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RAIZ DEL SUEÑO

 

Como si la cubrieran capas de velos, finas y adherentes, luchando con ellos largo rato, en la angustia y en la oscuridad, tableteando y repercutiendo el corazón y una carga de losa en el pecho. La voz estaba dentro d ella, perdida. Lúcidamente el cerebro impulsaba a la voluntad que la haría emerger en un grito, como impulsaba a las manos a deshacerse de los velos, unos sobre otros ahogándola. Hasta que el grito repercutía en la casa, rebotando en los salones y perdiéndose en el lago frío de los espejos. Al propio tiempo que una mano húmeda se aferraba, al conmutador y la luz, súbitamente, echaba la pesadilla al pozo de lo pasado.

Pesadilla que la esperaba en el centro del sueño, que ya sabía que la esperaba, obligándola a mantenerse despierta, luchando por no dormirse, construyendo agotadores juegos de imaginación, inconexas figuras de recuerdos, alucinadores paisajes sin perfil. Como también sabía que al regresar a la vigilia, la madre estaría a su lado, con el largo flotante camisón arrastrando por el suelo, la trenza negra cayendo por la espalda y en la cara blanca el verdor de los ojos brillantes, duros, con algo, de la expresión del animal domesticado que bien puede lamer la mano como destrozarla de una dentellada. Y sabía la interrogación anhelantemente hecha:

--Hijita, hijita, ¿qué tienes?

Elena tardaba un rato en contestar, preguntándose con renovado espanto si la pesadilla no la provocaba la cercanía de la madre, capaz, en su obstinado amor, de velar misteriosamente su sueño, celosa de cuanto en ese sueño podía haber de ajeno a ella.

--Nade, madre. Una pesadilla...

--¿Con quién soñabas?

--Con nadie, una, pesadilla cualquiera...

--¿Sin caras?

--Sin caras, madre, te lo aseguro. Formas de angustias y nada más.
--Ojalá...

--Anda a acostarte, puedes coger un resfrío.
--Muy amable...

--No tomes ese tono, mamacita; te equivocas, no te oculto nada: soñaba tan sólo que sobre mí había un enorme peso que me ahogaba.

Un instante los ojos se metían en las claras pupilas de la muchacha, abiertas transparentemente a la indagación. Y con un gesto de vaga derrota al no poder ver más adentro en el azul-gris de ese iris, la madre, sin una palabra, se iba a la cama, al otro extremo del dormitorio, tras un biombo que su pudor imponía a los gestos íntimos

Elena la escuchaba rebullir suavemente, suspirar, suspirar de nuevo, y tan solo un largo tiempo, interminable tiempo después, la respiración rítmica le indicaba que al fin --¡al fin! -- el sueño que la rendía la libraba de ella, del anillo de su solicitud alrededor del cuello esclavizándola.

Lentamente alzándose sobre los codos y con los ojos muy abiertos fijos en el biombo, tensa a cualquier indicio que le dijera a la madre despertada, Elena resbaló el cuerpo hasta sentarse. Luego, las manos, llenas de sigilo, arreglaron las almohadas a su espalda. Y enseguida se deslizaron sobre el embozo mostrando los brazos desnudos, territorios de nieve con prolijos ríos azules. Los miró atentamente, con la misma sostenida atención con que se observa cosa ajena. ¿Qué sentido tenía para ella su cuerpo? Tan fino, tan sensible playa para que golpeara la vida que llegaba de lejos, trayéndole un mensaje que podía interpretar, pero que no podía seguir, inmovilizada por la sombra de la madre. Un cuerpo de dieciocho años, trabajado por vitales ansias.

 

 

Un cuadro salió de la zona del recuerdo y se colgó en el gran muro liso frontero a su cama. Había allí un fondo de salón de casona-provinciana, abierta la puerta al corredor aromado de jazmines. Había un sofá de caoba de alto respaldo y dos sillones de a sus costados y una piel de guanaco sobre el piso de losetas, rojas y negras. Y había un piano. Y una mesa redonda y dos consolas de noble traza colonial, como todo el conjunto. Y había allí una señora de rostro blanco, con los ojos verdes y el pelo en trenzas rodeándole la cabeza como una tiara. Y otra señora miserable de carnes, vestida también de negro, servil y untuosa, indefinible de edad. Y una niñita alta, con dulces ojos gris-azules y una boca caída de amargor y sumisión, defendiéndose perdidamente, queriendo en vana ser ella, y no lo que querían que fuese.

--La señorita es tu profesora de piano. Darás hoy tu primera lección de piano, como te lo había anunciado.

--Mamita, por favor, no me obligues a aprender piano; ya te he dicho tanto que no me gusta.

--Lo aprenderás porque me gusta a mí

La otra señora-volvía de lado la cara filuda y azorada. La niñita alzaba los ojos a los ojos de la madre, dejándose traspasar por su acero que la hería hasta hacer brotar el llanto.

Pero ahora, de no sabía dónde, Elena sentía surgir un rumor creciente. La sensación auditiva borraba la visual. Sus oídos eran dos. enormes caracolas en que un antiguo aire, porfiadamente, decía un son ronco, inarticulado, del cual, al fin, brotaban las palabras:

--Soy tu madre..., tu madre..., tu madre...
¿Cuándo fue eso?

Una mano se alzó rechazando algo. Sí, rechazando e inmovilizando la mano alzada de la madre. ¿Cuándo? A veces, en la noche; despierta como ahora, y con el calidoscopio de su vida moviéndose ante ella, sintiendo el cauteloso paso del silencio, la respiración de la madre y el pez sobresaltado de su corazón; a veces, sí, no lograba colocar en su justa ordenación cronológica las sensaciones, los recuerdos, todo lo que fluía y refluía de su consciente y de su subconsciente, angustiándola.

--Soy tu madre..., tu madre..., tu madre...

¡Ah! Sí, aquello pasó cuando cumplió quince años y pretendió tener una amiga, visitarla, apoyarse en otra adolescencia y hacer juntas esas adorables y tiernas cosas que hacen las adolescentes: cambiar confidencias, suspirar ante el mismo crepúsculo, prestarse las cintas para las melenas que pretenden un peinado de señorita, hablar de un muchacho que se cruzó con ellas y que iba silbando, y cuya boca parecía ofrecer un beso. Temblar mirando las rosas abiertas de golpe en una noche, y oyendo el mensaje que al alba trasmite un pájaro desde el vértice mismo del perfume de los azahares.

¿Una amiga? ¿Qué amiga? Nunca fue al colegio. En la casa, desde que el padre muriera --Elena apenas si recordaba su rostro de criollo triste-- jamás apareció nadie trayendo su regalo de cordialidad: ni familiar ni amigo. La madre no los aceptaba. Allí vivían una mujer viuda y su hija única. Viuda. Había que compenetrarse del sentido de esta palabra. Viuda: sola, amarga, resentida con el destino que le hurtó al hombre que le conmoviera sus entrañas. Transfiriendo a la hija el amor por el padre. Celosa de ella, sin querer admitir la intromisión del nadie en esa tutela, tercamente aferrada a la criatura, único sentido de su existencia.

¿Una amiga? ¿Para qué? Víboras que lo emponzoñan todo, sí, eso eran ¿Qué amiga? ¿Cuál amiga?

Elena contestó:

--Teresita, la hija del farmacéutico de enfrente.

--Pero tú no la conoces. ¿Cómo sabes su nombre?

--La veo cuando me subo al castaño grande. Ella juega en el jardín de su casa con otros niños; me ha invitado. Yo los veo jugar. Claro que yo soy mayor, pero estaría contenta con ellos, jugando. Y después nos pasearíamos Teresita y yo, tomadas del brazo, por la vereda...

La había dejado hablar, enmudecida por la estupefacción. El castaño grande... La vereda... Tomadas del brazo... Los niños jugando...

Preguntó bruscamente:

--¿Cómo sabes su nombre?

--Por sobre el muro de nuestro jardín me lanzó una piedrecita con un papel en que me invitaba y venía su firma...

Estaba tan llena de su deseo, de lo azul que esa escena había puesto en su vida, que sólo advirtió la expresión de la madre cuando ésta la sacudió iracunda.

Después, el recuerdo se hacía confuso, por. la rapidez con que pasaba todo: la madre prohibiendo aquellas subidas al castaño, prohibiéndole recibir cualquier mensaje, negándose a todo cambio de vida, sacudiéndola como si fuera un trapo sucio, sacudiéndola hasta que ella, vuelta a la realidad, tranquila en su fuerza de individuo joven, se desprendiera de las manos y se echara atrás, donde no podía alcanzarla. Y la voz de la madre diciendo:

--Puedo pegarte... Soy tu madre..., tu madre..., tu madre...

No tuvo por amiga a Teresita.. Se cortó el castaño. Se alzó aún más el muro que rodeaba la casa. Pero algunos días la madre la invitaba a salir, disponía, mejor dicho, el salir, luego de almorzar, por calles solas, en un rápido paseo silencioso que casi parecía una huida. A veces, en estos paseos, llegaban hasta los confines del pueblo al borde, de una quebrada.

Abajo estaba el valle, verde, con el río marcado por los sauces, mostrando el quieto azul de su corriente sin apuro. Álamos en fila se iban al horizonte uno junto a otro, correctos en su uniforme color del tiempo. Al fondo las montañas apretaban sus lomos cargados de bosques, y más lejos aún, un volcán deshacía su rúbrica de humo en el cielo de puro azul. Había una casa blanca junto al recodo del río. Con persianas verdes. Rodeada de un parque, con una cancha de tenis y una pista ovalada y un embarcadero. En la cancha solían jugar unos muchachos, en la pista unos jinetes salvaban vallas y el barquito dormía su siesta a la deriva, imperceptible. Aquélla, para Elena, era la zona de la felicidad. Allí colocaba sus sueños. Su esperanza tenía ese escenario. Todo lo que la madre le negaba estaba allí: la casa sin muros, los amigos, el juego, la lectura, el derecho a medrar como un árbol sobre su propia raíz, desatando al viento su canción de hojas y de nidos.

Aprendió escalas, ejercicios y sonatinas. Teresita jamás fue su amiga. Cumplió dieciocho años. Súbitamente la madre cambió un día el camino de las calles solas por el que llevaba a la plaza cercana. Se sentaban en el mismo banco. Frente a la iglesia. La madre tejía. Elena miraba jugar a los niños. Hubiera querido alguna vez volver junto a la quebrada, para ver la casa blanca con persianas verdes. Hubiera querido... Hubiera querido tantas cosas... Su disciplina era aprender a no querer nada, a no manifestar un deseo.

Jugaban los niños. Esos eran niños que jugaban. Que corrían. Que mezclaban sus gritos espantando a las palomas y enredándolos al lento campaneo de las horas. ¿Cómo serían sus madres? Y en el pecho, como magnolia al sol, se le abría una ternura por esas desconocidas que abandonaban al niño a su risa y a su gozo, que dejaban a las muchachitas agrupar las cabezas sobre un libro, las trenzas resbalando sobre los pechos que hinchaba una misma edad de ilusión.

 

 

Estaba cansada, cansada. Como siempre A veces ese cansancio le parecía, más viejo que ella, acumulado por trabajos que realizara jamás, superior a todo esfuerzo que hubiera hecho. Solo en muchas vidas, en la suma de cansancio de muchas vidas podría justificarse. Siempre estaba cansada, siempre. Aún dentro del ritmo de su experiencia monocorde, trabajada por el esfuerzo único de librar su "yo" de la intromisión materna, siempre, como médula invisible, había un cansancio, un tremendo definitivo cansancio, que sólo, anhelaba como caminante de alforja al hombro, vacía de todo, desesperanzado y sin rumbo, echarse al borde de una cuneta, ahí donde la hierba empieza a tomar el verde del auténtico campo para un descanso sin término, especie de muerte, sedante, con estrellas vigilando un sueño sin pesadillas, en una noche, larga que no la empavorecía, aunque en ella hubiera la certidumbre del fin.

 

 

De nuevo las imágenes se le materializaron en un muro liso. Ella durmiendo y la madre despierta, mirándola por las junturas del biombo con un ojo brillante, verde, fosforescente; un ojo que emitía una luz como rayos en abanico. Sí, era como si de ese no saliera un haz de rayos que llegaran hasta ella, densos, densos. El ojo parpadeaba como un faro. Cada parpadeo dejaba sobre ella una capa de tela de araña, capas que iban superponiéndose, una sobre, otra, pesando, ahogándola, adheridas a ella, húmedas, viscosas, modeladas a su cuerpo. Ella ya no era ella, era un fardo informe una masa que, se debatía, luchando por recobrarse, buscando en sí misma, desesperadamente el grito; sin voz, sin poder gritar, tableteándole el corazón enloquecido, queriendo gritar, gritar, librarse de la angustia, de eso pavoroso que la ahogaba, que la ahogaba...

 

 

Supo que era la pesadilla cuando el grito la despertó, al borde de la conciencia.

 

 

BRUNET, Marta. Raíz del sueño. Raíz del sueño. Obras Completas de Marta Brunet. Santiago, Zig-Zag, 1962. Pp. 122-125.