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IRREMEDIABLE CAIDA

 

Sobre la estrecha manga negra la mano mostraba los dedos de marfil viejo. Recordó la mano de marfil al término de un cabo de ébano con que la abuela dulcemente se rascaba la espalda, en esa hora que seguía al desayuno y en que los niños tenían acceso al dormitorio para darle los buenos días. Una mano de marfil con los dedos unidos en suave comba y una pulsera de fino dibujo labrada sobre la muñeca. La abuela la manejaba con la gracia con que otrora manejara el abanico, desde el pericón de papel hasta el isabelino bordado de lentejuelas o aquel de plumas y carey que usara el día de su presentación en la Corte y que, para orgullo de la familia, lucía entre los cristales de una vitrina en el saloncillo Regencia. La abuela volteaba la cabeza y dejaba ver el ir y venir de su mano, preciosa como la otra que terminaba el cabo. Era cosa sorprendente que ella, tan cautelosa de sus gestos íntimos, entregara a los ojos de los nietos aquel de rascarse mientras que con una voz de modulación cantante, contestaba a sus buenos días diciendo un tierno:

--¡Dios los bendiga, niñitos!

Sonrió con una sonrisa que lejana, lejanamente, semejaba a la que antes aparecía en su boca. Sonrió a la evocación pueril, comprobando que esas imágenes nada tenían que ver con "aquello". La comprobación hizo añicos el cuadro. Pero de inmediato debía aferrarse a otro pensamiento bebía pensar en algo, obligarse a pensar en algo que no fuera "aquello".

Mano de marfil viejo la suya allí sobre la manga negra. Sin ningún parecido con la mano que usaba la abuela ni con la mano de la propia abuela.

¿Qué trabajo estaba haciendo en ella el tiempo? Primero apareció en el dorso de sus manos una manchita amarilla, una inocente peca de esas que gusta pintar el sol en la nariz de los niños durante las mañanas playeras. Otra peca asomó cerca y otra más, archipiélago que observó distraída por el capricho de las formas que le parecían, como cuando era pequeña, un misterioso mensaje que no se le mandaba como entonces desde ignotos mundos por intermedio de las nubes, sino que ahora sobre su propia piel se iba tatuando gradualmente. Luego advirtió que las pecas se obscurecían, haciéndose color de café y que al tacto eran densas. La piel, por contraste, se veía más pálida. Pero en seguida cobró un tinte amarillento, opaco. Después un dedo índice se hinchó, dolió y, una vez curado, quedó con las articulaciones deformadas. Proceso que fue repitiéndose en los otros dedos, hasta que todos quedaron así, señalando distintos puntos cardinales, anquilosados y monstruosos.

El médico explicaba, protector, feliz de diagnosticar algo menos complicado que su neurosis:

--Reumatismo. En este clima húmedo todo el mundo lo padece.

Ella lo oía, irónica por dentro y sin piedad.

"Si me vieras el alma --pensaba--; si me vieras las deformaciones, el retorcimiento de mis raíces íntimas; si me vieras los hongos, el verdín, la calamidad en que parecen haber obrado el fuego, la lluvia, el viento, bosque consumido por el roce y librado a los elementos del sur antártico. Si me vieras..., entonces sabrías lo poco que me importa esto..."

Pero el médico no veía sino una figura alta, magra, vestida de negro, sin edad aparente, rostro ajado y patético, con lentos párpados siempre entornados y que raramente dejaban ver el gris del iris que, a luz, transparentaba un fondo azul, como de neblina sobre el cielo, pero que entonces se sabe que en cualquier momento desaparecerá, porque siempre hay un rastrillo de viento que se la lleva, mientras, que la neblina de estos ojos era allí permanente, fija, sin remedio. Y la boca de labios finos, tercos, empecinados en el silencio, solía a veces esbozar una sonrisa que era un simple gesto, el extenderse de una comisura.

El médico veía esa estampa hecha al carbón, trabajada por el amarillo del abandono, y a veces, escandalizado, como si certificara que la obra de arte se descomponía dejando aparecer la pacotilla de bazar, murmuraba para sus adentros: "¡Fíese uno de bellezas!"

Y pensaba en su mujer, que tenía más o menos la misma edad que aquélla y se conservaba fuerte, ágil, pomposa de kilos y de colores, enredada apasionadamente a mínimos problemas, parlanchina, celosa, combativa, agobiadora, agobiadora, sí --¡ay!--, agobiadora, pero rotundamente jovial.

Y se iba dejando una prolija enumeración de alimentos, dieta a la que ella se ceñía sin esperanzas ni rebeliones, matizándola con medicinas distribuidas a través de las horas.

Nunca había oído las palabras que el médico se decía frente a su ruina física ni aquellas otras con que la comparaba a su mujer. Pero era absolutamente igual que si las hubiera oído, tanto afloraban a su rostro de mico marrullero. Como las oía en el silencio atónito de las gentes con que sorpresivamente se hallaba al albur de cualquier salida.

De repente tuvo la sensación de desdoblarse y estar mirándose a sí misma en un primer plano, sentada voluntariamente incómoda, dando la espalda a un mar que repitiera obstinado idéntico golpeteo, mirando un sombrío paisaje de trasmundo, empavorecedor: brazos de troncos tendidos y retorcidos, ondulantes despojos de algas, osarios de cal, gasa de telas de araña y una mano de mujer, cercenada; cercenada y manando sangre, y abajo un lago de sangre congelada, y allí, patinadora de pesadilla, una informe sombra que aullaba como si fuera el perro lunero de los malos daños.

Se echó atrás, adosada al respaldo del sillón, adherida a su terciopelo, buscando poner lejanía entre el cuadro y ella. Pero fue el cuadro el que empezó a retroceder, esfumándose los contornos, paulatinamente desapareciendo hasta ser tan sólo un punto, blanco, bolita blanca, pequeña pelota dando y rebotando en una invisible paleta, pueril juego de pimpón, paleta en mano de niña, volteando a derecha, a izquierda, con un preciso mecanismo muscular. Tac... Tac... Tac... Tac...

A veces el corazón se hace presente. Quiere que se sepa que está allí, caballero de la vida. Se dice: "Te quiero de corazón": O se dice: "Me lo ha dicho el corazón". Y no es verdad que el corazón quiera o que haya dicho nada. Pero se recurre a él porque es el caballero de nuestra vida y da importancia a palabras fútiles. Pero, circunstancialmente, el corazón se hace presente y advierte su existencia con una larga punzada que obliga a retener el aliento, y cuando la punzada pasa, tan sólo entonces, con lenta precaución nos atrevemos a respirar y con las yemas que han tomado una calidad endurecida de frescas uvas se comprueba que por la frente rueda una gotita de transpiración. Pero no ha sido nada, tan sólo el corazón que quiere que sepamos que está ahí en el pecho, un poco al costado, y que puede no tan sólo advertirnos su presencia con esa violenta punzada, sino que también diciendo: Tac... Tac... Tac... Tac...

Ahora hay una pausa. Un apaciguamiento en que no tiene conciencia de su cuerpo físico. Ni tampoco de su pensamiento. Está pensando que no piensa en nada. Pero inmediatamente piensa que está pensando que ese apaciguamiento y ese no pensar en nada son lo habitual antes que pase "aquello".

 

 

 

 

Se ve plácidamente en el automóvil, entre la madre y el marido, joven, bonita, llena de gracia, arrullada por la ternura de la madre, por el amor del marido, circulando por el mundo en la bandeja de plata de la fortuna. Oye la voz admonitiva del marido:

--No vaya tan ligero, Paco...

Su mirada distraída se fija en el bulto pardo que sale de la cuneta. El choque es instantáneo. El coche vuelca, rueda por el precipicio. Hay gritos, retumbos, quebrazón de vidrios. Después... Sí. ¿Después? Siente sus roncos alaridos, su voz inhumana, tan imposible en su garganta que se calla. Quiere moverse. No logra un movimiento. Nada ve en el amasijo de chatarra. Halla su voz cotidiana para llamar a la madre, al marido. Repentinamente percibe una mano inerte, con una enorme herida por la que mana la sangre como agua de canilla. Grita de nuevo, sabe que está gritando, porque su boa se abre y la garganta se contrae. Pero no se oye. Algo la lanza 'por los aires y tiene la angustia de una caída sin fin, vertical, desde no sabe qué altura hasta tampoco sabe qué fondo: caída que debió ser la de Luzbel a los profundos infiernos, no peores que el infierno en que ella sobrevive.

 

 

 

 

La mano deforme, esa mano de marfil amarillo, se posó empuñada el sobre el corazón que de nuevo tableteaba su: Tac... Tac... Las articulaciones se marcaron en blanco por la fuerza adhesiva. El tableteo se detuvo dentro de ella, salió fuera y entonces se arrimó a sus oídos, puertas a las que siguió golpeando: Tac... Tac...

"¿Es que nunca voy a poder librarme del recuerdo? ¿Nunca?"

Se puso de pie y dio unos pasos trabajosos por el salón. Hasta enfrentar un muro y quedárselo mirando, sin verlo.

Había vuelto a dejarse invadir por "aquello". ¿Pero es que la invadía desde afuera? ¿No estaba dentro de su ser, tierra en que enraizar la maraña de las arterias, savia para los nervios, material de su arquitectura, razón torturadora de su existencia? ¿Para qué luchar? ¿Para seguir el consejo del médico, que decía: "No hay que pensar en eso, señora", y que solía añadir: "Cuando sienta que la asalta el recuerdo del accidente, póngase a contar: Uno y uno dos. Dos y uno tres. Tres y uno cuatro. Hasta cansarse"?

Miraba al frente. Fue tomando conciencia de los volúmenes y, de les colores. Hasta ver sobre la seda rosa que limitaba con las enmaderaciones verde y oro, medio a medio del panel, el retrato obra de Boldini que la representaba en la época de su matrimonio, alta la cabeza, sonriente, prodigiosamente rubia, azules los ojos, con una mano sujetando la cola del traje de tul negro, con el abrigo de chinchilla sobre el respaldo de un sofá, y en el peinado alto el vuelo de un colibrí de piedras preciosas; tocado absurdo complemento de la elegancia suntuosa y frívola que el cuadro parecía simbolizar.

Tendió una mano y la dejó en el aire, junto a la otra deliberadamente alargada que se entreveía en la pintura. Como si una mano de bruja se acercara a la de un ángel.

Dio la espalda al retrato y volvió al sillón que dejara. Metió las manos en los bolsillos del traje de casa y, agobiada, pareció aquietarse en una especie de soñolencia. La puso dentro de la vigilia la voz del marido, que decía: "No vaya tan ligero, Paco...

¿Cuántas veces había revivido esa escena? ¡Qué cansancio!

Primero confusamente en la clínica, después absolutamente nítida en la casa de salud, después en forma más espaciada en el chalet a orillas del lago sureño, espejo sin apuro para copiar el cielo, las nubes avellonadas, un disperso vuelo de pájaros, el cabeceo adormilado de los pinos y el cono del volcán con su capuchón de nieve. Más tarde, matizada con obscuras visiones empavorecedoras, la revivió y seguía reviviéndola en la quinta de tranquila arquitectura, de muebles de sólidas caobas, de corredores propicios a las mecedoras, al sostenido trinar de un canario, al aroma arremansado de los jazmines y a los ojos súbitamente espejeantes de los gatos. Quinta rodeada de los árboles que trajo de España el abuelo, de otros árboles que trajo de Francia el padre y de más árboles que trajo de todas partes del mundo la madre. Sobre el césped las estaciones escribían su nombre con el múltiple matiz de las flores.

Se acurrucó aún más en el sillón. Como si tratara de hacer algo que nadie debía percibir sacó una mano, luego sacó la otra mano de los respectivos bolsillos y cruzo los brazos sobre la cintura, echándose hacia adelante hasta apoyarlos en los muslos. Cerró los ojos. Se quedó inmóvil. Como las viejas indias. Las había visto tantas veces con renovado asombro en la infancia de las curiosidades; horas de horas sin moverse, a veces junto al brasero, otras junto al hogar primitivo hecho en el suelo, dobladas sobre sí mismas, remedos humanos, sin la quietud viva del animal en acecho o en hartazgo, vacías, cortezas de seres cuya quietud se torna intolerable.

Así estaba ella, cáscara de su propia vida, sentada en un escalón circular junto a un mínimo ruedo. Hacia arriba --los sentía a sus espaldas, a sus costados, al frente, los sentía; tenía la perfecta certidumbre de su existencia--, había otros escalones circulares en aumento progresivo, anfiteatro cuya boca estaba arriba, a ras de la tierra en que los seres eran felices y desgraciados en una equitativa proporción. Le decían que en el poder de su voluntad estaba el volver a esa superficie. Donde era exacto el contorno de las flores y las estrellas desparramaban su temblor por claros cielos, en que la palabra felicidad hacía retardar el paso a los enamorados y en que cuando se decía "hay que resignarse", era pensando en la actitud de un árbol junto a un blanco muro, sin negar su sombra, dócil al aire, indiferente al sol, esperando con mansedumbre los elementos que trasmutarán su esencia.

Violentamente se enderezó, se puso de pie y los brazos se tendieron suplicando una seña, algo a qué prender la terca esperanza del instinto.

Cuando los brazos se le cayeron de cansancio, aún permaneció largo rato de pie, volteada la cara, mirando hacia arriba. Como a los brazos, el cansancio le volteó la cabeza.

Estaba en el último escalón de un anfiteatro. Avanzó un pie que no halló plano más bajo. Pero tuvo la sensación de haber descendido al ruedo, de estar en el fondo. Trabajosamente se sentó en la alfombra, cruzó los brazos y tomó la misma actitud que las viejas indias junto al ojo ceniciento de los rescoldos. Igual.

Y esperó sin tortura ni resistencia que, subrepticiamente, por algún resquicio de sí misma, apareciera "aquello".

 

 

 

BRUNET, Marta. Irremediable caída. Otros cuentos. Obras completas de Marta Brunet. Santiago, Zig-Zag, 1962. Pp.293-297.