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LA FLOR DEL COBRE

 

Resulta que una vez había un matrimonio que vivía en un campito, cerca de un pueblo en el sur. Los dos eran viejos, reviejos. Y resulta que el ma­rido era tan flojo que nunca había trabajado en cosa alguna, y en cuan­to le hablaban de hacer algo, se quejaba a gritos de sus muchas enfermedades y se iba a la cama, diciendo que ya poco le iba faltando para entregar su ánima al Tatita Dios. Y resulta también que la pobre mujer, a pesar de sus años, tenía que seguir comidiéndose para ella sola mantener el hogar.

Con la terrible pereza del marido, a quien llamaban don Quejumbre-No-Hace-Nada, el campito estaba hecho una maraña de zarzas y la casa se caía a pesar de los puntales que le habían arrimado algunos vecinos mise­ricordiosos. Pero esto no era impedimento para que don Quejumbre-No-Hace-Nada siguiera durmiendo o lamentándose de sus males. Y resulta que un día estaba doña María Soplillo --que así se llamaba la mujer--zurciendo los pantalones de don Quejumbre-No-Hace-Nada cuando sintió que éste llegaba muy contento del pueblo, donde había ido en busca de remedios para las muelas.

Apenas la divisó le dijo:

--Figúrese la suerte, vieja...

--Usté dirá. Aunque sería mejor que diera antes las güenas tardes... --Güenas tardes. Pero no interrumpa. Figúrese la suerte... A la pri­mera güelta del camino me le encontré con una señora muy encachá, que me preguntó pa'ónde iba. Yo le contesté que pa'l pueblo a mercar medicinas pa'l dolor de muelas. Entonces ella me ice qu'es meica y que me puede dar un remedio no sólo pa' las muelas, sino que es pa' toititos los ma­les conocíos. Y voy entonces yo y le pregunto: "¿Y qué remedio es ése, Misiá?" Y ella al tiro me contesta: "Es la Flor del Cobre". "No la conoz­co, ni nunca la había oído mentar", le respondí. Y ella va y me ice: "Aquí tiene la semilla, váyase para su campito y la siembra, y en cuanto florezca verá cómo se alivia de sus muchos achaques".

--¿Y qué le dio, vieja?

--Esta bolsita con semillas. Mire. Al tiro las voy a sembrar.

Entonces doña María Soplillo se puso en pie, muy contenta al ver a su marido tan dispuesto y alegre. Y le preguntó:

--¿Dónde las va'sembrar?

--Aquí, no más, en la huerta. Pero la Misiá me'ijo tamién que tenía que sembrarlas toas y en tierra limpia y bien barbechá. Por suerte que no son muchas las semillas.

Y don Quejumbre-No-Hace-Nada se fue en busca de la pala, el azadón y el rastrillo, que estaban por ahí, en un cuarto, todos llenos de telarañas y moho.

Por la tarde se pasó arreglando un retazo de tierra, sacando maleza, arrancando raíces, arando y rastrillando. Cuando llegó la puesta del sol estaba el retazo de huerta convertido en una lindeza de barbecho. Y don Quejumbre-No-Hace-Nada se fue a acostar completamente rendido, dispuesto a levantarse al alba para sembrar las semillas de la planta del co­bre, cuya flor había de mejorarle la salud.

Pero resulta que a la mañana siguiente, cuando comenzó a esparcir la semilla --que estaba en una bolsita de cuero no más grande que una mano cerrada-, ésta no terminaba nunca, y aunque don Quejumbre-No-Hace-Nada lanzaba grandes puñados al surco, el contenido de la bolsa no men­guaba. ¡Y ya no había dónde sembrar más!

--¿Qué haré? --le preguntó a doña María Soplillo.

--Usté sabrá --dijo la mujer modosamente--. Pero, según dijo usté ayer, la Misiá le recomendó que sembrara toititas las semillas.

--Así no más jué --dijo el viejo.

Y se puso a preparar otra porción de tierra más grande que la que barbechara la víspera.

Pero al día siguiente pasó exactamente lo mismo: la semilla no llevaba trazas de disminuir. Al gran holgazán de don Quejumbre-No-Hace-Nada le dieron ganas de no seguir en la empresa; pero, justamente, en ese mo­mento, le dieron unas fuertes punzadas en las muelas, tan fuertes como no las había sentido nunca. Y esto lo hizo decidirse a barbechar un peda­zo del potrerillo, en vista de que la huerta ya estaba toda sembrada y que las semillas parecía que no se hubieran empleado nunca.

Y al cabo de diez días de trabajos y de rezongos y de decir que no daba una palada más y de volver a dolerle las muelas y de volver entonces a trabajar, don Quejumbre-No-Hace-Nada se encontró de repente con todo su campito limpio, barbechado y sembrado, y que empezaban a brotar unas hojitas verdes y que había que regarlas, cuidando de que en loa camellones no fuera a salir de nuevo maleza, y que había, además, que vigilar los caracoles y los gorriones y que, por lo tanto, había que seguir levantándose al alba y trabajando el día entero.

Y resulta que a don Quejumbre-No-Hace-Nada se le había olvidado quejarse y ni una mala lipiria le daba. Y resulta también que cuando más crecían las plantas de la Flor del Cobre más parecían matas de maíz y al fin don Quejumbre-No-Hace-Nada tuvo que convencerse de que no había tal Flor del Cobre, sino unos choclos lindos que empezaron a comer hechos ricas humitas por mano de doña María Soplillo, cuando no eran cocidos y en unos pasteles con pino y todo. Y como los choclos cada vea cundían más, resolvieron cosecharlos y venderlos en el pueblo. Pero eran tantos, tantos, que dejaron una parte en la casa para hacer chuchoca y otro poco para darles a las aves, y el resto, en la carreta del compadre Juan Pablo Retamales, que se las prestara, lo llevaron al mercado, sacando por él un buen precio.

Entonces compraron ropa para el invierno, una olleta grande, una vaca y un burro, tres gallinas, un gallo y dos conejitos blancos con mancha rubias y ojos negros. Y una pala y un arado y un rastrillo. Y muchas cosas para comer.

Y aunque hicieron tanta compra, aún le quedaba a don Quejumbre-No-Hace-Nada plata amarrada en una punta del pañuelo de yerbas al volver a su campito.

Entonces le dijo a doña María Soplillo:

--Aquella Misiá que me dio la semilla, güen dar que me pitó...

-- Si no hubiera sío por ella, a estas horas seguiría siendo pobre y enfermo, güeno pa' na'. No sea mal agradecío --contestó la vieja. --¡Cierto no más es!

--Con razón le dijo la Misiá que se le quitarían toítos los males. Hace tiempo que no lo oigo quejarse e na. Y la Flor del Cobre sus güenos co­bres y chauchas y pesotes que le ha dao...

--¿Y quén sería la Misiá?

--Pa mí qu'era la merma Mamita Virgen de los Cielos...

--Hasta que al fin di con quén era...

--Entonces le vamos a dar al tiro las gracias y le vamos a rezar un Ave María con harta devoción.

Y esta es la historia de "La Flor del Cobre",

que volvió diligente y sano a un hombre.

 

 

 

BRUNET, Marta. La flor del cobre. Cuentos para Marisol. Obras Completas de Marta Brunet. Santiago, Zig-Zag, 1962. Pp. 308-310.