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LA MUJER Y ÉSA

 

Despertó como siempre: súbitamente, pasando del sueño a la vigilia y a la angustia de las horas en espera de que la rutina cotidiana fuera iniciándose en la gran casa. No cambió de postura: de costado, con un brazo sirviéndole de almohada y el otro a lo largo hasta apoyar la mano en el muslo poderoso. ¡Qué congoja el insomnio! Ese quedarse quieta repitiendo con obstinación: "Uno más uno, dos. Dos más uno, tres". Hasta alcanzar enormes cifras. Porque alguien le dijo que era sistema para provocar el sueño. O ese beber esperanzado el vaso de leche caliente. O ese recurrir a las drogas. O ese deslizarse por las habitaciones silenciosas, entre la sombra, la penumbra y los mínimos ruidos inexplicables, creadores de miedos ancestrales. Todo ello impulsada por el deseo de dormir, pesadamente, mineralmente, sin sobresaltos, sin pesadillas. Como dormía "ésa".

Se incorporó para mirarla.

Los almohadones la mantenían semirrecostada, con la cabeza en escorzo, apoyada la mejilla en la funda color rosa y, en la tenue claridad de una minúscula ampolleta, tenue ella misma. Durmiendo plácida. Como si los años no hubieran transcurrido, como si la enfermedad no le hubiera trizado el corazón. Perdurables su fineza y su encanto.

Un ramalazo de ira la irguió, echó atrás el embozo, giró con pesadez el cuerpo graso y quedó sentada al borde de la cama, buscando sin mirarlas, con los propios pies, las babuchas siempre perdidas. Metía entretanto los brazos en las mangas de una bata, con los mismos movimientos pesados, pero al propio tiempo enérgicos. Con algo que parecía gesto de amenaza a invisibles enemigos.

Fue hasta el balcón y bruscamente levantó las persianas y abrió una puerta. La luz era azulenca y una orla rosa opalescente anunciaba que el sol subía tras la cordillera. Cantó un gallo y el obstinado ladrido de un perro se hizo insoportable. Olía a humedad, a insistente humedad de tierra vegetal, de fronda, de huerto, de rocío multiplicado en cada pétalo. Olía a campo.

La casa continuaba en silencio.

Sin preocupaciones, la mujer levantó ruidosamente otra persiana.

Se acercó a "ésa". Ahora, a mayor luz, en el rostro enflaquecido, la piel ámbar claro mostraba el fino trazo de las arrugas. Las cejas apenas se dibujaban grises, de igual tono plateado que el pelo corto y crespo. Pero las pestañas eran obscuras y sombreaban las mejillas hundidas, y en la boca de pura línea descolorida, las comisuras sonreían tiernamente. Toda ella menuda entre el rosa de camisa, sábanas y cobertores.

La miró con rencor. Como siempre: ya fuera despierta o dormida, en la enfermedad o en la salud, aparecía serena y seductora.

¿Y ella?... Sin dormir. Su sueño se había perdido. Lo había perdido ella misma al correr del tiempo. Porque alguna vez durmió como dormía "ésa", sueño color de rosa entre rosadas cobijas. Sueño de los quince, de los dieciocho años... ¿Cómo perdió ella el sueño?

¿Y si en vez de quedarse ahí, de pie, mirando a "ésa", intentara dormir? A veces, a esta hora, luego de beber la leche que le dejan en un termos, se adormila, logra adormilarse arrellanada en un sillón.

Cierra con la misma brusquedad las persianas. Corre las cortinas, las dobles cortinas: de tul y de antigua labrada felpa. Es una nueva incierta noche. Bebe. Busca el sillón. Apoya la cabeza en el respaldo muelle, propicio al reposo. Aprieta los párpados. Cuenta: "Uno más uno, dos". Hay que hacerlo con cierto ritmo. Insistió mucho en ese detalle su amiga recién llegada de Oriente al darle la receta. Además, debe pensar en algo obscuro. Como la cortina de un altar en Semana Santa. "Cinco más uno, seis..."

Un impulso irrefrenable la deja de pie junto a la cama de la dormida, remeciéndola a la par que grita:

--Despierta... Despierta...

--Qué... ¡Ay! Qué... ¿Está temblando? --dice con su pequeña voz musical.

--No, no tiembla... Pero es hora que despiertes, ¿entiendes? ¿Hasta cuándo vas a dormir?...

--¿No tiembla? ¡Qué bueno! Pero ¿por qué me has despertado? Tengo tanto sueño. Déjame dormir. Tengo tanto sueño... Tanto... --continúa quejosa.

La alza con sus poderosas forzudas manos. La sienta, acomoda los almohadones.

--No, no..., quiero dormir... Tengo sueño... es tan temprano --protesta.

--No es temprano... Ya es de día...

--No, es de noche. Está todo obscuro.

--Es necesario que despiertes... --y agrega perentoria--: Tengo que hablar contigo... Tenemos que hablar...

--No quiero... ¿Vas a empezar con tus cosas? No quiero hablar, quiero dormir.

--Vamos a conversar... --Toma un tono ligero--. Es tan lindo hablar, hacer recuerdos...

--Déjame --plañe--, lo único que quiero es dormir.

--Para no pensar --ahora su tono es sarcástico--. Ha sido tu manea de deshacerte de tu mala conciencia.

--No tengo conciencia, ni mala ni buena...

--Eso ya lo sé. Lo he sabido, lo hemos sabido todos... Pero es necesario que hablemos..., que me cuentes... --Del sarcasmo ha pasado en sus últimas frases a un tono que pretende ser convincente...

--No quiero contar nada... Quiero dormir... Déjame en paz. --Cierra los ojos y en la boca cambia la insinuación de la sonrisa por una insinuación de lloro.

--Sí, el cuento es no molestarte, no echar a perder la placidez de tus horas... Las preocupaciones, las dudas, las angustias, los sufrimientos: eso para los demás... Para mí, que soy el burro de carga... --ha vuelto a la violencia y las palabras adquieren una pesadez de piedras.

--Es que todo eso te gusta --musita.

--No me gusta... Pero tengo que soportarlo. Tengo, he tenido que soportarlo por culpa tuya..., tuya... --sigue de pie junto a la cama, imponente en su volumen por el que circulan rachas de eléctrica ira.

--La vida es así... --contesta como hablando para sí misma--. Da un poco, quita otro poco...

--Quita... Quita cuando hay alguien capaz de quitar. De robar... Cuando hay alguien como tú... ¡Asquerosa!

--Tengo sueño... --insiste--. Quiero dormir...

--No vas a dormir ni a hacerte la dormida ni la enferma... No tienes nada... Tienes que has hallado una manera de seguir viviendo cómoda y de que todo gire en torno tuyo... ¡Asquerosa!...

En las comisuras de los labios reaparece la habitual expresión. Y no responde.

--¡Ay! Yo te haré hablar... Al fin vas a hablar... --cambia el tono por otro neutro--. No sé cuándo te acostaste con él por primera vez. Antes de que nos casáramos o después... No importa... Pero si fue antes, como animales, en cualquier sitio, nada sacaste, porque se casó conmigo, ¿entiendes? Conmigo, que era la novia de su niñez, cuando se juega a ser novios, la novia que él eligió y que siguió siendo su novia, la mujer que sería para su hogar, para madre de sus hijos. ¿Te acostaste con él antes? Dilo... Dilo... Confiesa de una vez...

--Si tú crees que me acosté con él, ¿qué importancia tiene que fuera antes o después? --contesta sin abrir los ojos, sosegadamente.

--Entonces, ¿te acostaste? Fuiste su querida...

--¡Qué feas palabras!... No debes emplearlas, tú, tan fina, educada en las monjas... Que las emplee yo, pase. Pero tú... Acostarse..., querida...

--Si te acostaste antes... --se interrumpe y vuelve al tono violento--: Hablo como me da la gana... Hablo... Y no eres tú nadie para venir a darme lecciones... La perla... --parece reflexionar--. Si te acostaste antes, tiene que haber sido en el campo, por ahí en el propio suelo, como las bestias, en el pasto, emboscados... Dilo... Confiesa...

--El pasto suele ser apretado y suave. Huele bien: a tierra, a humedad, a pequeños perfumes desconocidos. Y la sombra de los árboles es un hermoso toldo, máxime cuando cantan los pájaros al atardecer o en la noche hay misteriosos rumores que no se sabe de dónde vienen --sigue sosegada, con los ojos cerrados y ahora sí que abiertamente sonríe.

--Entonces, ¿fue así? --pregunta con una suerte de pasmo.

--Estoy recordando algo que leí hace tiempo...

La mujer reacciona entre dolida y colérica.

--Me vas a matar... me vas a matar... ¿Cómo no voy a pasar desesperada, dándole vueltas a todo esto de día y de noche? ¿Por qué no hablas de una vez, por qué no dices de una vez por todas la verdad entera?

--Estoy hablando. Y eso que tengo sueño. ¿No quieres dejarme dormir? Me gustaría tanto. Tú eres muy buena y muy dije... Ernesto lo decía siempre. ¿Por qué no me dejas dormir?

--¿Así es que te hacía confidencias? ¿Te hablaba de mí? Eso no es cierto. No iba a contarte cosas mías a ti, que eras su querida. Porque eras su querida, ¿no es cierto?

Hay un silencio.

--No te hagas la dormida. Contesta. ¿Cuándo te acostaste con él?

--Ya te he dicho que "querida" y "acostarse" son palabras feas. No es correcto usarlas. Alguien dijo alguna vez delante de mí: "Dulce amiga". Hablaba también de "identificación feliz". Son aciertos del lenguaje. ¿No te parece? ¿Por qué no los adoptas?

--¿Te lo decía él? --pregunta desorientada, porque en especial el segundo juego de palabras no tiene sentido para ella.

--Lo decía alguien no sé dónde. O tal vez lo leí...

--Claro. Conozco de más lo que te gusta apabullarme con tu sabiduría. Cuando no quieres decir una cosa, dices que se te olvidó. O te quedas callada. O tienes sueño. O te sientes mal. Y otras veces, cuando no quieres decir quién te dijo algo, resulta que no te lo dijo nadie, que no sabes quién te lo dijo o que es algo que has leído. Tan leída que eres... Claro: con la vida entera para no hacer nada... No como una: con marido, con casa, con un hijo... Vaga... ¿Y con qué plata te pagabas todo eso, con qué plata? ¿Con la tuya? De dónde ibas a sacarla, aunque hicieras todas esas cosas en el teatro. ¿De dónde? De mi bolsillo, estoy segura de ello; del bolsillo de Ernesto. Ladrona, quitándome el pan de la boca...

--No debes quejarte... Has tenido el pan y la mantequilla. Mucha mantequilla... Así estás de gorda...

--Pero ¿de dónde sacabas la plata para vivir como has vivido, como una reina, con departamento, con vestidos, con fiestas, con auto, con viajes? ¿De dónde? De Ernesto. Plata mía... ¡Ladrona!

--Hombres necios... --murmura--. Perdón: es algo que en una época me gustó mucho recitar... Y lo hacía mejor que Berta, te lo aseguro. Es de Sor Juana Inés de la Cruz, la mexicana, ¿sabes? ¿Quieres que te lo diga entero?

--Quiero que no me vuelvas loca. Que me digas la verdad. ¿No ves que no puedo vivir en esta duda, que mis días son un martirio y mis noches un infierno? Por favor: ¿no quieres decirme alguna vez la verdad? Te sería tan fácil. Mira: en cuanto me digas la verdad, te lo prometo, nunca más te pregunto nada. Hagamos un trato: me dices la verdad y punto. Ni una palabra más. Te lo juro. Por el eterno descanso de mi inolvidable hijo, que se murió tan jovencito.

--¿La verdad? ¿Pero es que alguien sabe la verdad de algo? ¿La suya para comenzar? ¿Qué verdad quieres que te diga, si yo no he podido nunca saber cuál es mi propia verdad?

--No me enredes con palabras. Yo soy una mujer sencilla. Mi verdad es como yo: sencilla. Viví adorando a Ernesto, para él, por él, y el día que murió y encontré en su billetera un retrato tuyo, empecé a sospechar que entre ustedes había existido algo. ¿Por qué tenía en su billetera, en un compartimiento secreto, un retrato tuyo? Una vieja billetera que él llevaba siempre sobre su corazón, una billetera que cuidaba siempre que quedara bajo su almohada, cerca de su cabeza. Yo lo embromé alguna vez: "Ni que creyera que le voy a sacar plata". Me besaba riendo y decía: "Es que aquí tengo mi varillita de la virtud". ¿Por qué tenía ese retrato? ¿Por qué?

--De nuevo me has contado esa historia, obligándome una vez más a escucharla con paciencia y a decirte que los retratos de los artistas los tiene cualquiera...

--En casa había, hay retratos tuyos... Pero ése era otro, distinto a todos, una instantánea, apenas del tamaño de una estampilla. Tomada por él, acaso, y tú mirándolo con una expresión divina...

--Gracias por el cumplido...

--Es que es la verdad. Es como si por dentro tuvieras una luz...

--Las artistas deben dominar todas las expresiones.

--¿Y lo de la varillita de la virtud? ¿Cómo lo explicas, tú que para todo tienes salida?

--Yo no explico nada. Convendrás en que la vida está llena de cabos sueltos... Pero sí, pensándolo mejor... A cualquier cosa podemos atribuirle poderes mágicos. Yo tuve de chica un caracol al que achacaba todo lo bueno que me acontecía. ¿Tú nunca tuviste un talismán?

--Nunca perdí mi tiempo en tonterías --asegura desdeñosa, y continúa obcecada--: ¿Así es que no te dijo que eras su varillita de virtud?

--Escucha esto, que es muy curioso. Alguien me dijo una vez...

La mujer interrumpe cortante:

--Alguien cuyo nombre no recuerdas...

--Por cierto... He conocido tal cúmulo de gente.... Pero escucha. Me dijeron que si a cualquier objeto le adjudicábamos insistentemente un poder, ese objeto terminaba por ser poderoso. --Se interrumpe y pregunta--: ¿Y por qué Ernesto iba a darle a un retrato mío ese poder? Entiendo que en su billetera había muchas cosas... Cualquiera de ellas podía ser su varillita de la virtud.

--No sigas embarullándolo todo... La verdad es que lo único inesperado que allí había era tu retrato. ¿No dirás que no era motivo para despertar sospechas? Empecé a vigilarte, a mirarte, a averiguar cosas tuyas, de tu vida. Habías pasado tan lejos de mí. ¿Qué sabía de tu persona? Era lo mismo que si estuvieras en otro planeta. Empecé a hilar cosas, a buscarles sentido a otras, a preguntar, a juntar este detalle con este otro. Cuando supe que ustedes se veían fuera de mi presencia, mis dudas aumentaron. Quise cerciorarme, entonces, de que esas dudas tenían una base sólida. No me era posible vivir como un detective.

--Por favor; ¿hasta cuándo vas a ser majadera? ... Erraste tu destino. Debías haber sido eso: detective. Con estudios, se entiende. Así habrías aprendido a agotar y a abandonar una pista.

--Cuando supe que estabas enferma y pobre... --continúa impertérrita, y la mira con sostenida fijeza--. No deja de ser curioso que te enfermaras justo cuando murió Ernesto y que también entonces se te terminara la plata...

--Los artistas somos así: cuando no podemos trabajar por enfermos, nos espera el hospital. ¿No lo sabías?

--Entonces me dije: ésta es la mía. La voy a buscar, la traigo a casa y lo averiguo todo.

--Y aquí estoy. Mejor dicho: aquí me tienes, según tus palabras, como una reina. Pero pagando bien caro este pensionado.

--¿Y qué más pretendes? Te cuido yo misma, te doy de todo, hasta duermo a tu lado por si algo necesitas en la noche. Te cuido lo mismo que cuidé a Ernesto. Puedes estar segura...

--Espero que no lo atormentarías con preguntas.

--Ya sabes que tu retrato lo encontré después que murió... Pero sí le hacía preguntas: "¿Me quieres, me has querido siempre, te has arrepentido alguna vez de haberte casado conmigo?" Y él contestaba lo que siempre me contestó: "Te adoro, soy inmensamente dichoso, nunca me arrepentiré de haberte hecho mi mujer". Sí. Le hacía muchas preguntas. Esas maravillosas preguntas que se hacen los casados felices.

--Y los no casados... --musita.

--¿Te las hizo alguna vez, se las hiciste tú?... --interroga premiosa.

--No creerás que me he pasado los años sin que un hombre me dijera: "Eres mi alegría..., pequeña almohada para mi reposo..., dulzura...,"

--¿Te lo decía Ernesto?... --está frenética--. ¡Mentirosa! ¡Mentirosa!... Lo que pretendes es que me vuelva loca de veras, porque ya no puedo más... Ya no duermo..., ya no doy para más...

--Pero comes... --apunta suavemente.

--Porque así me tranquilizo... Es igual que tener en el estómago algo que se está moviendo y cuando una come se sosiega... Pero eres una mentirosa... Eres una canalla mentirosa... "Pequeña almohada". ¿Te cuento lo que me decía siempre cuando llegaba tarde? Ya que tú no quieres contar nada, te contaré yo, te contaré lo que me decía. --Cambia la voz tratando de imitar al marido--: "Señora, ¿me presta su hombro para dormir?" --Recupera su obscura voz agresiva--. Eso me decía, y, aunque yo tuviera el hombro acalambrado, pasaba la noche en vela, incómoda, pero feliz al verlo como una criatura en el abandono del sueño. Mío, mío.

La boca de la enferma se entreabre como para decir algo. Pero se cierra con un brusco avance de la mandíbula inferior, que coloca el labio como un cerrojo sobre el otro labio.

La mujer presiente que algo se ha roto, que un choque emocional ha dejado a "ésa" sin defensa. Insiste frenética:

--¿Vas a hablar? ¿Alguna vez dejarás de hacer teatro? Vas a decir la verdad. ¡Al fin! Vas a decirme si te acostaste con él antes de que se casara conmigo. O después. ¿Cuándo? ¿Cómo empezó eso? ¿Cómo pudieron hacer para que nadie se diera cuenta del asunto?... ¡Habla! ¡Perra!

Una mano aparece, traslúcida, y se posa sobre la boca, aherrojando más aún lo que no quiere decir. La mujer continúa:

--Y si fue antes y no se casó contigo, fue porque era mi novio. ¿Entiendes? Y nos casamos, se casó conmigo, con su novia que él adoraba. Y no contigo, que andabas a sus vueltas... Haciendo memoria, me he dado cuenta de cómo lo rondabas... Perra caliente...

La mano baja, la boca se entreabre de nuevo, pero no emite un sonido. Está blanca, ceñida entera por un intolerable sufrimiento.

La mujer se detiene bruscamente, mirándola inquieta, pero recupera su furia y prosigue:

--...y fuimos inmensamente felices. Y me tuvo noche a noche en sus brazos, y fui suya, suya, y tuvimos un hijo que desgraciadamente murió, y no tuvimos más hijos, pero él estuvo siempre a mi lado, para hacerme dichosa en una vida tranquila, sin preocupaciones, sin celos... Sin celos... Nada..., nunca... Hasta que murió... Y hallé el retrato... Asquerosa... Tal vez venía de tus brazos cuando llegaba a casa, cansado, deshecho... ¿Qué hacía contigo? ¿Cómo te amaba? Tal vez su cansancio se lo dabas tú, vaga, que andabas suelta por el mundo y con cuántos vicios. Llegaba cansado, a bañarse, a tomar un vaso de leche y a pedirme el hombro para dormir... Pero no tan cansado que no me abrazara, besándome tanto, que a veces me daba miedo morirme antes de que no supiéramos nada, sino que nos íbamos como para otro mundo, como si nos llevaran volando. Cada vez más alto, más hechos un solo sacudón de felicidad...

La está mirando fascinada. La cara de "ésa" es cada vez más pálida, hasta tomar un tono gris; la mano como una araña corre y encuentra por sobre la sabana el sitio en que duele el corazón, en que una saeta lleva el dolor hasta el paroxismo.

--¿Qué pasa? --Aguarda la respuesta que no llega--. ¿Qué te pasa? --insiste. Se inclina. La toca. Y súbitamente empavorecida grita--: No..., no te mueras..., no..., tienes que decirme... --Pero de más allá de la suspicacia, de los celos, del odio, del horror, aparece en su boca venida de la lejana infancia, una voz que repite plañidera--: Hermana... Hermana...

 

 

 

BRUNET, Marta. La mujer y ésa. Otros cuentos. Obras completas de Marta Brunet. Santiago, Zig-Zag, 1962. Pp.274-281.