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EL ANGEL

 

La luz cae exclusivamente sobre el pequeño bastidor redondo que sujeta una mano de María Soledad, mientras la otra, con un movimiento precaucioso y rítmico, pasa la aguja hacia el reverso de la labor, la recoge en ese punto, la clava de nuevo y vuelve a su posición primera, diseñando la larga hebra de lana un fondo de diminutas cruces para realce de un estilizado ramo de flores.

El resto del saloncillo está en penumbra.

Junto a la ventana, de pie, Ernesto mira distraídamente la clara noche sujeta por innumerables tachones de estrellas, increíblemente cercanas en la pura atmósfera estival. Ernesto, que no ve la noche ni se place en ella, que está crispado y que dice volviéndose a su mujer:

--Insisto en que María Mercedes debió haberme consultado. No se llega así no más a una casa que no es la propia, trayendo a un niño enfermo, que tampoco es de ella ni de nadie de la familia, ni conocido siquiera. Que no se sabe quién es... No es correcto...
La pequeña mano va y viene en el silencio. Como este silencio se prolonga, Ernesto insiste impaciente:

--No es correcto. Espero que estés de acuerdo conmigo... Podías contestar...

Responde ella con su voz melodiosa:

--Si María Mercedes llega a esta casa inesperadamente, es como si llegara a la suya. Y el niño, sea quien sea, es una criatura adoptada, que si no hijo de su carne, es como si lo fuera. Y al que todos tenemos que agradecerle que haya sido capaz de volver a María Mercedes a la vida corriente, sacándola de esa especie de camino gris, sin rumbo, en que la dejó la muerte de su marido.

--Un enfermo...

--No lo era cuando lo adoptó. Y es admirable cómo lo cuida.

--Que siga cuidándolo, pero que no lo imponga a los demás.

--Ernesto... --Las manos dejan el bastidor en el regazo, se cruzan sobre el fondo de las flores. La voz se eleva un tono, pierde esa vacilación, esas pausas en que habitualmente parece buscar las palabras--. No es comprensible tu actitud hostil. Tu corazón está lleno de bondad, eres generoso desde cualquier punto de vista. María Mercedes ha contado con eso para llegar así, inesperadamente. El niño necesita cambio de clima, cercanía de montaña, luz, sol, aire puro. Aquí lo tiene todo. Y la compañía de otro niño en Solita.

--Justo --interrumpe Ernesto--, eso es lo que más me reconcome. Solita. ¿Es que la niña forma parte de las medicinas que le han recetado? ¿Y por qué Solita? ¿No hay otros niños en la familia? ¿No los hay en las clínicas para esa clase de enfermos?

María Soledad está mirando una rosa en su tallo de desvanecidos amarillos, como si el tiempo la hubiera trabajado, como si no fuera rosa en una labor nueva, como si hubiera nacido vieja para ser auténtica hermana de las otras en obsoletas tapicerías. Pero no la ve. Está viendo la cara de Solita. Como suele aparecer sorpresivamente entre los bojes, entre los haces, entre las cortinas, entre matojos: respingada la nariz que ventea olores, chispeantes los ojos desbordando salud, revuelta la melenas con el gato y el perro, en su mundo de realidades y magia sin fronteras.

--Justamente, lo que se busca es eso; un niño taumaturgo, que no deje al pobre enfermo en su pozo de dolor; un niño capaz de atraerlo a su círculo vital, de sumarlo a sus intereses, de identificarlo a su existir de maravilla. Solita puede hacerlo. Ella y nadie más que ella.

--No hay que pensar mucho para saber de dónde le viene a. Solita la fantasía --murmura Ernesto irónicamente.

--De mí, que soy completamente chiflada y que entre mis chifladuras tengo la de quererte y quererte y nada más que quererte... --Sonríe deliciosa y dice, poniéndose de pie y acercándose al marido pasito a -pasito--: A usted, que es el fiel de la balanza para que en un platillo esté María Soledad y en el otro Solita, con el gato y el perro, se entiende; a usted, que muy fiel de la balanza y todo, dejará de estar amurrado y gruñón y será tan bueno como siempre con María Mercedes y será muy bueno con el niño y dejará que Solita lo acompañe y juegue con él y le lea y lo inicie en sus juegos disparatados y fabulosos...

--Y que la disciplina se vaya al diablo... --Pero no puede seguir por que María Soledad está junto a él, pone las manos sobre sus hombros, pega la mejilla a su cuello, vuelve la cara y despacito, despacito, suavemente, va dejando el rastro de breves besos sobre su mejilla, hasta fijarlos repetidamente, en su boca, que ya no sabe otra cosa que devolver beso tras beso, en una reiteración embriagadora.

 

 

El niño se llama. Daniel y tiene dos años más que Solita.

Bartolo fue quien abrió la puerta principal, la reja grande del jardín que da a la plaza, cuando sonó con insistencia el timbre. Pero también acudió Solita, que corría por el prado y que hacía rato escuchaba el trote de los caballejos del único coche de alquiler del pueblo, mezclado al tintinear de los herrajes por las calles soladas de vigas, y todo ese barullo en aumento se detuvo desordenadamente frente a la casa.

¿Quién será? ¿Visitas? ¡Qué raro!", se dijo Solita, y gritó en seguida:

--¡Tía María Mercedes!... --abrazándose a su cintura al reconocerla.

Ella contestó apresuradamente, sonrió al azar, se volvió al interior del coche y levantó algo extendido en el asiento delantero. Bartolo quiso intervenir, sin saber en qué forma ser útil. El cochero bajaba maletas del pescante. Solita, echó pie atrás y vio con asombro que tía María Mercedes, sin que se rompiera el junco de su cintura, alzaba y sacaba --quedándose con él en brazos-- una especie de tubo, sí, un cilindra del cual pendían unas piernas flácidas y emergía, un poco en escorzo, una cabeza de pelo obscuro en cuya cara empalidecida los ojos eran de un insondable azul marino, anchos, tranquilos, un tanto acuosos a fuer de brillantes.

--Es Daniel --presentó tía María Mercedes--. Solita, es Daniel... --e inclinando con destreza su fardo, enfrentó los rostros.

La niña entró alma adentro por los ojos de oscuro azul. El niño sintió su halo vital. No sonrieron, no se dieron la mano, no dijeron palabra. Como adultos pudorosos que no quieren testigos para sus expansiones sentimentales.

Tía María Mercedes daba órdenes, había perdido el monedero, armaba la silla-cama de ruedas. Apareció la Clorinda y luego María Soledad. El "Togo" se acercó hasta colocarse tras de Solita, y "Don Genaro" en esfinge, observaba desde la escalinata de acceso. Y seguían las frases y las preguntas sin respuesta y las respuestas a preguntas no formuladas, y la Clorinda pagó al cochero y los matungos iniciaron su trote desparejo y el ruido de los herrajes se fue perdiendo rumbo a la estación.

Y aún el grupo permanecía en la acera y unos chiquillos que jugaban al tejo en la plaza suspendieron la partida y se acercaron lentos y curiosos. Unas señoras muy pomposas entre frufrúes de enaguas que iban rumbo a la parroquia --era tarde de reunión del patronato-- deshicieron camino por tácito acuerdo, para fisgar lo que acontecía en casa de Ernesto. El paco de punto en la Gobernación creyó su deber acercarse para inquirir si eran necesarios sus servicios. Hablaban todos, reían, auténticamente alegres, libres, como si no rodearan a un inválido, como si la silla-cama de ruedas, el tubo, las piernas colgantes y la cabeza en escorzo fueran tan naturales como los pájaros, su trino y su vuelo en el ópalo moroso de la tarde.

 

 

Este es el salón. Como en las venerables residencias victorianas que modelan el escenario en que se desarrolla la vida de Ernesto --como también su convivencia social se ajusta al formalismo inglés--, las paredes se recubren de cuarterones en que varillas de bronce opaco enmarcan paneles de seda adamascada, igual a la que tapiza los muebles de caoba.

Al fondo domina el piano de cola. Sería frío el conjunto sin las porcelanas, las platerías, los esmaltes, los cristales, los marfiles que María Soledad gusta distribuir junto con las plantas, las flores y el sahumerio que a fuer de insistente, arremansa el perfume del sándalo y el ámbar gris. Ernesto impone la estrictez del estilo. María Soledad esparce una fantasía un tanto literaria.

A Solita le gusta este salón. En primer lugar, porque a nadie se le ocurre venir aquí a buscarla. Luego, porque sus cortinas que bajan desde el borde mismo del artesonado hasta el parquet, le permiten maravillosos escondites para subrepticias lecturas cuando son de las ventanas o, si son de las puertas, la proveen de telones para escenarios, foro por donde ella aparece con disfraz o sin disfraz, pero identificada con cualquiera de los numerosos héroes de sus libros o de sus propias invenciones; y, además, el salón cuenta con una cajita de música que tiene en su repertorio ocho pequeñas melodías finas, quebradizas, casi balbucientes, como si le costara sacarlas de su viejo corazón metálico. Cajita que a veces, cuando ya hace rato, mucho rato que ha terminado de tocar, porque sí, modula una frase, despaciosamente complacida en su sonido de cristal.

Los grandes han salido esta tarde, invitados por doña Batilde a tomar té en su casa, con un señor muy importante que escribe en un diario de la capital. Han ido todos: Ernesto, María Soledad y María Mercedes. La Mademoiselle está en casa de Covadonga Sordo. Los niños han quedado a cargo de la Clorinda. Pero la Clorinda sabe que la mejor forma para hacer felices a los niños es dejarlos solos.

Daniel y Solita están en el salón, el niño en su silla-cama de ruedas, la niña frente a él, sentada a la oriental sobre la alfombra. El perro a su lado, el gato, como siempre, a cierta distancia, medio adormecido, pero vigilante.

--La verdad verdad --dice Solita pensativamente-- es que a veces se los creería un poco distraídos, mirando para otro lado, pensando en leseras. Así se comprende que puedan pasar tantas cosas... Porque, al fin y al cabo, si Tatita Dios tiene un Ángel Guardián para cada uno de nosotros, es para que nos libre de todo mal, como dice la oración. Y la verdad verdad es también que nos libran de bien poco. ¿No hallas tú?

--Hay tantas cosas que uno no entiende --contesta el niño con lentitud, fijo en algo que está lejos y que no es sino la visión de sí mismo en el pasado tan cercano, antes de su enfermedad.

--Los grandes dicen que somos muy chicos para entender, pero yo creo que ellos tampoco entienden nada y que dicen que entienden de puro "creídos", para darse importancia... --continúa Solita.

--Yo pienso mucho en esto, en poder entender las cosas...

Ambos saben perfectamente cuál es la verdad que buscan.

El niño sigue perdido en la visión de lo que él era "antes".

Solita lo contempla: el tubo, las piernas inertes, la cabeza obligada por el yeso a mantenerse en escorzo.

El niño tiene, como siempre cuando se remite a su pasado, la sensación deleitosa de la carrera rápida, del movimiento preciso, del mecanismo muscular que coloca el pie en la pelota y la envía donde quiere enviarla. El juego en la cancha del colegio. La carrera, el puntapié, la coordinación de los pases, el "gool", los "gooles" del triunfo. La algazara frenética de ese triunfo. La voz del profesor de gimnasia que dice: "Has estado bien, muchacho".

Solita sigue contemplándolo. Ve lúcidamente la criatura que está ahí tendida. Conoce de su existencia lo que él mismo le ha contado, desde que llegó, en la certeza de que puede "hablar", confiarle su más íntima miseria, su angustia, su desesperanza. La niña intuye que hay que dejarlo hablar, vaciarse. Lo mira fijamente, tal como está ahí, en la realidad de ese marco en que los colores van apagándose en la incertidumbre del crepúsculo. ¿Por qué no piensa nunca en el porvenir? Ella vive de proyectos: "Cuando pueda hacerme moño..., cuando tenga una casa mía, con marido, hartos niños y todo..." Proyectos que se mezclan en la más absurda ensaladilla: "Cuando sea más rica que ese señor que se llama Morgan..., cuando me reciba la reina de Inglaterra..., cuando ordene ahorcar al viejo pirata..." Y como la realidad y la magia son lo mismo para ella, la ensaladilla sirve para vivirla a cualquier hora y tan pronto arrastra tras de sí una cinta que es la cola de su traje de corte, como lanza al aire puñados de migas que son dólares, no a los pájaros en algarabía gozosa, sino a unos salvajes que el señor Morgan está civilizando... ¿Qué importa que las cosas sean o no, cuando se cree en ellas?

El niño repite:

--Es difícil entender...

Solita contesta apasionadamente, atropelladas las palabras, mirando el fondo de los ojos azul marino que, de regreso de la provincia de la felicidad que es el pretérito, se vuelven a su insistente llamado.

--Es que no habría a quién echarle la culpa... --Ella sabe lo que significa para Daniel la palabra "entender"--. Ni a tía maría Mercedes ni al doctor, a los doctores, ni a nadie. --Baja la voz y prosigue siempre mirándolo--: ¿A Tacita Dios, entonces?. Pero Él es justo, es la justicia misma.. ¿No será que a través de esta-prueba Horrible quiere hacer de ti algo muy grande? ¿Un santo? ¿Un artista?

--Preferiría ser un. niño con buena salud.--murmura sombríamente Daniel.

--La tendrás si sabes pedirle, si sabes "pedírsela". Pero tienes quE creer en que "El" puede dártela si sabes pedírsela humildemente. --Está tal vez repitiendo palabras oídas al señor cura, a la madre, a la Mademoiselle, a la propia Clorinda. Pero algo le cruza por la frente y con otro tono, menos dogmático, pregunta para sorpresa de su interlocutor--: ¿Nunca le pides al Ángel lo que necesitas?

--Al ángel... --repite el niño desorientado--, ¿A qué ángel? --Al tuyo, al que nos cuida, al ángel de la -guarda. ¿Nunca le pides nada?

--Sí, tal vez... Le rezo la oración. Esa, la que tú sabes...

Por Solita circulan corrientes eléctricas. Sacude la cabeza y por los ojos le pasan chispas. Muestra los dientecitos al sonreír. Medio se yergue. Acerca la cara a la cara del niño y dice de un tirón:

--¿Ves? Es eso. Rezar... Como si rezar no fuera decir sin pensar las palabras que no tienen nada adentro. Hay que inventar las oraciones decirlas, hablar, pedir, contar, Yo no me atrevo mucho a hablarle a Tatita Dios, así, de frentón. Pero tengo el ángel, mi ángel, el mío, el que esta aquí a mi lado, como a tu lado esta el tuyo. Yo sé que está aquí, lo sé, lo siento. Con él converso y le digo todo. La verdad verdad...

--El ángel. No tengo mucha fe en el mío. No me cuidó, ves, no me cuidó...

--Lo dice desolado, con desolación en progresivo aumento, hasta cuajar en lágrimas al borde de los párpados. Baja la voz, murmurando para sí mismo--: Cómo entender...
--Creyendo, creyendo -afirma la niña--; yo crea que mi ángel está aquí y él está --y confidencial--: Mira: a veces extiendo una mano y toco su traje, flotante y suave. A veces me vuelvo de repente y tropiezo con el plumón de sus alas.--Brinca y queda de pie--. Hago esto: ¿ves? ¿ves?

Está en el centro del salón, sobre una randa de parquet entre dos alfombras, pequeña figurilla erguida en la penumbra crepuscular. Levanta los brazos, toma impulso y gira, gira sobre la punta de uno de sus zapatos, como lo ha visto hacer a las bailarinas de la ópera. Gira. Con el vigor de su salud y un arte innato que hace liviano y armónico el movimiento. Súbitamente se detiene y estira los brazos como si atrapara algo al vuelo. Y grita:

--Lo toqué... Lo toqué... Toqué sus alas... Se me escapó... --Sus ojos deslumbrados de milagro buscan un rastro de vuelo. Se relaja y de rodillas sigue mirando arriba.

El niño también mira. Hay un silencio por el cual circula una espiral de aire. Inesperadamente, la cajita, de música modula el encanto de una frase llena de reverencias palaciegas, no como suele hacerlo, morosamente: es un comentario gozoso que se enreda a los caireles de las lámparas y hace que los ecos musiten un indescifrable mensaje.

La racha ha pasado. La cajita calla. Los ecos se aquietan. El silencio es completo.

Los ojos de los niños se encuentran. No se atreven a decir palabra. Algo no debe romperse. Algo no debe comentarse.

Daniel hace funcionar las ruedas de su silla y avanza hasta Solita. Siguen mirándose. El anuncio de una sonrisa ronda sus ojos, tiembla conmovedor en sus labios. Solita levanta una mano y dulcemente la coloca en el brazo de la silla, junto a la mano del niño, sin rozarla.

 

 

 

BRUNET, Marta. El ángel. Solita Sola. Obras Completas de Marta Brunet. Santiago, Zig-Zag, 1962. Pp. 209-214.