>>Regresar

DOÑA SANTITOS

 

Tenía la cara rugosa, pequeñita, y el cuerpo endeble, de garfio tembloroso. Un pañuelo negro atado a la cabeza le ocultaba el pelo, formando visera a los ojos grandes, cuencos de agua clara inexpresiva. Por la hendidura de la boca asomaba un diente, un diente único, largo, torcido, amarillo de soledad. La nariz bajaba en busca del mentón. Arrebozada en un chal obscuro, iba delante de ella, tanteando, un bastoncillo de quila.

Había oído decir que era vecina nuestra, dueña de un terrenito en Coínco. Se llamaba Santos Poblete, pero todos, cariñosamente, le decían doña Santitos.

Llegó en un carretón de familia tirado por bueyes, uno de esos carretones que fueran el orgullo de nuestros abuelos. Era una especie de casita con su puerta trasera y dos ventanas laterales, con cortinillas de percala a pintas, todo ello verde rabioso y empingorotado sobre ruedas enormes y chirriantes. La acompañaba, picana al hombro, un muchacho. Su hijo, tal vez.

Venía a verme porque le diera un remedio, atraída por mi fama de curandera. Luego de mucho pedir disculpas y saludar y tornar a las disculpas y a los saludos nuevamente, me explicó su mal.

--Es un gurto que se me le pone por aquí, por el costao, y lueguito se me le corre pa' l'espalda y end'ehi me agarra l'estomo y después se me le fija en el corazón. Y casi mi'ahogo, iñorita. Ya hacen como cinco años qu'estoy sufriendo d'este mal. Hey tomao cuanto remedio se pue su mercé figurar. Me han visto toas las meicas conocías de por aquí y hasta los doutores de Curacautín y de Victoria. Ninguno ha podío aliviarme ni así tantito. Ya tenía perdías las esperanzas, cuando m'ijeron que su mercé era tan güena curandera; se lo ijeron a Saldaña, onde Juana Campos, la que su mercé mejoró de la fiebre, y tamién onde Rosamel Pérez. Y entonces Saldaña mi'animó pa' que viniera a molestar a su mercé... ¡Ay! ¡Este gurto me v'acabar con la vía!

La miraba perpleja, porque el "gurto viajero" no estaba en el catálogo de las enfermedades que conocía. Pero no arredré. Le hice un examen prolijo, matizado con preguntas vagas. Y acabé por diagnosticar, muy seria:

--Lo que usted tiene es "gurtitis", una enfermedad muy rara, pero fácil de mejorar. Espérese que vuelva con el remedio.

Fui al comedor, hice unas bolitas de miga de pan muy bien amasadas, las puse en una caja, les eché encima canela en polvo y volví al escritorio donde la vieja me esperaba pacientemente, dando suspiros y ayes.

--Aquí tiene, doña Santitos; son unas pastillas especiales para su enfermedad. Tiene que tomarse dos todas las mañanas, con un vaso de leche, vuelta para el lado sur, y rezar después tres avemarías. Verá cómo mejora. Pero no vaya a olvidarse de estar de cara al sur y de rezar, porque entonces el remedio no le haría efecto.

Me miraba, asintiendo a cabezadas, con los ojos ilusionados, temblando de ansia las manos sarmentosas al coger la caja. Me dio las gracias. Repitió las disculpas. Volvió a decirme cómo Saldaña tenía fe ciega en mi poder curativo. Me contó nuevamente el itinerario del bulto, con estaciones y paradas. Di otra vez mi diagnóstico y repetí mis instrucciones. Las repitió ella para bien aprenderlas y al fin se marchó, con el bastón buscando el camino donde la esperaban la carreta y el muchacho, contenta, mostrando el diente único, badajo de su sonrisa.

--Las leseras que inventas... --me reprocharon en casa.

--¡Bah! --contesté--. Bien puede que mejore.

Y no hubo más comentarios y me olvidé de doña Santitos.

A la semana apareció otra vez en su vehículo colonial, transfigurada, con un rebozo a grandes cuadros, un pañuelo rojo en la cabeza, la sonrisa tajeándole la cara y los ojos en baile de gozo. Detrás venía el muchacho con un canasto con verduras, un pato y un ramo de cóguiles.

Había mejorado y aquello era su presente de gratitud.

Me quedé estupefacta. La vieja hablaba manoteando. Me hacía sopesar el pato, estimar las hojas prietas de un repollo, admirar los granos del maíz, oliscar los cóguiles que reventaban de maduros. Hablaba, hablaba, hablaba. De ella, de mí, de Saldaña, de su alivio, de mi saber, de su alegría, de mi bondad, de su agradecimiento, de Saldaña.

¿Quién sería Saldaña?

Era una taravilla. Pregunté, interrumpiéndola:

--¿Pero ya no siente el bulto?

--No, iñorita. Es como si me l'hubieran quitao con la mano. Y hay que ver los años que llevaba fregándome, con permiso de su mercé y disculpas por la palabra. ¿No es cierto, Saldaña?

El muchacho dio un gruñido que bien podía ser sí o no. Parecía un perrazo nuevo, grande, desmañado, con una cabeza enorme y ojos buenos de lealtad y cariño.

--¿Saldaña es su hijo?

--M'hijo... ¡Bah, iñorita! Las cosas... Saldaña es mi marío.

Abrí los ojos abismados. Pero...

--Sí--prosiguió la vieja--, es mi marío, es decir, casaos no estamos, ni falta qui'hace. Vivimos así no más, ya van pa' los tres años. Es sobrino de uno de mis finaos, del tercero, porque con Saldaña hey tenío cuatro maríos; es sobrino y muy güeno; de los cuatro es el que mi'ha salío mejor.

El muchacho la miraba sonriendo, sin nada en la expresión que no fuera cariño. Y la vieja --más y más locuazmente confiada-- siguió diciéndome en voz baja:

--Güeno, con el primero me casé por too lo que hay que casarse, y viera cómo me salió el condenao... Estaba seguro de qu'hiciera lo qu'hiciera, siempre sería mi marío, amparao por la ley y por l'iglesia. Su mercé sabrá que tengo una hijuelita que vale sus pesos. Por na no la embargaron pa' pagar lo que debía. Me abandonaba. Se iba pa'l pueblo a remoler. Se curaba. Me trataba pior que a perro. Hasta que al cabo se murió. Entonces jui yo y me'ije: "No, pues, Santos, no habís de ser más lesa. No te volvai a casar. Si querís otro hombre, vivís así no más con él. Hombre necesitas, pa' que cuide l'hijuela más que no sea, pero tenelo así, con el interés de ser agradoso pa' gozar de tu bienestar y con el susto de que como no es tu marío, el día que te canse lo echái puerta ajuera". Y así lo hice. Viví con otro que era bastante güeno, pero no tanto como Saldaña. A los cuantos años se enredó con una china de Quilquilco. Yo lo supe y l'ije que enredos no, y que se juera. Se jué. No supe más d'él. Después viví con don Saldaña, un poco porfiao y otro poco aficionao al trago. Pero en fin: trabajador y honrao. Murió de una lipidia. Lástima que l'iñorita no l'hubiera visto pa' que me l'hubiera mejorao. Pero más vale que no, porque así di con Saldaña, éste de agora, qu'es tan güenazo, tan trabajaor, y que me aprecea tanto. ¡Je!

--¿Y no tiene miedo de que, siendo como es mucho más joven que usted, se le enrede por ahí con alguna chiquilla?

--¡Je! Pior pa'él. Si s'enreda con alguna lo echo. Pior pa'él, güelvo a repetirlo, ya que con naiden tendrá la vía más descansá que conmigo.

--Pero entonces quiere decir que si vive con usted es sólo por interés.

--Y yo lo tengo tamién por el interés de que me cuide l'hijuela y me cuide a mí. Estamos pagaos.

--¿Y usted qué dice, Saldaña?

--¿Yo? --y dio otro gruñido de perro, ininteligible.

--Mire, iñorita... --Se interrumpió doña Santitos para decir al muchacho--: Saldaña, anda esperarme en la reja--y luego continuó diciéndome misteriosamente--: Favor por favor: su mercé me mejoró de mi gurto. Yo le voy a dar a su mercé el secreto pa' ser feliz. Es mi verdá aprendía en tantos años de tantas euperiencias. A los hombres, pa' tenerlos seguros, hay qui'agarrarlos por el mieo a encontrarse cualquier día sin mujer. No hay que icirles nunca ni no. Hay que icirles siempre quizá. Créame, iñorita: la mujer que no tiene al hombre sobresaltao'e recelos, está perdía. Créame, se lo igo yo, que por decir una vez estuve cinco años penando, y por decir quizá hey pasao el resto de mi vía muy contenta.

Seguía mirándola abismada. Debía de hacer una figura tontamente ridícula, con un pato que aleteaba en una mano, un ramo de cóguiles en la otra, las verduras en ringla a los pies.

Pero la vieja había terminado sus confidencias y me hablaba otra vez de su enfermedad, de su mejoría; me daba las gracias manoteando, se despedía y al fin se marchaba. El muchacho se le juntó en la reja del parque y siguieron hasta la carreta: adelante ella, con el bastoncito tembloroso que parecía decir: quizá; atrás, él, sumisamente, en la duda.

 

 

 

BRUNET, Marta. Doña Santitos. Reloj de sol. Obras completas de Marta Brunet. Santiago, Zig-Zag, 1962. Pp.71-74.