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DON COSME DE LA BARIEGA

 

El salón es angosto y largo, blanqueadas monásticamente las paredes desnudas de adornos, patinosas las vigas del techo de las cuales pende un quinqué. Alineados contra los muros abren sus brazos sillones abaciales de negruzco cuero tachonado por clavos de plata. En el centro hay una mesa mallorquina, un braserillo de cobre, dos escabeles de rústica hechura. La chimenea queda en un extremo: es ancha y baja. A ambos lados corre un vasar con potes y platos de Talavera. En el testero fronterizo a la chimenea hay un armario con puertas de cuarterones, más claros unos, más obscuros otros. Sobre el armario, destacándose nítida en la blancura de la cal, pende una cruz. La estancia tiene una puerta y dos balcones. La puerta es de una hoja, cuarterones alargados la forman, la cierra un cerrojo de calada manilla, bisagras rechinantes la fijan al quicio de piedra. En la parte alta del quicio reza una inscripción burdamente tallada: "Ave María". Los balcones de cristales diminutos forman en la fachada un saliente voladizo. Huele exquisitamente la madera resinosa que arde en la chimenea. Un viejo reloj marca las horas con un tictac breve, pronto a detenerse.

Hundido en las profundidades de un sillón, don Come de la Bariega medita con los ojos fijos en el diabólico bailotear de las llamas. Junto a un balcón, ovillada por el frío, leo aprovechando las últimas luces de un lluvioso día invernal. Cae la lluvia oblicua, violenta, incesante. Ráfagas huracanadas la hacen más agresiva aún. Los pomares gimen a su paso y los altos cipreses se inclinan rígidos, bruscos, desacompasados.

Es noche en el salón que sólo la lumbre rojiza del fuego ilumina. Don Cosme sigue con los ojos extáticos fijos en las llamas. Estos invernales crepúsculos asturianos tienen un hechizo que embruja. En las sombras de la vetusta casona me asalta siempre la pavorosa idea: por alguno de los pasillos lúgubres, por los ángulos tenebrosos de los salones inmensos, el espectro de algún antepasado ha de salirme al encuentro. No huyo la idea. La acaricio, la provoco atravesando los salones desmantelados cuyos ecos resuenan a mi paso, excursionando por el desván tan bajo y tan sombrío que a cada instante me detengo despavorida. Pero mis predilectos para sentir tales sensaciones son este salón y la capilla resonante y húmeda, en que preces parecen rodar de truenos sobre montañas, en que los cuerpos están como envueltos en un frígido sudario. En entrando a la casona se siente un pavoroso respeto que abate bríos, ensordece la voz, aquieta la mente. Hasta este viejo magro, callado y extático me espanta con su aire de loco. ¿Por qué no habla nunca?

Un ruidito suave, persistente, me distrae. ¿Qué rebulle en las sombras? Miro con pupilas dilatadas, atento el oído, entreabierta la boca reseca por el pavor. Miro... Miro... Con gentil trotecillo cruza la estancia un ratón diminuto de larga cola. Respiro reconfortada y para librarme del sortilegio de las sombras, a través de los vidrios vahorosos miro la plazuela desolada que se extiende frente a la casona.

Por la calleja de la Fuentina sube penosamente impedida por el agua y el viento una figura mujeril. De pronto un remolino la coge: vacilan las piernas febles: de bruces cae a tierra el cuerpecillo miserable. Quiere levantarse, pero los pelos blancos la ciegan. Una almadreña flota en un charco de agua. Vuelve a caer y da un grito que domina el rumor de la lluvia y el ulular del viento.

La miro ansiosamente, queriendo ayudarla con mi deseo. Mi deseo... ¿Qué puede mi deseo? Doy un paso hacia la puerta, mas cinco garras que se clavan en mi brazo me detienen. Don Cosme de la Bariega está junto a mí.

--Pepa la Bruja se ha caído; diré a Tomasón que vaya en su ayuda --murmuro anhelante.

--No, quédate--ordena la voz ruda del viejo.

--Pero, señor... --protesto.

--No quiero que vayas, no --y dirigiéndose a Pepa la Bruja, que acurrucada en el suelo aparta de los ojos los pelos foscos--: ¡Así murieras de una vez, mal demonio! --grita.

Apenas respiro, aterrada por la ira del viejo. Sigue junto a mí, vomitando maldiciones, con el brazo extendido, apocalíptico y grotesco.

--¡Malos vientos te soplen por siempre jamás! Nela --dice interrumpiéndose y taladrándome con los ojillos acuosos--. Nela, si tú amaras a un hombre y ese hombre te mintiera amor, olvidándote luego, ¿qué harías? Di...

--No sé... No sé... --balbuceo temblando.

--Pues una rapaza conocí que a la cueva de esa bruja acudió en busca de filtros que le dieran el querer de un hombre. Habíanlos de tomar mitad a mitad, ordenó Pepa, y mitad a mitad los tomaron: ella sabedora, el ignorante en una copa de sidra que la rapaza le sirviera. La rapaza murió... de mal de amores, dijeron. Pero él supo la verdad de boca de la propia Pepa. Vengaba en el hijo desdenes del padre. Hace de esto años... Desde que bebí aquella pócima tengo aquí dentro fuego que me consume, odios, manías, rencores, pavuras...

Grita una racha su larga queja. La vieja se ha puesto en pie y se pierde vacilante por la calleja que lleva a su antro. Don Cosme enmudece así que la sombra esquelética se pierde. Me mira y lentamente retrocede hasta ganar de nuevo su sillón. Tiembla aún la barbilla del anciano, las manos sarmentosas crujen al restregarse nerviosas. Mas poco a poco vuelve a su expresión extática, mirando fijo el bailotear de las llamas.

Ya sé el por qué de la mansa locura del señor De la Bariega. Envuelta en sombras, torturada por todos los espantos, rehago el drama.

 

 

 

BRUNET, Marta. Don Cosme de la Barra. Reloj de sol. Obras completas de Marta Brunet. Santiago, Zig-Zag, 1962. Pp.65-67.