuviera miedo, el miedo se me pasó. Ahora lo que le hallo es divertida y aburrida al mismo tiempo. No te podría bien explicar cómo es eso, pero es así. Es como esos títeres que hacen siempre el mismo gesto y dicen la misma cosa.

--¡Solita! --reprende la Mademoiselle.

--Ya te dije que no le tengo miedo. ¿Por qué no se va para su casa a mandar? Aquí manda el papá--hace una pausa y termina--, y ya es bastante.

--¡Solita! --repite la Mademoiselle, acentuando el tono de reproche.

 

 

El mismo día que llegó, preguntó Abuela mirando él enorme rectángulo de césped que centra el parque, terminado en el fondo por una plazoleta que encierran altos recortados bajes

--¿Y por qué este potrerillo?

--Es raygrass y trébol enano, porque estamos formando un parque inglés, Abuela --contesta graciosa y ligera María Soledad.

--Un parque inglés. Un parque inglés --repite como mascando las sílabas--. Tonterías. Aquí sólo cabe un jardín criollo. Ernesto: mañana de alba que le metan arado. Después diré yo lo que hay que hacer. ¿Oyó?

--Sí, Abuela --contesta Ernesto con la misma voz y la misma entonación con que le ha contestado desde aquella vez, en que, siendo niño, se atrevió a desobedecerle y ella le dejó las piernas macadas con profundos sangrientos rebencazos.

María. Soledad cruza las manos sobre el pecho e inexpresivamente fija los ojos en el verdinegro de los bojes. Está mirando la fotografía del dominio de Lord Melville en la propia Inglaterra, que sirvió de modelo a Ernesto para este parque tan trabajosamente esbozado en el pluvioso helado clima sureño. Algo como una niebla de llanto, algo como un escozor de sollozo apunta en ella. Pero se obliga a contener su emoción y sigue fija en la lejanía, distraída y preciosa.

La gran alfombra de césped ha sido arada. En la tierra removida, limpia hasta de una brizna, se ha pasado repentinamente el rodillo. Se ha dibujado un círculo central que será el asiento de una fuente. Se han dibujado a su alrededor losanges y estrellas, triángulos y rectángulos, todo ello limitado por ladrillos, dejando estrechos caminos que ya recubre el pedregullo. Han llegado arbustos y plantas. Abuela indica brevemente cuándo, dónde y cómo habrá que plantarlas. Se han abierto zanjas para colocar cañerías que provean de agua al surtidor y a las llaves de riego y está terminado el revestimiento de azulejos de la fuente.

En sus horas de recreo Solita busca a Abuela para seguir muy seria los trabajos que ésta dirige. A la niña la intriga prodigiosamente esta máquina que es la voluntad de Abuela, haciendo y deshaciendo y volviendo a hacer, con prescindencia absoluta, de lo que ha dispuesto o no ha dispuesto Ernesto.
Abuela parece ignorarla. No le habla. Y Solita, con un instinto primario, sabe que debe permanecer silenciosa junto a ella o tras ella, seguida a su vez por el perro y el gato.

 

 

Con las manos cruzadas a la espalda, justo donde el delantal anuda un gran lazo que parece un polisón a fuer de pomposo, Solita contempla esa tarde desde el corredor las obras del jardín. A su lado está el 'Togo", como siempre mirándola interrogativamente. Y "Don Genaro", perezoso, se recalca sobre su vientre, ocultas las patas, arrollada la cola sobre sí mismo, aguzadas las orejas inmóviles hacia lejanos rumores, entrecerrados los párpados y tan sólo vibrantes las narices, buscando en el aire quieto el rezago de un antiguo olor a ratas, a lauchas, a trofeos perdidos en el tiempo y que él, doméstico, no conoció, pero que por imperativo ancestral adivina en la tierra removida, en los montones de arena, en los cascotes venidos de las canteras cordilleranas, en las conchuelas en que perdura la sal de las mareas, en todos esos elementos que otrora pudieron encuevar al roedor enemigo.

Solita presiente la silenciosa llegada de Abuela. Se vuelve y le sonríe amistosa. Abuela saluda, contrariando su costumbre:

--Buenas tardes, niña.

--Buenas tardes, Abuela --contesta sorprendida.

Están una junto a otra. Ambas firmes y con no se sabe qué vago parecido, no en las facciones, sino en la manera de alzar la cara y presentar la barbilla como hendiendo el aire.

Solita no debe hablar. Pero como en tantas ocasiones, las palabras se le escapan:

--Al fin esto no va a quedar tan peor.

--¿Tampoco a ti te gustó el cambio?

--No. Al principio, no. Porque pensé que no iba a tener dónde revolcarme con el perro. Pero después pensé que para eso me sirve mi feudo.

--Tu feudo-- dice Abuela con una pinta de entonación que bien pudiera interpretarse como interrogativa.

--¡Ah! Usted no sabe. --Está obligada a tratarla de usted, lo que la obliga también a pensar y elegir las palabras, y torna morosa y hasta enfática su frase--. Por el lado del potrerilla de los caballos, el papá me dio un pedazo de sitio y eso es lo que yo llamo "mi feudo". Es mío mío.

--Me gustaría verlo.

Solita la mira. Sabe que ese deseo es una orden. Pero sabe también que ella, Solita, no quiere que Abuela se meta en su dominio y empiece a decir que esto tiene que ser así y lo otro asá. No quiere.

Sonríe amable y explica:

--Mi feudo no tiene puerta. Está cerrado con bardas y hay que pasar por ellas a gatas. Nadie ha entrado nunca desde que me lo dio el papá. Ni él, ni la mamá, ni nadie. Sólo yo, porque es mío.

--Una pasada se abre fácilmente. Llama a Bartolo y dile que traiga un hacha.

Solita sigue mirándola sostenidamente. Le arden las mejillas. Bajo el alboroto de la melena las cejas se han juntado, se han vuelto un trazo como las del padre en sus momentos negativos. Está rígida y las manos sobre la espalda se crispan una sobre otra.

--No --dice rápida, olvidada del usted--, no llamaré a Bartolo, no habrá hacha, ni irás a meterte en mi feudo. Mi feudo es mío. Nunca nadie ha entrado en él. No quiero que nadie entre. Y menos tú.

Abuela también la mira fijamente. No se altera un músculo en su rostro. Pero la mano en que pende el rebenque tiene un movimiento rotativo que ase al cabo de trenzados tientos.

--Obedece --ordena sin alzar la voz, pero la mano sí que se alza para iniciar el castigo.

Ella, Abuela, la vieja señora endurecida en el dominio, metódicamente ensayando en cada cual la medida de su poder a través de la cobardía y la aquiescencia, no cuenta con la felina destreza, con el quite y ataque de Solita, que se le va encima, le paraliza el gesto y con la otra mano empuñada le golpea el pecho y grita iracunda:

--Mala... Mala... Bruja mala... Perversa... Váyase... Váyase...
--La niña pega y grita. Abuela no ha retrocedido. Trata tan sólo de librar la cara, echando la cabeza atrás.

El perro ladra. El gato prudentemente se alza, llega hasta un banco y se encarama al respaldo. Los hombres que trabajan en el jardín han dejado la tarea, están inmovilizados en un mudo estupor.

No se sabe de dónde ni por donde llega Ernesto, que avanza y agarra, sí, agarra a Solita y la sacude violentamente.

--¿Te has vuelto loca? ¿Te has vuelto loca?

La niña parece volver de un mundo privado de razón. Mira atónita a su padre. Se mira con horror las manos. Mira a Abuela, que continúa impasible, caídos los brazos, con el rebenque pendiente de la muñeca, alta la cabeza. Y lo mismo que el instantáneo ramalazo de ira, por su pecho circula ahora un ramalazo de desesperación.

--Perdóname, Abuela, perdóname... Te pegué... Te pegué... Abuela, perdón... --se deshace en llanto, en hipo, en palabras ininteligibles.

--Váyase a su pieza... Después hablaré con usted... --grita Ernesto, también ininteligiblemente, empujándola sin suavidades. Abuela se interpone.

--Venga --dice a Solita--. Y no llore más. Venga con su abuela. --Bruscamente la abraza, ofreciéndole el pecho para que allí se refugie su de-consuelo, su desolación. Y dice como si no se dirigiera a nadie--:Es mi sangre.

 

 

 

BRUNET, Marta. Abuela. Solita Sola. Obras Completas de Marta Brunet. Santiago, Zig-Zag, 1962. Pp. 191-1197.